No 36 «Quemando las naves del destino»: «Despedida en solitario de un viaje sin Regreso»

  «Despedida de en solitario de un viaje sin Regreso»

Después de un largo y arduo proceso, por fin llegó el momento en el que pude sostener en mis manos la visa que me permitía viajar a Canadá. Ese papel significaba mucho más que un simple documento, era la confirmación de que había tomado una decisión importante en mi vida. Estaba decidido a enfrentar cualquier obstáculo que se presentara en mi camino y a quedarme en ese país, cueste lo que cueste. "También sé cuándo cerrar la puerta y seguir adelante. A veces, quedarse es más sencillo que partir, pero cuando decido irme, no hay retorno. El adiós es mi forma de proteger lo que aún queda de mí."
—¿A qué precio?
—Nuevamente, el pensamiento me asaltaba:
—¿Cómo haré una vez llegue a mi destino?
—Mi visa era del 26 de julio al 15 de agosto de 1988.
—¿Y después?
—Era de conocimiento general que las dificultades de los trámites migratorios, sobre todo para individuos con un conocimiento limitado del idioma y sin una profesión demostrable, serían sumamente complicadas. A pesar de contar con 15 años de experiencia en el banco, en este nuevo entorno, mi bagaje laboral parecía carecer de importancia. Aquí iniciaba un nuevo reto, una batalla en un nivel superior.

—¿Cómo conseguir instalarme legalmente en Canadá?

Ocho días antes de comenzar mi viaje, con la nostalgia nublando mis pensamientos, visité un lugar popular en la Avenida Guayabal, cerca de "la 80", conocido como "El Faisán". Este sitio, cargado de historias y recuerdos de festejos anteriores, cobraría un significado especial al convertirse en el escenario elegido para mi despedida esa noche.

—A la entrada, un pequeño puesto de chuzos despedía el aroma tentador de carne asada, mezclado con el inconfundible olor a aguardiente. El humo se elevaba perezosamente, envolviendo el lugar en una bruma que parecía contener todas las historias vividas allí. Las sillas de mimbre, desgastadas por el tiempo, ofrecían un asiento cómodo para quienes buscaban un momento de descanso, bañadas por la luz tenue de las farolas de la avenida.


—En el interior, el ambiente íntimo y acogedor me rodeó como un abrazo de un ser querido. Las luces tenues proyectaban sombras que bailaban, mientras las parejas se besaban en rincones ocultos y los grupos de amigos intercambiaban risas y confidencias en mesas próximas. La atmósfera palpitaba con una energía agridulce, ideal para mi estado de ánimo.

En ese rincón de siempre, "Hernán", el mesero que a lo largo de los años se había convertido en un querido amigo, me sorprendió de nuevo con su gesto afectuoso y considerado. Sin que yo se lo pidiera, llevó a la mesa mi bebida favorita y puso la música que sabe que me conmueve profundamente. Su gentileza me llenó de gratitud.

—Me senté en un costado, sumido en mis pensamientos. Aunque tenía muchos amigos, pocos sabían de mi viaje, y quizás ninguno entendía que era un viaje sin retorno. Este lugar era mi refugio, y ahora me despedía solemnemente de lo que alguna vez fue parte de mi mundo. A medida que avanzaba la noche, las voces se hacían más fuertes y la música penetraba más profundo en mi ser. Cada nota parecía resonar con un recuerdo, cada risa a mi alrededor contrastaba con la melancolía que me invadía.

—Conforme transcurría el tiempo y yo me apuraba otro trago, me hundí en un océano de recuerdos y melancolía. El establecimiento, con su música tenue y el susurro constante de conversaciones animadas, se transformó en el escenario de mi adiós taciturno. Las luces tenues y las sombras que bailaban tejían una atmósfera casi hechizante, como si el bar entendiera que esa despedida tenía más peso que las demás.


—La música me envolvía en una atmósfera única, haciéndome sentir toda una gama de emociones. A pesar de mis intentos por contenerme, unas lágrimas brotaron de mis ojos, revelando mi fragilidad interna. Sin saberlo, no fui consciente de la presencia de alguien que me observaba detenidamente desde una mesa cercana. Fue en ese preciso instante en el que una joven, llena de compasión y empatía, se acercó a mí y me rodeó con sus brazos, brindándome consuelo en mi momento de debilidad.


