No 38 "La Huella del Exilio: Entre el Frío y la Esperanza:"

 «Las Aves del Destino:»

En el pueblo donde crecí, la vida se tejía con un entramado de creencias ancestrales y misterios de cada día. Desde pequeño, me contaron sobre las « aves del destino», seres alados que, según los ancianos, volaban sobre nuestras cabezas, invisibles ante nuestros ojos, pero eternamente presentes en cada pulsación de nuestro corazón.


Estas aves, según me explicaron, no eran meras criaturas de plumas y vuelo. Eran seres etéreos, dotadas de un poder ancestral, con la capacidad de influir en nuestras elecciones más personales. Se posaban en nuestros hombros en instantes decisivos, murmurando en nuestros oídos la dirección que debíamos tomar.


A lo largo de los años, he comprendido que la vida es un laberinto en el cual las aves del destino nos revelan el camino hacia donde va nuestro ser. Un giro inesperado, un nuevo comienzo, un amor que se desvanece; todo es consecuencia de una elección hecha bajo la guía de estas entidades aladas.


Recuerdo las tardes de verano, sentado en el umbral de mi casa del barrio Cristo Rey, observando cómo las sombras se alargaban y se acortaban siguiendo el ritmo del sol. En esos momentos, sentía la presencia de las aves del destino, sus alas rozando mi cabello, susurrándome secretos que solo el corazón podía entender.


Había cambios que se producían en mi interior con la misma naturalidad con que las estaciones se suceden. Miedos que se arrastraban como sombras, acompañándome en los momentos de soledad. Soledades que se asentaban en mi alma como el rocío en las hojas, nutriendo mis pensamientos más profundos. Lágrimas que brotaban de mis ojos como manantiales ocultos, lavando mi alma y preparándola para un nuevo comienzo.


En cada momento, la vida se iba convirtiendo en un flujo interminable, en un continuo cambio constante. Las aves del destino, con sus alas casi imperceptibles, me guiaban por senderos desconocidos, revelándome así la belleza y la fragilidad de cada instante que pasaba.

Una mañana, cuando el sol apenas comenzaba a teñir el cielo de un dorado pálido, me marché en silencio. No hubo despedidas, ni lágrimas, ni promesas de regreso. Partí como aquellos que, habiendo dejado su alma en otro lugar, se convierten en fantasmas de sí mismos. Mi corazón, cargado de anhelos insatisfechos, ya había emprendido el viaje mucho antes que mis pies. Sabía que no pertenecía a ese lugar, aunque no tenía claro qué buscaba. No era la libertad lo que ansiaba, pues mis demonios, esos que habitaban en lo más profundo de mi ser, me seguirían a cualquier rincón del mundo, como sombras que nunca se desvanecen.


Yo, el enigmático personaje desconocido, galopando en un corcel blanco que solo existía en los rincones de mis sueños más profundos, cabalgaba a través de las cambiantes dunas de mi destino en busca de algo nuevo, algo que desafiara mis propias expectativas. Quizás lo que buscaba era una pregunta sin respuesta, o quizás una nueva forma de sentir, de vivir, de amar. Mi corazón llevaba mucho tiempo protestando en silencio, rechazando una realidad que ya no ofrecía consuelo ni paz. Como todo soñador impulsado por sus pasiones, me lancé hacia lo desconocido.


Dejé atrás los apegos, los prejuicios, todo aquello que me pesaba y que, en el fondo, sabía que me mantenía anclado a un lugar al que ya no pertenecía. Sabía que para avanzar ligero y llegar lejos, debía despojarme de todo aquello que no era esencial, de todo lo que me retenía. No buscaba la aprobación de nadie, porque entendía que solo la vida misma tendría el derecho de juzgarme. Las consecuencias de mis decisiones me acompañarían, lo sabía bien, y estaba dispuesto a aceptar lo que viniera, porque cada elección, cada paso dado, me llevaba más cerca de lo que realmente deseaba.


