No 37 "Aromas de esperanza: Renacimiento en el barrio griego de Montreal"

No 37 "El oasis de los corazones errantes"

—En el ocaso de un verano que se desvanecía lentamente, llegué a «Montreal» como un náufrago a una isla misteriosa. El 28 de julio de 1988 —fecha grabada a fuego en la memoria de mis vivencias— esta bella metrópolis insular emergió ante mí cual oasis en el vasto océano de mi búsqueda existencial.

—Las aguas del majestuoso río «San Lorenzo», (fleuve Saint-Laurent) cual serpiente plateada, abrazaban esta tierra prometida. Yo, exhausto viajero de sueños y esperanzas, me maravillaba ante su horizonte que se alzaba imponente: —un bosque de palmeras de concreto y cristal que rozaba las estrellas.

—La ciudad, enigmática y seductora, se desplegaba ante mis ojos como un libro abierto, sus páginas repletas de historias aún por escribir y contar. El aire, cargado de promesas y desafíos, acariciaba mi rostro con la suavidad de un nuevo comienzo. 

—Mientras el sol se hundía en el horizonte, teñiendo el cielo de tonos carmesí y dorado, sentí que mi vida anterior se desvanecía como la estela de un barco en alta mar. —Montreal—, con su mezcla de antiguo encanto y modernidad palpitante, se erguía ante mí no solo como un destino geográfico, sino como el umbral de una nueva etapa en el viaje de mi existencia.

—En ese momento, suspendido entre el pasado que dejaba atrás y el futuro que se abría ante mí, comprendí que había llegado no solo a una nueva ciudad, sino a un nuevo capítulo de mi vida. El corazón me latía con fuerza, mezcla de temor y excitación, mientras daba mis primeros pasos en esta tierra que pronto llamaría hogar.

—Cada calle era un arroyo de historias, cada edificio un acantilado de sueños, y los habitantes, náufragos como yo, formaban una comunidad de supervivientes en este refugio urbano. Montreal, isla de esperanza en el mar de mi destino, se convertía en el nuevo mundo donde anclaría mi vida.  

—El aire que inspiraba, sin rastro alguno de violencia en su composición, acariciaba mis pulmones como un elixir repleto de esperanza y renovación . Cada bocanada llevaba consigo una revelación, cada exhalación constituía un renacimiento para mi ser. Las calles de esta ciudad de ensueño, que parecían ser las arterias palpitantes de su corazón urbano, me recibieron con una tranquilidad que me resultó desconocida hasta entonces. Los imponentes rascacielos, guardianes de acero y cristal, vigilaban mi frágil sensación de seguridad recién hallada.

—Cuando llegué a "Montreal" a finales de los años 80, fue al adentrarme en las entrañas del barrio de «Parc Extension» cuando el velo de la realidad se rasgó, revelando un universo paralelo que desafiaba toda lógica. Este barrio, especialmente en las calles Jean Talon y Querbes, era un vibrante mosaico de culturas, con una fuerte presencia de la comunidad griega. Era como si hubiera cruzado un portal dimensional, dejando atrás el "Canadá" que conocía para sumergirme en un rincón de «Grecia» trasplantado mágicamente a suelo americano.

—Las aceras —ríos de concreto que serpenteaban entre edificios de ladrillo rojo— bullían de vida. El aire se llenaba con los aromas de la cocina mediterránea, creando una sinfonía olfativa que embriagaba los sentidos. El aroma del pan recién horneado se entrelazaba con el bouquet de especias exóticas. Los trompos de carne souvlaki giraban lentamente, liberando un aroma ahumado que se mezclaba con el aire, invitando a los transeúntes a detenerse y saborear.

"¡Kalimera!" (Buenos días), saludaban los transeúntes, sus voces cargadas de una calidez que derretía el hielo del desarraigo en mi corazón. Los letreros, en su mayoría en griego, proclamaban su herencia helénica en letras azules sobre fondo blanco, como si las "islas del mar Egeo" hubieran decidido mudarse en masa a este rincón de Norteamérica.

—En los mercados locales, verdaderos bazares de abundancia, el tiempo parecía haberse detenido en una época más simple, más humana. "¡I freskia feta, kirie!" (¡Feta fresco, señor!), pregonaba un vendedor, sosteniendo un trozo de queso tan blanco que parecía brillar con luz propia. El sonido de conversaciones en griego y el bullicio de los mercados llenaban el aire.

—Las iglesias ortodoxas, con sus cúpulas azules, eran el corazón espiritual de la comunidad, donde las familias se reunían para celebrar festividades y mantener vivas sus tradiciones. Los ancianos se reunían en las cafeterías, discutiendo sobre política y fútbol, mientras los niños jugaban en las calles, sus risas resonando entre los edificios.

