No 26 "Del Humor al Recuerdo: Historias del Banco y Sus Personajes"
Capítulo 26
Del Humor al Recuerdo: Historias del Banco y Sus Personajes
Los días en el banco flotan ahora en la memoria como esas fotografías que amarillean en los cajones —la imagen borrosa en los bordes, nítida solo en el centro, donde ríe un rostro que ya no existe o que existe transformado por el peso de los años—. Cada jornada era entonces una mezcla de trabajo arduo y camaradería, un tejido donde lo cotidiano y lo extraordinario se entrelazaban sin aviso, como si el tiempo supiera que algún día estas historias serían todo lo que nos quedaría de aquellos hombres y mujeres que compartieron nuestras mañanas.
En este capítulo quiero ofrecer algunas de esas anécdotas que aún hoy arrancan sonrisas, aunque ya no sepamos con certeza dónde termina la verdad y dónde comienza el adorno que la memoria —esa artista caprichosa— añade a cada recuerdo. Porque la línea entre realidad y ficción, en el mundo de las memorias, puede ser tan delgada como un billete de banco recién impreso. Y quizá no importa tanto la exactitud como la esencia: ese humor que nos salvó de la rutina, esas risas compartidas que fueron, sin saberlo entonces, pequeñas victorias contra el olvido.
Como decían los viejos del banco con esa sabiduría socarrona que solo da la experiencia: «Aquí se habla de todo el mundo pero no se le sostiene a nadie». Y así, entre la verdad documentada y la ficción necesaria, construimos nuestro pequeño olimpo de personajes inolvidables.
La Distracción Prodigiosa de Julián Palacio
Hay personas que poseen el don de hacer reír sin proponérselo, y Julián Palacio era uno de esos seres singulares cuya sola presencia ya anunciaba la inminencia de lo cómico. Trabajaba en el departamento extranjero con esa distracción legendaria que sus compañeros celebraban diciéndole que no era capaz de contar tres gallinas amarradas —si se movían, perdía la cuenta y había que empezar de nuevo—. Fernando Castañeda, nuestro cronista oficial de estas historias, guardó esta anécdota como quien guarda una joya pequeña pero perfecta.
Un día cualquiera, mientras Julián ordenaba documentos con esa concentración intermitente que lo caracterizaba, un señor llegó al banco y se dirigió directamente hacia él. El visitante, con toda la formalidad que exige el protocolo bancario, preguntó:
—¿El señor Palacio?
Julián levantó la vista, procesó la pregunta con esa lentitud cerebral que parecía gobernar todos sus actos, y respondió con absoluta naturalidad:
—¿El señor Palacio? Espéreme, yo lo busco.
Y entonces sucedió lo increíble: dio una vuelta completa por el banco, como si realmente fuera a localizar a otra persona, pasó frente a varios compañeros que contenían la risa, revisó algunos escritorios con expresión concentrada, y finalmente regresó donde el mismo señor que lo esperaba con creciente perplejidad.
—El señor Palacio soy yo, disculpe —anunció con la seriedad de quien ha cumplido exitosamente una misión importante.
La confusión del visitante fue solo comparable a la satisfacción que Julián mostró por haber resuelto el enigma. Nosotros, los testigos silenciosos de aquella escena, tuvimos que refugiarnos en los rincones del banco para reír sin ofender. Porque Julián no fingía, no actuaba: simplemente habitaba un universo propio donde las leyes de la lógica común operaban de manera ligeramente distinta, como si en su cabeza existiera un pequeño retraso entre la pregunta y la comprensión, un espacio en blanco donde lo absurdo florecía con naturalidad de maleza.
Esa era la magia de Julián: convertir lo mundano en memorable sin el menor esfuerzo, regalarnos historias que años después seguiríamos contando con el mismo asombro gozoso de quien presencia un milagro pequeño pero auténtico.
Los Legendarios Partidos de Fútbol del Banco
Bernardo Rivera nunca dejaba pasar la oportunidad de recordarme mi lugar en la jerarquía futbolística del banco: el escalón más bajo, el sótano del talento, el abismo donde morían las esperanzas de cualquier entrenador sensato. Y francamente, ¿cómo culparlo? Mi récord como extremo derecho hablaba por sí solo: cuatro goles en quince años de discreta —por llamarla de algún modo— carrera deportiva. Uno de esos tantos históricos ocurrió en un partido amistoso contra la sucursal de Pereira en La Ceja, Antioquia, gol que Carlos Ospina menciona cada vez que hablamos, como quien señala un cometa que pasó una vez y no volverá hasta dentro de mil años.