Hay heridas que uno aprende a lamer en soledad, cicatrices que se vuelven parte de nuestra piel y que, con el tiempo, aprendemos a aceptar. “Porque el esclavo siempre se creerá libre, mientras ame sus cadenas”. Me fui sabiendo que las cadenas que alguna vez me ataron no eran más que ilusiones, que la verdadera libertad no se encontraba en el lugar que dejaba atrás, sino en la capacidad de seguir adelante, de desprenderme de lo que ya no me servía, de encontrarme a mí mismo en ese nuevo horizonte que se desplegaba ante mí.


Ahora, al abandonar definitivamente mi país sin intención de regresar, sé que no hay vuelta atrás. Es un nuevo comienzo, un salto hacia lo desconocido, donde mis sueños y temores se entrelazan en un futuro incierto. Pero, al final, todos somos esclavos de nuestras propias decisiones, de nuestras propias cadenas, y solo cuando aprendemos a soltarlas, podemos empezar a vivir de verdad. Y eso es lo que busco: una vida vivida plenamente, sin miedo, sin remordimientos, en la que las decisiones que tome me lleven más cerca de la libertad que anhelo.

Raíces en la Nieve: Sombras de Invierno"

En los albores del invierno de 1989, me encontré por primera vez cara a cara con la implacable realidad del invierno canadiense, una fuerza de la naturaleza que hasta entonces me era desconocida. Sin la vestimenta adecuada para enfrentar el frío, me vi obligado a esperar en una fila al aire libre, donde tenia el turno 270, en la mañana en que solicitaba asilo político. Aquel frío era una entidad viva, un ser infernal que se infiltraba en mis huesos y susurraba secretos de tierras remotas. Cada bocanada de aire gélido me recordaba mi vulnerabilidad, cada escalofrío era un diálogo silencioso con un país que aún no conocía. En ese momento, comprendí que el invierno canadiense no era solo un fenómeno climático, sino un rito de iniciación, un maestro implacable que me enseñaría lecciones de resistencia y adaptación que llevaría conmigo por siempre.


En aquel momento, me hallaba perdido en una fila interminable, una serpiente humana que se retorcía bajo el cielo plomizo, donde yo era el número 270, un alma más entre los refugiados que huían de tierras azotadas por guerras implacables, dictadores y cataclismos que desbordaban los mapas de la razón. Cada rostro a mi alrededor era un espejo roto, reflejando las cicatrices de vidas despojadas, de sueños que se habían evaporado como el rocío bajo el sol abrasador de la desesperanza. 


En medio de aquel tumulto silencioso, sentía que el aire estaba cargado de historias no contadas, de voces apagadas por el estruendo de la violencia y la furia de la naturaleza. Era una procesión de sombras que avanzaban lentamente, buscando un nuevo amanecer en medio de la nieve, un refugio en el que las heridas pudieran comenzar a sanar. 


El frío mordía mis huesos, pero el verdadero hielo se encontraba en la mirada de aquellos que me rodeaban, en los ojos que habían visto demasiado, que habían llorado océanos de lágrimas invisibles. En ese desfile de almas errantes, cada paso era una súplica al destino, un ruego silencioso por un futuro que aún se resistía a mostrarse. 


Y así, en esa espera interminable, comprendí que todos éramos náufragos de un mundo en ruinas, buscando desesperadamente una isla de esperanza en un mar de incertidumbre. En el crisol de aquel exilio, la humanidad se revelaba en su forma más pura, despojada de artificios, unida por el anhelo común de encontrar un hogar en el corazón del caos.


Cuando llegué a Quebec, llevaba conmigo un enjambre de mariposas invisibles que revoloteaban en mi pecho, agitadas por la mezcla de emoción y ansiedad que precede a lo desconocido. La obtención de mi permiso de trabajo fue un hito que cambió el curso de mi destino. Aquella hoja de papel, aparentemente ordinaria, era en realidad un talismán, una llave mágica que abría puertas hacia un horizonte oculto tras un velo de dudas.


En un remolino de emociones y cambios, el destino me llevó a la escuela nocturna Barthélemy-Vimont. Fue allí donde encontré a Marie Andrée Lefort, mi profesora de francés. A sus 45 años, tenía una belleza melancólica; sus ojos claros reflejaban la tristeza de todo el universo. Su presencia se transformó en el consuelo para un alma igualmente atormentada.

