No 7 "Leyendas al Caer la Noche: Relatos de Terror y Humor en la Vereda"
CAPITULO 7
"Leyendas al Caer la Noche: Relatos de Terror y Humor en la Vereda"
La vasta "Hacienda de Dinamarca" se extendía como un reino verde y exuberante, un microcosmos de vida y abundancia que parecía desafiar los límites del horizonte. Sus extensos pastizales ondulaban bajo la brisa tropical, creando un mar de hierba que se mecía al ritmo de las estaciones. Los cafetales, ordenados en hileras perfectas, prometían cosechas abundantes y el aroma embriagador del café recién tostado. Entre ellos, árboles frutales de todas las variedades imaginables salpicaban el paisaje con sus colores vibrantes, ofreciendo sus dulces tesoros a quienes supieran buscarlos.
En este paraíso terrenal, tres casonas se alzaban orgullosas, cada una con su propia historia y carácter. Pero era la última, construida en el sitio que llamábamos "Pedernales", la que captaba la atención y despertaba la imaginación. Situada estratégicamente al lado de la carretera, esta mansión era el sueño hecho realidad de Don Delio Yepes, nuestro capataz, concebida como un refugio vacacional para su familia. Su arquitectura imponente y elegante contrastaba con el entorno rural, como un faro de modernidad en medio de la naturaleza salvaje.
Esta casa no era simplemente una estructura más; era un símbolo de progreso y aspiración. Dotada de todas las comodidades de la época, desde amplios corredores que enmarcaban vistas panorámicas hasta muebles y decoraciones que hablaban de un gusto refinado, la casona de Pedernales representaba un salto cuántico en nuestro estilo de vida.
El lujo supremo, sin embargo, residía en un detalle que para muchos podría parecer trivial: —un inodoro—. Este artefacto, tan común hoy en día, era para nosotros, los Salazar Suarez, la encarnación misma del progreso, un avance significativo que marcaba la diferencia entre la vida rural tradicional y las comodidades modernas. Ah, el inodoro, ese trono de porcelana que nos elevaba literalmente por encima de nuestras necesidades más básicas. Era como si hubiéramos descubierto la octava maravilla del mundo, un portal mágico que hacía desaparecer nuestros "asuntos" con un simple tirón de cadena.
Y qué decir del papel higiénico, ese lujo casi desconocido que llegó a nuestras vidas como un regalo de los dioses. Antes de su aparición, nuestras opciones eran limitadas y, francamente, poco glamurosas. Hojas de periódico, mazorcas de maíz desgranadas, e incluso hojas de plantas cuidadosamente seleccionadas (¡cuidado con las urticantes!) eran nuestros aliados en la intimidad del "trono" improvisado. La llegada del papel higiénico fue como descubrir la seda después de años de frotar lija contra nuestras partes más sensibles.
Recuerdo la primera vez que vi un rollo de papel higiénico. Lo contemplé con la misma reverencia con la que un arqueólogo miraría un tesoro recién desenterrado. Su suavidad, su blancura inmaculada, su perforación perfecta... era casi demasiado bello para usarlo. Casi. Porque, seamos honestos, la tentación era demasiado grande y la necesidad, apremiante. Así que, con una mezcla de emoción y culpa, nos aventuramos a esta nueva era de confort posterior, despidiéndonos para siempre de las hojas de plátano y las piedras lisas de río. El progreso, queridos amigos, nunca se había sentido tan suave.
Para nuestra familia, acostumbrada a vivir en una falsa opulencia —una fachada de riqueza que ocultaba una realidad mucho más modesta—, esta nueva residencia representaba la promesa de un futuro mejor, de una vida más cómoda y digna. Nos permitíamos soñar con días de descanso bajo el sol tropical, con noches frescas en amplia terraza, lejos del bullicio y las preocupaciones cotidianas.
Sin embargo, el destino tiene una forma peculiar de jugar con nuestras expectativas. Pese a esta aparente mejora en nuestro estatus, una sombra se cernía sobre nuestro horizonte. Los vientos del cambio soplaban con fuerza, trayendo consigo el presagio de tiempos difíciles. La prosperidad que representaba la casona de Pedernales era, quizás, el último resplandor de una era que llegaba a su fin, el canto del cisne de una forma de vida que pronto se vería desafiada por circunstancias que ninguno de nosotros podía prever.
