1 "Entre Surcos y Sueños: La Vida en la Hacienda Dinamarca"
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Capítulo 1
Entre Surcos y Sueños: La Vida en la Hacienda Dinamarca
En el kilómetro cinco de la antigua ruta, antes de que los senderos serpenteantes se perdieran entre las montañas antioqueñas rumbo a San Carlos, se alzaba la Hacienda Dinamarca como testigo silencioso de una saga familiar que habría de entrelazar para siempre el amor por la tierra con el legado de nuestro patrón, Don Delio Yepes. Corría la década de 1930 cuando este hombre próspero de Granada adquirió aquellas tierras fértiles que se convertirían en el epicentro de nuestras vidas, el lugar donde cada amanecer escribía una nueva página de nuestra historia.
Fue entonces cuando mi padre, Juan Salazar —Don Juano, como todos lo conocían—, nacido en 1912 en alguna vereda perdida entre Santuario y Granada, inició su travesía laboral junto a Don Delio. Una odisea de lealtad y dedicación que se extendería por casi cuatro décadas, como un río que conoce su cauce y jamás se aparta de él.
La figura de Don Juano se erguía como un roble ancestral en medio de los cultivos. Sus manos callosas narraban historias silenciosas de madrugadas frías y atardeceres ardientes, de cosechas abundantes y sequías desafiantes. Con una mirada serena que reflejaba la sabiduría acumulada de la tierra, mi padre no era simplemente un trabajador; era el guardián de las tradiciones de la hacienda, el confidente de sus secretos más íntimos.
El destino, como suele hacer, tejió una historia peculiar en nuestra familia. Mi padre se casó primero con Rosa Tulia, con quien tuvo seis hijos: Gonzalo, Judith, Rosalba, Manuel, Gilberto y Alfonso. Tras el fallecimiento de Rosa Tulia, y por sugerencia de Mama Julita —madre de Rosa Tulia y Otilia—, mi padre encontró el amor nuevamente en Otilia, quien vivía en Granada. Este segundo matrimonio con la hermana de su primera esposa añadió nuevos brotes al árbol familiar: Leticia, Rocío, yo (Abelardo), Francisco, Martha, María Edilma, Nohemí y el benjamín, Fabio.
Entre los personajes más singulares que adornaban nuestra constelación familiar, sobresalía Gilberto, mi hermano de espíritu apacible y mirada serena, conocido por todos como «el patrón bebe leche». Su apelativo, más que un simple mote, era un emblema de su rutina sagrada: con el primer resplandor del alba, cruzaba el corral, saludaba con voz pausada a las vacas —como quien saluda a viejas amigas— y vertía la leche recién ordeñada en su jarro de barro, sorbiéndola con la tranquilidad de quien conoce los secretos más profundos del campo.
Desde su infancia, Gilberto cultivó una afinidad inquebrantable con los animales, aprendiendo a descifrar sus gestos y silencios como si fueran palabras escritas en el viento. Su presencia inspiraba confianza absoluta, y por ello Don Delio, el patriarca del ganado, veía en él no solo un ayudante, sino un auténtico guardián de la hacienda. Su vínculo con la tierra y los seres que la habitaban no era mera obligación laboral, sino un pacto tácito de respeto y entendimiento mutuo.
Así, entre brisas matutinas y el aroma cálido de la leche fresca, Gilberto se convirtió en el alma verdadera del campo, en el hombre que, sin grandes discursos ni aspavientos, transmitía en cada gesto la calma y la sabiduría de quien realmente pertenece a su tierra.
Mi propia historia comenzó un 19 de marzo de 1952, día de San José, cuando el sol bañaba con su luz dorada los cafetales de la hacienda. La fecha, dedicada al patrono de los carpinteros, marcó mi llegada al mundo con un nombre que parecía predestinado. Doña Genoveva, la matrona que me recibió entre sus manos expertas, declaró con su voz firme y profética: «Este niño tiene la fuerza de la tierra y el espíritu del viento», palabras que se convertirían en auguro certero sobre mi carácter.
La vida en la hacienda era una sinfonía perpetua de aromas y sonidos que marcaban el ritmo inmutable de nuestros días. El chocolate artesanal, preparado en la cocina de leña, mezclaba su fragancia con el perfume húmedo de la tierra recién regada. La huerta, que rodeaba nuestra casa de paredes encaladas, rebosaba de naranjos, mandarinos, plátanos y papayos —testigos silenciosos de nuestros juegos infantiles y custodios de nuestros secretos de niño.
