No 24 "El Mensajero de Sueños: Mi Primer Empleo en un Banco"

"El Mensajero de Sueños: Mi Primer Empleo en un Banco"

Con la mirada perdida en el horizonte de la nostalgia, me sumerjo en divagaciones y recuerdos que arrugan mi piel y mi corazón. Era el año setenta y cinco, cuando yo aún era un soñador, iluso, romántico e ingenuo de profesión. No me buscaban para grandes hazañas ni para cambiar el mundo. ¡No! Mi destino era más modesto: solo servía para donar sangre y empujar carros.


Mis sueños, esos gigantes que habitaban mi mente, eran como cometas desbocados. Los perseguía con la misma pasión con la que un niño corre tras una mariposa. ¿Quién iba a decir que aquel que ya abandonaba con donaire su época de sardino de 23 calendarios, mal asimilados y vividos a “la guachapanga” y “el descachalandre,” se vería envuelto en un giro inesperado?


*Tras haber participado en la campaña del Dr. Álvaro Gómez, candidato presidencial de ese año 74, las puertas de una institución financiera finalmente se abrieron. Conseguí un trabajo formal gracias a los buenos oficios de don Román Arenas, jefe de campaña y amigo personal de Jaime Obando, quien trabajaba para "La Banque Nationale de Paris". ¡Adiós a los “trabajos de mala muerte”, bienvenidas las prestaciones y la estabilidad! —¡Pobre iluso, ensillando los caballos sin traerlos!— me decía para mis adentros.

Pero como que los astros comenzaban a alinearse en mi favor. Para el periodo decembrino del 74, un vecino y amigo de farras me consiguió un trabajo temporal en la "industria de juguetes Búfalo" donde él trabajaba de supervisor en el día. Un lugar mágico para los niños, pero un verdadero suplicio para mí, pues el horario era nocturno, ¡incluidos los sábados! Salía de casa con el corazón apesadumbrado, mientras mis amigos disfrutaban de la rumba decembrina. Cruzar el barrio en la noche, con la música y las risas resonando en cada esquina, era una tortura para mi alma bohemia y fiestera.

La fábrica, ubicada en Itagüí por la autopista sur, era un lugar retirado, solitario y lúgubre. Para llegar, tenía que atravesar un largo trayecto oscuro, un verdadero "valle de las sombras" que me llenaba de escalofríos. En medio de aquel ambiente fantasmal, encontré un oasis de amistad en Rodrigo, el celador de la compañía Burns. Un tipo bonachón y conversador, con quien compartía historias y risas para amenizar las largas noches de insomnio forzado. La vida, en su irónico juego de coincidencias, nos reunió posteriormente en el banco donde comencé a trabajar, donde Rodrigo también se desempeñó como celador por largo tiempo.


El otro celador nocturno era un personaje único: Benhur. Un hombre incansable que trabajaba toda la semana sin descanso, acumulando funciones como si fuera un superhéroe. Era celador, operario, conductor, y hasta hacía las vueltas a las secretarias de día. Un hombre de buen corazón, aunque con poco tiempo para hacer milagros. En la noche, Benhur se transformaba en un justiciero. Con más cara de cazador que de guardia, con cachucha y una escopeta de dos cañones, paseaba con dos perros inmensos por las zonas más alejadas de la fábrica. Juraba que esa escopeta de dos cañones era para "acabarles a los ladrones esta vida y la otra".

Yo, por mi parte, trabajaba como “planillero”, llevando la cuenta de la producción de una quincena de operadores que moldeaban las partes de los juguetes. Entre la gran variedad de juguetes, uno me llamaba la atención de manera especial: un hermoso avioncito, una réplica exacta de un avión de Avianca. Ese avioncito era un símbolo de mi sueño recurrente, el sueño de volar. Contemplarlo cada noche me llenaba de esperanza y nostalgia. Anhelaba poseerlo, no solo como un juguete, sino como un amuleto de la buena suerte de mi anhelo de algún día surcar los cielos.