"¿Qué te pasa?", me preguntó con genuina preocupación.


De manera inesperada, me encontré compartiendo todo, sin reservas. Con su mano, secó mis lágrimas... Nuestra conversación fue enriquecedora; su presencia actuó como un bálsamo para mi alma herida. Aquel día, comprendí el profundo efecto que puede tener un abrazo y un oído atento en momentos de desesperación. Fue una lección sobre cómo la humanidad puede brindar consuelo de formas inimaginables.


—Durante ese momento de duda y confusión, me invadió un sentimiento desconocido que me llevó a considerar la posibilidad de estar desarrollando sentimientos por esa joven. Aunque había logrado liberarme de todas las cadenas que me atrapaban, sabía que mi destino ya estaba trazado. Sin embargo, su acto de generosidad permaneció grabado en mi memoria como un claro ejemplo de la bondad inherente a la humanidad.


La coincidencia no pudo ser más asombrosa: en el momento exacto, una canción de Joan Manuel Serrat se hizo presente en el ambiente, como si fuera un mensaje cósmico señalando la importancia del momento. Su letra, con su melancolía y profundidad característica, consiguió llegar a lo más profundo de mi ser. "Cada canción tiene una historia, y cada historia nos transporta al pasado."


(...) "Escapad gente tierna,

que esta tierra está enferma,

y no esperes mañana

lo que no se te dio ayer,

que no hay nada que hacer.


Toma tu mula, tu hembra y tu arreo.

Sigue el camino del pueblo hebreo

y busca otra luna.

Tal vez mañana te sonría la fortuna.

Y si te toca llorar es mejor frente al mar.


Si yo pudiera unirme

a un vuelo de palomas,

y atravesando lomas

dejar mi pueblo atrás,

juro por lo que fui

que me iría de aquí...

Pero los muertos están en cautiverio

y no nos dejan salir del cementerio."

**Pueblo blanco

—Cada palabra, cada sonido, cada recuerdo parecía tener vida propia, recordándome constantemente la ausencia de aquellos lazos que una vez me unieron a la felicidad. La música, en lugar de ser una compañía reconfortante, se había convertido en un recordatorio constante de mi soledad, dejándome atrapado en un laberinto de emociones contradictorias. Me transportaba a un mundo en donde el dolor seguía existiendo, pero se ensanchaba, se serenaba, se hacía a la vez más quieto y más profundo, como un torrente que se transforma en lago. En ese espacio sonoro, el dolor no desaparecía, pero adquiría una nueva dimensión, permitiéndome encontrar una extraña paz en medio de la tormenta emocional. La música, con sus notas melancólicas, me ofrecía un refugio donde podía explorar mis sentimientos más profundos, enfrentándome a mi soledad con valentía y aceptación.


Al salir de El Faisán, con la mente despejada y el corazón un poco más ligero, supe que estaba listo para enfrentar el nuevo capítulo que me esperaba en Canadá. Con la memoria selectiva para recordar lo bueno, la prudencia lógica para no arruinar el presente, y un optimismo desafiante para encarar el futuro, emprendí mi viaje con la certeza de que, sin importar los desafíos, siempre habría una mano amiga dispuesta a ofrecer consuelo y apoyo.

«Quemando las naves del destino»

—Dejando atrás las sombras del ayer y quemando las naves del destino, la decisión estaba tomada: no había vuelta atrás. Con determinación inquebrantable, demolí todos los puentes que me ataban al pasado, convirtiendo cualquier retorno en un camino imposible. Las rutas hacia el ayer habían sido clausuradas sin miramientos, pues sólo el horizonte venidero merecía ser contemplado.

—Entre 1986 y 1988, Colombia estaba inmersa en el caos y la violencia, con Pablo Escobar en la cima de su poder. El narcotráfico se había extendido por todas las capas sociales, afectando desde la vida cotidiana en las calles hasta las estructuras más elevadas del gobierno.


—En aquellos días oscuros, cuando Medellín se ahogaba en su propia sangre y el miedo se arrastraba por sus calles como una niebla venenosa, decidí quemar las naves de mi destino. El crepitar de las llamas se mezclaba con los ecos lejanos de la violencia, mientras yo me aferraba a una esperanza tenue como un hilo de luz en la penumbra. Me repetía, como un mantra desesperado, que estos días pasarían, al igual que todos los días malos que la vida nos presenta. Cada chispa que se elevaba al cielo nocturno era un adiós sin lamentar, cada llama consumía lo conocido mientras mi espíritu se encendía, listo para zarpar hacia lo desconocido.