Mi padre, cuya salud comenzaba a flaquear debido a su asfixia crónica, persistía en sus hábitos de fumar incansablemente y frecuentar las cantinas los fines de semana. Mientras tanto, Don Delio, el gran patrón de Dinamarca, luchaba con una grave enfermedad en la garganta, sumiendo la hacienda en una atmósfera de incertidumbre. Era como si el destino, con su ironía característica, hubiera decidido atacar las gargantas y los pulmones de los hombres que sostenían nuestro pequeño mundo. Mi padre, terco como una mula, se aferraba a sus —cigarrillos pielrojas— como si fueran el último hilo que lo ataba a la vida. Con cada bocanada de humo que exhalaba, parecía desafiar a la muerte misma, diciéndole "hoy no, vieja amiga". Los fines de semana, cuando el sol se ponía y las sombras se alargaban sobre los cafetales, se escabullía hacia las cantinas del pueblo. Allí, entre el tintineo de los vasos y el murmullo de las conversaciones etílicas, buscaba quizás olvidar por un momento que su cuerpo le estaba jugando una mala pasada.
Don Delio, por su parte, enfrentaba su propia batalla silenciosa. La enfermedad en su garganta, esa parte del cuerpo que había usado para dar órdenes y dirigir la hacienda durante tantos años, ahora lo traicionaba. Era como si la voz de la tierra, cansada de ser dominada, hubiera decidido rebelarse contra su amo. Su figura, antes imponente y llena de vitalidad, ahora se veía disminuida, como un roble majestuoso al que un rayo hubiera partido por la mitad. La hacienda Dinamarca, en otros tiempos un hervidero de actividad y prosperidad, parecía ahora contener la respiración. Los trabajadores caminaban de puntillas, como si temieran despertar a un gigante dormido. Los susurros reemplazaron a las risas, y las miradas de preocupación se intercambiaban como moneda corriente. El futuro, que antes se extendía ante nosotros como un camino claro y prometedor, ahora se difuminaba en una niebla de incertidumbre. En medio de este panorama sombrío, la vida continuaba su curso implacable. Los cafetos seguían floreciendo, ajenos a nuestras preocupaciones. Las vacas seguían mugiendo al amanecer, recordándonos que el mundo no se detiene por nuestras tribulaciones. Y nosotros, atrapados entre la enfermedad de nuestro padre y la de Don Delio, nos encontrábamos en una encrucijada, preguntándonos si estos serían los últimos días de una era dorada o el difícil comienzo de una nueva. La ironía de la situación no escapaba a nadie: mientras disfrutábamos de las comodidades modernas en la nueva casa de Pedernales, con su inodoro mágico y sus lujos inimaginables, la salud de quienes habían hecho posible todo esto se desmoronaba como un castillo de naipes. Era un recuerdo cruel de que el progreso y la decadencia a menudo van de la mano, como bailarines en un vals macabro que no podemos evitar contemplar. La casa de "Pedernales" se alzaba como un faro de esperanza en medio de nuestras preocupaciones, una hermosa estructura blanca con barandales rojos que parecía desafiar la incertidumbre que nos rodeaba. Era un cuadro perfecto de dicha y simplicidad, un recordatorio tangible de que aún en tiempos difíciles, la belleza y la alegría podían florecer. El lavadero espacioso, testigo silencioso de innumerables risas compartidas, y el amplio secadero para el café, donde el aroma embriagador de los granos tostados impregnaba el aire, eran el corazón palpitante de nuestra vida cotidiana. Pero el verdadero tesoro, la joya de la corona de Pedernales, era la gran —palma de corozos — que se erguía majestuosamente a un lado de la casa.