Recuerdo con nitidez casi fotográfica ese pelotazo que Bernardo, a pesar de su rodilla destrozada que crujía como puerta vieja cada vez que corría, me pasó en un partido contra veteranos del Banco Nacional en Noel. Fue un pase perfecto atravesado por un toque de suerte, y yo —en uno de esos momentos de claridad que visitan a los futbolistas mediocres una vez cada lustro— logré anotar.
Pero seamos honestos: yo era tan tronco que si llovía me nacían ramas.
El único que podía igualar mi nivel de destreza era Rubén Castañeda, al que llamábamos el Negro Rubén con ese cariño que solo existe entre compañeros de desgracias compartidas. Bernardo lo resumía con una mezcla de incredulidad y diversión genuina: «¡El único moreno que conozco que no sabe jugar al fútbol!». Rubén jugaba en la defensa, posición que requiere seriedad y concentración, cualidades que él reemplazaba con carcajadas en los momentos menos oportunos. Cuando el delantero contrario se lo bailaba —cosa que ocurría con frecuencia alarmante—, el Negro Rubén se moría de risa, como si presenciar su propia humillación fuera el espectáculo más divertido del mundo.
Una vez le llegó un balón limpio, sin presión, con todo el tiempo para pensar. Y pensó. Pensó tanto que decidió devolverla a su portero en un gesto de prudencia defensiva. Pero el balón, con esa voluntad propia que a veces tienen las cosas inanimadas cuando quieren burlarse de nosotros, terminó metiéndose en su propia portería con un balazo que cualquier delantero profesional envidiaría. El Negro, lejos de lamentarse, se dobló de risa y le gritó al portero, que estaba visiblemente irritado y probablemente cuestionando sus decisiones de vida:
—¡Hoy vos no estás tapando es nada!
Comentando después con Bernardo sobre aquel golazo involuntario, él, con esa sabiduría futbolística inigualable que había destilado de años de observación, sentenció:
—Todos los autogoles son bonitos.
Otra de sus perlas futbolísticas, pronunciada con la solemnidad de quien revela una verdad universal, era:
—Penalty que al cobrarlo pegue en el palo es mal cobrado.
También decía de cierto portero que usaba cachucha para tapar, que cuando se estiraba a agarrar el balón, agarraba era la cachucha.
Y así transcurrían nuestras épicas jornadas futboleras en el banco: partidos llenos de goles increíbles —la mayoría en contra—, jugadores tan malos como yo que hacían del juego un verdadero espectáculo cómico, y la certeza de que ninguno de nosotros llegaría jamás a las grandes ligas. Pero teníamos algo mejor: la risa compartida, el absurdo convertido en tradición, la humildad deportiva elevada a arte. Esos eran los buenos tiempos, cuando perder no dolía porque ganábamos en anécdotas.
Las Exageraciones Futboleras de Bernardo
Bernardo Rivera, además de ser un gran jefe administrativo, era un verdadero maestro de la hipérbole y el dicho punzante. Sus conversaciones, sazonadas con ese humor picante que heredó de los arrieros antioqueños, eran una fuente inagotable de risas. Tenía para cada jugador mediocre una sentencia demoledora, pronunciada con la cadencia de quien ha meditado profundamente sobre las miserias del fútbol amateur:
Sobre un arquero particularmente inepto: «Ese arquero es tan malo que no se coge la cabeza con las dos manos».
Sobre un delantero con poca habilidad para marcar: «Es tan malo que no le hace un gol al arco iris».
Sobre un defensa que era más obstáculo que ayuda: «Es tan malo que no se saca un poste».
Sobre un jugador con relación íntima con la mala suerte: «Es tan malo que se le aparece el diablo tres veces diarias».
Sobre un jugador particularmente torpe: «Es tan tronco para jugar al fútbol que si llueve le crecen ramas».
Sobre un jugador con velocidad imposible: «Es tan rápido que cobra un córner y va y lo cabecea».