—En 1986, el terror se apoderó de las calles. Los “sicarios” del Cartel de Medellín sembraban el miedo con asesinatos selectivos y atentados indiscriminados. La política de extradición del gobierno se convirtió en el principal objetivo de “Escobar”, quien declaró la guerra al Estado con su lema 'Preferimos una tumba en Colombia a una cárcel en Estados Unidos'."


—Avanzar se volvió mi única opción viable, la única senda que podía transitar. Aunque la nostalgia intenta seducirme con sus cálidos recuerdos que acarician el alma, debía resistir su embrujo. El porvenir, desconocido e incierto, podría amedrentar al más osado caminante, pero no a mí, no había marcha atrás. Los vientos de la violencia, que azotaban el alma y desgarraban el tejido de nuestra sociedad, se convertirían en la fuerza que hincharía las velas de mi nuevo viaje. “El destino es el que baraja las cartas, pero nosotros somos los que jugamos.” 


El 17 de diciembre de 1986, un suceso sacudió al país hasta sus cimientos. Guillermo Cano, director del periódico El Espectador y férreo opositor al narcotráfico, fue asesinado a tiros frente a las oficinas del diario en Bogotá. Su muerte no solo simbolizó un ataque a la libertad de prensa, sino que también demostró que nadie estaba a salvo de la ira de Escobar.


Todas las ataduras que me mantenían anclado al ayer yacían inertes, rotas por mi firme resolución de forjar un nuevo destino. Cada lazo cortado aligeraba la carga que había arrastrado por años, permitiéndome avanzar con pasos más ligeros y el espíritu renovado. La sangre que manaba de las heridas de mi amada ciudad, que parecía inagotable, eventualmente se estancaría, transformándose en la tinta con la que escribiría mi nueva historia.


El asesinato de Guillermo Cano fue un punto de inflexión. La indignación pública fue inmensa, pero el miedo era aún mayor. Los periodistas comenzaron a autocensurarse, temiendo correr la misma suerte. El silencio se convirtió en una forma de supervivencia.


El trayecto incierto que se abría ante mí prometía libertad y la oportunidad de moldear mi propio camino. Pisando con convicción las sendas del mañana, dejaba atrás los vestigios del pasado, dispuesto a escribir un nuevo capítulo en las páginas en blanco que el futuro me presentaba. Con el corazón destrozado pero la determinación intacta, me paré firme ante el umbral del horizonte, con mis ojos fijos en un futuro sin retorno. Ya no había amarras que ataran mi destino, ni puertos seguros donde anclar. Solo quedaba el infinito ante mis pasos y la libertad de un rumbo por trazar.


En 1987, la violencia escaló. El procurador general Carlos Mauro Hoyos fue secuestrado y asesinado. El candidato presidencial Jaime Pardo Leal corrió la misma suerte. La justicia parecía impotente frente al poder del narcotráfico.


Con cada paso dado, la sombra de aquel ayer se desvanecía más y más a mis espaldas. Aunque los ecos aún resonaban débilmente, perdían fuerza con cada nueva huella que marcaba en la tierra. El vasto e infinito horizonte se abría ante mí, colmado de posibilidades por descubrir. En mis noches de insomnio, plagadas de pesadillas y remordimientos, soñaba con un mañana donde todo lo perdido sería recuperado. Cada ola que golpeaba la orilla era una promesa de aventura, cada brisa fresca me traía secretos de un nuevo comienzo.


El 13 de enero de 1988, un atentado con bomba devastó parte del Edificio Mónaco, ubicado en el exclusivo barrio de El Poblado en Medellín. El blanco era claro: “Pablo Escobar”, líder del poderoso Cartel de Medellín.
En enero de 1988, el “Cartel de Medellín" secuestró a “Andrés Pastrana”, entonces candidato a la alcaldía de Bogotá. Aunque fue liberado días después, el mensaje era claro: nadie estaba fuera del alcance de “Escobar”.