Don Delio Yepes, más que un patrón, se había convertido en una figura central de nuestra historia familiar. Alto y de porte distinguido, caminaba por los senderos de la hacienda con la visión de un hombre que veía más allá de los horizontes montañosos. Su voz grave resonaba con autoridad natural, pero también con un profundo respeto por aquellos que, como mi padre, entregaban su vida entera a la tierra.
Hoy, cuando las décadas han pasado como hojas arrastradas por el viento, la Hacienda Dinamarca vive en nuestras memorias como ese rincón bendito del oriente antioqueño donde la realidad y la magia coexistían en perfecta armonía. Un lugar donde los límites familiares tradicionales se difuminaban en una danza de relaciones que desafiaba las convenciones, donde tías se convirtieron en madrastras y primos en hermanos, creando un entramado familiar único, sostenido por el amor puro y la unidad inquebrantable a lo largo de ocho décadas.
Esta peculiar configuración familiar, donde los roles de tío, suegro, cuñado y padrastro se entrelazaban como los surcos ordenados de nuestros cultivos, creó una historia rica en matices y anécdotas. Crecimos todos juntos en una armonía única, sin distinción alguna entre hermanos de diferentes madres, todos mezclados en un caldo familiar que nutría nuestras raíces y fortalecía nuestros lazos como el abono fortalece la tierra.
En este paraíso terrenal, entre montañas majestuosas y valles fértiles, nuestra familia no solo encontró su sustento material, sino también su propósito espiritual y su legado eterno. La Hacienda Dinamarca se convirtió en el escenario donde esta inusual y hermosa historia familiar se desarrolló —un lugar donde el amor trascendió las convenciones sociales y donde cada uno de nosotros encontró su lugar preciso en este intrincado tapiz familiar.
El Ritmo de la Vida: Rutinas en la Hacienda Dinamarca
Los recuerdos más dulces de mi niñez están entretejidos, como hilos de oro, con las primeras horas del día en la hacienda. Cada noche, mi madre Otilia preparaba con especial devoción un termo con café y leche para mi padre. Este ritual nocturno se transformaba en el primer regalo de la mañana siguiente: el café se mantenía caliente y la nata de la leche le confería un sabor único que aún perdura, intacto, en el paladar de mi memoria.
Yo, movido por una mezcla irresistible de admiración filial y curiosidad infantil, me despertaba junto a mi padre, compartiendo esos momentos íntimos del amanecer que marcarían mi vida para siempre. Eran instantes sagrados donde el mundo pertenecía solo a nosotros dos, padre e hijo unidos por el silencio cómplice y el café compartido.
La cocina de la hacienda cobraba vida temprano, envuelta en aromas que anunciaban el inicio de un nuevo día como incienso matutino. El desayuno era una celebración auténtica de los frutos de nuestra tierra: chocolate espeso y humeante, arepas de chócolo cuando la cosecha lo permitía, queso fresco y mantequilla elaborados artesanalmente en la misma hacienda. Cada bocado era un testimonio vivo del trabajo y la dedicación que impregnaba cada rincón de nuestra existencia.
Mi padre, después de ese primer café compartido en la intimidad del amanecer, se preparaba para recibir a los trabajadores que llegarían al corte. Este momento marcaba el verdadero inicio de la jornada, cuando la hacienda comenzaba a vibrar con la energía vital del trabajo colectivo. Mientras tanto, en otro sector de la propiedad, mi hermano Gilberto orquestaba el ritual matutino del ordeño. Nosotros, los más pequeños, nos convertíamos en sus ayudantes entusiastas, aprendiendo los secretos ancestrales del ganado y las técnicas del ordeño bajo su paciente tutela.
El calendario de la hacienda se medía por sus cosechas: maíz, café, plátano y naranjas marcaban el paso de las estaciones con sus propios ritmos y colores particulares. Pero había un evento que destacaba por su singularidad y la magia que lo rodeaba: la molienda. En una ramada especialmente dispuesta para este fin sagrado, se procesaba la panela de manera completamente artesanal.