Sobre un jugador con habilidades extraordinarias: «Es tan bueno que le da al balón con ambas piernas y no se cae».
Estas frases, dichas con esa seriedad burlona que solo Bernardo dominaba, se convirtieron en parte del folklore del banco. Las repetíamos en las reuniones, las adaptábamos a nuevos jugadores, las usábamos para insultar cariñosamente a quien se atreviera a presumir de sus habilidades futbolísticas. Porque en nuestro pequeño universo bancario, la mediocridad deportiva era motivo de orgullo invertido: mientras peor jugabas, mejor historia eras.
Jaime Obando: Crónicas de un Pesimista Profesional
En las mañanas, el primero que Jaime veía al llegar era a Bernardo Rivera, quien siempre estaba de buen humor, como si hubiera firmado un contrato vitalicio con la alegría.
—Hola, Jaime, ¿cómo te va? —saludaba Bernardo.
—No mijo, ahí sigo la misma cosa, montando en Mercedes —contestaba Jaime con una sonrisa torcida, haciendo referencia tanto a su esposa como al carro que nunca tuvo y probablemente nunca tendría.
Jaime Obando pertenecía a esa estirpe de hombres que encuentran en el lamento una forma de arte. No era infeliz, exactamente; era un esteta de la desgracia propia, un poeta de la mala suerte, alguien que había convertido el pesimismo en una filosofía de vida casi admirable por su consistencia.
Un día lo encontré parado en la puerta del banco, mirando la lluvia caer con la expresión de un gato que odia el agua pero sabe que debe atravesarla de todos modos.
—¿Qué espera, don Jaime, para salir? —le pregunté.
—Fue que me vine con los zapatos de verano —respondió, levantando el pie para mostrar un agujero en la suela que parecía haber sido diseñado por un artista conceptual—. Tipo queso gruyere. Y con estos ni los cigarrillos puedo apagar.
Cuando iba a hacerse lustrar los zapatos al Parque de Berrío, el lustrabotas, con esa perspicacia que da el oficio, le preguntaba:
—Don Jaime, ¿lo lustramos o le cortamos las uñas?
Nosotros, que muchas veces no participábamos directamente de sus charlas pero las escuchábamos desde nuestros puestos, nos divertíamos enormemente. Jaime y Bernardo eran el dúo cómico involuntario del banco: uno se lamentaba, el otro filosofaba, y entre ambos construían un teatro de absurdos cotidianos que hacía más llevaderas las horas de trabajo.
Jaime solía lamentarse de su situación en casa, donde Mercedes, su esposa, parecía tener un radar especial para detectar cada una de sus escapadas etílico-nocturnas. Decía que en su casa le habían cortado la cola al perro para que no le diera muestras de cariño cuando llegaba. Incluso exageraba diciendo que en su casa ni el radio le hablaba.
—Si me levanto en la noche para ir al baño, cuando regreso encuentro la cama tendida —decía con una expresión tan dramática que merecía un premio de actuación.
Contaba que cerca de su casa vivía una viejita que, según él, no lo podía ni ver.
—¡Era cieguita! —soltaba, y su carcajada era tan contagiosa que hasta los clientes del banco sonreían sin saber por qué.
Y para rematar, mencionaba que también había una niña que le sacó los ojos al abuelo.
—¡Azules! —concluía, dejando en el aire esa palabra como quien suelta un chiste cuyo remate solo se entiende después de pensarlo dos veces.
El Dúo Bernáculo
Bernardo Rivera contaba que en su juventud había formado parte de un dúo musical llamado «El Dúo Bernáculo». Cuando salían al escenario, la presentación la comenzaba él mismo:
—¡Buenas noches señoras y señores! Con ustedes: ¡El Dúo Bernáculo! Yo soy Berna y este es mi amigo que me acompaña.
No sé si Bernardo era amigo de los perros, pero nos hacía creer una historia que sonaba demasiado elaborada para ser completamente cierta. Decía que tenía un perro de raza «Langochan» —langaruto y chandoso, cruzado con perro canequero— que alimentaba con jugo de naranja y carne en polvo porque no tenía dientes.
Por allá por los años 78-79, cuando llegaba la televisión en color a Colombia y todos estábamos en ascuas, especialmente los que nos gustaba el fútbol, Bernardo fue uno de los primeros en comprarse una. Yo, que también quería adquirir una por cuotas, le pedí su opinión sobre la calidad.