Me convertí en un aventurero de este nuevo amanecer, un explorador de senderos inexplorados. Cada bocanada de aire fresco llenaba mis pulmones con la promesa de una vida renovada, despojada de los lastres que una vez me ataron. La incertidumbre, antaño mi mayor adversaria, se había convertido en mi más fiel compañera, empujándome a descubrir lo desconocido. Hoy, parado frente al mar en una tierra lejana, miro hacia atrás y me maravillo. Las cenizas de mi pasado son testigo de mi audacia, y el océano, cómplice de mi transformación.


En medio de este panorama desolador, yo me preparaba para mi viaje sin retorno en julio de 1988. Cada noticia, cada asesinato, cada bomba que estallaba en las calles de Medellín o Bogotá, reafirmaba mi decisión de partir.


Atrás quedaban las páginas ya escritas, los capítulos ya vividos. Delante se extendía un lienzo en blanco, listo para ser pintado con los colores de mis sueños y anhelos más profundos. Comprendo que cada prueba, cada dolor, cada pérdida, no fue en vano. La tormenta que casi me destruye fue también la fuerza que me impulsó hacia una nueva vida. Cada elección, cada desvío en el camino, sería una pincelada más en esta obra maestra que estaba creando: la obra de mi propia vida.


Recuerdo pasar noches en vela, escuchando los disparos lejanos, preguntándome si el próximo día sería yo la víctima de algún atentado aleatorio. La paranoia se había convertido en una compañera constante. Amigos, vecinos, conocidos... todos parecían tener alguna conexión con el narcotráfico, ya fuera por elección o por necesidad.


La libertad nunca había sido tan palpable, tan real. Con cada paso dado, me adentraba más en este vasto territorio de oportunidades. El pasado ya no tenía dominio sobre mí, pues había roto las cadenas que me ataban a él. Era dueño de mi destino, arquitecto de mi propio sendero hacia un mañana radiante y sin ataduras. El humo de mis recuerdos se disipa en el horizonte, llevándose consigo la “Medellín” de mi pasado, con sus glorias y sus horrores. Pero frente a mí se extiende un futuro vasto como el océano, un lienzo en blanco listo para ser pintado con los colores de la esperanza y la renovación.


En esos últimos días, caminando por las calles de una Medellín herida pero aún vibrante, me despedí en silencio. De las montañas que abrazaban la ciudad, del bullicio de sus mercados, del aroma del café en las mañanas. Pero sobre todo, me despedí de una versión de mí mismo, de aquel que había crecido con sueños y esperanzas para su país.


Con lágrimas en los ojos pero con una sonrisa en el corazón, escucho en el murmullo de las olas la promesa de días mejores. El viento que una vez rugió con furia ahora acaricia mi rostro con suavidad, recordándome que incluso en los momentos más oscuros, la vida siempre encuentra un camino hacia la luz. En este viaje sin retorno he descubierto que, al quemar las naves de un destino sombrío, he liberado mi espíritu para navegar hacia un amanecer donde el sol, puro y sin mancha, me volverá a calentar la piel y a iluminar los rincones más oscuros de mi ser.


El caso de Cano era un recordatorio constante de lo que le esperaba a quienes se atrevían a desafiar el “statu quo". Su muerte no solo había silenciado una voz crítica, sino que había enviado una onda expansiva de miedo por todo el país. Cada vez que pasaba frente a un puesto de periódicos, recordaba cómo las primeras planas habían cambiado, cómo las denuncias valientes se habían convertido en noticias cautelosas y eufemismos.


Antes de partir, me encuentro en un punto de inflexión, un momento suspendido en el tiempo. Miro a mi alrededor, absorbiendo cada detalle, cada aroma, cada sonido que ha sido parte de mi vida hasta ahora. Las calles de Medellín, con sus historias grabadas en cada esquina, me miran con ojos melancólicos. Los rostros familiares, las voces queridas, todo parece despedirse en un susurro de complicidad y añoranza.


Mis últimos días en esta tierra que me vio crecer son un torbellino de emociones. Camino por los lugares que han sido testigos de mis alegrías y mis penas, sintiendo una mezcla de tristeza y gratitud. Cada rincón tiene una historia, cada esquina un recuerdo que atesoro en el corazón. Pero la llamada del futuro es fuerte, y aunque duele dejar atrás lo conocido, sé que es un paso necesario. "La belleza de sus paisajes contrastaba cruelmente con la fealdad de la violencia que la consumía.”


