No 6 "Los Salazar Suarez: Crónicas de una Familia ‘Rica’ de Mentiras"

Memorias de la «Hacienda Dinamarca»

Bajo el vasto cielo de La Hacienda Dinamarca, testigo silencioso de generaciones, nuestra familia, los "Salazar Suarez", vivía en un curioso limbo entre la riqueza y la pobreza. Éramos, como murmuraban los vecinos con una mezcla de envidia y compasión, —ricos de mentiras— en un reino de sueños y ganado prestado. La sombra protectora y a la vez asfixiante de Don Delio Yepes, un capataz adinerado y patriarca de una familia prominente de Granada Antioquia, se extendía sobre nosotros como un manto de terciopelo gastado. 

En la inmensidad de la Hacienda, donde los suspiros de la tierra se mezclaban con nuestros sueños, tejíamos una existencia con hilos de esperanza y resignación, bordada sobre el lienzo de una tierra que no nos pertenecía, pero que amábamos como si fuera nuestra propia piel. Éramos los protagonistas de una historia de riqueza imaginaria y pobreza real, de sueños grandiosos y realidades modestas.

En la hacienda Dinamarca, donde el tiempo parecía fluir al ritmo de las cosechas y los suspiros de la tierra, nuestro padre Juan se alzaba como un gigante silencioso entre los surcos de maíz y plátano. Era un hombre tallado por el sol y las estaciones, con manos que contaban historias de sudor y esperanza, y un alma tan vasta como los campos que cultivaba.

Cada amanecer, cuando el cielo aún se debatía entre la noche y el día, nuestro padre se levantaba como si respondiera a un llamado ancestral. Se ponía su sombrero gris, testigo mudo de incontables jornadas, y salía al encuentro de la tierra que lo esperaba, fiel y exigente como una amante.

Nosotros, aún pequeños y envueltos en las brumas del sueño, lo observábamos desde la ventana de nuestra humilde casa. Veíamos cómo su figura se fundía con el paisaje, convirtiéndose en parte del lienzo que la naturaleza pintaba cada mañana. Sus pies descalzos, más raíces que extremidades, se hundían en la tierra húmeda, estableciendo una conexión íntima con el suelo que nos daba sustento.

Nuestro padre no era un simple campesino; era un guardián de secretos antiguos, un intérprete del lenguaje silencioso de las plantas y el viento. Con cada paso que daba entre los cultivos, parecía sellar un pacto renovado con la tierra, prometiéndole cuidado a cambio de sus frutos.

Su reino, aunque humilde a los ojos del mundo, era vasto y rico en los tesoros que verdaderamente importan. Cada planta era un súbdito al que atendía con devoción, cada fruto una joya que cultivaba con paciencia infinita. Y nosotros, su familia, éramos los privilegiados testigos de esta danza diaria entre el hombre y la naturaleza.

A veces, en las tardes doradas cuando regresaba de los campos, nuestro padre traía consigo el aroma de la tierra y el susurro de historias que el viento le había contado. Sus ojos, cansados pero brillantes, reflejaban la satisfacción de quien ha librado una batalla honesta contra la dureza de la vida y ha salido victorioso, aunque fuera solo por un día más.

En esos momentos, sentados a sus pies mientras descansaba en el viejo sillón forrado en "cabuya", sentíamos que no había rey más poderoso ni hombre más rico que nuestro padre. Porque él, con sus manos callosas y su corazón generoso, había aprendido el secreto más valioso de todos: que la verdadera riqueza está en la tierra que se ama, en el trabajo que se honra y en la familia que se protege.

Así, en nuestra pequeña parcela de Dinamarca, nuestro padre Juan se erguía como un coloso, un guardián de tradiciones antiguas y valores eternos, enseñándonos con cada gesto y cada silencio que la grandeza no se mide por lo que se posee, sino por lo que se siembra en el corazón de los demás.