Bernardo me contestó con ese humor especial que lo caracterizaba:
—Pues estuve viendo un partido el fin de semana y la camiseta perseguía a los jugadores por toda la cancha.
El Consultorio de los Campeones
Las anécdotas con Bernardo Rivera son más numerosas que los aguaceros en abril. Si mi memoria no me falla —y a estas alturas de la vida, quién puede confiar plenamente en esa anciana traicionera—, cuando el banco se transformó en Banco Mercantil en el Parque de Berrío, Bernardo ascendió a jefe administrativo y de personal, antes de partir como gerente de la sucursal principal del Banco de Occidente. Pero los días de gloria, lesiones deportivas y fútbol no se olvidan fácilmente.
Debo contarles sobre mi épico esguince de tobillo, que casi se merece una epopeya propia y que me dolió como cuando a Aquiles le clavaron su flecha en el talón. Jugaba de número siete, extremo derecho, el mismo puesto que ocupaba mi ídolo de ese momento, Willington Ortiz. Era un día en que la cancha estaba más empapada que el pañal de un bebé. Me lanzaron por mi punta un balón largo, y yo, en un giro digno de ballet acuático, traté de alcanzarlo. Pero mi pie decidió rebelarse y quedarse pegado en el lodo, como si fuera un pie de plomo fundido al suelo. Resultado: un tremendo esguince que me hizo ver las estrellas del firmamento y algunas otras que no aparecen en los mapas celestes.
Más tarde visité a un sobandero que me hizo ver el diablo por una rendija, tratando de acomodar los huesos en su lugar con esa delicadeza característica de quien aprendió medicina viendo a su abuela curar animales.
El lunes siguiente me presenté ante Bernardo, renguiando como un pingüino con reuma, cariacontecido y convertido en cojineto profesional. Confiaba ciegamente en sus buenos oficios pues sabía hasta dónde ponían a empollar las garzas. En el mundo bancario tenía más contactos que un político en campaña.
—Vaya a ver al doctor Eduardo Reyes —me sugirió con esa solemnidad de gurú financiero que ha meditado sobre los misterios de las tasas de interés y los secretos del universo.
La sorpresa que me esperaba fue la más grande de mi vida. Resulta que el tal doctor Reyes no era un médico cualquiera. ¡Nada menos que el mismísimo kinesiólogo del Deportivo Independiente Medellín, el sanador de lesiones que atendía a las luminarias del DIM!
Imagínense mi cara de felicidad entrando a ese consultorio. Era como un niño en una juguetería, como un poeta descubriendo una palabra nueva, como un banquero encontrando un billete en el bolsillo de un pantalón olvidado. Yo, un simple mortal con un tobillo reventado, iba a pisar los mismos aposentos donde las leyendas del fútbol acudían a ser resucitadas. Casi podía oler la mezcla de alcohol y pomadas mágicas que seguro impregnaban ese consultorio.
Entré a esa clínica con el pecho tan hinchado como mi esguince. Me codeaba —al menos en mi imaginación desbordada— con estrellas del DIM, y por un momento sentí que yo también brillaba en el firmamento deportivo. Hasta consideré practicar mi firma para los autógrafos que seguramente me pedirían... en algún universo alterno donde mi talento futbolístico fuera proporcional a mi ego.
Las sillas de la sala de espera eran como tronos donde seguro se sentaban las realezas del balón a aguardar turno para sus terapias curativas. Yo, un simple mortal del mundo bancario, me sentía tan fuera de lugar como un pez en una bicicleta. Pero al mismo tiempo, una descarga de adrenalina me recorría las venas. En la sala de espera no solo había revistas viejas —como en cualquier otro consultorio—, sino jugadores lesionados del Deportivo Independiente Medellín. Ahí estaba yo, cojeando entre semidioses del balón, esperando mi turno. Si los tobillos pudieran hablar, el mío estaría gritando: «¡Soy importante!».
El doctor Reyes, con la precisión de un reloj suizo y la delicadeza de un bulldozer controlado por un maestro zen, examinó mi tobillo. «Ah, un clásico esguince de fútbol en cancha mojada», dijo, como si diagnosticara un simple resfriado de esos que se curan con aguapanela. Empezó a trabajar con tal destreza que casi esperaba que mi tobillo comenzara a emitir música de fondo triunfal.