La noche antes de mi partida, me senté en el balcón, observando las luces de la ciudad que parpadeaban como estrellas en un cielo. Cada luz que brillaba en la distancia parecía traerme una promesa de esperanza. El aire fresco de la noche acariciaba mi rostro, llevándose consigo las últimas dudas y temores que aún persistían.

En el silencio de la madrugada, mientras Medellín dormía y soñaba, hice un pacto conmigo mismo: abrazar el cambio, aceptar la incertidumbre y confiar en que cada paso me llevaría a donde necesitaba estar. Las luces de la ciudad, testigos silenciosos de mi promesa, parecían darme su bendición.

"Cada luz que brilla en la ciudad es una esperanza", pensé, encontrando consuelo en esa simple verdad. Y así, con la vista perdida en el horizonte iluminado y el corazón lleno de una mezcla de nostalgia y anticipación, me preparé para el gran salto hacia lo desconocido. Mañana, esas mismas luces que ahora contemplaba se convertirían en el último recuerdo de mi hogar, mientras me embarcaba en un viaje que cambiaría el curso de mi vida para siempre.

Con el amanecer, llega el momento de partir. Con una maleta llena de sueños y el corazón ligero, me despido de Medellín, sabiendo que aunque me alejó físicamente, siempre llevaré un pedazo de esta tierra en mi alma. El horizonte me llama, y con una última mirada atrás, doy el primer paso hacia mi nueva vida, listo para escribir el próximo capítulo de mi historia con valentía y esperanza.

Una vez que decida correr el velo, seré testigo de la verdad que se oculta detrás de las apariencias. Veré cómo todo cobra sentido a medida que lo oculto se manifiesta y también veré cómo el fruto de todos mis miedos, mis propios demonios, se inclinan ante mi infinita y maravillosa presencia.


En ese momento, comprenderé que cada desafío, cada lágrima y cada caída fueron necesarios para mi crecimiento. Veré que el dolor no era un castigo, sino una lección, una oportunidad para descubrir la fortaleza que siempre estuvo dentro de mí. Me daré cuenta de que las pruebas de la vida no son obstáculos, sino peldaños que me llevan a una versión más elevada de mí mismo.


Al mirar atrás, agradeceré cada experiencia, incluso aquellas que en su momento parecieron insuperables. Entenderé que sin ellas, no habría encontrado el coraje para levantarme, la sabiduría para aprender y la compasión para sanar. Cada cicatriz contará una historia de superación, de valentía y de amor propio.


Y cuando finalmente me mire en el espejo, veré reflejada a una persona que ha trascendido sus miedos, que ha abrazado su autenticidad y que ha encontrado la paz en medio del caos. Seré consciente de mi poder, de mi luz y de mi capacidad para transformar mi realidad.


Así que, cuando sienta que el mundo se desmorona a mi alrededor, no me desesperaré. Recordaré que estoy en el umbral de una nueva etapa, una etapa donde descubriré la grandeza de mi ser. Confiaré en el proceso, seguiré adelante con fe y valentía, y permitiré que mi alma brille con todo su esplendor. Porque al final del camino, me espera una mejor versión de mí mismo que es más fuerte, más sabia y más luminosa de lo que jamás imaginé.

«El dia de mi Viaje a Canadá»

 —El consulado americano, con sus paredes frías y miradas escrutadoras, se convirtió en el escenario de mi primera prueba. Mis palabras, ingenuas y esperanzadas, se volvieron contra mí, cerrando puertas que ni siquiera sabía que existían. Días antes de mi viaje me apresure en un viaje rápido a Bogotá a solicitar la visa de tránsito, por usa ya que mi vuelo hacia escala en Miami


—Caí en una trampa que me tendió el oficial de emigración americano. Yo solo necesitaba la visa de tránsito, pero el oficial me preguntó si quería la visa de tránsito o de turista. Al ver que yo quería las dos, ambas me fueron negadas. Esto me dejó con una única opción: pagar 50 dólares para que me vigilaran en Miami mientras esperaba mi vuelo a Toronto.