—Y fue allí, entre el bullicio de una lengua que no comprendía pero que mi corazón reconocía, donde encontré un hogar para mi alma errante. —Parc Extension—no era simplemente un barrio; era un microcosmos, un refugio para los desarraigados, un oasis para los corazones nómadas como el mío. En sus calles estrechas y sus plazas bulliciosas, descubrí que el hogar no es un lugar, sino un sentimiento.

—Mientras el sol se hundía en el horizonte, teñido el cielo de púrpura y oro, me encontré sentado en la terraza de una taberna, un vaso de cerveza en la mano y el corazón lleno de una paz que creía perdida para siempre. Y en ese momento, comprendí que había encontrado no solo un refugio, sino un nuevo comienzo. 

—Porque «Parc Extension», —con su mezcla de culturas y su espíritu indomable—, era más que un barrio. Era una metáfora de la vida misma: compleja, vibrante, a veces caótica, pero siempre, siempre hermosa en su diversidad. Y yo, náufrago en este mar de concreto y nostalgia, había encontrado finalmente mi isla, mi hogar, mi «Ítaca» personal en el corazón de Montreal.

"El baile eterno de Sísifo en la nieve"

—Al llegar a «Montreal», me encontré a mí mismo sintiéndome como un náufrago arrojado a una isla de hielo y concreto. La complejidad del laberinto de lenguas y costumbres se presentaba ante mí como un desafío imponente, un “Minotauro” moderno que parecía querer devorar mi identidad. Fue entonces que recordé las inspiradoras palabras de Isabel Allende, Todos tenemos una reserva de fuerza interior insospechada, que surge cuando la vida nos pone a prueba».

—El aire, cargado de promesas y desafíos, se deslizaba por mis pulmones como un elixir agridulce. Cada inspiración era una helada manifestación, cada exhalación un vapor de esperanza que se desvanecía en el aire gélido. Las calles —arterias congeladas de esta urbe "alucinante"— me acogían con una indiferencia que jamás había experimentado. Los rascacielos, gigantes de cristal y acero, se erguían como jueces silenciosos de mi odisea personal.

—Pero fue al sumergirme en las profundidades de mi propia alma cuando el velo de la realidad se rasgó, revelando la verdadera naturaleza de mi desafío. Era “Sísifo” reencarnado, condenado a empujar la roca de la adaptación por la pendiente interminable de una nueva vida. Cada mañana, al despertar, la piedra yacía al pie de la montaña, burlándose de mis esfuerzos del día anterior.

—Las aceras —ríos de hielo que serpenteaban entre edificios impasibles— bullían de una vida que me era ajena. El aroma del café se entrelazaba con el bouquet de la desesperanza, creando una sinfonía olfativa que embriagaba mi determinación. Las oficinas de empleo, con sus escaparates llenos de promesas vacías, eran templos dedicados al culto de la burocracia.

"Bonjour!" (Buenos días), saludaban los transeúntes, sus voces cargadas de una calidez que contrastaba con el frío que me calaba hasta los huesos. Los letreros, en un francés que bailaba ante mis ojos como un espejismo lingüístico, proclamaban una realidad que aún no podía comprender.

—En los metros —cavernas modernas donde las sombras danzaban al ritmo del traqueteo de los vagones— el tiempo parecía congelarse. El murmullo de conversaciones en francés fluía como un río incomprensible, y el silencio de mi soledad —esa pócima amarga que desataba mis miedos más profundos— corría libre por las venas de mi alma.

”Tabarnak”! Esa palabra que resonaba en el aire reflejaba a la perfección la frustración y angustia que se había apoderado del ambiente. Y entonces, como si de un acto de magia se tratara, mi montaña de responsabilidades parecía agrandarse de forma incontrolable, nutriéndose de cada dificultad y error cometido en el camino.

—Las noches de invierno en «Montreal» eran un carnaval de luces y sombras. El aire, denso de copos de nieve y esperanzas rotas, vibraba con una energía casi palpable. Familias enteras patinaban sobre lagos congelados, sus risas mezclándose con el aullido del viento que emanaba de callejones oscuros. Los ancianos, oráculos vivientes de esta Delfos boreal, observaban el devenir del mundo desde sus ventanas empañadas, sus ojos cargados de una sabiduría que yo anhelaba poseer.

—En medio de los laberintos complicados de las oficinas de inmigración, donde el tiempo parecía haber quedado congelado en una época de confusión, un funcionario anunciaba "¡Suivant!" (siguiente!) mientras me presentaba un formulario tan blanco como la nieve que cubría las calles, un espacio en blanco que simbolizaba mi futuro incierto por construir.

—En medio de la confusión lingüística que me rodeaba, descubrí el verdadero significado de mi tarea aparentemente interminable. Al recordar la célebre frase de —Samuel Beckett—, entendí que la clave está en no rendirse, en seguir intentando y fracasando, pero siempre con la determinación de hacerlo de una forma más eficiente.