Mientras tanto, mi ego seguía inflándose como globo de helio en cumpleaños infantil. ¿Quién necesita ser un jugador profesional cuando puedes fingir ser uno en el consultorio adecuado? Ahí estaba yo, recibiendo tratamiento cinco estrellas, soñando con mi gloriosa vuelta a la cancha... o al menos, a caminar sin parecer un pingüino con reuma.
Y así, mi odisea de tobillo, que comenzó en el barro de una cancha mojada, me llevó a codearme —aunque fuera en la sala de espera— con los grandes del fútbol. Y todo gracias a Bernardo, el gurú de los contactos, que me puso en el camino de la recuperación y de los sueños deportivos exagerados.
Ah, los dulces sueños de egocéntrica grandeza que nos regalan las pequeñas desgracias.
La Llegada del Exigente Negro Balvín
A estas alturas ya se habían reclutado nuevos integrantes para el departamento de cuentas corrientes. Entre los nuevos rostros se encontraban Hernando Balvín, Nicolás Suárez, Jorge H. López, Francisco Botero y Fernando Castañeda. Pero ninguno de estos nombres causó tanto revuelo como la llegada del Negro Balvín.
Imaginen la escena: el banco bulle con la actividad diaria cuando de repente las puertas se abren de par en par y entra Hernando Balvín, mejor conocido como el Negro Balvín. Desde la entrada, su ego entró unos pasos antes que él, abriendo camino como un heraldo invisible. Caminaba como si la alfombra roja se hubiera desplegado solo para su entrada triunfal. Todo un flamante recién egresado del SENA, con su diploma mental brillando más que las lámparas del banco.
Balvín llegó con una lista de exigencias dignas de un alto ejecutivo en su primer día de trabajo, no de un empleado nuevo que aún olía a tinta fresca de certificado.
—Necesito un escritorio con calculadora, teléfono y una lista completa de implementos de oficina para hacer mi trabajo de manera eficiente —anunció con una voz que resonó por todo el banco.
Los empleados se miraban entre sí, tratando de contener la risa. ¿Quién se creía este tipo? Era su primer día y ya estaba pidiendo tantas cosas como si fuera gerente general. El Negro Balvín, sin inmutarse, continuó con sus exigencias. La lista era tan extensa y específica que algunos pensaban que estaba bromeando, pero no: Balvín estaba completamente serio, con esa seriedad de quien conoce su valor y exige ser tratado conforme a él.
Nicolás Suárez, siempre el práctico, le dijo con esa ironía suave que solo los veteranos pueden permitirse:
—Balvín, si sigues así, lo próximo que pedirás es una limusina para que te lleve a tu casa.
Al final del día, todos lo tomamos como algo folclórico, una anécdota más para el repertorio del banco. El Negro se adaptó a lo que el banco le ofrecía, porque en ese entonces uno no podía darse el lujo de ser tan exigente. Pero esa entrada triunfal quedó grabada en la memoria colectiva como el día en que alguien llegó pidiendo la luna y terminó conformándose —como todos— con la pequeña lámpara que iluminaba su escritorio.
Recuerdo las palabras de Hernando Balvín, quien ganó celebridad porque se le corría la teja de vez en cuando, o tenía un rayoncito, como dirían los pelaos de este tiempo. Cuando Paola y Alejandro, los hijos de la Mona Luz Mery Montoya, entraban al banco transformando la sucursal en su propio parque de diversiones, Hernando comentaba con esa mezcla de exasperación y cariño:
—¡Llegaron los miquitos de la Mona!
Y vaya que tenía razón, porque esos querubines se transformaban en pequeños demonios del caos en cuanto ponían un pie en el banco.
Los Turbulentos Niños de la Mona Luz Mery Montoya
Ah, los recordados días cuando Paola Andrea y Alejandro, los hijos de la Mona Luz Mery Montoya, reinaban en el banco con su caótico esplendor. Esos pequeños terremotos sabían bien cómo convertir la sucursal en su propio universo de juegos. Niños que eran capaces de desbaratar un balín con solo mirarlo.