 

Marie Andrée cargaba su propio peso de dolor: la pérdida de su hijo Sami, arrebatado por el cáncer a la temprana edad de 18 años. En ella encontré no solo una maestra de idiomas, sino una guía en el laberinto de mi nueva vida. Nuestras almas, heridas por experiencias distintas pero igualmente profundas, se reconocieron en silencio.


En su búsqueda incesante por llenar el vacío que la tragedia había dejado en su vida, Marie Andrée había encontrado refugio en el estudio del español en la Universidad de Montreal. Era como si el idioma de Cervantes le ofreciera un nuevo horizonte, un paisaje sonoro donde su dolor pudiera diluirse entre conjugaciones y acentos.


Nuestros encuentros se convirtieron en un intercambio lingüístico y espiritual. Yo le enseñaba los matices del español, las palabras que guardaban en su interior el calor de mi tierra natal, mientras ella me guiaba por los laberintos del francés quebequense. En cada lección, en cada frase compartida, tejíamos un puente invisible entre nuestras culturas, nuestras historias, nuestros duelos.


A veces, en medio de una explicación gramatical, Marie Andrée se detenía, su mirada perdiéndose en un punto indefinido más allá de la ventana. En esos momentos de silencio, casi podía sentir cómo el recuerdo de su querido hijo, Sami flotaba entre nosotros, una presencia etérea que nos recordaba la fragilidad de la existencia.


"Sabes", me dijo una tarde mientras corregía mis ejercicios, "aprender español es como abrir una ventana a un mundo que mi hijo Sami nunca conocerá. Pero de alguna manera, siento que lo estoy llevando conmigo en este viaje".


Comprendí entonces que para Marie Andrée, el español no era solo un idioma más, sino una forma de mantener viva la curiosidad, la sed de conocimiento que había caracterizado a su hijo. Era su manera de honrar su memoria, de continuar el viaje que a Sami le fue negado.


Así, en aquellas tardes invernales de Quebec, mientras el viento aullaba fuera y la nieve se acumulaba en las calles, Marie Andrée y yo construíamos nuestro propio refugio, hecho de palabras, de silencios compartidos, de dolor transmutado en esperanza. El español y el francés se entrelazaban en nuestras conversaciones, creando un idioma único, el lenguaje de dos almas que, en su búsqueda de consuelo, habían encontrado una inesperada conexión.


Mirando hacia atrás, aquellos primeros años en Quebec fueron una sinfonía de desafíos y descubrimientos. El frío que alguna vez me pareció insoportable se convirtió en el telón de fondo de una nueva vida llena de posibilidades. Y en medio de todo, la amistad con Marie Andrée brillaba como un faro en la oscuridad, recordándome que incluso en los momentos más oscuros, siempre hay una luz que nos guía hacia un nuevo amanecer, en esta tierra que, poco a poco, comenzaba a susurrar con voces lejanas la palabra "hogar".

“La historia de María Andrée Lefort: El umbral entre dos lunas"

Nacida en el seno de una familia típica de la clase media quebequense, María Andrée Lefort parecía destinada a seguir un camino tan previsible como la nieve que cubre las calles de Montreal cada invierno. Los Lefort, una familia unida por lazos invisibles, se destacaban en la sociedad gracias a la dedicación y el esfuerzo de sus tres hijos. Pierre, el mayor, había abrazado la ciencia y se convirtió en médico; Suzanne, con la misma pasión, había explorado los recovecos de la mente humana, graduándose como psicóloga. Y María Andrée, la más joven, había elegido la senda de la educación, guiada por una vocación silenciosa pero firme.