—«Montreal» no era simplemente una ciudad; era un microcosmos de desafíos, un campo de batalla para los corazones resilientes como el mío. En sus calles heladas y sus plazas cubiertas de nieve, descubrí que el éxito no es un destino, sino un viaje. Un viaje que se construye con cada "Merci" (Gracias) titubeante, con cada formulario completado, con cada entrevista de trabajo que terminaba en un cortés "On vous rappellera" (Le llamaremos).

—A medida que el sol se ocultaba lentamente en el horizonte, transformando el cielo en un púrpura vibrante que reflejaba mis propias dudas y miedos, me encontré sentado en un banco solitario frente al lago del —Parque Jarry—. El agua, un espejo mágico que capturaba los últimos rayos del día, se ondulaba suavemente con el nado sereno de los cisnes. Sus siluetas blancas contrastaban con el crepúsculo, como pensamientos de esperanza en mi mente turbulenta.

—Una taza de café tibio descansaba entre mis manos, mientras mi corazón latía con una determinación que había sido olvidada por mucho tiempo. El parque Jarry, un oasis urbano, parecía cobrar vida con el atardecer. Los árboles centenarios susurraban secretos en lenguas olvidadas, y las flores nocturnas comenzaban a desplegar sus pétalos, liberando aromas misteriosos que danzaban en la brisa vespertina.

—Fue en ese momento de introspección, perdido en mis pensamientos como los cisnes en el lago, que me di cuenta de que este no era solo un desafío más en mi vida, sino que había descubierto mi verdadero propósito y razón de ser.

—De repente, como si el universo respondiera a mi anhelo silencioso, una figura etérea emergió de entre las sombras alargadas de los árboles. Era —Nereus—, un anciano de ojos oceánicos y barba de espuma marina, cuya presencia emanaba una sabiduría ancestral que trascendía el tiempo y el espacio. Su aparición, tan súbita como mágica, parecía surgir de las mismas aguas del lago, como si fuera el espíritu guardián de este refugio urbano.

—Hijo del exilio —habló con voz de mareas y viento—, ¿por qué temes al camino que has elegido?

«Nadie puede construir para ti el puente por el que precisamente debes cruzar la corriente de la vida, nadie, solo tú.» ~Friedrich NietzSche~

—Sus palabras, como olas rompiendo contra los acantilados de mi conciencia, me estremecieron. Parecía haber adivinado mis preocupaciones más profundas, leyéndolas en las arrugas de mi frente como si fueran un libro abierto.

—"Nereus", me enteraría después, que había pasado su vida estudiando a los sabios y filósofos griegos. Había llegado a Canadá huyendo de la guerra, cargando consigo no solo el peso de su propio exilio, sino también la sabiduría acumulada de siglos. Conocía, como pocos, las dificultades y tribulaciones de un emigrante.

—Se sentó a mi lado, y el banco crujió como el casco de un barco mecido por las olas. —La soledad del emigrante —continuó— es como la del marinero en alta mar. Puede ser abrumadora, pero también es la fuente de tu fuerza.

—Mientras hablaba, las hojas de los árboles susurraban secretos en un idioma olvidado, y el café en mi taza se arremolinaba como un pequeño tornado de recuerdos y sueños.

—Cada desafío es una ola que te empuja hacia adelante —dijo Nereus, su voz mezclándose con el canto lejano de imaginarias sirenas—. No temas a la tormenta, pues es en la adversidad donde forjarás tu carácter. Como emigrante, debes ser como el agua: adaptable, persistente y capaz de encontrar tu camino incluso en los terrenos más difíciles.

—Sus consejos, destilados de años de experiencia y sabiduría antigua, fluían como un río de conocimiento. Me habló de la importancia de aprender el idioma local, de sumergirme en la cultura sin perder mis raíces, de buscar oportunidassdes donde otros solo veían obstáculos.

—Recuerda —prosiguió Nereus, sus ojos reflejando constelaciones desconocidas—:
 «La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla». —Gabriel García Márquez— sabía que somos los narradores de nuestra propia odisea. Como emigrante, estás escribiendo un nuevo capítulo en tu historia. Hazlo con valentía y propósito.

—Mientras el crepúsculo cedía paso a la noche, las estrellas comenzaron a titilar sobre el lago, cada una un faro guiando mi camino. "Nereus se levantó, su figura difuminándose con la brisa nocturna, mezclándose con las sombras del parque como si fuera parte integral de su magia.

—Recuerda, joven viajero —dijo, su voz resonando como un eco distante—: 
«El propósito de la vida es vivirla, saborearla hasta el final, ansiosamente, sin miedo y sin reservas».
—Eleanor Roosevelt— comprendía que la vida es un festín para los valientes. Y tú, como emigrante, estás a punto de probar los sabores más ricos que la vida tiene para ofrecer.