En medio de juguetes y sueños de volar, transcurrían mis días en la fábrica Búfalo. Un lugar que, a pesar de su lúgubre ambiente y sus horarios infernales, me brindó experiencias y me enseñó valiosas lecciones sobre la amistad, la perseverancia y la importancia de perseguir nuestros sueños. Y quién sabe, tal vez algún día, ese avioncito de Avianca deje de ser solo un sueño y se convierta en una realidad. Un símbolo de que, incluso en medio de las dificultades, los sueños pueden tomar vuelo y llevarnos a lugares inimaginables.


Aclarando la garganta y adoptando un tono socarrón, Permítanme continuar este relato, queridos amigos, pues los recuerdos de aquella mañana del 2 de enero de 1975 aún permanecen frescos en mi memoria como si hubiese sido ayer. ¡Año nuevo, vida nueva! Esas fueron las palabras que me repetí en un intento de convencerme de que iniciaría esta nueva etapa con el pie derecho. 


El empleo en “La Banque Nationale de París” me abriría las puertas a un mundo de oportunidades... -¿Quién me iba a decir que años más tarde terminaría sumergido y viviendo el día a día en la lengua de Molière en Quebec, Canadá?- Pero en ese momento, lo único que ocupaba mi mente era el estreno de mi “bocadillo”,  el que me hacía parecer con cara de retrato hablado.

Jamás en mi vida había vestido un saco o corbata, esos atuendos que eran parte del código vestimentario indispensable en aquella institución bancaria. No hace falta decir que mi bolsillo no daba ni para comprarme uno en el “almacén agachase”, mucho menos un traje elegante. Pero ahí es donde la inventiva e imaginación desbordante de mi madre Otilia entraba en acción como un vendaval creativo.

Imagínense a doña Otilia, cual “Coco Chanel” de la moda, transformando cualquier saco con olor a viejo en una prenda digna de un ejecutivo.

Tomó algunas prendas viejas de mis hermanos y con la maestría de una madre que hace milagros, logró armar un conjunto a mi medida. Bueno, a "mi medida" podría ser un eufemismo, pues mis hermanos eran de complexión más robusta mientras que yo no era más que un flaco desgarbado. ¿Un saco? Bastaba con tomar uno de mis hermanos y arreglar las mangas. ¿Una corbata? Alguna que ya estaba mona de lo vieja hacía el oficio. ¡Voilà! Ahí estaba yo, listo para enfrentar al mundo bancario con mi traje artesanal de alta costura "made in casa".

En cuanto a los zapatos, eran una burda imitación de piel de cocodrilo heredados de mi difunto hermano Alfonso, muerto años antes y que esperaron largo rato para poder usarlos. Como me quedaban grandes, y el paso del tiempo los había resecado, tuve que rellenarlos con periódicos empaparlos en alcohol y ponerme varias capas de medias para ajustarlos. Tocaba darles una “segunda amansada”. Al salir de mi casa y caminar ese buen trecho rumbo al trabajo, no podía evitar sentirme observado y juzgado por cada conocido “gocetas” que cruzaba a mi paso, al ver  en un santiamén tan extraña metamorfosis. Cuando yo  me  había convertido un “bacan de vereda”?. Algunos incluso me saludaban con un "¡Hola doctor!" entre risas mal disimuladas.

En mi fuero interno, pasaba por toda la gama de emociones. La emoción de dar mis primeros pasos laborales en un lugar prestigioso. La inseguridad de sentirme como un cómico clon  con esas ropas prestadas donde era evidente que el muerto era más grande. El orgullo de no rendirme ante la adversidad. En fin, un cúmulo de sentimientos encontrados que solo pueden experimentarse en esas etapas tempranas cuando la vida nos pone a prueba.


A medida que reflexiono sobre aquel primer día, me doy cuenta de que fue el punto de partida de una serie de experiencias que me moldearon y me llevaron a donde estoy hoy. Porque aunque pueda parecer cómico a primera vista, aquellos momentos de incertidumbre y superación fueron fundamentales en mi camino hacia donde más tarde  me llevaría el destino.