—El 26 de julio de 1988, una fecha memorable para mí junto con el nacimiento de mi hijo Mauricio el 22 de febrero de 2001; salí de Medellín al aeropuerto de Rionegro, acompañado de mi madre Otilia, Marta, y su hijo Diego Alejandro. No recuerdo quién más estaba presente, pero todo fue muy tranquilo. Ellos pensaban que me iba de vacaciones por un mes, aunque yo sabía que las posibilidades de quedarme eran altas.

En esta parte de mis memorias, la escala en Miami se revela como una amarga experiencia. Oficiales de migración intimidantes, preguntas agresivas, y una atmósfera que parecía acusarme desde el primer momento. El mero hecho de ser colombiano ya me convertía en sospechoso. Mi estado emocional, ya frágil, no ayudaba en nada.

—¿Qué te pasa? —preguntó la oficial de vuelo, al notar mi inquietud. Me pidió que me quedara en mi asiento mientras los demás pasajeros desembarcaban. Traté de mantener la calma leyendo una revista, pero mi mente no dejaba de divagar.

Después de un rato, aparecieron varios agentes de migración. Me llevaron a una especie de tren dentro del aeropuerto, custodiado por varios oficiales. Llegamos a un centro de revisión donde llevaban a las personas sospechosas. Lo primero que me llamó la atención fueron los vitrales muy altos y los sanitarios con tubos de plástico transparente, que imaginé eran para quienes necesitaban expulsar algo que llevaban dentro.

Entramos a una oficina con una gran ventana de vidrio blindado. Un traductor comenzó a hacerme preguntas en inglés, y yo respondía a través de él. Me revisaron todo: pasaporte, zapatos, billetera. Se enojaron al ver que mi pasaporte tenía un forro de la agencia de viajes y lo tiraron. Me preguntaron por qué llevaba una lista de compañeros del banco con sus nombres, direcciones y teléfonos.

—¿Qué has comido durante el vuelo? —me preguntaron varias veces, como si la repetición pudiera arrancar una verdad oculta.

Les respondí detalladamente todo lo que había ingerido. Me pusieron contra la pared, con una mano en el corazón y otra en la espalda. Mi corazón latía con una fuerza desbocada, como si quisiera escapar de mi pecho.

—¿Por qué estás nervioso? —me preguntaron con tono acusador—. Si llevas algo, dínoslo ya.

—La situación me pone nervioso —respondí—. Jamás había pasado por algo semejante.

—Revisaron mis zapatos, me requisaron por todas partes, incluyendo mis partes. Fue humillante y degradante, a pesar de que colaboré en todo. En mente se quedó la imagen de los sanitarios con desagües transparentes, para observar a quienes les daban el laxante. La imagen de esos tubos, como serpientes de cristal, quede impactado, pues hubiera sido cruel que me hubieran dado el purgante.

—Después de media hora de interrogatorio, un señor cubano muy amable me indicó que me quedara en una área determinada, cerca había un restaurante, que mi vuelo a Toronto estaba programado para las 8 de la noche.

—El día transcurrió con una mezcla de ansiedad y resignación. Observé a la gente que también estaba en tránsito, comí algunas cosas y traté de mantener la calma. A las 8 de la noche, abordé el vuelo para Toronto. Durante el viaje, conversé con un señor anglófono, y aunque no hablaba español, nos entendimos con papel y lápiz. Me animó saber que tenía un pequeño negocio en Toronto y me ofreció trabajo si alguna vez lo necesitaba.

—Llegué a Toronto a las 11 de la noche, donde me recibieron mi hermano Gonzalo, su esposa Luz Dary y sus hijos Nadia y Steven. Tras comer algo, nos dirigimos a las "Cataratas del Niágara". Dormimos poco esa noche, y al día siguiente fuimos a desayunar. La belleza de las cataratas y la abundancia de flores me impresionaron, especialmente porque era pleno verano.

—Nuestra breve estancia en las increíbles "Cataratas" nos transportó a otro mundo, donde la belleza natural nos envolvió y nos hizo perder todo concepto del tiempo. Fue solo al llegar a "Montreal" el 28 de julio que nos enfrentamos a la verdadera odisea de conseguir mis papeles como refugiado. Cada día de espera fue una batalla contra la incertidumbre y las dificultades que se presentaban en el camino. La historia siguió su curso, cada capítulo más desafiante y lleno de giros inesperados, marcando así el inicio de una nueva fase en mi vida.