—Con estas palabras, "Nereus" se desvaneció, dejándome solo con mis pensamientos y una renovada sensación de propósito. «El parque Jarry» volvió a su estado normal, pero yo ya no era el mismo. Me levanté, la taza de café —ahora fría— aún en mis manos, pero mi corazón ardía con una nueva llama. Los cisnes en el lago, testigos silenciosos de mi transformación, parecían asentir con aprobación mientras se deslizaban hacia la oscuridad de la noche.

—Mientras caminaba hacia casa, cada paso resonaba con la promesa de un nuevo amanecer. El —emigrante— solitario en mí, había encontrado compañía en la sabiduría de las edades, y estaba listo para escribir el próximo capítulo de mi odisea personal.

—Montreal, con su mezcla de culturas y su invierno implacable, era más que una ciudad. Era una metáfora de la vida misma: compleja, despiadada, a veces hermosa, pero siempre, siempre digna de ser vivida. Y yo, Sísifo moderno en este mar de concreto y nieve, había encontrado finalmente mi montaña, mi roca, mi destino.

—Como las estaciones que se suceden implacables, seguiré empujando mi roca, sabiendo que en el esfuerzo mismo reside la belleza de la existencia. Porque, al final, como dijo —Camus—:
«Hay que imaginarse a Sísifo feliz».

—Mi llegada a Montreal marcó el inicio de una nueva etapa en mi vida, una travesía llena de desafíos y expectativas. Al cruzar el umbral de la casa de mi hermano Gonzalo, sentí una mezcla de alivio y ansiedad. El hogar de Gonzalo, su esposa Luz Dary y sus pequeños hijos, Nadia y Estiben, se convirtió en mi —refugio temporal—, un punto de partida para mi nueva vida en "Canadá".

—Desde el primer momento, fui consciente de que mi estancia, aunque necesaria, no podía prolongarse indefinidamente. Con determinación, me propuse dos objetivos inmediatos: encontrar un trabajo y conseguir mi propio hogar.

—Comprendiendo que el dominio del idioma era la clave para alcanzar mis metas, me matriculé en la escuela nocturna donde estudiaba mi sobrina Nadia y en cursos de francés ofrecidos por la casa comunitaria griega. Sin embargo, pronto descubriría que la realidad lingüística de —Montreal— era mucho más compleja de lo que había imaginado.

—En las calles de "Montreal", me enfrenté a no uno, sino dos obstáculos lingüísticos inesperados: el — “joual”— en inglés y su equivalente,  —El québécois—, la variante del francés dominante en las conversaciones cotidianas de los quebequenses, me desconcertaba por completo. Pero lo que me sorprendió aún más fue descubrir que el inglés hablado en —Quebec— también tenía su propia versión del —joual,— con expresiones y pronunciaciones únicas que lo diferenciaban del inglés estándar.

—Esta dualidad lingüística reflejaba una realidad más profunda y compleja: la histórica rivalidad entre el francés y el inglés en —Quebec—. A medida que me adentraba en la vida cotidiana de "Montreal", comencé a percibir las tensiones subyacentes entre las comunidades francófona y anglófona.

—Quebec, y Montreal en particular, se encontraban en un constante equilibrio entre estos dos mundos lingüísticos. Por un lado, el francés era el idioma oficial de la provincia y se promovía activamente su uso en todos los aspectos de la vida pública. Las leyes de protección del idioma francés, como la famosa Ley 101, eran tema de conversación frecuente y a veces de debate acalorado.

—Por otro lado, el inglés mantenía una presencia significativa, especialmente en el ámbito de los negocios y en ciertas áreas de la ciudad. Esta coexistencia no siempre era pacífica; a menudo percibía un sentimiento de resistencia cultural por parte de los francófonos hacia lo que consideraban una influencia excesiva del inglés.

—Me di cuenta de que aprender a navegar este paisaje lingüístico dividido era tan importante como dominar los idiomas en sí. No se trataba solo de hablar francés o inglés, sino de entender cuándo y dónde usar cada uno, y de ser sensible a las implicaciones culturales y políticas de esa elección.

—A pesar de las dificultades, mi determinación no flaqueó. Me propuse no sólo dominar el francés académico y el inglés estándar, sino también familiarizarme con sus variantes locales. Quería entender el "joual quebequense" o —Quebecois (Quebecua) en ambos idiomas, aquel lenguaje que verdaderamente reflejaba el "espíritu dual" de la comunidad montrealesa.

—Cada día en casa de Gonzalo y Luz Dary era una mezcla de gratitud por su apoyo y un recordatorio de mi objetivo de independencia. Los pequeños Nadia y Estiben, con su facilidad para alternar entre idiomas, se convirtieron en mis maestros informales, ayudándome a navegar este complejo panorama lingüístico.

—Mientras me esforzaba por aprender los idiomas y buscar oportunidades laborales, también me sumergía en la rica historia de —Quebec—. Aprendí sobre la —Revolución Tranquila—, los movimientos separatistas, y los esfuerzos continuos por preservar la identidad cultural francófona en un mar de influencia anglófona norteamericana.