Y así, con mi traje de "reciclaje" y mis zapatos de "cocodrilo", me lancé de lleno a este nuevo capítulo de mi vida, listo para enfrentar cualquier desafío que se presentara en mi camino. Porque al final del día, lo que importa no es tanto cómo empezamos, sino cómo decidimos seguir adelante y superar las adversidades que se nos presentan. ¡Que empiece la aventura!


 Mi primer día de trabajo en el Banco

Con la mirada perdida en el horizonte de la nostalgia, me sumerjo en divagaciones y recuerdos que arrugaban mi piel y mi corazón. Era el año 1975, y yo aún era un traficante de sueños, un iluso, romántico, ingenuo de profesión. Pero no me buscaban para grandes hazañas ni para cambiar el mundo. No!, mi destino era más modesto: donar sangre y empujar carros.


Mis sueños, esos gigantes que habitaban mi mente, eran como cometas desbocados. Los perseguía con la misma pasión con la que un niño corre tras una mariposa. ¿Quién iba a decir que aquel joven en el filo de sus 23 calendarios, vividos a la “guachapanda” y el “descachalandre”, se vería envuelto en un giro inesperado?


Llegue! Calle Colombia x Sucre, "La Banque Nationale de Paris" inscrito en sus paredes en marmol negro, donde quedaba el banco, diagonal al edificio Furatena, el celador de turno me dio la  bienvenida, y el banco con sus gigantescas puertas de vidrio y su aire a formalidad, me recibió como a un náufrago que toca tierra firme. Gloria Orozco, la secretaria de la administración, una bella mujer en plena flor de su juventud, me recibió y tomó algunos datos suplementarios para mi hoja de vida. Luego procedió a la presentación de los demás compañeros, el desfile de nombres y rostros comenzó.


Don Darío Osorio, el jefe de personal, me recibió con amabilidad con sus lentes que le daban un aire de seminarista. Rosa Ines Arboleda y Luz Mery Duque, en el conmutador. Omar Castaño, jefe de cartera, Elkin Restrepo, subjefe, Carlos Arturo González y Carlos Uribe, auxiliares. Sus nombres se entrelazaron en mi mente, pocos podía retener en el momento.


En el tercer piso, oficina principal, Don Luis Carlos Saldarriaga del Valle, a quien cariñosamente llamaban "Don Lucas", un señor ya entrado en años, de trato amable. A la entrada estaba Nelly Hernández, su secretaria "Nelita" como la llamaba Don Lucas, había dedicado la mayor parte de su vida a su lado. Carlos Jaramillo, mensajero de administración, "larguirucho" también con cara de cura, se convirtió en uno de mis primeros buenos amigos de excelente buen humor.

 También formaban parte del equipo los dos egresados de EAFIT, Eleazar Holguín y Juan Gonzalo Ríos, analistas financieros. Ah, y no puedo olvidar al subgerente Christian Domecq, hombre elegante, le gustaba la pipa, y su inseparable secretaria Emilse Uribe, "Doña Emi". Quien debía hacer el papel de traductora en francés.


Descendimos al segundo piso, donde se encontraba el Departamento Extranjero. Este era el más numeroso en empleados y estaba lleno de personalidades diversas. Permíteme seguir narrando:Gustavo Hincapié, el jefe del departamento. Se decía que en sus años mozos había jugado fútbol profesional en el Once Caldas de Manizales. Su pasión por el deporte se reflejaba en su energía y liderazgo. Alberto Carreño, alto empleado, nunca supe su cargo, un hombre muy serio que jamás vi sonreír, venía directamente de Bogotá.