Fue durante sus años universitarios, en ese crisol de ideas y culturas que es Montreal, cuando María Andrée conoció a Sadoc Atallah, un estudiante tunecino que, como un viento del desierto, había llegado a tierras canadienses para proseguir sus estudios. Su encuentro, marcado por la mezcla de dos mundos tan distintos, se convirtió en una relación que floreció en medio de la frialdad del invierno y el bullicio de la vida académica. Pero como en todo destino tejido por hilos invisibles, cuando Sadoc concluyo sus estudios, llegó el momento en que tuvo que regresar a Túnez, llamado por las responsabilidades que lo aguardaban en su país, donde un puesto diplomático lo esperaba como si fuera parte de un destino ya escrito. María Andrée, sin más opciones, decidió seguirlo, llevando consigo no solo sus maletas, sino también sus sueños y sus miedos.


La vida en Túnez resultó ser un desafío constante para María Andrée. Aunque estos países del *Magreb, con sus aromas de especias y su luz dorada, estaban abiertos a la cultura occidental, las diferencias culturales eran tan vastas como el desierto mismo. Las creencias, el matrimonio, la vida familiar, todo parecía seguir un ritmo distinto, ajeno a los compases que María Andrée había conocido en Quebec. En ese entorno, su espíritu comenzó a apagarse lentamente, como una vela que arde en un rincón oscuro de una casa ajena.


Fue durante este período de desasosiego cuando una grave dolencia estomacal se apoderó de ella, llevándola a un estado crítico. Una operación de emergencia en tierra extraña, acompañada de una infección inesperada, la dejó al borde de la muerte. Fue entonces cuando su hermano Pierre, movido por la angustia y el amor fraternal, voló desde Montreal en un intento desesperado por salvarla. María Andrée fue trasladada de regreso a Canadá, y aunque los médicos lograron salvarle la vida, quedó marcada por secuelas físicas y emocionales que llevaría consigo para siempre.


Al recuperarse, decidió que no regresaría a Túnez. Montreal, con sus inviernos largos y su gente cálida, era el lugar donde quería criar a sus hijos, Sami y Sabri. Volvió a las aulas, esta vez como profesora de francés en las escuelas católicas de Montreal. Pero la vida, con su irónica crueldad, le tenía reservado un desafío aún mayor. Cuando su hijo Sami cumplió 10 años, le diagnosticaron cáncer linfático. Para María Andrée, fue como si el universo la estuviera castigando sin razón aparente.


Sami, no era un niño común. Era un prodigio, un ser de luz en medio de la oscuridad. A pesar de su enfermedad, su mente florecía con ideas y sueños. Se sumergió en el naciente mundo de la informática, creando juguetes e inventando soluciones que parecían adelantarse a su tiempo. Su inteligencia comenzó a atraer la atención de los medios, y pronto Radio Canadá y otros se acercaron para conocer y compartir su historia. Pero ni siquiera la brillantez de su mente pudo detener el avance de la enfermedad. A los 18 años, Sami se despidió del mundo en un emotivo evento en "la Place des Arts", donde, frente a una multitud conmovida, admitió que ya su lucha llegaba a su fin. Al día siguiente, cerró los ojos para siempre.


La muerte de Sami fue un golpe del que María Andrée nunca se recuperó del todo. Su otro hijo, Sabri, creció a la sombra del hermano que había captado toda la atención, un reflector que lo dejó en penumbra. Esa sombra lo siguió durante toda su vida, marcando su existencia con un dolor sordo e invisible.


Así, la historia de María Andrée Lefort se convierte en un testimonio de amor y lucha, de resiliencia frente a un destino que parecía empeñado en desgarrar su alma. Un relato marcado por los profundos contrastes entre culturas, por la tragedia y por la persistente búsqueda de un lugar en un mundo que nunca dejó de ser ajeno.

"Fragmentos de luz en el espejo del alma"

"La Luz de Sami: Un Brillo Efímero en la Oscuridad"
En la penumbra de su habitación bañada por la luz celeste del crepúsculo montrealés, María Andrée se sentó frente al espejo de su tocador. Sus ojos, dos pozos de ámbar líquido, se perdieron en el reflejo de un rostro que ya no reconocía como propio. El tiempo, ese alquimista implacable, había transmutado su juventud en una máscara de arrugas y cabellos plateados que danzaban como hilos de luna sobre sus hombros.