—Con la visa canadiense en mi bolsillo y el corazón palpitando de incertidumbre, me encontré ante el umbral de un nuevo capítulo, sosteniendo en mis manos los fragmentos de mi existencia. Migrar, descubrí, no es simplemente cruzar fronteras; es un acto de valentía que desafía el alma, un sacrificio que deja cicatrices invisibles pero profundas.


—Como un rompecabezas desmembrado, sentí que una parte de mí se quedaba atrás, arraigada en el suelo que me vio crecer. Recuerdos, risas compartidas, lágrimas derramadas, se convertían en una pieza que debía dejar ir, pero que paradójicamente, llevaría conmigo siempre.


—Avanzar se convirtió en un ejercicio de equilibrio precario, mi corazón oscilando entre el pasado que conocía y el futuro que apenas podía imaginar. Cada paso era un acto de fe, una promesa silenciosa de que los fragmentos dispersos de mi ser eventualmente encontrarían su lugar en el mosaico de mi nueva vida.


—En este viaje de reconstrucción, comprendí que cada rostro nuevo, cada calle desconocida, cada experiencia inédita, era una oportunidad para redescubrirme. Los fragmentos perdidos no eran una pérdida irreparable, sino la materia prima para forjar una identidad más rica y compleja.


—De todas las lecciones que la vida me ha susurrado, esta resonó con la fuerza de un trueno: hay decisiones que debemos tomar, por dolorosas que sean; hay cambios que deben ocurrir, por incómodos que parezcan. Los miedos que creemos insuperables son solo sombras que se disipan ante la luz de nuestra determinación.


—En la soledad de mis noches de insomnio, comprendí que las lágrimas que derramaba no eran signo de debilidad, sino el riego necesario para que florecieran nuevos comienzos dentro de mí. El tiempo, ese paciente maestro, me enseñaría que soy más fuerte de lo que jamás imaginé, más valiente de lo que me atreví a creer.


—Así, con el corazón en vilo y el alma en fragmentos, me lancé al abismo de lo desconocido. Cada pieza de mi ser, dispersa pero no perdida, comenzó a buscar su lugar en el nuevo paisaje de mi existencia. Y en ese proceso de recomposición, descubrí que migrar no es solo un viaje físico, sino un peregrinaje del espíritu.


En cada fragmento de mi identidad fracturada, encontré la promesa de una totalidad renovada. El rompecabezas de mi vida, aunque incompleto, comenzaba a revelar un diseño más vasto y hermoso de lo que jamás hubiera soñado. Y así, entre la nostalgia y la esperanza, entre el miedo y la valentía, emprendí el camino hacia mi renacimiento, llevando conmigo la certeza de que, en el mosaico de la vida, cada pieza, por pequeña que sea, tiene su lugar y su propósito. “No reces por una vida fácil, reza para tener la fortaleza de afrontar una vida difícil. Siempre quise tener a la vida como aliada. Pero, con el tiempo, dejé de pedirle explicaciones. Me di cuenta de que no es amiga ni enemiga; es maestra. Ciclón y calma. Bonita, salvaje, impredecible e indiferente. Entonces pacté con ella: sígueme enseñando, yo mientras tanto seguiré caminando con la fortaleza para afrontar cualquier desafío que en camino se presente.”

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21. “Memorias de mi primer amor” 2a Parte

 27. "Crónicas del Banco: Entre Cuentas y Anécdotas"


Comentarios

  1. Me encantan tus historias de vida. Me haces acordar cuando uno se encarreta con novelas de RCN, hay que esperar que va a pasar, así estoy con tus escritos. Excelente. Felicitaciones Dolly

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  2. Excelente relato, el tiempo y su narración cronologíca lo remiten a esos miedos que vivimos y que atraparon la ciudad. Cierto es que todo debe pasar y solo recuerdos quedan, los chuzos de el faisán y en ese local funciona una distribuidora de envases, adiós a los chuzos😢.
    Esa historia es la de miles de personas pero ninguna la describe tan real.
    A veces creo sentir el guion de una película italiana, francesa o sueca, simplemente maravilloso, que deleite. El hecho que no te escriba no dice que me olvidé, siempre me deleitó con esa extraordinaria pluma , mil gracias Abelardo mi querido POETA. ~Jario G.

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