—Con cada día que pasaba, mi comprensión y apreciación por esta dualidad crecía. Entendí que ser parte de esta nueva comunidad significaba más que simplemente hablar dos idiomas; implicaba entender y respetar una historia compleja de coexistencia, resistencia y adaptación.

—Montreal, con sus desafíos lingüísticos y su riqueza cultural, se estaba convirtiendo no solo en mi nuevo hogar, sino en un fascinante microcosmos de la diversidad canadiense. A medida que avanzaba en mi camino hacia la independencia, me sentía cada vez más parte de este tapiz lingüístico y cultural único, aprendiendo a apreciar tanto las tensiones como las armonías que lo hacían tan especial.

—El desafío de adaptarse a —Montreal— no se limitaba solo a las barreras culturales y lingüísticas; el clima se erigía como un nuevo y formidable adversario en nuestra odisea —sisífica—. El invierno canadiense, con su furia implacable, añadía un peso adicional a nuestra ya pesada roca metafórica.

—Los primeros copos de nieve, que al principio parecían un espectáculo mágico, pronto se transformaron en una realidad brutal. El frío penetrante se colaba por cada grieta, convirtiendo el simple acto de salir a la calle en una hazaña heroica. Las temperaturas bajo cero, que para los locales eran una mera molestia, para nosotros representaban un desafío existencial.

—Enfrentábamos tormentas de nieve que sepultaban calles enteras, convirtiendo el camino al trabajo o a la escuela en una travesía ártica. Cada paso sobre el hielo era un ejercicio de equilibrio y coraje, una metáfora perfecta de nuestra lucha diaria por mantenernos en pie en este nuevo mundo.

—El invierno parecía interminable, una estación que se extendía mucho más allá de lo que habíamos imaginado. La oscuridad prematura de las —tardes invernales— alimentaba nuestra melancolía, intensificando la sensación de aislamiento. Nos preguntábamos si alguna vez nos acostumbraríamos a este clima inclemente, si nuestros cuerpos, acostumbrados a climas más benignos, lograrían adaptarse.

—Sin embargo, al igual que —Sísifo—, aprendimos a encontrar fuerza en la adversidad. Descubrimos que el frío no solo endurecía nuestros cuerpos, sino también nuestro espíritu. Cada mañana, al despertar y enfrentar otro día gélido, nos recordábamos que éramos más fuertes de lo que creíamos.

—Aprendimos a vestirnos en capas, a caminar con precaución sobre las aceras heladas y deslizantes, a apreciar el calor de un café humeante en nuestras manos entumecidas. Poco a poco, el invierno dejó de ser solo un obstáculo y se convirtió en parte de nuestra nueva identidad.

—Las actividades invernales, antes desconocidas para nosotros, se volvieron pequeñas victorias. Patinar sobre el hielo, deslizarse en trineo por las colinas nevadas o simplemente construir un muñeco de nieve se convirtieron en momentos de alegría que contrarrestaban la dureza del clima.

—Y cuando finalmente llegaba la primavera, con su promesa de renovación, sentíamos una sensación de logro indescriptible. Habíamos sobrevivido otro invierno, habíamos empujado nuestra roca a través de la nieve y el hielo, y estábamos listos para enfrentar los desafíos que el nuevo año nos deparará.

—Así, el clima de Montreal se convirtió en otro capítulo de nuestra historia de perseverancia. Nos enseñó que, al igual que —Sísifo—, podíamos encontrar significado y fortaleza en la lucha misma. Cada invierno superado era un testimonio de nuestra resistencia, un recordatorio de que éramos capaces de adaptarnos y prosperar incluso en las condiciones más adversas.

—En este paisaje invernal, nuestra —roca sisífica— se transformaba. Ya no era solo el peso de la adaptación cultural o lingüística, sino también la prueba constante contra los elementos. Pero con cada paso sobre la nieve, con cada bocanada de aire helado, reafirmábamos nuestra determinación de construir una vida en esta ciudad que, poco a poco, empezábamos a llamar hogar.

"El vuelo de las mariposas de acero"

—El aire de Montreal sabía a nostalgia y a promesas, una mezcla agridulce que se adhería a mi paladar como el —jarabe de érable—. Mientras cruzaba el umbral de la casa de Gonzalo, las palabras de —“Gabriel García Márquez”— resonaban en mi mente:
«La memoria del corazón elimina los malos recuerdos y magnifica los buenos, y gracias a ese artificio, logramos sobrellevar el pasado».

—El hogar de mi hermano —un refugio temporal en este vasto océano de incertidumbre— palpitaba con la energía de Nadia y Estiben, pequeños cometas que iluminaban los rincones más oscuros de mi desarraigo. Sus risas tintineaban como campanas de plata, recordándome que la vida, incluso en sus momentos más difíciles, siempre encuentra una manera de florecer.