Hernando Gutiérrez, el subjefe, era todo lo contrario: amable y un poco locochón. Se decía que formaba parte del equipo de fútbol del banco, y su entusiasmo por el deporte se manifestaba en su personalidad. Guillermo Orozco, el eterno negociante, Jaime Llano, un señor bigotón de Envigado, desempeñaba el rol de auxiliar. Luz Mery Montoya, conocida como "La Mona" para diferenciarla de Luz Mery Duque, la trigueña, era parte fundamental del equipo. Edilma López y Maria Elena Vásquez, secretarias. Jaime Faciolince, el mensajero, se movía con agilidad por los pasillos. Su rostro siempre mostraba una sonrisa, y su amistad era fácil de ganar, le encantaba el fútbol. Carlos González, otro auxiliar, contribuía al engranaje del departamento. Su trabajo silencioso pero efectivo no pasaba desapercibido.


En medio del primer y segundo piso, quedaba el mezzanine, un espacio lúgubre sin ventanas,  lleno de archivos de toda índole, donde se microfilmaban y guardaban los documentos. Allí trabajaba otro que sería buen amigo, Omar Gutiérrez, quien trabajaba en solitario.


Finalmente, llegamos a mi destino donde sería mi lugar de trabajo: el Departamento de Cuentas Corrientes. Su timonel era otro hombre con el fútbol en la sangre, Bernardo Rivera, quien sería mi primer jefe. Conversar con él sobre cualquier tema y sobre todo el deporte era un placer. A su lado, Federico Sierra, el subjefe, complementa el liderazgo. Por último, un personaje bien particular, Edgardo Echeverri, quien se ocupaba de la digitación, que en ese tiempo se hacía mediante tarjetas perforadas, trabajo siempre nocturno.


La secretaria Beatriz Giraldo, con su fuerte acento caribeño. El Gran Pablito, el cajero principal, era un hombre humilde y eficiente. Y Alberto Quintero, recién llegado de la Caja Agraria, se sumaba al equipo.

Por último, Arturo Giraldo, quien me entrenó en mi nuevo puesto de mensajero, manejaba las remesas o sea los cheques de otras plazas. Su paciencia y conocimiento me guiaron en mis primeros pasos en este mundo bancario.


Así comenzó mi travesía en el banco, entre rostros, nombres y la promesa de estabilidad. Aquel día, las puertas se abrieron para mí, y entré con la certeza de que estaba construyendo algo más grande que un simple trabajo: estaba forjando mi camino. Era un día de expectativas y nervios. Mi rostro, como una novela gráfica, refleja la mezcla de emociones que me embargaba. Mi mente venía repleta de sueños y expectativas. Las primeras gotas de lluvia me abrazaron al terminar mi primera vuelta, como si el cielo mismo celebrara mi llegada con un ritual de purificación.


Mi primer pago, mínimo inicial un cheque de 600 pesos, cuyo desprendible de pago permaneció entre mis archivos nostálgicos, y que ya amarillento quedó perdida en algún lugar de mi largo trasegar, dicho salario modesto pero significativo, marcaba el comienzo de una nueva etapa. La amable y bella sonrisa que  me dio la bienvenida al banco quedó grabada en mi mente: su sonrisa amable y los ojos que parecían decir: "Bienvenido al mundo de los sueños estables, construidos a punta de insomnios".


A medida que los días pasaban, me fui familiarizando con mis responsabilidades y con las caras de mis compañeros, aunque a veces me preguntaba si alguno de ellos había sido reclutado en un casting de personajes pintorescos.  Poco tiempo después, se integraron nuevos rostros al equipo. Carmen Alicia Álvarez entró a operar el conmutador de llamadas, y Beatriz Cano se convirtió en la secretaría de cuentas corrientes. Beatriz Giraldo, por su parte, pasó a manejar el listado para el pago de los cheques, puesto conocido como "Visador".


Mi propio trabajo, aunque sencillo, era el lubricante que mantenía funcionando esta maquinaria bancaria. Como el humilde mensajero, me encontraba siempre en movimiento, entregando documentos con la rapidez de un relámpago y la discreción de un espía en una película de James Bond. Bernardo Rivera, el veterano del banco, nos recordaba con su sabiduría que "los mensajeros son los futuros funcionarios del banco; todos comenzamos por ahí". Su sapiencia nos daba esperanza, y, en mi caso, me daba un respiro después de cada carrera por los pasillos.