Esta palma, conservada con esmero en su lugar de origen, un gran barranco, era más que un simple árbol. Era un monumento vivo a la tenacidad de la naturaleza y a la sabiduría de quienes decidieron respetarla. Su presencia imponente nos recordaba constantemente que éramos meros inquilinos en este vasto mundo natural. El momento de bajar el gran racimo rojo cargado de corozos era un evento que esperábamos con la misma anticipación que un niño espera la Navidad. Era un ritual, una celebración de la abundancia y la generosidad de la tierra. Mi padre, olvidando por un momento sus achaques y preocupaciones, se transformaba en un acróbata improvisado, cortando con destreza con una herramienta hechiza, para alcanzar el preciado botín. Verlo en acción, con una sonrisa de satisfacción iluminando su rostro curtido por el sol, es un recuerdo de que aún quedaba alegría en nuestras vidas. A una cuadra de distancia, un pequeño puente sobre la carretera se convertía en el escenario de nuestras aventuras juveniles. Era nuestro observatorio secreto, desde donde espiábamos el ir y venir de los viajeros, imaginando sus vidas y destinos. Cuántas promesas de amor eterno se habrán susurrado en ese puente, cuántos sueños de futuros brillantes se habrán forjado allí, bajo el cielo estrellado de nuestras noches tropicales. Junto a la casa, como un tapiz viviente, se extendía la huerta. Limitada por una quebrada cuyo murmullo constante era la banda sonora de nuestros días juveniles, este pequeño edén estaba repleto de cafetales y plátanos. Los inmensos guamos, gigantes verdes de ramas extendidas, ofrecían su sombra protectora a las plantas más pequeñas, creando un microclima perfecto para el cultivo del café. En este rincón de paraíso, la vida parecía fluir a un ritmo diferente. Las preocupaciones se diluían entre el follaje, y por un momento, podíamos olvidar las enfermedades que acechaban a nuestros seres queridos. La huerta era nuestro refugio, un lugar donde el tiempo se detenía y donde, incluso en medio de la incertidumbre, podíamos sentirnos seguros y en paz. Cada mañana, al despertar con el canto de los gallos y el aroma del café recién hecho, miraba por la ventana hacia la palma de corozos, el puente y la huerta. Y en ese instante, antes de que el peso de la realidad cayera sobre mis hombros, sentía una profunda gratitud por este pequeño paraíso que llamábamos hogar. Porque en Pedernales, entre sus paredes blancas y sus barandales rojos, entre sus cafetales y sus guamos, habíamos encontrado no solo un lugar para vivir, sino un lugar para ser felices, a pesar de todo.
Más arriba, cerca del puente, vivían —los Santillana—, nuestros vecinos más cercanos. Eran una familia peculiar, sumida en la pobreza y con sus propias complejidades. Don Jesús, el patriarca, encabezaba este clan formado por cuatro hijos y dos mujeres. Entre ellos, destacaba Juan, o "Juancho Carrancho" como lo apodaba mi hermano Gilberto con una mezcla de afecto y burla. Juan era considerado el "bobo" de la familia, pero su presencia tenía el don de arrancar siempre una sonrisa en nuestros rostros.
Gilberto, con su ingenio afilado, no perdía oportunidad de bromear cada vez que veía a Juan. Con una sonrisa pícara, soltaba su frase favorita: "Juancho carrancho, se tiró un pedo tan ancho que destrozó el rancho". Esta rima, aunque simple, nos hacía estallar en carcajadas, aligerando el peso de nuestras preocupaciones cotidianas. A pesar de las diferencias entre nuestras familias, los Santillana se habían convertido en una parte integral de nuestra vida en Pedernales. Y fue precisamente Don Jesús quien, sin saberlo, añadió un toque de magia y misterio a nuestras noches en la casona. Al caer la tarde, cuando el sol se ocultaba tras los cafetales y las sombras se alargaban sobre la tierra, la casona de "Pedernales" se transformaba en un escenario de historias y leyendas. Don Jesús Santillana y mi padre Juan, a pesar de sus diferencias durante el día, compartían un amor profundo por las historias de terror y las leyendas campesinas que cautivaban y aterraban por partes iguales. Mi padre, con su "lámpara de caperuza" iluminando el crepúsculo, creaba el ambiente perfecto para estas narraciones. La luz temblorosa proyectaba sombras danzantes en las paredes, convirtiendo el familiar corredor de la casona en un lugar misterioso y lleno de posibilidades. Nosotros, los más pequeños, jugábamos en ese espacio, a la vez temerosos y fascinados por las historias que estábamos a punto de escuchar. Entre las sombras y la luz parpadeante de nuestra lámpara de caperuza, Don Jesús tomaba su lugar de honor. Con una voz que parecía surgir de las profundidades de la tierra, comenzaba con su historia favorita, una leyenda que había pasado de generación en generación en estas tierras. Sus palabras nos transportaban a un mundo donde lo real y lo fantástico se entrelazaban, donde los espíritus vagaban por los cafetales y los pactos con el diablo eran más que simples cuentos para asustar a los niños. Así, noche tras noche, la casona de Pedernales se convertía en el epicentro de un ritual que nos unía a todos: vecinos, familia y las almas de aquellos que habían caminado por estas tierras antes que nosotros. En esos momentos, las diferencias se desvanecían, y éramos simplemente un grupo de personas unidas por el poder de una buena historia y el misterio de la noche tropical.