Lo que hacía único nuestro trapiche era su rueda gigante —un ingenioso sistema que aprovechaba la fuerza misma del agua para moler la caña—, una innovación notable para aquellos tiempos que combinaba la tradición centenaria con la modernidad naciente. El agua cantaba mientras movía la maquinaria, y nosotros, los niños, observábamos fascinados cómo el jugo dorado de la caña se transformaba lentamente en panela.
Los domingos traían su propia rutina, diferente pero igualmente especial. Era el día del mercado, una tradición que mi padre jamás faltaba. Después de las transacciones y compras necesarias, llegaba el momento que él más esperaba: compartir unas cervezas con sus amigos del pueblo, un ritual social que fortalecía los lazos de la comunidad y permitía el intercambio vital de noticias y experiencias.
El mundo más allá de nuestra hacienda estaba marcado por los límites naturales de la carretera, que en aquella época solo llegaba hasta un punto conocido como «La Quiebra» —un espacio intermedio entre Granada y San Carlos. A partir de allí, el viaje hacia San Carlos se convertía en una verdadera aventura que solo podía realizarse a pie o a caballo. Este aislamiento relativo no representaba una limitación, sino que añadía un elemento más de singularidad a nuestra vida en la hacienda, convirtiendo cada viaje en una expedición memorable.
Estas rutinas diarias, aparentemente simples, tejían la trama invisible de una vida rica en experiencias y aprendizajes profundos. Cada elemento —desde el termo de café preparado con amor maternal hasta los viajes épicos a caballo hacia San Carlos— formaba parte de un mundo que, aunque ya no existe físicamente, sigue vivo y palpitante en nuestros recuerdos, transmitiéndose de generación en generación como un tesoro familiar invaluable.
Los Amaneceres de mi Infancia
Los amaneceres en la Hacienda Dinamarca eran una sinfonía celestial que comenzaba puntualmente con los primeros rayos del sol filtrándose entre las montañas como dedos dorados. El coro de pájaros iniciaba su concierto matutino como si siguieran una partitura invisible escrita por Dios mismo: primero los copetones con su canto alegre y cristalino, luego las mirlas con sus silbidos melodiosos, y finalmente toda la orquesta alada se unía en una celebración jubilosa del nuevo día.
Nuestra casa parecía flotar mágicamente entre dos mundos verdes. De un lado, la huerta familiar desplegaba su abundancia generosa: mandarinos cargados de frutos dorados como pequeños soles, naranjos que perfumaban el aire matinal con sus azahares, y papayos que se erguían como centinelas dulces custodiando nuestros sueños. Del otro lado, el cañaduzal se mecía con la brisa matutina, sus hojas susurrando historias ancestrales que solo el viento conocía y guardaba celosamente.
Más abajo, la quebrada cantaba su propia melodía eterna —un arrullo constante que marcaba el pulso invariable de nuestras vidas—, mientras sus aguas cristalinas corrían hacia destinos desconocidos, llevándose consigo nuestros secretos de niño.
La inmensidad de la finca se revelaba completamente con la luz plena del día. Los potreros se extendían hasta donde alcanzaba la vista, salpicados de ganado que parecían puntos móviles en un lienzo verde infinito. Los cafetales trepaban disciplinadamente por las laderas, dibujando surcos ordenados que contaban la historia silenciosa del trabajo de generaciones enteras.
En esos campos que ahora viven únicamente en el santuario de mi memoria, me veo corriendo descalzo, mis pies pequeños reconociendo cada piedra, cada recoveco de aquella tierra generosa que nos acogía como madre. Las mariposas multicolores revoloteaban entre las flores de manzanilla que crecían silvestres en los bordes de los cultivos. Aquel aroma, tan intenso y familiar, me transportaba a un tiempo mítico en que la vida era un eterno verano, donde cada día traía consigo la promesa luminosa de nuevas aventuras y descubrimientos.
La extensión de la Hacienda Dinamarca parecía no tener límites para los ojos asombrados de un niño. Desde la casa podíamos contemplar los diferentes mundos que la componían: el trapiche siempre activo como corazón que late, los establos donde Gilberto orquestaba el ordeño matutino con la precisión de un director de orquesta, los cafetales que cambiaban de color con las estaciones como un caleidoscopio natural, y más allá, las montañas eternas que guardaban nuestro paraíso como centinelas inmutables.