Como sus padres, Luz Mery y Orlando, trabajaban sin descanso, a veces no había más remedio que llevar a los pequeños torbellinos al trabajo. Y cuando Paolita y Alejito cruzaban las puertas, el mundo se preparaba para el caos organizado.
Paola Andrea, la mayor, era un auténtico huracán de risas estridentes. Corría de un lado a otro empujando las sillas rodantes como si fueran sus propios carros de carreras, y sus gritos de emoción retumbaban por todos los rincones del banco como campanas pequeñas pero insistentes.
Su hermano menor, Alejandro, no se quedaba atrás. Con esa sonrisa pícara digna de un duendecillo travieso, se unía a las carreras desafiando las leyes del decoro bancario. Juntos conformaban una fuerza imparable de alegría caótica, un vendaval de inocencia que nadie tenía el corazón de detener completamente.
Mientras tanto, su madre Luz Mery, atrapada entre la preocupación y el desorden, les lanzaba miradas de cómplice complacencia. Como toda madre, sabía que esa era la esencia misma de la infancia: travesuras, risas y desorden infinito. La vida antes de que aprendamos a reprimirnos, antes de que el mundo nos enseñe a caminar en línea recta.
Después Luz Mery nos explicó con tristeza la razón detrás de esas angelicales visitas:
—Cuando la señora que los cuidaba me los dejaba para llevarlos al médico, no tenía más remedio que traerlos al banco. Me causaba pena y preocupación.
Esas palabras revelaban el eterno sacrificio de una madre atribulada, ese malabarismo que hacen millones de mujeres tratando de equilibrar el trabajo y la crianza, sabiendo que nunca hay suficientes horas en el día ni suficiente energía en el cuerpo.
Por eso quiero rendir un sentido homenaje a Luz Mery y a todas las madres que, entre mil dificultades, se las ingenian para criar a sus traviesas criaturas con amor. A esas guerreras silenciosas que dejan su corazón en cada batalla cotidiana.
Y un mensaje para Paola Andrea, que en 2015 partió a la eternidad en plena celebración de su cumpleaños: que tu luz siga brillando en algún lugar que no alcanzamos a comprender, pequeña estrella, y que tu risa permanezca viva en nuestros corazones como permanecen todas las cosas que amamos y perdemos.
Porque al final, esa es la mayor lección que los niños Paolita y Alejito nos dejaron sin saberlo: disfrutar intensamente el momento, reír a carcajadas y llenar el mundo de caos y alegría... hasta que llegue la hora de partir. Y esa hora llega siempre, para todos, aunque algunos se vayan demasiado pronto, dejándonos con las manos llenas de recuerdos y el corazón lleno de ausencia.
El Golpe de Suerte de Bernardo y Edgardo: De Trabajadores del Banco a Fundadores del Barrio Manzanares
Bernardo Rivera y Edgardo Echeverri, dos maestros de la buena fortuna, fundadores del banco y reyes del azar. Edgardo consiguió su trabajo sin querer queriendo, como diría el mismísimo Chavo del Ocho, mientras que Bernardo ya estaba allí cuando el banco abrió sus puertas, como si hubiera brotado de la tierra junto con el primer billete impreso.
¿Y adivinen quiénes fueron los primeros en recibir préstamos de vivienda? Exacto: nuestros queridos Edgardo y Bernardo, los afortunados elegidos del destino bancario.
En aquellos tiempos dorados, las casas las vendían a precio de huevo, más baratas que una bolsa de pan duro. Hasta en Almacenes Éxito te ofrecían una casa en Manzanares por comprar un mercado grande. Era como si las casas llovieran del cielo, y nuestros dos amigos, con suerte de campeones, atraparon las mejores: dos casas de dos pisos, nada más y nada menos que al lado del parque. La envidia del vecindario, sin duda.
Bernardo, con su ego más inflado que un globo de helio en un cumpleaños infantil, se vanagloriaba de ser el fundador del barrio. Y quién sabe, tal vez tenía razón. Con su imaginación desbordante, afirmaba vivir a cinco minutos del centro... pero en avión.
—Vivo al lado de Olaya Herrera —decía con una sonrisa socarrona.