"Los poderes del hueso del gato negro"
En los parajes más recónditos de Dinamarca, donde la niebla se entrelaza con los susurros de los ancianos y las sombras parecen alargarse más de lo debido, circulaba una leyenda envuelta en misterio y superstición. Cuentan que, al caer la noche, cuando las estrellas parpadean como si estuvieran al tanto de secretos que no quieren revelar, se susurra la historia del —hueso de un gato negro—, aquel que otorgaba a su dueño la protección de los espíritus y el escudo contra las desventuras del destino. No era cualquier gato. Debía ser uno cuyo pelaje fuera tan oscuro como los pensamientos más profundos, uno que caminara entre los vivos con la misma gracia que lo haría entre los muertos. Decían que sólo los más valientes, o quizá los más desesperados, se atrevían a capturar una criatura tan cargada de presagios. Los gatos negros, esos felinos que parecían tener la luna atrapada en sus ojos, estaban ligados al mundo de lo invisible, capaces de abrir portales hacia lugares que los humanos apenas rozaban en sus sueños más febriles. El ritual debía llevarse a cabo en la noche más oscura del año, cuando la luna, tímida, se ocultaba tras un manto de nubes, avergonzada de presenciar lo que estaba por suceder. A la luz de una hoguera encendida en lo alto de una montaña, donde los vientos cantaban en lenguas antiguas, se colocaba al gato sobre el fuego, en un caldero de hierro que había sido testigo de incontables historias pasadas. Las llamas, en su danza febril, parecían susurrar palabras que nadie podía comprender, mientras el caldero burbujeaba con la misma intensidad que las leyendas que se tejían en torno a él. A medida que el cuerpo del felino se descomponía, el humo ascendía hacia el cielo, trazando figuras extrañas, como si las almas de los antepasados observaran desde el más allá. No era un ritual para los débiles de corazón, y sin embargo, había una ironía oculta en todo aquello. La grotesca escena adquiría, a los ojos de quienes la relataban, un toque de humor macabro, como si la muerte misma, sabiendo que era inevitable, no pudiera evitar reírse de su propia existencia. Cuando los huesos quedaban al descubierto, el aspirante al amuleto debía meter la mano en el caldero humeante, sin mirar, confiando en que el destino lo guiaría hacia el hueso correcto. Era una prueba tanto de valor como de fe en lo inexplicable. "¿Es este?", preguntaría el valiente, dirigiéndose a la oscuridad que lo envolvía. En ese preciso instante, una voz surgida de las sombras —quizá un eco de antiguos hechiceros, o simplemente el viento burlón— respondía con un sarcástico "¡Sí!", confirmando la elección. Así, el hueso elegido, pequeño pero cargado de promesas, se convertía en un talismán de protección eterna. Pero no sólo eso: con él venía una historia que atravesaría generaciones. Cada vez que la leyenda era contada en las tabernas, bajo el titilar de velas temblorosas, nuevos detalles eran añadidos. Algunos decían que el hueso brillaba en la oscuridad, otros que susurraba advertencias al oído de su portador. Y así, lo que comenzó como un ritual oscuro y macabro se transformaba en un mito lleno de matices, cargado de un humor sombrío que reflejaba la relación de los hombres con la muerte y el destino. Al final, aquellos que poseían el hueso del gato negro se convertían en figuras casi míticas, rodeadas de un aura de misterio y fascinación. Eran los héroes y los villanos de las historias que daban vida a los largos inviernos, personajes cuya suerte había sido cambiada para siempre, no por el poder del hueso, sino por la magia de las palabras que, como el viento, nunca dejaban de circular. Y así, entre las risas contenidas y los silencios llenos de significado, la leyenda del hueso del gato negro seguía creciendo, inmutable ante el paso del tiempo.