Doña Otilia, nuestra madre, era el pilar que sostenía nuestra casa con una fortaleza que parecía emanar de las profundidades de la tierra misma. Sus ojos, claros y profundos como manantiales de sabiduría antigua, guardaban secretos de generaciones pasadas y sueños para las venideras. En sus manos residía la magia que mantenía unida a nuestra familia, capaces de sanar dolores con ungüentos de hierbas y de preparar sancochos que olían a hogar. Con la gracia de una duquesa y la astucia de una zorra, lograba estirar cada peso como si fuera de goma, convirtiendo las sobras en festines dignos de un palacio.

En los confines de nuestra Dinamarca, la llegada de Don Delio Yepes era un acontecimiento que alteraba el ritmo de la vida cotidiana. El verdadero dueño de nuestro pequeño imperio de cartón, Don Delio era una figura casi mítica que aparecía como una visión en el horizonte, montado en su imponente mula gigante.

Alto como un guamo, obeso y entrado en años, Don Delio se erguía sobre su montura como un monarca en su trono itinerante. Su barriga prominente se balanceaba ligeramente con cada paso del animal. Sus mejillas infladas y rosadas, completando una imagen que oscilaba entre lo imponente y lo cómico.

La mula que montaba, una bestia de proporciones casi legendarias, avanzaba con paso firme por los senderos de la hacienda, como si entendiera la importancia de su carga. Bajo el sol abrasador, Don Delio se secaba el sudor de la frente con un pañuelo descolorido, sus ojos pequeños y astutos escudriñando el horizonte en busca de una figura familiar: nuestro hermano Gilberto.

Porque si bien Don Delio era el dueño en título, era nuestro hermano Gilberto era quien reinaba de verdad en Dinamarca. La confianza que Don Delio depositaba en Gilberto era absoluta, ciega incluso. Con una voz que retumbaba como truenos lejanos, Don Delio solía decir: "Gilberto, muchacho, esta finca es tuya tanto como mía. Lo que necesites para el ganado, solo pídemelo".

Y así era. Durante los pocos días que Don Delio pasaba en la hacienda, su principal ocupación era conversar con Gilberto, escuchando atentamente sus consejos y planes para la finca. Gilberto se movía por Dinamarca como el verdadero amo y señor, tomando decisiones y dirigiendo las operaciones con una autoridad que emanaba tanto de su conocimiento profundo de la tierra como de la confianza inquebrantable de Don Delio.

Las noches en la hacienda durante estas visitas tenían un aire casi surreal. Mientras Don Delio dormía plácidamente, su finca entera descansaba en las manos capaces de Gilberto. Era como si el sueño de Don Delio fuera el sello de aprobación final para el reinado de Gilberto sobre Dinamarca.

Nuestro padre, observando esta dinámica peculiar, solía comentar con una mezcla de asombro y resignación: "Don Delio es como un rey que ha encontrado en Gilberto no solo a su mano derecha, sino a su corazón y su mente. Duerme tranquilo porque sabe que Gilberto vela por sus sueños y por su tierra".

Esta confianza ciega, esta delegación casi total del poder, creaba en Dinamarca una atmósfera única, donde las líneas entre dueño y administrador, entre amo y empleado, se difuminaban hasta casi desaparecer. En este microcosmos, Gilberto era el puente entre el mundo de Don Delio y el nuestro, el guardián de los secretos de la tierra y el confidente de su dueño de verdad.

Así, cada visita de Don Delio no era tanto una inspección como una reafirmación de este pacto tácito, una renovación de votos entre él y Gilberto, con Dinamarca como testigo silencioso de su extraña pero efectiva sociedad.

Mi hermano Gilberto poseía un don especial, una conexión casi mística con los animales. Lo observaba caminar entre el ganado como si fuera uno más de la manada, sus palabras suaves mezclándose con el mugido de las vacas en una sinfonía pastoral que solo él podía componer. A veces pensaba que había nacido con el espíritu de un antiguo chamán, capaz de comunicarse con las criaturas de la tierra en un lenguaje olvidado por los hombres.