Criado en las empinadas laderas del Barrio Aranjuez, en la famosa loma del gato herrado, donde la inclinación era tal que las camas y las mesas solo necesitaban dos patas para mantenerse en pie, Bernardo había aprendido a vivir con lo mínimo. Pero su suerte y su ingenio lo catapultaron a las altas esferas de la banca y de la sociedad, sin perder nunca su chispeante sentido del humor ni esa humildad orgullosa de quien sabe de dónde viene.
Edgardo, por su parte, era un hombre con menos sapiencia pero con mucha malicia indígena. Siempre caía de pie, como un gato con nueve vidas y un manual secreto de supervivencia. Aunque no era fanfarrón, disfrutaba de los placeres de la vida con una sonrisa discreta y un guiño cómplice a la diosa Fortuna que parecía haberlo tomado bajo su protección especial.
Guillermo Orozco y los Ramos
Ah, la célebre inauguración del Banco Mercantil. Ese día fue una auténtica bacanal desbordante donde el jolgorio y el desenfreno reinaron por doquier. Algunas empresas, en un gesto de felicitación, enviaron ramos de flores tan descomunales que parecían pequeños jardines ambulantes. El lugar se llenó de un mar de pétalos y aromas que embriagaban los sentidos tanto como el licor que fluía a raudales.
Los empleados, embriagados no solo de alegría sino también de unas cuantas copitas de más, danzaban al compás de la música con pleno frenesí de primavera. Aquello era un verdadero aquelarre de juerga y celebración, un momento en que las jerarquías se disolvían y todos éramos simplemente humanos celebrando un nuevo comienzo.
Y cuando la fiesta tocó a su fin, algunos aprovecharon para tomar sus pequeños trofeos botánicos y llevárselos a casa. Recuerdo vívidamente a Guillermo Orozco abrazado a un ramo más grande que él mismo, como si fuera su amada recién desposada o un tesoro rescatado de algún naufragio floral.
El pobre hombre caminaba en un vaivén tambaleante, claramente bajo los efectos de los bríos etílicos y los efluvios de las flores. Era un cómico espectáculo verlo salir del banco convertido en una suerte de jardinero cuasi-borracho rumbo a tomar un taxi.
Imagino la escena con claridad cinematográfica: Guillermo forcejeando para subir al vehículo con su enorme ramo, enredándose en la puerta o golpeando sin querer al conductor con una rama rebelde. Y una vez instalado, los pétalos comenzando a esparcirse por todo el asiento trasero mientras él aferraba su preciado obsequio floral como un náufrago a su salvavidas, como un niño a su juguete favorito, como todos nosotros nos aferramos a esos pequeños momentos de absurda felicidad que la vida nos regala.
Seguro que aquel taxista se llevó una de las sorpresas más fragantes e hilarantes de su vida. Toda una aventura que terminó convirtiéndose en la anécdota perfecta para recordar los festejos por la gran inauguración.
Desde entonces, cada vez que veo un ramo especialmente grande y vistoso, no puedo evitar imaginarme a Guillermo Orozco dando tumbos cual marinero en alta mar, abrazado a su particular cantidad de rosas y claveles, navegando por las calles de Medellín en un taxi que olería a flores durante semanas.
Epílogo de Risas y Memoria
Estos recuerdos flotan ahora en el tiempo como esas partículas de polvo que brillan cuando un rayo de sol atraviesa la ventana. Son fragmentos de vidas que se cruzaron en un banco, personas que compartieron cafés, risas y pequeñas tragedias cotidianas sin saber que estaban construyendo algo más grande que la suma de sus días: una comunidad, una familia extendida, un refugio contra la soledad que siempre acecha en las grandes ciudades.
Algunos de estos personajes ya no están. Otros siguen vivos, convertidos en versiones envejecidas de aquellos jóvenes que alguna vez jugaron fútbol en canchas embarradas o bailaron en inauguraciones etílicas. Pero todos, presentes o ausentes, vivos o muertos, permanecen intactos en ese territorio indestructible que es la memoria compartida.
Porque al final, ¿qué somos sino las historias que contamos sobre nosotros mismos? ¿Qué queda de una vida sino los recuerdos que dejamos en otras personas? Julián con su distracción prodigiosa, Bernardo con su sabiduría futbolística, Jaime con su pesimismo filosófico, el Negro Balvín con sus exigencias, Paola y Alejandro con su caos infantil, Guillermo con su ramo de flores... Todos ellos siguen vivos en estas páginas, más reales ahora que cuando caminaban por los pasillos del banco, porque la memoria tiene esa extraña virtud de pulir lo vivido hasta dejarlo brillante como una piedra preciosa.