Tenía que empezar mi jornada un poco más temprano que los demás, como si fuera un ave madrugadora. Mi primera misión del día: recoger los listados en el data center de cómputos. Este lugar era tan secreto y lleno de tecnología que solo le faltaba tener un guardia con un sombrero de aluminio para evitar invasiones alienígenas.

Edgardo, nuestro caballero de las tarjetas perforadas, siempre las llevaba puntualmente hacia la madrugada, como si llevara un reloj biológico suizo integrado. Mi tarea en la mañana consistía en separar y clasificar los listados en tres categorías: el detalle de movimientos de los clientes del día anterior, los saldos de los clientes al día y por último, los temidos sobregiros, que debía entregar a alguno de los jefes con la misma delicadeza con la que uno manejaría una bomba de tiempo. Todo esto debía hacerse con la puntualidad de un cirujano, ya que a las 10 am, sin falta, debía llevar los cheques devueltos o “devoluciones” al Banco de la República, una misión que me hacía sentir como un cartero en una película de aventuras.


Este sistema minucioso aseguraba que todas las operaciones del banco se desarrollaran sin contratiempos, o al menos sin demasiados. La precisión y la responsabilidad eran clave, y aunque mi tarea podría parecer sencilla, sabía que era una pieza esencial en el engranaje de aquel gran mecanismo bancario. ¡Quién diría que ser mensajero podía ser tan emocionante!


Otra operación puntual e importante que debía hacerse de lunes a viernes era “el canje”, que, como su nombre lo indica, era el intercambio de los cheques recibidos por los 29 bancos existentes en la época. Este evento se llevaba a cabo en el Banco de la República, en un gran salón donde cada banco tenía su espacio reservado para depositar los cheques.

En aquellos tiempos, el canje era casi una ceremonia diaria y una oportunidad para socializar, era una mezcla de mercado persa y reunión de compadres. Allí estaba don Octavio Sierra, el papá de Albeiro, quien más tarde sería cajero por largo tiempo en nuestro banco. En el centro del canje nos reuníamos 29 “Canjistas”, todos apurados y con una algarabía digna de una plaza de mercado. Había mucha camaradería, carreras y “taleguiadas” (puro argot bancario para describir el caos cuando uno no podía cuadrar rápido).

Don Octavio, el jefe de “compensación”, como  también se llamaba el “canje”, con su semblante severo pero amable, era una especie de guardián del orden en medio del caos. No esperen que se detuviera a esperar a nadie; con él, la puntualidad era ley. Luego llegó don Carlos Arbeláez, un señor de buen talante y aún mejor humor. Don Carlos era la versión bancaria de Santa Claus: amable, paciente y siempre dispuesto a dar una mano a los “taleguiadores” rezagados, especialmente los lunes por la noche o los viernes, que eran días críticos.

Y en medio de este frenesí, allí estaba yo, tratando de mantener el tipo y aprender de los veteranos, sabiendo que, a pesar del caos, cada día era una lección sobre la importancia de la precisión, la rapidez y, sobre todo, la paciencia en el mundo bancario.


*En medio de este caos organizado, cada emplead tenía su propio estilo. Algunos eran meticulosos y ordenados, con pilas de documentos perfectamente alineadas. Otros eran más desordenados, con papeles esparcidos por todas partes como si su escritorio hubiera sido azotado por un huracán. Sin importar su método, todos compartían un objetivo común: asegurarse de que los números cuadraran al final del día.

Los lunes y los viernes eran especialmente críticos. Después de un puente festivo ni hablar. Tres días de trabajo acumulados en uno solo.

Los lunes, porque todo el mundo llegaba medio dormido y con “guayabo terciario” del fin de semana y necesitaba más café que sangre en las venas. Los viernes, porque todos querían terminar rápido y empezar el fin de semana lo antes posible para irse a celebrar. En esos días, las “taleguiadas” eran más frecuentes, y don Carlos Arbeláez tenía que desplegar toda su paciencia y buen humor para mantener la calma entre los “taleguiadores” tradicionales siempre los bancos grandes que llegaban tarde.