—En las calles de esta ciudad bilingüe, las palabras danzaban en el aire como —mariposas de acero—, sus alas cortando el viento con la precisión de un bisturí. —El Québécois—, esa lengua que se retorcía en mi boca como un caramelo amargo, se convirtió en mi “Everest personal". Cada «char» (carro)  en lugar de «voiture», cada «tsé» (tu sabes) susurrado en lugar de un «tu sais» completo, era un paso más en mi ascenso hacia la cima de esta montaña lingüística. 

Tabarnac! —exclamó mi amigo Manuel una noche, mientras limpiábamos el suelo de un banco, nuestras rodillas besando el mármol frío —
"La vie est comme ce plancher, mon ami. Il faut frotter fort pour lui redonner son éclat". (la vida es como este  piso, mi amigo, es necesario frotarlo fuerte para sacarle el brillo)

—Sus palabras, salpicadas de sabiduría quebequense, se hundieron en mi pecho como piedras en un estanque, enviando ondas de comprensión a través de mi ser. La vida, en efecto, era como este suelo que pulíamos: requería esfuerzo, dedicación y, a veces, la humildad de arrodillarse para alcanzar los rincones más recónditos.

—El destino, ese titiritero caprichoso, me había arrojado a las frías calles de Montreal como un naipe en una baraja revuelta. El reencuentro con mi hermano "Gonzalo" fue como hallar un faro en medio de la tormenta, pero fue la reaparición de "Manuel González Suárez" lo que dibujó una sonrisa irónica en el lienzo de mi nueva vida.

—"Manuel", ese personaje que parecía sacado de las páginas de un realismo mágico garciamarquiano, había sido una constante en nuestra historia familiar desde los lejanos días de Itagüí. Como un cometa errante, su trayectoria había cruzado la nuestra una y otra vez, tejiendo una red de coincidencias que desafiaba la lógica del azar.

—Ahora, en el gélido abrazo de Montreal, nuestros caminos volvían a entrelazarse. Manuel, con su rostro curtido por los vientos del cambio y los fracasos, se había convertido en un malabarista de la supervivencia, haciendo malabares con trabajos esporádicos para un chileno que controlaba la limpieza de los bancos Royal de Canadá como un moderno señor feudal.

—Y así, en un giro del destino que ni el más audaz de los novelistas habría imaginado, me encontré siguiendo los pasos de Manuel en este nuevo mundo. Trabajábamos "por debajo de la mesa", esa expresión que evocaba imágenes de conspiraciones y secretos, pero que en realidad solo significaba la precariedad de nuestra situación.

—La vida, esa gran maestra de ironías, me reservaba una lección particularmente mordaz. Aún recuerdo vívidamente aquel primer dia de trabajo en el banco. El edificio, recién remodelado, olía a pintura fresca y a sueños corporativos. Yo, armado con una trapeadora como un caballero con su lanza, me preparaba para mi primera batalla en este nuevo campo.

—Pero el destino, ese bromista incansable, tenía otros planes. Al entrar, me encontré no con un campo de batalla vacío, sino con un hervidero de actividad. El banco estaba abierto, lleno de clientes que se movían como fichas en un tablero de ajedrez financiero.

—Y allí estaba yo, en otros tiempos respetable empleado bancario, ahora convertido en una sombra que se deslizaba entre los pies de los clientes. Mi trapeadora se movía con la gracia de un bailarín ebrio, esquivando zapatos lustrosos y tacones altos. El polvo huía de mis manos como si supiera que yo era un intruso en este mundo reluciente.

—Mientras limpiaba los mostradores, sentía las miradas de los clientes atravesarme como si fuera invisible. Era un fantasma en el escenario de mi pasado, un recordatorio viviente de cómo la vida puede dar vueltas tan bruscas que te dejan sin aliento.

—El orgullo, esa bestia que todos alimentamos en nuestro interior, rugía indignada. Pero lo silencié con la determinación del superviviente. "Es el precio que hay que pagar", me repetía como un mantra, mientras el sudor se mezclaba con el agua jabonosa en el suelo. En ese momento, recordé las palabras del filósofo Séneca:
"No es pobre el que tiene poco, sino el que mucho desea".
 Y pensé que yo podría escribir un tratado sobre la humildad, los más honestos, sobre un hombre que limpia el suelo que una vez pisó como dueño."

—Al final de esa jornada, mirando el banco reluciente, sentí una extraña mezcla de vergüenza y orgullo. Vergüenza por donde había caído, orgullo por la fuerza para levantarme. Comprendí que esta era solo una página más en el libro de mi vida, un capítulo necesario en mi odisea personal.

—Salí a la noche de Montreal, el frío mordiendo mi piel, pero con un fuego interior que ningún invierno podría apagar. Porque en el fondo, sabía que cada gota de sudor, cada momento de humildad, me estaba forjando para algo más grande. El futuro era un lienzo en blanco, y yo, con mi trapeadora como pincel, estaba apenas comenzando a trazar las primeras líneas de mi obra maestra.