Y nosotros, los que recordamos, somos los custodios de esas pequeñas eternidades. Porque mientras alguien recuerde, nadie muere del todo. Mientras alguien cuente estas historias, el banco seguirá existiendo en algún lugar fuera del tiempo, y Julián seguirá buscándose a sí mismo, y Bernardo seguirá inventando exageraciones futbolísticas, y Paola seguirá corriendo por los pasillos con esa risa que nunca termina de apagarse.
Así funcionan las memorias: convirtiendo lo ordinario en extraordinario, lo cotidiano en memorable, lo efímero en eterno. Y quizá esa sea la única victoria posible contra el olvido: seguir contando historias hasta que alguien, en algún lugar del futuro, sonría al leer sobre un banco en Medellín donde la vida era más divertida de lo que cualquier protocolo bancario podría permitir.
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<<CAPITULOS DEL LIBRO >> —-------------------------------------------------------
- 0 - ROLOGO Pinceladas de Recuerdos
- 22 -Una Melodía de Anhelos y Desencuentros
26 -Del Humor al Recuerdo: Historias del Banco y Sus Personajes
- 29.-Cuando el Banco se Convierte en tu Segundo Hogar
- 30.-Historias de Amigos y Aventuras: Galería de personajes bancarios
- 31.-Raspando la «olla anecdótica
- 32.-El Pulso de una Ciudad: Medellín entre la Nostalgia y el Temor
- 33.-Semillas al viento: La odisea de la familia Salazar Suárez
- 34. -Medellín en los 80: Memorias de una Ciudad en Dualidad
- 35.-Maleta de Sueños: Crónica de un Viaje sin Retorno
- 36.-Quemando las naves del destino
- 37.-Aromas de esperanza: Renacimiento en el barrio griego de Montreal
- 38.-La Huella del Exilio: Entre el Frío y la Esperanza
- 39.-Danza de Recuerdos: Espejismos en la nieve
- 40.-Un Alma Suspendida entre Dos Mundos
- 41.-Entre Sombras y Lluvia: Memorias de un Alma Errante
- 42.-El Laberinto del Renacimiento: Un Viaje del Alma
- 43.-El Refugio de la Esperanza: La eternidad de un instante
- 44.-Entre risas y lágrimas: El dulce misterio de vivir
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Jajajaja, sin palabras, como describes cada cosa, cada escena, que memoria tan prodigiosa. Felicitaciones. Como no recordar el negro Balbín, Don Guillermo Orozco un ser tan especial. Luz Mery una mujer maravillosa.
ResponderBorrarHay Abelardo, me haces reír con estás historia, muchas escuchadas y gozadas directamente en extranjero. Gratos recuerdos. Muy bien relatados. ~Luz Mery Montoya~
ResponderBorrarAbelardo aportaste a mi cuota de risa sabatina y ya no tengo que ver el programa "Sábados Felices". Me encanta la manera descriptiva con la cual narras los hechos. Me reí demasiado con la de los "zapatos veraniegos... jajajajaja. Me hubiera gustado conocer a Bernardo, si tienes alguna foto, por favor, compártela. Una vez más, gracias por compartir esas anécdotas tan bellas y jocosas. ~Lina M.~
ResponderBorrarMe uno a esta excelente reunión de nuestras almas recordando todo lo bello, próspero y engrandecedor de nuestras vidas en el Banco, vidas únicas y como prueba en nuestros años más importantes seguir siendo amigos como los viejos del vecindario que religiosamente se reúnen a recordar y a reír a carcajadas de sus historias ciertas o amañadas, pero al fin historias que oxigenan nuestro ser. Gracias Abelardo👍 ~Martha Elena
ResponderBorrarAbelardo. Recuentas todas Las historias con mucha gracias y de forma tan divertida , que parece que las hubieras vivido Ayer. Erraste de vocation.Habrias podido mas bien haer sido: escritor, poeta o humorista. 🌶🌶🌶🌶🌶🌶🌶🌶 ~Luz Stella
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