Vivíamos en el más antiguo de tres caserones, cada uno con su propio carácter y encanto, unidos en la peculiaridad de carecer de inodoros. Esta ausencia convertía nuestras necesidades más básicas en aventuras diarias, con los árboles frutales como testigos mudos y cómplices de nuestras visitas "fertilizantes". Quizás por ello, sus frutos eran los más dulces y abundantes de toda la comarca.

Así transcurrían nuestros días en la Hacienda Dinamarca, entre el aroma del chocolate recién molido por las mañanas y el canto de los grillos al anochecer. Éramos ricos en amor y pobres en posesiones, navegando en un mar de incertidumbre con la esperanza como única brújula. Y aunque el futuro era tan impredecible como las lluvias de agosto, sabíamos que mientras permaneciéramos unidos, como los dedos de una mano trabajadora, podríamos enfrentar cualquier tormenta que el destino nos deparara.

En este delicado equilibrio entre la apariencia y la realidad, aprendimos a reír de nuestras desventuras, a encontrar riqueza en los momentos más simples, y a mantener la cabeza alta incluso cuando nuestros estómagos gruñían de hambre. Porque al final del día, descubrimos que la verdadera riqueza no estaba en los bolsillos, sino en los corazones unidos por el amor, la risa y la capacidad de soñar, incluso cuando la realidad sugería lo contrario.

En la finca Dinamarca, donde el tiempo parecía detenerse entre los árboles frutales y el pequeño lago de aguas plateadas, transcurrió mi infancia, tejida con hilos de travesuras y aprendizajes. Yo, Pelusa, era un chiquillo de espíritu inquieto y corazón tierno, cuyas ocurrencias oscilaban entre lo travieso y lo conmovedor.

Un día, movido por una curiosidad infantil que rozaba la malicia, logré atrapar un patito amarillo con un anzuelo improvisado y un grano de maíz como señuelo. Sin embargo, al ver al inocente animalito atrapado, una oleada de remordimiento me invadió. En ese instante, comprendí el valor de la compasión y, con manos temblorosas, devolví al patito a su hogar acuático, llevándome conmigo una lección que perduraría toda la vida.

En este microcosmos rural, Doña Genoveva Osorno reinaba como una matrona imponente, temida y respetada por igual. Con su mirada de águila y voz de trueno, transformaba nuestra bulliciosa casa en un cuartel de disciplina. Incluso Gonzalo, el mayor de nosotros, se estremecía ante su presencia. Nuestra madre, quizás por agotamiento o por una sabiduría que solo ahora comienzo a entender, le había otorgado plenos poderes para mantener a raya el caos que amenazaba con desbordarse en nuestro hogar.

Y luego estaba Gilberto, "el patrón bebe leche", una figura tan central en la finca como el sol en el cielo. Conocía cada secreto de la hacienda, como si la tierra misma le susurrara sus misterios. Se había ganado la confianza de Don Delio, un logro que contrastaba dolorosamente con la reputación de mi padre, cuya afición por la bebida era un secreto a voces que todos fingíamos ignorar.

Gilberto era un personaje sacado de una novela romántica, con su amor incondicional por las mujeres del lugar y un éxito en sus conquistas que rozaba lo mitológico. Su encanto natural y carisma magnético lo convertían en el favorito de todos, desde los peones hasta las damas de sociedad que ocasionalmente visitaban la hacienda. Montado en su fiel caballo  el "Blanquito", sus correrías y hazañas se extendían hasta San Carlos y Granada, dejando a su paso historias de amor y desengaño que se convertían en leyendas alrededor del fuego en las noches estrelladas.

Así, entre patos asustados y árboles frutales cómplices, travesuras infantiles y regaños que resonaban como truenos, se entretejieron los días de mi infancia en Dinamarca. En esta finca donde la verdadera riqueza se medía en aventuras, risas y aprendizajes, cada amanecer traía consigo la promesa de nuevos descubrimientos.