Con dedos temblorosos, acarició el marco de una fotografía donde Sami, su hijo perdido, sonreía con la luminosidad de mil soles. En ese instante, el aire se espesó, cargado de recuerdos y anhelos no cumplidos. María Andrée cerró los ojos y se dejó llevar por el torrente de imágenes que fluían como un río desbordado en su mente.


—Mamá, ¿me escuchas? —susurró una voz que parecía provenir de las profundidades de su ser.


María Andrée abrió los ojos de golpe, su corazón latiendo con la fuerza de un tambor ancestral. Allí, reflejado en el espejo, estaba Sami, tan joven y radiante como el día en que partió.


”Mon petit" (Mi pequeño) musitó ella, las palabras escapando de sus labios como mariposas asustadas—. ¿Eres tú realmente hijito?


La sonrisa de Sami se ensanchó, iluminando la habitación con un resplandor sobrenatural. «Siempre he estado aquí, mamá. En cada línea de código que escribí, en cada juguete que inventé, en cada latido de tu corazón».


Un sollozo se ahogó en la garganta de María Andrée mientras extendía la mano para tocar el reflejo de su hijo. Sus dedos rozaron el frío cristal, y por un momento —un instante eterno— sintió la calidez de la piel de Sami bajo sus yemas.


El aroma a jazmín y especias de los mercados de Marrakech inundó la habitación, trayendo consigo el eco de una vida pasada. María Andrée se vio a sí misma, joven y enamorada, caminando de la mano de Sadoc por las callejuelas de Túnez. El recuerdo se fundió con la imagen de Montreal, la nieve cayendo suavemente sobre la "Place des Arts", donde Sami se despidió del mundo con la gracia de un ángel caído.


—La vida es un tapiz, mama —dijo Sami, su voz un susurro que acariciaba el alma—. Cada hilo es una elección, cada nudo una prueba. Tú has tejido el tuyo con amor y coraje.


María Andrée sintió cómo las lágrimas, cálidas y saladas, rodaban por sus mejillas. «Pero, mon chéri, ¿cómo puedo seguir tejiendo cuando la mitad de mi corazón se fue contigo?»


La risa de Sami resonó como campanillas de plata. «¿No lo ves, mama? Tu corazón nunca estuvo incompleto. Simplemente se expandió para abrazar dos mundos: el de los vivos y el de los que ya partimos».


De pronto, la habitación pareció llenarse de una luz dorada. María Andrée vio a Sabri, su otro hijo, emerger de las sombras. Su rostro, antes marcado por la amargura y la envidia, ahora resplandecía con una serenidad recién descubierta.


—Mama —dijo Sabri, su voz quebrándose ligeramente—, he vivido tanto tiempo en la oscuridad que olvidé cómo brillar por mí mismo.


María Andrée extendió sus brazos, envolviendo a Sabri en un abrazo que trascendía lo físico. «Mon fils, (hijo mio) tú siempre has sido mi estrella del norte, guiándome en las noches más oscuras».


El espejo comenzó a ondular como la superficie de un estanque, reflejando no solo el presente, sino también el pasado y el futuro. María Andrée vio su vida desplegarse como un abanico: los inviernos en Quebec, el calor abrasador de Túnez, la enfermedad que casi la arranca de este mundo, el dolor lacerante de perder a Sami, y la lucha silenciosa de Sabri.


—Cada experiencia —murmuró Sami— es un hilo en el gran tapiz de la existencia. Incluso los momentos más oscuros tienen su belleza, si sabes cómo mirarlos.


María Andrée asintió, comprendiendo al fin que la vida no era una sucesión lineal de eventos, sino un tejido complejo donde cada hebra tenía su propósito.


Mientras la luz dorada comenzaba a desvanecerse, María Andrée sintió una paz que no había conocido en años. Sabri se fundió en las sombras con una última sonrisa, y la imagen de Sami en el espejo empezó a difuminarse.


—Recuerda, mama —dijo Sami antes de desaparecer por completo—, el amor es el único código que trasciende todos los mundos.


María Andrée se quedó sola frente al espejo, pero ya no se sentía incompleta. En su reflejo vio no solo a la mujer que era, sino a todas las que había sido y a las que aún podía llegar a ser.


Con una sonrisa enigmática, se levantó y caminó hacia la ventana. La noche había caído sobre Montreal, y las luces de la ciudad titilaban como estrellas caídas. María Andrée respiró profundamente, sabiendo que su historia, lejos de terminar, estaba a punto de comenzar un nuevo capítulo.


¿Qué secretos le depararía el futuro? ¿Qué códigos misteriosos descifraría en el gran algoritmo de la vida? Solo el tiempo, ese eterno programador del destino, tenía la respuesta.

"Latidos de un corazón que ama más allá de la vida"

En una casa antigua de techos altos y ventanas amplias, donde el aroma a café y pan recién hecho se entrelazaba con el aire matutino, María Andrée se encontraba sentada en su sillón favorito, contemplando el mundo exterior con una mirada perdida. En su regazo, descansaba un álbum de fotografías que contenía las memorias de su hijo Sami, un joven cuya luz se había apagado demasiado pronto. María Andrée, con su cabello plateado y su rostro marcado por el paso del tiempo, reflejaba la fortaleza de una vida llena de amor y desafíos. Recordaba los días en que Sami corría por los pasillos de la casa, su risa resonando como campanillas en un día de verano. Ahora, el silencio era su compañero constante, un eco de la ausencia que había dejado su hijo. Había dejado el cuarto de Sami intacto, como un santuario de recuerdos, donde cada objeto hablaba de su presencia: los libros desordenados en el escritorio, los juguetes que aún parecían esperar su regreso. El dolor de perder a un hijo es una herida que nunca cicatriza por completo. Isabel Allende, en su estilo inconfundible, lo describiría como un duelo que se convierte en una sombra persistente, una compañera silenciosa que acompaña a las madres en cada paso. Para María Andrée, cada fotografía de Sami era un recordatorio de los momentos compartidos, de los sueños que habían quedado suspendidos en el tiempo. Su casa estaba llena de estas imágenes, cada una capturando un instante de felicidad que ahora vivía en su memoria. En las noches estrelladas, cuando el mundo se sumía en el silencio, María Andrée solía sentarse junto a la ventana, mirando al cielo en busca de respuestas. En esos momentos, se permitía hablar con Sami, susurrando al viento sus pensamientos y anhelos. «¿Dónde estás, mi niño?» —preguntaba al vacío—. «¿Puedes escucharme?» Las paredes de su hogar, impregnadas de su esencia, parecían responderle con un susurro cálido. La vida, con su irónica sabiduría, le había enseñado que el amor trasciende la muerte. A través de la escritura, como Isabel Allende había hecho con su hija Paula, María Andrée encontró una manera de mantener vivo el espíritu de Sami. Cada palabra escrita era un hilo que tejía un puente entre el presente y el pasado, un intento de capturar la esencia de su hijo en el papel. María Andrée sabía que el dolor nunca desaparecería por completo, pero también comprendía que debía encontrar la manera de seguir adelante. En su corazón, llevaba la certeza de que Sami siempre estaría con ella, en cada susurro del viento, en cada rayo de sol que atravesaba las nubes. La pérdida había dejado una marca imborrable, pero también le había otorgado una nueva perspectiva sobre la vida y el amor. Con el tiempo, María Andrée aprendió a abrazar la dualidad de su existencia: el dolor de la pérdida y la belleza de los recuerdos. En su corazón, Sami seguía siendo su hijo amado, un faro de luz que la guiaba en las noches más oscuras. Y así, con la fuerza de una madre que ha conocido el amor más puro, María Andrée continuó su camino, sabiendo que cada paso la acercaba un poco más a su hijo, mientras su hogar, lleno de fotografías y recuerdos, permanecía como un testimonio eterno de su amor.
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*El Magreb es una región geográfica situada en el noroeste de África. El término “Magreb” proviene del árabe “al-Maġrib”, que significa “lugar por donde se pone el sol” o "occidente". Esta región incluye los países de Marruecos, Argelia, Túnez, Libia y Mauritania, así como el territorio en disputa del Sáhara Occidental.
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Comentarios

  1. Abelardo holaaaaa, acabo de leer este texto y me hizo llorar, al ponerme en el lugar de María André, no me imagino, ni quiero imaginarme, el dolor tan grande que siente una madre al perder a su hijo, esto me hizo brotar unas lágrimas de tristeza, pero lo más hermoso es que, como dice el texto "la vida deja una nueva perspectiva sobre la vida y el amor". Ese amor que todo lo cura. ~L.M.

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    1. Hola Lina
      Gracias por tus palabras tan conmovedoras. Me alegra saber que el texto te tocó de esa manera, aunque también lamento que te haya causado tristeza. La historia de María André es realmente desgarradora, y es difícil imaginar el dolor que siente una madre al perder a su hijo.
      Sin embargo, como mencionas, hay una belleza en cómo la vida nos ofrece nuevas perspectivas sobre el amor y la existencia. Ese amor que todo lo cura es una fuerza poderosa que nos ayuda a seguir adelante, incluso en los momentos más oscuros. Aprecio mucho que hayas compartido tus sentimientos y reflexiones. Es una muestra de que, a pesar del dolor, siempre hay espacio para el amor y la esperanza.
      Un abrazo, Abelardo

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  2. Abelardo, que historia tan triste, pero eso es el amor de madre.Con esta lectura entendí lo mucho que quiero a mi familia al ponerme en los zapatos de María André y como lección de vida, entendí lo tanto que debo aprovechar cada instante de mi vida con mi esposo , hijas, nietos y hermanos, y disfrutarlos al máximo ahora que tenemos vida y no sabemos hasta cuándo nos puede culminar. Muchas gracias por tus relatos,que son lecciones de vida. Ligia Isabel.

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  3. Abelardo ya es el comienzo del día 25, acabo de leer tu historia y el dolor de María Andre es tan duro como el mío.en dos días es el noveno aniversario de Paola , 27 de agosto día de su nacimiento y también de partir a la eternidad.Dios quiso así. La tristeza embarga siempre mi alma pero está semana ha sido más intensa. Te felicito por esa narrativa tan hermosa. Es un deleite leer tus escritos.
    Dios te bendiga siempre.

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    1. Hola Luz Mery:
      Aceptar lo inapelable es como toparse con una tormenta nunca vista, una ola que lo arrastra todo. Es saber que nada volverá a ser igual, que algo irreparable ha ocurrido.

      Al principio, la rabia, el negarse a creer. Uno busca respuestas, cuestiona al cielo, se pregunta por qué, por qué a mí, por qué ahora. Pero las respuestas no llegan, y lo inapelable queda ahí, como una sombra que no se despega.

      Luego viene la calma, la resignación. Es un desgarro, entender que para seguir hay que hacer lo impensable: aceptar. Aceptar no es aprobar ni entender, ni encontrarle sentido a lo absurdo. Aceptar es reconocer que la realidad es así, aunque duela.

      Es un acto de valor, un paso hacia la cicatriz, aunque la herida siga abierta. Es aprender a vivir con una ausencia, con un vacío que quizá nunca se llene. Es encontrar fuerzas para seguir, aunque el peso de lo inapelable esté sobre los hombros.

      Aceptar lo inapelable es aceptar que hay preguntas sin respuesta, que hay heridas eternas, pero que, a pesar de todo, se puede seguir viviendo, amando, encontrando una nueva alegría, aunque marcada por las cicatrices del pasado.

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    2. Gracias,gracias..tus palabras siempre son sabías. Buena noche.

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  4. Abelardo buen día que linda historia, muy triste por todo lo que paso a su protagonista Marie Andrée, pero es la realidad, estas son lecciones de vida que nos van a llevar aprender a llenarnos de fortaleza para afrontar más retos que puede ser para bien y es ahi donde cada uno toma sus propias decisiones que van marcando nuestro destino, mírate tu dónde estás, todo lo que decidiste dejar atrás para llegar a un país donde comienzas desde cero. Felicitaciones Abelardo por tus escritos, tus historias que nos enseñan cada día, lecciones de vida. Me encantan. Un abrazo ~Dolly U.~

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