21 “Memorias de mi primer amor” 2a Parte


Un Efímero Encuentro y la Angustia del Regreso


En este capítulo, abro el corazón y permito que la pluma sea el pincel que dibuja la sinfonía de mis recuerdos sobre aquel primer amor que marcó mi vida de manera indeleble. Desde la catarsis, revivo la tormenta de emociones que azotó el mar de mi alma al evocar ese amor inolvidable. Los pensamientos y recuerdos brotan como un manantial que surge desde lo más profundo de mi ser. Quizá albergamos en la profundidad de nuestra alma la sensación de vacío, pues en el acto de amar, dispersamos fragmentos de nuestra esencia, dejando huellas en cada ser que tocamos con el corazón. 

Este pasaje ha sido un torbellino donde cada paso es una nota que se entrelaza con la siguiente, creando una melodía que resuena en lo más íntimo. Más el corazón late con fuerza, exigiendo que los pensamientos fluyan sin freno sobre las páginas, pues los recuerdos lejanos merecen ser cantados con devoción. Hay palabras que son como el aire que se respiran al leerlas, que llegan tan adentro que te acarician el alma. Pues lo que representó ha dejado una huella indeleble en mi existencia. He comprobado que las palabras nunca alcanzan cuando lo que hay que decir rebosa el alma, como un océano desbordando sus orillas.

El corazón, cual filtro de recuerdos, borra penas y exalta alegrías, tejiendo un manto de dulces nostalgias. Convierte la tristeza en suave canto, y el pasado en un tierno abrazo, regalo de la memoria, un tesoro santo. Así, la vida se torna un bello encanto, un mosaico de vivencias que nos llenan de paz, invitándonos a recordar solo lo que nos hizo soñar. «Los recuerdos no salen de uno, siempre están ahí, acosándote, todo el tiempo. Se aparecen durante el día, de manera fugaz, en tu mente, y te roban un suspiro, una lágrima, un fugaz  anhelo. Y te hacen preguntar casi de golpe: ¿Qué hubiese pasado si...? O ¿cómo sería si..?». 

La bella tarde de ese memorable domingo se había convertido en un instante efímero, un suspiro que se desvanecía en el viento como una estrella fugaz. En aquellos momentos, nada más existía para nosotros, dos almas enamoradas que se aferraban a cada segundo robado al implacable paso del tiempo. Pero la realidad, como un muro de piedra, se cernía sobre nosotros, el reloj marcaba la hora de la cruel separación, su padre, cual padre ejemplar, aguardaba con el corazón inquieto, pues su hija, luz de sus ojos, se había ausentado de su lado.

El regreso de nuestro paseo estuvo cargado de tensión y aprehensión. Sabíamos que la reacción de su padre, Don Fabio, y el resto de la familia no sería favorable. Caminamos en silencio, cada uno sumido en sus propios pensamientos, temiendo lo que vendría. Al llegar, nos separamos, pero una calma tensa se cernía en el ambiente, presagiando que algo estaba por suceder.

En el hogar de la familia Cardona, un silencio tenso se apoderaba de cada rincón, mientras todos, con miradas acusadoras que perforaban nuestras almas, esperaban nuestra explicación. Dos seres indefensos, nos encontrábamos con la cabeza baja, conscientes de haber quebrantado las normas que, con toda la buena intención, nos habían impuesto. Nos encontrábamos frente a un pequeño tribunal inquisitorio, donde Don Fabio, Don Arturo y Doña Maruja, querían saber la verdad y la razón de nuestra imprudencia.

No pasó mucho tiempo para que alguien llamara a mi puerta. Un mensajero me informó que deseaban hablar conmigo. A pesar de la incertidumbre que me invadía, reuní todo el valor que pude y me encaminé hacia su hogar. Con cada paso que daba, mi mente se llenaba de preguntas sin respuesta. ¿Qué podría decir para justificar nuestras acciones? Ella misma había admitido que no teníamos excusas válidas. Nuestra única defensa era que simplemente nos habíamos dejado llevar por nuestros impulsos, sin pensar en las consecuencias.

Cuando Don Fabio tomó la palabra, su voz, al principio dura y severa como el filo de una espada, fue suavizando poco a poco, como una marea que retrocede. Quizás al ver nuestra actitud de rendición y aceptación de la culpa, algo en él se conmovió, como una piedra erosionada por el incesante fluir del arroyo. Nos advirtió que, de haber ocurrido algo malo, tendríamos que enfrentar las consecuencias, pero con un dejo de ternura, cual rayo de sol que se cuela entre las nubes, confesó que amaba a su hija como la luz de sus ojos.