—El olor a productos de limpieza se mezclaba con el aroma del café recién hecho que emanaba de la cafetería cercana, creando una sinfonía olfativa que marcaría para siempre mis recuerdos de esos días. El zumbido de —la zamboni— (pulidora de pisos) de "Manuel" se convertía en el bajo continuo de nuestra orquesta nocturna, mientras el raspado en "cuatro patas" de mi cepillo de alambre añadía percusión a esta extraña melodía de supervivencia.

—A veces, en medio de la noche, cuando el silencio se espesaba como niebla sobre la ciudad dormida, me parecía ver figuras fantasmales deslizándose entre los cubículos del banco. ¿Eran los espíritus de mis ambiciones pasadas, vestidos con trajes y portafolios, que venían a atormentarme? ¿O quizás eran visiones de un futuro aún por escribir, recordándome que este capítulo de mi vida era solo eso: un capítulo?

—El tiempo se doblaba sobre sí mismo como una película. Un día estaba limpiando los pisos de un banco en Montreal, al siguiente me encontraba de nuevo en Colombia, escuchando la voz de mi jefe Silverio a través del teléfono, sus promesas zumbando en mis oídos como moscas molestas. «Las decisiones son arquitectos del destino», escribió alguna vez —Víctor Hugo—. Y allí estaba yo, con el cincel de mis elecciones en la mano, esculpiendo mi futuro en el mármol implacable de la realidad.

—No volveré, Silverio —dije, mi voz firme como el acero templado—. He cruzado un umbral del que no hay retorno.

—La voz de mi jefe “Silverio”, cargada de —falsa camaradería—, resonaba a través de la línea telefónica como un eco distante de una vida que ya no me pertenecía. Sus palabras, dulces y persuasivas, prometían ascensos y un futuro brillante, pero yo las sentía amargas en mi lengua, como fruta podrida disfrazada de néctar.

—Piénsalo bien —insistía él, su tono fluctuando entre la súplica y la autoridad—. Hay un puesto mejor esperándote. El banco te necesita.

—Cerré los ojos, y por un momento, el aroma a café recién hecho y el sonido de máquinas de escribir invadieron mis sentidos, fantasmas de una rutina que había dejado atrás. Pero el hechizo se rompió tan rápido como llegó, disipado por el olor a libertad y posibilidades que ahora me rodeaba.

—Agradezco la oferta, Silverio —respondí, cada palabra pesada con la certeza de mi decisión—, pero mi camino se ha bifurcado. El banco ya no es mi destino.

—Hubo un silencio en la línea, tan denso que casi podía palpar la decepción de Silverio. Luego, con un suspiro resignado, murmuró:

—Entiendo. Buena suerte en tus nuevos proyectos.

—La llamada terminó, y con ella, un capítulo de mi vida se cerró definitivamente. Fue sólo después, cuando la euforia de mi decisión se asentó, que me di cuenta de la ironía: Silverio, en su último acto como mi superior, me había cobrado esa llamada de larga distancia. Una suma considerable en aquellos tiempos, un último recordatorio del mundo que estaba dejando atrás.

—Reí amargamente. Las promesas de Silverio eran como las de un —político en campaña—: grandiosas, seductoras y, en última instancia, huecas. Yo había elegido creer en la promesa que me había hecho a mí mismo, una promesa de autenticidad y aventura.

—Mientras contemplaba el horizonte desde mi ventana en Colombia, sentí que el mundo se expandía ante mí, vasto y lleno de posibilidades. El banco, Silverio, incluso la factura de esa última llamada, todo eso se desvanecía en la distancia como un espejismo en el desierto.

«El hombre es libre en el momento que desea serlo», resonaron en mi mente las palabras de Voltaire. Y yo, por fin, había roto las cadenas invisibles que me ataban a una vida que ya no me pertenecía. El futuro era un lienzo en blanco, y yo sostenía el pincel, listo para crear mi obra maestra.

—El silencio que siguió fue tan denso que casi podía saborearlo, amargo como el café que solíamos compartir en la oficina. En ese momento, sentí cómo se cerraba una puerta en mi pasado, el chasquido de la cerradura resonando en los pasillos de mi memoria.

—Los días se fundían unos con otros, un caleidoscopio de experiencias que giraba sin cesar. El frío mordiente del invierno canadiense se colaba bajo mi piel, recordándome que estaba vivo, que cada bocanada de aire helado era un regalo, una oportunidad. —Vivian Greene—:
“La vida no se trata de esperar a que pase la tormenta, sino de aprender a bailar bajo la lluvia”.

—Y así, entre el aroma del —sirope de erable— (jarabe de arce) y el eco lejano de las explosiones en una Colombia convulsa, tejí mi nuevo ser. Cada palabra en Québécois aprendida, cada moneda ganada limpiando los vestigios de la opulencia ajena, era un hilo en el tapiz de mi renacimiento. 