Pero la infancia, como todo lo hermoso en este mundo, se desvaneció con el paso inexorable de los años. Ahora, en las noches tranquilas cuando el cielo de la ciudad me regala algunas estrellas tímidas entre el humo y las luces artificiales, siento una extraña mezcla de paz serena y melancolía dulce. Contemplo el firmamento y no puedo evitar pensar que quizás esas estrellas son los ojos bondadosos de aquellos que ya no están: mi padre con su figura madrugadora recortada contra el horizonte mientras revisaba los cultivos con amor paternal, mi madre con sus manos trabajadoras que convertían cada desayuno en una celebración sagrada de la vida, y todos aquellos seres queridos que compartieron la magia irrepetible de aquellos días dorados en la hacienda.
Y aunque sé que el tiempo sigue su curso inexorable como río que no se detiene jamás, me aferro con fuerza a la esperanza de que, de alguna manera misteriosa, nuestros espíritus perduren más allá de este plano terrenal. Que en cada amanecer, en cada canto matutino de pájaro, en cada aroma de tierra húmeda y flores silvestres, viva algo eterno de aquellos días dorados en la Hacienda Dinamarca —donde aprendimos que el paraíso no era un lugar lejano y mítico, sino el hogar que construimos juntos, con amor y trabajo, entre montañas sagradas y cafetales benditos.
-« »-
En la verde Dinamarca,
un remanso de paz y alegría,
transcurrió mi infancia dichosa,
envuelta en la magia del día a día.
El canto de los pájaros al alba,
el aroma del café recién hecho
el calor del sol sobre mi piel,
recuerdos grabados a fuego en mi pecho.
Correr por los prados floridos,
trepar árboles frondosos y altos,
bañarme en el río cristalino,
aventuras que me llenaban de encanto.
Las historias infantiles,
cuentos de hadas y duendes traviesos,
me transportaban a mundos lejanos,
llenos de sueños y misterios.
Las noches de luna llena,
en el prado bajo el cielo estrellado,
sintiendo la paz de la noche serena,
me sentía protegido y amado.
La Hacienda Dinamarca, mi refugio,
un lugar de juegos y risas compartidas,
donde la amistad y el amor florecían,
dejando huellas imborrables en mi vida.
Aquellos años de infancia dorada,
un tesoro que guardo en mi corazón,
me acompañan en cada paso que doy,
brindándome fuerza e inspiración.
Hoy, al recordar aquellos tiempos,
una sonrisa se dibuja en mi rostro,
agradecido por la dicha vivida,
en ese oasis, edén de mi infancia.
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<<CAPITULOS DEL LIBRO >>
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- 0 - ROLOGO Pinceladas de Recuerdos
- 22 -Una Melodía de Anhelos y Desencuentros
26 -Del Humor al Recuerdo: Historias del Banco y Sus Personajes
- 29.-Cuando el Banco se Convierte en tu Segundo Hogar
- 30.-Historias de Amigos y Aventuras: Galería de personajes bancarios
- 31.-Raspando la «olla anecdótica
- 32.-El Pulso de una Ciudad: Medellín entre la Nostalgia y el Temor
- 33.-Semillas al viento: La odisea de la familia Salazar Suárez
- 34. -Medellín en los 80: Memorias de una Ciudad en Dualidad
- 35.-Maleta de Sueños: Crónica de un Viaje sin Retorno
- 36.-Quemando las naves del destino
- 37.-Aromas de esperanza: Renacimiento en el barrio griego de Montreal
- 38.-La Huella del Exilio: Entre el Frío y la Esperanza
- 39.-Danza de Recuerdos: Espejismos en la nieve
- 40.-Un Alma Suspendida entre Dos Mundos
- 41.-Entre Sombras y Lluvia: Memorias de un Alma Errante
- 42.-El Laberinto del Renacimiento: Un Viaje del Alma
- 43.-El Refugio de la Esperanza: La eternidad de un instante
- 44.-Entre risas y lágrimas: El dulce misterio de vivir
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Queridos amigos:
Al llegar al final de este capítulo, quiero expresar mi más sincero agradecimiento por formar parte de mi vida y acompañarme en este viaje literario. Los invito a sumergirse en estas páginas con el mismo cariño con el que las escribí y a compartir sus pensamientos, anécdotas y reflexiones con sus seres queridos. Sus historias son un valioso complemento a las mías, y nada me alegraría más que saber que estas memorias han tocado su corazón de alguna manera.
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Con todo mi afecto y gratitud,
Abelardo Salazar
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