"Entre Árboles Fantasmas y Guacas Perdidas:
Una Noche de Misterio y Embriaguez en Dinamarca"
Mi padre, siempre dispuesto a enriquecer nuestras veladas con un toque personal, se deleitaba narrando sus propias aventuras, en las que la línea entre realidad y ficción se volvía tan difusa como la visión de un borracho. Recordaba con especial cariño una noche, después de haberse excedido en la celebración con amigos, cuando el camino a casa se convirtió en un escenario sacado de una novela de misterio. La lluvia caía torrencialmente, como si el cielo mismo se desgarrara, y los relámpagos rasgaban la oscuridad con una luz cegadora, cada destello revelando un mundo distinto al que se escondía en la penumbra.
En un tramo particularmente solitario del camino, con la mente nublada por el alcohol y el corazón apretado por un miedo irracional, creyó ver lo imposible: dos árboles que parecían cobrar vida propia. Pero no eran cualquier tipo de árboles; en su estado alterado, los veía como guardianes espectrales de la noche, sus ramas retorcidas formando figuras amenazantes que se movían al compás de los truenos. La visión era tan vívida que por un momento, nuestro héroe ebrio se convenció de que no eran simples árboles, sino entidades sobrenaturales que habían decidido revelarse a un mortal indigno.
Este episodio cobraba aún más misterio al recordar que aquellos tiempos eran célebres por las historias de entierros y guacas, tesoros inimaginables de oro enterrado por antiguos moradores, que según las leyendas, eran custodiados por luces misteriosas que aparecían en las noches. En Dinamarca, mi padre había encontrado en varias ocasiones excavaciones nocturnas, huellas de búsquedas desesperadas por riquezas escondidas, realizadas por manos desconocidas que dejaban la tierra revuelta en su afán de descubrir los secretos sepultados.
Con cada paso que daba entre aquellos "árboles fantasmas", no solo temía por las figuras amenazantes sino también por la posibilidad de estar caminando sobre una guaca maldita, cuya luz fantasmal quizás había guiado a otros en la oscuridad. Las supersticiones y relatos de tesoros enterrados se mezclaban con su ebriedad, creando una atmósfera donde la realidad superaba a la ficción, y donde cada sombra escondía un enigma.
A la mañana siguiente, con la resaca como única compañía, decidió investigar aquel tramo del camino bajo la luz del día. Lo que encontró fueron dos inofensivos árboles, tan normales y terrenales como cualquier otro, y ninguna señal de las misteriosas luces o las guacas legendarias. Pero eso no disminuyó la riqueza de su relato; al contrario, cada vez que lo contaba, los árboles fantasmas, las guacas escondidas y su noche de misterio y embriaguez se volvían más legendarios. Y así, en nuestra familia, aquel episodio se convirtió en una historia favorita, un recordatorio jocoso de que, bajo la influencia adecuada, incluso lo más mundano puede transformarse en una aventura sobrenatural, entrelazando humor, misterio y un poco de codicia por los tesoros escondidos del pasado.Así somos, --pedernales-- en el torrente de la existencia,
resplandeciendo en la oscuridad con la luz de nuestra fortaleza,
forjando nuestro destino con cada paso firme,
hasta convertirnos en la voluntad de pedernal que trasciende el tiempo. --------------------------------------------------------- <<CAPITULOS DEL LIBRO >> —-------------------------------------------------------
- 0 - ROLOGO Pinceladas de Recuerdos
- 22 -Una Melodía de Anhelos y Desencuentros
26 -Del Humor al Recuerdo: Historias del Banco y Sus Personajes
- 29.-Cuando el Banco se Convierte en tu Segundo Hogar
- 30.-Historias de Amigos y Aventuras: Galería de personajes bancarios
- 31.-Raspando la «olla anecdótica
- 32.-El Pulso de una Ciudad: Medellín entre la Nostalgia y el Temor
- 33.-Semillas al viento: La odisea de la familia Salazar Suárez
- 34. -Medellín en los 80: Memorias de una Ciudad en Dualidad
- 35.-Maleta de Sueños: Crónica de un Viaje sin Retorno
- 36.-Quemando las naves del destino
- 37.-Aromas de esperanza: Renacimiento en el barrio griego de Montreal
- 38.-La Huella del Exilio: Entre el Frío y la Esperanza
- 39.-Danza de Recuerdos: Espejismos en la nieve
- 40.-Un Alma Suspendida entre Dos Mundos
- 41.-Entre Sombras y Lluvia: Memorias de un Alma Errante
- 42.-El Laberinto del Renacimiento: Un Viaje del Alma
- 43.-El Refugio de la Esperanza: La eternidad de un instante
- 44.-Entre risas y lágrimas: El dulce misterio de vivir
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