—Porque al final, ¿qué somos sino la suma de nuestras decisiones, el producto de nuestros sacrificios y sueños? En las profundidades de la —noche montrealesa—, mientras la ciudad dormía y yo pulía en "cuatro patas" los suelos de su prosperidad, comprendí que había emprendido un viaje del que no había vuelta atrás. Un viaje hacia mí mismo, hacia un futuro incierto pero lleno de posibilidades.

—Y así, con las manos agrietadas por el trabajo duro y el corazón lleno de una —esperanza terca—, me adentré en el laberinto de mi nueva vida, guiado por la luz tenue pero constante de mis aspiraciones. Porque alguien dijo una vez: 
«El tiempo es la esencia de mi ser. Es como un río que me lleva consigo, pero al mismo tiempo, yo soy ese río.».

"Páginas en Blanco: Un Nuevo Comienzo en Montreal"

—Si alguna vez regreso por los senderos que una vez recorrí, no deseo encontrar ruinas ni sentir la nostalgia de lo que fue. Prefiero pensar que todo sucedió como debía, que cada paso, cada desvío, tenía su razón de ser. Soy un libro abierto, mis páginas se llenan día a día con relatos de esperanza y lucha.

—En mi viaje, he aprendido a aceptar el pasado sin arrepentimientos, a ver cada experiencia como una pieza esencial del rompecabezas de mi vida. Al pisar esta tierra extraña, donde las palabras danzan en un idioma que mi boca aún no sabe pronunciar, comienzo a escribir un nuevo capítulo, aunque mis manos tiemblan con cada trazo.

—No busco revivir momentos ni cambiar decisiones, porque sé que cada uno de ellos me ha llevado a donde estoy hoy. Montreal, con su vibrante diversidad y su complejidad lingüística, se ha convertido en el escenario de esta nueva etapa de mi vida. Mis hojas se impregnan de incertidumbre, de una soledad que ahoga mi voz entre sonidos incomprensibles. Cada página es un lienzo de circunstancias desconocidas, de emociones contradictorias, de un esfuerzo titánico por comprender y ser comprendido.

—A veces, arranco páginas enteras en un intento desesperado por reinventarme. Busco la poesía oculta en cada desafío, el drama que late en mis errores, el amor que se filtra a través de actos de bondad inesperados. También escribo páginas reconfortantes, esas que acaricio en las noches más oscuras, donde hallo la fuerza para seguir adelante.

—Al final del camino, solo me queda una certeza: he vivido. He sentido la alegría y el dolor, he amado y he perdido, he reído y he llorado. Y en cada uno de esos momentos, he encontrado la belleza de la vida. Continúo escribiendo y reescribiendo este gran libro que es mi vida en tierra ajena, siempre dejando una página en blanco, un rayo de esperanza.

—Con cada nueva página, me comprometo a enfrentar los desafíos con valentía y a buscar la belleza en cada experiencia. Porque, al final, este libro que escribo no solo es una crónica de mi vida en Montreal, sino una celebración de la resiliencia y la capacidad humana de adaptarse y crecer. Creo que aún hay historias por contar, que los mejores capítulos están por venir. Y cada amanecer, con cada nuevo aprendizaje, tengo la oportunidad de agregar una línea más, con la fe de que, al final, este libro narre una historia digna de ser contada."

----------------------------------------------------« »----------------------------------------------

¿Qué nos enseña el Mito de Sísifo sobre el Absurdo de la Existencia ?

Comentarios

  1. Al leer tus escritos, pienso y vuelvo a pensar, yo no te conocí. Mientras estuviste en el banco, vi un joven decente, agradable, conforme con su situación. Nunca me imaginé el alma que escondías o mejor, el alma que guardabas. Dios te siga llenando de sabiduría, si, sabiduría de vida, tan escasa hoy día. ~Beatriz C.~

    ResponderBorrar
  2. Gracias por tus palabras tan profundas y conmovedoras. Es cierto que muchas veces nuestras tormentas internas no son visibles para los demás. Me alegra saber que mis escritos han resonado contigo y te han llevado a reflexionar. A veces, la apariencia externa no refleja la verdadera esencia de una persona. Me siento honrado de que hayan gustado mis escritos..
    Que Dios también te bendiga con sabiduría y paz en tu vida. La sabiduría de vida es, sin duda, un tesoro invaluable en estos tiempos. ~Abelardo S.

    ResponderBorrar

Publicar un comentario

Mas leidos...

No 23 “Los años setenta: "Caminos Entrelazados: Un Relato de Sueños y Desafíos"

No 28 "Cuentas y Cuentos: Las Anécdotas Más Divertidas del Banco"

No18 La Noche de la Macarena: “El teacher” y yo dos Presos de la Injusticia