En ese momento, Doña Maruja y Don Arturo intervinieron, expresando a Don Fabio que yo era un buen muchacho. Tal vez, al percibir nuestra humildad y arrepentimiento, ellos intercedieron por nosotros, ablandando la postura del padre. Un rayo de esperanza se encendió en mi corazón, pues a pesar de la gravedad de la situación, la familia Cardona parecía estar dispuesta a escucharnos y a considerar que, quizás, no éramos tan malos como habíamos actuado.

Una vez cada uno de los miembros de la familia expresaron sus inquietudes, enseguida se retiraron y María Eneida fue a buscar a su padre, y le manifestó que no había de qué inquietarse, y que nos disculpara. Él le manifestó que nos despidiéramos pues al día siguiente partirían de regreso a su pueblo Arma, Caldas. Eran cerca de las 10 de la noche y nuestro encuentro final se apuraba, nos dejaron solos por última vez, en la puerta a media luz. El tiempo pareció detenerse en ese instante, nuestros corazones laten al unísono, sabiendo que este sería nuestro adiós. 

Nos fundimos en un beso cargado de amor y angustia, mientras sentía las cálidas lágrimas de María Eneida rodar por sus mejillas. Era como si nuestras almas se negaran a separarse, aferrándose desesperadamente a ese abrazo que pronto se desvanecerá. Me entregó un papel doblado y nos separamos en silencio, cada paso se sentía como una puñalada. Caminé de regreso a mi habitación con un nudo en la garganta y un vacío insondable en el pecho. Abrí el papel y leí las palabras escritas con su delicada caligrafía, impregnadas de su esencia, de los momentos que habíamos compartido y que ahora serían sólo recuerdos.

"Amor mío:

Aunque nuestros caminos se separen mañana, mi corazón siempre estará contigo. Cada latido será una melodía que me traerá tu nombre. Guardaré cada momento vivido a tu lado como un tesoro, grabado en lo más profundo de mi ser. Prometo que volveremos a encontrarnos, pues nuestros corazones latirán en uno solo y siempre nos mantendrá unidos a través del tiempo y la distancia, trascendiendo cualquier frontera.

Hasta entonces, llenaré mis días con los recuerdos de tu cálida sonrisa, capaz de iluminar la noche más oscura. Recordaré el brillo de tus ojos, reflejando la pureza de tu alma. La esperanza de volver a estrecharme entre tus brazos será el faro que guíe mis pasos en la ausencia. No importa cuán lejos estemos, nuestro amor prevalecerá, inquebrantable como una roca en medio del mar.

Eres el dueño de mis pensamientos y de mis sueños más preciados. Tu recuerdo será el bálsamo que calme mi dolor por tu ausencia. Cada suspiro llevará impreso tu nombre, una plegaria silenciosa que viajará en las alas del viento hasta encontrarte. Aunque nos separen miles de kilómetros, estaremos unidos por un hilo invisible, tejido con los hilos del amor más puro y sincero.

Aguardaré con paciencia el día en que nuestros caminos se crucen nuevamente, y al fin pueda perderme en la profundidad de tu mirada. Hasta entonces, llévame contigo en cada paso, como yo te llevaré conmigo, grabado en lo más profundo de mi corazón. Anhelo tu felicidad, aunque yo esté sumergida en mi completa soledad e inmersa en mi profundo dolor" 

Te amo con todo mi ser... Maria Eneida



Esas palabras desgarradoras se clavaron en mi alma. Pasé la noche en vela, incapaz de conciliar el sueño ante la perspectiva de una separación inminente. Los primeros rayos del alba me encontraron sentado junto a la ventana, observando cómo el cielo se teñía de colores cálidos, anunciando un nuevo día que marcaría el inicio de una larga ausencia. 

Con el corazón encogido, me despedí de María Eneida y su familia. Ellos partieron con rumbo a su pueblo natal, mientras yo me quedaba atrás, aferrándome a la promesa sellada en ese papel doblado que ahora atesoraba como mi más preciada tesoro. Aunque el camino se dividía, la esperanza permanecía intacta en mi pecho, convencido de que algún día nuestras vidas volverían a entrelazarse.

Un amor que trasciende la distancia
Los días siguientes fueron una tortura interminable. Cada rincón de la casa me la recordaba, su risa cristalina haciendo eco en las paredes, su aroma sutil impregnado en las cortinas. