No 32 «El Pulso de una Ciudad: Medellín entre la Nostalgia y el Temor»


«Medellín: Sinfonía de Luz y Oscuridad»

En la "Medellín" de los ochenta, el alba se teñía de un "carmesí premonitorio", como si el cielo mismo sangrara por las heridas de una ciudad en agonía. Me levantaba cada mañana con el corazón en vilo, temiendo que el periódico del día fuera un —obituario— de mis afectos. La rutina se había convertido en un ritual macabro: café amargo, noticias amargas, y el sabor metálico del miedo en la boca.

—«Medellín de los ochenta, una ciudad que me dio tanto y me quitó tanto». Estas palabras resonaban en mi mente como un mantra doloroso mientras caminaba por las calles que una vez fueron el escenario de mis sueños juveniles. Ahora, cada paso era un acto de valentía, cada esquina un posible adiós.

—La ciudad se había transformado en una amante cruel y apasionada. La amaba con la intensidad de un primer amor, pero la odiaba con la amargura de quien ha sido traicionado. Era como esa mujer hermosa que te seduce con su sonrisa radiante, pero te apuñala con la misma mano que te acaricia. Sus montañas, antes majestuosas y serenas, ahora parecían testigos silenciosos de una tragedia que se desarrollaba día tras día.

—Una ciudad que me enseñó a amar y a odiar, a vivir y a morir. Una ciudad que sigue siendo parte de mí, que sigue latiendo en mi corazón como un eco de un pasado que no quiero olvidar —me repetía mientras observaba el bullicio de la "Avenida Bolivar" desde la ventana de mi banco.

—El dinero fluía como ríos de tinta negra, —manchando todo lo que tocaba—. La rumba desenfrenada era un intento desesperado de olvidar, de ahogar en música y alcohol el grito silencioso de una sociedad que se desmoronaba. Las discotecas palpitaban con la energía frenética de quienes bailan al borde del abismo, como si cada noche fuera la última.

—«Todavía tengo las cicatrices que el sol ni el tiempo han podido borrar. No hay lugar en el que me sienta verdaderamente en casa. El día aún no ha terminado, pero siento que ha pasado una eternidad. Mi humanidad se fue por el desagüe. Detrás de cada cosa hermosa, hay cierto tipo de dolor». Estas palabras se grabaron en mi mente como un tatuaje invisible, un recuerdo constante de la —dualidad— de mi amada y odiada Medellín.

—En medio del caos, buscaba refugio en los libros y los pinceles. La pintura se convirtió en mi confesionario, cada trazo era una oración silenciosa por la paz que parecía tan lejana. Los lienzos se llenaban de colores vibrantes que contrastaban con la gris realidad que me rodeaba. Era mi forma de
—gritar en silencio—, de mantener viva la esperanza en un mundo que parecía haberla perdido.

—Las noches eran un caleidoscopio de emociones contradictorias. Por un lado, el miedo que se arrastraba por las calles como una niebla espesa; por el otro, la música que emanaba de los bares y discotecas, una sinfonía de vida que se negaba a ser silenciada. Era como si la ciudad misma —tuviera dos corazones—: uno que latía con el ritmo frenético de la salsa y el vallenato, y otro que se desangraba lentamente con cada bala perdida.

—¿Hasta cuándo, "Medellín"? —me preguntaba en voz alta, mirando el reflejo de una ciudad irreconocible en el espejo de mi habitación—. ¿Cuándo volverás a ser la ciudad de la eterna primavera, y no este infierno disfrazado de paraíso?

—Pero entre las sombras, también florecían sueños de escapar hacia horizontes más claros y lejanos. Era el momento de soñar despierto, de buscar la belleza entre los escombros, de encontrar esperanza en un cielo que aún no se oscurecía por completo. "Medellín", la ciudad que me enseñó que detrás de cada cosa hermosa, hay siempre cierto tipo de dolor.

—El sueño de buscar —otros horizontes— se volvía cada vez más tangible, como una tabla de salvación en medio de un mar embravecido. —Australia, Estados Unidos, Canada—, cualquier lugar parecía mejor que este laberinto de violencia y contradicciones. Y sin embargo, algo me ataba a esta tierra, una fuerza invisible que me susurraba que aún había esperanza, que la "Medellín" de mis recuerdos no estaba muerta, sino dormida bajo capas de miedo y dolor.

—Mientras tanto, la vida continuaba su curso implacable. "Los guayacanes y jacarandás" seguían floreciendo cada primavera, ajenos al drama humano que se desarrollaba bajo sus ramas. —El Parque Lleras—, antes símbolo de la alegría paisa, se había convertido en un escenario surrealista donde la opulencia más descarada bailaba codo a codo con la miseria más absoluta.

—Al final de cada día, exhausto por el peso de mis propios pensamientos, me sentaba frente a mi viejo escritorio. Con manos vacilantes, abría mi diario y escribía, dejando que las palabras fluyeran como un río desbordado:

—«Medellín, mi amor tóxico, mi pesadilla y mi sueño. ¿Cómo puedo dejarte ir cuando cada calle guarda un recuerdo, cuando cada esquina es un altar a lo que fuimos y a lo que podríamos haber sido? Eres la —cicatriz que nunca sana—, el beso que quema y la caricia que consuela. Te odio con la pasión de quien ha sido traicionado, pero te amo con la devoción de quien no conoce otro hogar.

Quizás algún día, cuando las heridas hayan sanado y el tiempo haya hecho su trabajo, podré mirarte a los ojos sin sentir este nudo en la garganta. Hasta entonces, seguiré pintando tus contradicciones, escribiendo tus historias, viviendo en ese limbo entre el amor y el odio que solo tú, mi "Medellín", has sabido crear».

—En medio de este caos, los más vulnerables eran los niños de la calle, los «gamines», como les llamábamos. Una tarde, mientras caminaba por el “Parque Bolívar”, vi a un grupo de ellos jugando con una pelota desinflada.

—¡Pásala, Pipe! —gritó uno de ellos,— un chiquillo de no más de ocho años, con los pies descalzos y la ropa raída.

— “Pipe", un niño de ojos vivaces y sonrisa desafiante, pateó la pelota con fuerza. «¡Gol!», exclamó, levantando los brazos en señal de triunfo.

Me acerqué a ellos, intrigado por su alegría en medio de tanta desolación.

—¿Cómo se llaman, muchachos? —pregunté con una sonrisa.

—El más pequeño, de unos seis años, me miró con desconfianza. 

—«Yo soy el Pulga», dijo, «y este es mi hermano, el Flaco».

—¿Y dónde viven? —pregunte, aunque ya intuía la respuesta.—

—“El Flaco”, que no tendría más de ocho años, soltó una —amarga carcajada—. «Vivimos donde nos “agarra” la noche, señor. A veces aquí, a veces en los puentes, a veces en ningún lado».

—Sus palabras me golpearon como un puño en el estómago. Estos niños, nacidos en el seno de mi amada y odiada “Medellín”, «eran el testimonio vivo de nuestro fracaso como sociedad».

—¿Y sus padres? —me atreví a preguntar.—

—“Pipe”, el de la sonrisa desafiante, escupió al suelo. 

—«Los míos se fueron “pa'l cielo” en una balacera. 

—Los del “Pulga” y el “Flaco"... quién sabe. —Se perdieron en el "basuco" hace rato».

—Sentí cómo se me humedecían los ojos. Estos niños, con sus rostros sucios y sus «almas limpias», eran —los hijos bastardos de nuestra “Medellín”—, los que pagaban el precio más alto por —nuestros pecados colectivos—.

—¿Quieren que les compre algo de comer? —ofrecí, sintiendo que era lo mínimo que podía hacer.

—Los ojos de los niños se iluminaron. 

—«¿ Eh... "cucho" nos va a invitar a "Presto burguer o que"?», —preguntó el “Pulga” con ilusión—.

—Claro que sí, campeón —respondí—, sintiendo un nudo en la garganta.

—Mientras camináb amos hacia el restaurante, observé cómo la gente nos miraba con una mezcla de lástima y recelo. Estos niños, nuestros niños, eran invisibles para la mayoría, —sombras negras— que se movían en los márgenes de nuestra conciencia.

—En ese momento, sentí que el amor por “Medellín” se transformaba en algo más profundo y doloroso. Era un amor mezclado con vergüenza, con rabia, con una determinación feroz de que las cosas tenían que cambiar.

—”Medellín”, mi bella y cruel amante, —me enseñaste que el amor y el odio son dos caras de la misma moneda—. Me mostraste la belleza en medio del horror, la esperanza en el corazón de la desesperación. Y aunque soñaba con escapar de tu —“abrazo asfixiante", sabía que una parte de mí siempre te pertenecería.

—Hoy, mientras escribo estas líneas, siento —tu presencia— como un fantasma bienvenido. Eres la —cicatriz— que llevo con orgullo, el recuerdo —agridulce— de una juventud vivida al “Al borde del precipicio”. Y me pregunto, ¿qué secretos guarda aún, mi “Medellín”? ¿Qué historias de amor y dolor esperan ser contadas en tus calles empinadas y tus —barrios resilientes?—

"Lágrimas y colores: El retrato íntimo de una ciudad en transformación"

—Las calles que antaño resonaban con risas y el traqueteo de los tranvías, ahora se ahogaban en un silencio espeso, interrumpido solo por el eco lejano de disparos y sirenas. La noche caía como un manto de incertidumbre sobre los barrios, y el miedo se colaba por las —rendijas— de las puertas, infiltrándose en los hogares como un gas venenoso.

—Cada mañana, al dirigirme a mi trabajo en el banco, observaba cómo los rostros de mis conciudadanos se iban transformando. Las sonrisas se marchitaban, reemplazadas por miradas furtivas y labios apretados. La desconfianza germinaba en el corazón de la ciudad como una flor maldita, nutrida por la sangre de los inocentes.

—En las “arcas” del banco, los billetes susurraban historias de codicia y desesperación. —Los cajeros— los contaban mecánicamente, mientras mi mente vagaba por las calles de una “Medellín” que ya no reconocía. 

—¿En qué momento nuestra bella villa se había convertido en un laberinto de sombras y peligros?

—Los acontecimientos que marcaron esa época no llegaron con el estruendo de tambores ni trompetas, sino que se deslizaron silenciosamente por la puerta trasera— de nuestra existencia. El auge del narcotráfico, el surgimiento del “sicariato”, el nacimiento de los grupos de “autodefensas”, todos entraron en nuestras vidas casi sin que nos diéramos cuenta.

—La música de los “carritos de helados" se mezclaba con el rugir de las motocicletas, creando una sinfonía que resonaba en mis oídos mucho después de que el sol se ocultara. Los parques, antes llenos de niños y ancianos, se vaciaban al caer la tarde, convirtiéndose en territorios de nadie, donde solo los valientes o los insensatos se atrevían a pisar.

—Y sin embargo, en medio de este caos, “Medellín” palpitaba con una vitalidad feroz. Como si la ciudad misma se negara a —sucumbir—, resistiendo con uñas y dientes a la oscuridad que amenazaba con engullirla. En los ojos de las madres que protegían a sus hijos; en las manos callosas, de los obreros que seguían construyendo, en la risa desafiante de los jóvenes que se atrevían a soñar, allí estaba la esencia indomable de nuestra tierra.

—Yo, simple espectador de este drama urbano, sentía cómo cada día una parte de mí moría y renacía. La nostalgia por lo que fuimos, por aquellos días de risas y juegos en las calles que ahora eran campos de batalla, se entremezclaban con un temor visceral por lo que podríamos llegar a ser. ¿Acaso nos transformaríamos en meros espectros, vacíos y sin alma, en esta danza macabra de destrucción?

—¿Cómo podía adivinar el destino que me esperaba, el de mi ciudad, el de mi gente? «La vida es como una hoja que se mueve en el agua, su destino es ir hacia donde el agua la lleve…» Y en las noches, cuando el insomnio me visitaba y los ecos de los disparos aún resonaban en mis oídos, me preguntaba:

 —¿Sobreviviremos a esta tormenta?

 —¿Qué quedará de nosotros cuando el humo se disipe y las balas callen? «Los —futuros— no realizados, los sueños rotos, son sólo —ramas secas— del pasado, testigos mudos de lo que pudo haber sido y no fue».

—En medio de la oscuridad, recordaba las palabras de un viejo amigo: —«Donde no hay esperanza, debemos inventarla»—. Y así, con esa chispa de resiliencia encendida en mi corazón, me aferraba a la convicción de que, incluso en los momentos más oscuros, siempre hay espacio para la —esperanza—, para la reconstrucción, para un nuevo amanecer.

—Porque aunque las cicatrices de esta guerra marcarán nuestros cuerpos y nuestras almas, «como agujeros por donde el alma ha intentado escaparse y ha sido obligada a volver, ha sido encerrada y cosida por dentro...», también son un recordatorio de nuestra fortaleza, de nuestra capacidad para resistir y renacer.

—«Las heridas se cosen con el hilo del tiempo, y no hay hilo que no vaya atado a una aguja... »
—¿Cómo no va a doler remendar el alma?— 

—Pero en ese dolor, en ese proceso de curación, encontramos la fuerza para seguir adelante, para construir un futuro mejor, un futuro donde la esperanza florezca de nuevo en las calles que un día fueron devastadas por la guerra.

—En las calles de “Medellín” de los años ochenta, la vida transcurría con una intensidad febril, como si cada momento pudiera ser el último. El bullicio de los vendedores ambulantes se mezclaba con el rugir de los motores y el ocasional estallido de una risa nerviosa.

—¡Biano colombiano, lleve su periódico! —gritaba un voceador en la esquina, sus titulares gritando nuevas tragedias cada día.

—Los transeúntes caminaban con una mezcla de prisa y cautela, sus ojos siempre alertas, escaneando las aceras en busca de cualquier señal de peligro. Las madres aferraban con fuerza las manos de sus hijos, como si temieran que en cualquier momento pudieran desvanecerse en el aire cargado de tensión.

—En los parques, los ancianos jugaban ajedrez, sus —arrugas profundas— contando historias de una ciudad que una vez fue tranquila. «Ay, mijo —suspiraba don “Ramón”, moviendo su alfil—, ¿quién nos iba a decir que llegaríamos a esto?»

—Los jóvenes, por su parte, se reunían en las esquinas, sus rostros eran una mezcla de desafío y desesperanza. Algunos lucían con —orgullo— las cadenas de oro y los relojes ostentosos, —símbolos de una riqueza rápida y peligrosa—.

—Eh, “parcero”, ¿viste el carro nuevo de Diego “El Gato”? —comentaba uno, con una mezcla de admiración y envidia en su voz.

—Sí, pero ¿a qué precio, hermano? —respondía otro, su mirada perdida en el horizonte de las montañas que rodeaban la ciudad.

—En las tiendas de barrio, las conversaciones giraban en torno a los últimos acontecimientos, cada historia más escalofriante que la anterior.

—«Anoche sonaron unos tiros por “la tercera” cerca de la casa de los “Villada” a los que  llaman “los zapateros” susurraba una señora, inclinándose sobre el mostrador—. Dicen que fue un ajuste de cuentas».

—“Don Efraín Salazar” El tendero de al lado asentía gravemente, sus ojos reflejando una tristeza resignada. «Que Dios nos ampare, doña. Esto no puede seguir así».

—Y sin embargo, en medio de este panorama sombrío, la resiliencia de los “paisas” brillaba como una luz inextinguible. En las esquinas, los niños jugaban fútbol con pelotas improvisadas, sus risas eran un desafío a la oscuridad que amenazaba con engullir la ciudad.

—Las iglesias se llenaban cada domingo, los feligreses buscando consuelo y esperanza en la fe. 

—«Señor, protege a nuestra Medellín», rezaban en voz baja, sus plegarias un murmullo colectivo que se elevaba hacia el cielo.

—En los mercados, la vida continuaba con una terquedad admirable. Los olores de las frutas frescas y las arepas recién hechas se mezclaban con el aroma del café, creando una sinfonía sensorial que recordaba que, a pesar de todo, la vida seguía su curso.

—¡Lleve sus mangos!, mi amor, dulces como la vida misma! —pregonaba una vendedora, su sonrisa un acto de rebeldía contra la tristeza que amenazaba con apoderarse de todo.

—Al caer la noche, las calles se vaciaban rápidamente, el toque de queda no declarado impuesto por el miedo. Las luces de las casas parpadeaban detrás de cortinas cerradas, familias enteras reunidas alrededor de televisores que transmitían noticias cada vez más desalentadoras.

—Y sin embargo, incluso en esa oscuridad, la esperanza persistía. En los bares clandestinos, la música sonaba desafiante. En los talleres de arte, los pinceles seguían creando belleza. En las universidades, los estudiantes debatían sobre un futuro mejor.

—"Medellín", herida pero no vencida,— seguía latiendo con la fuerza de su gente. Una ciudad de contrastes, donde la vida y la muerte bailaban un tango macabro, pero donde el espíritu indomable de "los paisas" se negaba a ser silenciado.

«El capullo de Medellín: Crónicas de una ciudad en metamorfosis»

—La mañana se desplegaba sobre "Medellín" como un velo de seda rasgado, revelando la belleza y el dolor entretejidos en su trama—. Yo, con mi traje gris de bancario y el alma llena de sueños truncados, caminaba por las calles que una vez fueron el escenario de mi despreocupada juventud. El aroma del café recién molido se mezclaba con el olor metálico del miedo, creando una fragancia única que solo los hijos de esta tierra podríamos reconocer.

—En la esquina de siempre, «doña Carmen»  vendía sus arepas de “chocolo” y queso con una sonrisa que desafiaba a la tristeza.

 —«¿La de siempre, mijo?», 

—preguntaba, y en su voz había un eco de normalidad que se sentía como un bálsamo. Asentí, agradecido por ese momento de rutina en un mundo que había perdido todo sentido de lo cotidiano.

—Mientras esperaba, mis ojos vagaron por los titulares del periódico local. Otra masacre, otro atentado, otra familia destrozada. Las palabras se difuminan ante mis ojos, convirtiéndose en —manchas negras—  que parecían querer engullir la página entera. ¿Cuándo se había vuelto tan normal leer sobre la muerte durante el desayuno?

—Hay que seguir pa'lante, mijo —dijo “doña Carmen”, como si hubiera leído mis pensamientos—. 

—«Esta ciudad es como las "mariposas", ¿sabe? 

—Primero se arrastra como gusano, luego se encierra en su capullo, pero al final... al final siempre sale volando más hermosa que nunca».

—Sus palabras resonaron en mi interior como  «campanadas de esperanza»  . Sí, «Medellín» estaba en su capullo, oscuro y asfixiante, pero ¿acaso no llevaba en su ADN la promesa de un renacimiento?

—Con ese pensamiento, me dirigí a mi trabajo en el banco. El edificio situado en el “Parque Berrio” se alzaba imponente, un monumento a la estabilidad en medio del caos. Dentro, el tintineo de las máquinas contadoras de billetes y el murmullo de las conversaciones creaban una —ilusión de normalidad—. Pero incluso aquí, en este santuario de números y transacciones, la sombra de la violencia se colaba por las rendijas.

—«¿Supiste lo de “Liber Torres”?», susurró “Luz Marína”, mi compañera. No necesité preguntar más. Otro nombre para la lista interminable de vidas truncadas. Asentí en silencio, sintiendo cómo un pedazo más de mi corazón se endurecía para protegerme del dolor.

—Las horas pasaban lentas, cada minuto un testigo mudo de que habíamos sobrevivido un día más. Y sin embargo, en medio de esa rutina aparentemente monótona, podía sentir el pulso acelerado de una ciudad que se negaba a morir. En las risas furtivas de mis compañeros, en la determinación con la que los clientes hacían sus planes a futuro, en la forma en que todos nos aferramos a la más mínima chispa de alegría.

—Al caer la tarde, mientras guardaba mis cosas para volver a casa, sentí una urgencia inexplicable. No quería regresar aún a mi apartamento vacío, lleno de lienzos a medio pintar y libros que ya no podían ofrecerme escape. En un impulso, decidí caminar hacia el —Parque de Bolívar—.

—El centro bullía de vida. Vendedores ambulantes pregonaban sus mercancías, parejas de enamorados se besaban bajo los árboles, y un grupo de niños jugaba fútbol con una pelota desinflada. La vida, obstinada y resiliente, se abría paso entre las grietas del miedo.

"El Mono Venancio y el Festival de Ancón: Una crónica "sollada"

El sol se derramaba sobre "Medellín" como oro líquido, bañando las calles en una luz que parecía querer —redimir a la ciudad de sus pecados nocturnos—. Me encontraba en una cafetería de «Itagüí», el aroma del tinto recién hecho mezclados con el inconfundible olor a humanidad y esperanza que caracterizaba estos lugares.

De repente, la puerta se abrió de golpe, dando paso a una figura que parecía salida de una película surrealista. Era el «Mono Venancio González», con su cabello rubio casi blanco resplandeciente como un halo y sus eternas gafas de espejo ocultando lo que él llamaba cariñosamente «la trabita».

«Venga le cuento, "parcero", cómo fue que este “Mono Venancio” vivió el —Festival de Ancón del 71» —comenzó, ajustándose sus gafas de espejo—. «Esa vaina fue más grande que las mentiras que yo echo cuando estoy entonado, ¡ja!»

—Llegué montado en una "chiva" más colorida que mis pensamientos, con el pelo brillándome como un bombillo. Apenas me bajé, un hippie barbudito me dice: «¡Ey, gringo! Welcome to paradise!»

—Y yo, muerto de la risa, le contesto: «Gringo las "pelotas!", papá. Soy de “Itagüí”, pero albino y feliz».

“El Mono” hizo una pausa dramática, como saboreando el recuerdo.

«La música, mi hermano... ¡Qué cosa más "cuca"! Cuando arrancó "Pablus Gallinazus" con su guitarra, yo sentía que el corazón se me iba a salir. Me puse a bailar como loco, gritando: "¡Viva la música paisa!"»

—En esas, un peludo me mira y me dice: «Mono, ¿quiere probar esto?» Y me pasa un cigarrillo que olía raro.

—Yo, inocente como un "pollito recién nacido", le digo: «Claro, mi rey. Pa' las que sea».

“El Mono” soltó una carcajada antes de continuar.

«¡Ay, Diosito! Después de eso, yo ya no sabía si estaba en “La Estrella" o flotando entre —las estrellas—. Veía colores que ni sabía que existían. La música se me metió por los poros y me bailaba por dentro».

—En un momento de lucidez —si es que se le puede llamar así—, me encontré abrazado a un árbol, diciéndole: «Papacito, usted sí que sabe echar raíces». Y el árbol, todo serio, ni mu me contestaba. ¡Qué desplante!

El Mono Venancio se puso serio de repente, algo inusual en él.

«Pero mire, "Viejo Abel", —ese festival fue como el despegue de un cohete—. Nos elevó a todos, nos hizo sentir libres, diferentes. Pero como todo lo que sube tiene que bajar, cuando se acabó la fiesta, muchos no supieron aterrizar».

—Fue como si las drogas hubieran descubierto “Medellín”, y “Medellín” las hubiera recibido con los brazos abiertos. De repente, lo que era una diversión de fin de semana se volvió el pan de cada día para muchos.

“El Mono” se quitó las gafas, revelando unos ojos cansados pero aún chispeantes.

«Yo vi cómo la ciudad cambió, cómo los muchachos que antes soñaban con ser doctores o ingenieros ahora soñaban con el próximo viaje. "Ancón" fue hermoso, fue mágico, pero también fue el comienzo de algo más oscuro».

—A veces pienso —dijo, volviendo a ponerse las gafas— que si hubiéramos sabido lo que venía, tal vez habríamos bailado un poco menos y pensado un poco más. Pero bueno, como decía mi abuelita: «A lo hecho, pecho».

—”El Mono Venancio” terminó su relato con una sonrisa agridulce.

«Y así, mi querido amigo, fue como este “Mono” vivió “El Festival de Ancón” y vio cambiar a “Medellín”. Fue una época de música, de amor, de libertad... pero también el comienzo de —una adicción que nos costaría muy caro—. Pero como siempre digo: la vida es como mis gafas, oscura a veces, pero siempre con un reflejo de esperanza».

—Mire, “parcero", en ese momento éramos todos hijos del amor y hermanos de la música. La yerba era pa' los hippies, pa' los soñadores. Nadie se imaginaba en lo que se iba a convertir todo esto —su voz se tornó seria por un momento, antes de recuperar su tono jovial—. ¡Pero ey! Fue “una chimba” de festival. Si hubiera visto a las “peladitas” bailando en “topless…” —¡Uy, mamacitas!—

—Justo en ese momento, la puerta de la cafetería se abrió nuevamente, dando paso a “Manuel Gonzalez”, el hermano de “Venancio”. A diferencia de su hermano, “Manuel” tenía un aire serio, casi sombrío.

—Hablando de cosas que nadie se imaginaba —dijo “Manuel”, sentándose junto a nosotros—. ¿Se acuerdan de ese titular de 1976? «Capturado "el Patrón" con 39 kilos de coca».

—El ambiente cambió instantáneamente. “El Mono Venancio” se enderezó en su silla, su sonrisa desvaneciéndose.

—Uy, hermano, ¿por qué tiene que traer esas vainas a la mesa? —se quejó.

“Manuel” lo ignoró, sus ojos fijos en mí.

—Ese día, cuando leí esa noticia, sentí como si alguien me hubiera echado un baldado de agua fría —comenzó—. “Pablo Escobar…” nadie sabía quién era “ese man” en ese momento. Era sólo otro nombre en el periódico.

—Pero usted sabía que era diferente, ¿no? —pregunté, intrigado por su tono.

—”Manuel” asintió lentamente—.

—Era como ver —la primera grieta en una represa—. Sabías que algo grande venía, pero no podías imaginar qué tan grande —hizo una pausa, sus ojos perdiéndose en el recuerdo. 

—Treinta y nueve kilos... en ese tiempo parecía una cantidad absurda. Ahora? Ahora es como hablar de “caramelos”.

—Pero nadie le dio importancia en ese momento, ¿o sí? —intervino “Venancio”, su tono inusualmente serio.

—No, nadie —confirmó “Manuel”—. Era solo otra noticia más. «Cosa de gringos», decían algunos. «Moda pasajera», decían otros. Pero yo... yo sentí que algo había cambiado. Era como si el aire de la ciudad se hubiera vuelto más pesado de repente.

—Un silencio se instaló en nuestra mesa, cada uno perdido en sus pensamientos. Fue «Venancio» quien finalmente lo rompió, su voz recuperando algo de su habitual alegría.

—Bueno, pero no nos quedemos todos “achantados” —dijo, dando una palmada en la mesa—. ¿Quién quiere otro “tinto”? 

—Yo invito, pero yo no tomo,  porque se me pasa “la trabita” tan “bacana” que tengo.

—Mientras el “mono” «Venancio» se dirigía al mostrador, intercambié una mirada con “Manuel”. En sus ojos vi reflejada la misma pregunta que me atormentaba: 

—¿Cómo no vimos venir lo que se avecinaba? 

—¿Cómo pasamos de la inocencia del “Festival Ancón” a la pesadilla que se desataría en los años siguientes?

—«Medellín», mi bella y contradictoria «Medellín», guardaba sus secretos como una esfinge. Y nosotros, simples mortales, apenas comenzábamos a descifrar el enigma que nos plantearía en las décadas por venir.

"Itagüí en la encrucijada: Tradición y cambio en el umbral de una nueva era"

—«Itagüí», a finales de los años 70, era como el hermano menor de «Medellín», creciendo a la sombra de la gran ciudad pero con una identidad propia que se negaba a ser eclipsada. Las chimeneas de sus fábricas se alzaban como centinelas, custodiando un paisaje en constante transformación.

—El parque principal bullía de vida, especialmente los domingos después de misa. “Doña Lucía”, con su carrito de “obleas”, era una institución en sí misma. 

—«¡Obleas, obleas fresquitas!» —pregonaba con una voz que parecía llevar el sabor dulce en cada sílaba.

—Los jóvenes se reunían en las esquinas, sus ojos brillantes de sueños y expectativas. El futuro parecía promisorio, con las fábricas ofreciendo trabajo estable y la promesa de progreso flotando en el aire como el aroma del café recién tostado de la fábrica local.

—Sin embargo, incluso aquí, en este rincón aparentemente tranquilo del "Valle de Aburrá", se podían sentir los primeros temblores de lo que estaba por venir. Los rumores corrían como ríos subterráneos, susurros sobre dinero fácil y nuevos "empresarios" que estaban cambiando las reglas del juego.

—«¿Viste el carro nuevo de los “Rodríguez”?» —comentaba una señora a otra mientras hacían fila para comprar el pan—. «Dicen que el hijo mayor está metido en negocios raros».

—La otra mujer chasqueaba la lengua, mitad desaprobación, mitad envidia mal disimulada. 

—«Mientras no se metan con uno...» —respondía, dejando la frase inconclusa, cargada de un significado que todos entendían pero nadie se atrevía a nombrar.

—En las noches, el “Parque de las Chimeneas" se llenaba de parejas de enamorados y grupos de amigos. La música de «Fruko y sus Tesos» se escapaba de las cantinas, mezclándose con las risas y el tintineo de las botellas de aguardiente.

—”Don Ramón”, el zapatero de la esquina, observaba todo desde su taller con ojos cansados pero alertas. 

—«Esto está cambiando, mijo» —me dijo una tarde mientras le llevaba unos zapatos para arreglar—. «Y no sé si pa' bien o pa' mal. Pero algo se está cocinando, y no es solo en las ollas de las fábricas».

—Sus palabras resonaron en mi mente mientras caminaba de regreso a casa, el sol poniente tiñendo de naranja las fachadas de las casas. «Itagüí», con su mezcla de tradición industrial y aires de pueblo grande, parecía estar en el umbral de una transformación. 

—El olor a cuero de las talabarterías, el ruido de las máquinas de las fábricas textiles, el bullicio del mercado... todo seguía allí, familiar y reconfortante. Pero había algo más, una corriente subterránea de cambio que se podía sentir en el aire, en las miradas, en las conversaciones a media voz.

—Mientras cruzaba el puente sobre la quebrada «Doña María», me detuve un momento, observando el turbio caudal que, como —una serpiente enferma—, se arrastraba bajo mis pies. Aquel río de lágrimas industriales susurraba secretos tóxicos, testigo mudo de la voracidad humana. Como ese flujo incesante de memorias contaminadas, "Itagüí" avanzaba hacia un futuro tan incierto como las aguas que lo atravesaban, llevando consigo los sueños marchitos, temores corrosivos y esperanzas envenenadas de toda una generación.

—La quebrada, en otros tiempos cristalina vena de la tierra, ahora se ahogaba en su propia agonía, un espejo turbio que reflejaba nuestra propia decadencia. Y mientras contemplaba aquel paisaje mancillado, no pude evitar preguntarme: ¿Seremos capaces de purificar nuestras almas antes de que la última gota limpia abandone nuestro hogar?

—¿Qué nos depararía el mañana? ¿Lograríamos mantener la esencia de nuestro pueblo en medio de los cambios que se avecinaba? Solo el tiempo lo diría. Por ahora, "Itagüí" seguía siendo un buen vividero,  un refugio, el escenario de nuestras vidas cotidianas. Y sus habitantes, se aferran a esa normalidad como un ancla en medio de la tormenta que se gestaba en el horizonte. 

Y así, con la pluma como único testigo, cerraba otro capítulo de esta historia de amor y odio, de vida y muerte, en la Medellín de los ochenta. Una historia que, estaba seguro, aún tenía muchas páginas por escribir.

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21. “Memorias de mi primer amor” 2a Parte

 27. "Crónicas del Banco: Entre Cuentas y Anécdotas"




Comentarios

  1. Buen día, increíble cómo plasmas todo en el papel, se mete uno en la película como vas describiendo paso a paso lo que pasaba en nuestra bella ciudad. Gracias a Dios acá estamos, pero épocas muy duras ~Dolly~

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