En este tapiz de personajes y momentos, cada hilo, por insignificante que pareciera, contribuía a crear una imagen de una belleza indescriptible. Una imagen que, con el paso de los años, se ha grabado en mi memoria con la fuerza de un hierro candente, convirtiéndose en el tesoro más preciado de mi existencia. Porque en Dinamarca, entre la pobreza y la riqueza imaginaria, entre la disciplina y la libertad, aprendí que la verdadera opulencia reside en los lazos que nos unen y en las historias que compartimos.

En la finca Dinamarca, donde el tiempo parecía danzar al ritmo de las estaciones, los secretos florecían como las buganvilias que trepaban por las paredes de tapia. Yo, "Pelusa", crecía entre susurros de leyendas y el aroma a café recién molido que impregnaba las mañanas.

Nuestra matrona Doña "Genoveva Osorno", con su mirada de águila y su voz de trueno, gobernaba nuestro pequeño universo con mano firme y corazón oculto. Sus canas, decían los peones, guardaban la sabiduría de cien vidas, y sus arrugas eran mapas de historias jamás contadas. Bajo su férrea disciplina, aprendimos que el respeto se ganaba con sudor y que las palabras, bien usadas, podían ser tan afiladas como el machete de Gilberto.

Ah, Gilberto, "el patrón bebe leche", como le deciamos, era como un cometa que iluminaba nuestros cielos con su paso fugaz y brillante. Sus ojos, color de miel silvestre, encerraban promesas de aventuras que se extendían más allá de los límites de la hacienda. Montado en su fiel caballo "Blanquito", cabalgaba entre la realidad y la leyenda, dejando tras de sí un reguero de corazones suspirantes y sueños de libertad.

Las noches en Dinamarca eran un lienzo donde se pintaban historias fantásticas. Bajo el manto estrellado, Gilberto nos hechizaba con relatos de amores imposibles y hazañas increíbles. Sus palabras cobraban vida propia, y jurábamos ver a las mujeres que había amado bailando entre las sombras de los árboles frutales, sus risas mezclándose con el canto de los grillos.

Mi madre, silenciosa testigo de nuestras vidas, tejía en su viejo telar historias que nunca llegaba a contar. Sus manos, agrietadas por el trabajo y el tiempo, creaban patrones que parecían encerrar los secretos del universo. A veces, cuando la luna estaba llena y el aire cargado de nostalgia, juraba ver lágrimas de plata deslizándose por sus mejillas, como si llorara por un pasado que se negaba a morir.

En aquel microcosmos de pasiones contenidas y sueños desbordados, aprendí que la magia no residía en hechizos o pócimas, sino en la capacidad del corazón humano para amar, perdonar y resistir. Cada amanecer en Dinamarca traía consigo la promesa de un nuevo milagro, de una revelación que podía cambiar el curso de nuestras vidas para siempre.

Y así, entre el aroma a tierra mojada y el sabor agridulce de los mangos robados a escondidas, fui tejiendo mi propia historia, entrelazada con las de aquellos seres extraordinarios que poblaban mi infancia. Porque en Dinamarca, lo imposible era solo el comienzo de una nueva aventura, y los límites entre la realidad y la fantasía eran tan difusos como la línea del horizonte al atardecer.
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Comentarios

  1. Hombe Abel que cronica tan espectacular , tan amena …tan…..genial!

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  2. Al leer tu relato familiar, sólo tengo admiración por tan excelente forma de hacerlo. La verdad te felicito, no sólo por el estilo sino por toda la historia familiar tan pintoresca que logra absorver y a la vez deleitar con tan agradable historia.
    Muchas gracias por compartirlo. Beatriz

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  3. Me encuentro muy motivado y expentante de leer tu maravilloso libro… he reido mucho

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