A pesar del estrés, había un extraño sentido de camaradería entre todos. Los chistes y anécdotas se compartían mientras intentábamos cuadrar las cuentas. Era como si el estrés de la situación nos uniera y nos hiciera más fuertes. Don Octavio, con su firmeza amable, y don Carlos, con su paciencia infinita, eran los árbitros que mantenían el orden en medio del desorden.

Y así, cada día en el banco era una lección de vida. Aprendí a ser rápido y preciso, a mantener la calma bajo presión y, sobre todo, a apreciar la importancia de la colaboración y el buen humor en medio de cualquier situación. Cada “taleguiada” era un recordatorio de que, aunque a veces las cosas parecieran imposibles, siempre había una manera de salir adelante con un poco de ayuda y una sonrisa. Con el tiempo, fui conociendo más de cerca a mis compañeros y sus peculiares hábitos. Habian algunos que tenían la habilidad casi mágica de encontrar errores en los cheques a la velocidad de la luz. Decíamos que tenía “visión de rayos X ”. 


*En aquellos días, el banco era una mezcla de tradición y modernidad. Las computadoras no habían hecho su entrada, se dependía mucho del papel y la tinta. Eso significaba que había montañas de documentos para archivar, revisar y cuadrar. Las tardes se llenaban del sonido de las máquinas de escribir y el inconfundible clic-clac de los sellos de goma. 

La hora del almuerzo era un respiro bienvenido. Algunos salíamos a comer a las cafeterías vecinas, otros pedían,  a menudo se convertía en un escenario para las anécdotas del día. Carlos Jaramillo, el mensajero, el primer amigo que hice, solía unirse a nosotros y compartir sus historias. Siempre tenía una anécdota divertida o un chisme jugoso del vecindario. Era increíble cómo su presencia hacía que todos nos olvidáramos momentáneamente del estrés del trabajo.

Los viernes por la tarde, cuando el sol comenzaba a inclinarse hacia el horizonte, se respiraba una atmósfera diferente. Los comentarios eran más relajados, y la charla giraba en torno a los planes para el fin de semana. Algunos salían en grupo a tomar algo, mientras otros preferían el refugio de sus hogares. Los lunes por la mañana, el café era el protagonista, intentando despejar las telarañas del fin de semana.

Una de las tradiciones más esperadas eran las despedidas de fin de año.

Era un evento que reunía a todos en el gran salón del banco. Había una sensación de festividad en el aire, una especie de fiesta de oficina donde se compartían risas y buenos deseos. Se hacía una gran despedida con todos los jefes, con licor, baile y mucha alegría. Los clientes enviaban regalos y todos salíamos con algún aguinaldo.


A medida que avanzaba en mi carrera bancaria, comencé a entender que, más allá de los números y los balances, lo más importante eran las personas. Aprendí de los mejores, reí con los más divertidos y enfrenté los desafíos con el apoyo de un equipo que, aunque variopinto, era increíblemente unido. Cada día en el banco era una nueva oportunidad para aprender, crecer y, por supuesto, disfrutar de la compañía de personas extraordinarias.

Y así, con cada “taleguiada” y cada canje cuadrado, fui construyendo mi camino en el mundo bancario, siempre recordando que, en el fondo, todos éramos un poco soñadores, ilusionados e ingeniosos, buscando hacer nuestro trabajo lo mejor posible y, de vez en cuando, disfrutar de la fiesta de una buena risas.
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Comentarios

  1. Además de buena memoria, tienes muy buen humor. 👍👍👍 ~B.C.

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  2. 👏👏👏 Excelente! ~J.H.

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  3. Super, que rico leer todas estas anécdotas, recuerdo todas estas maravillosas personas, grandes amig@s de los cuales todavía conservamos una linda amistad. Felicitaciones

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  4. Buenas noches, hoy me deleite con estos escritos tan maravillosos, felicitaciones Abelardo

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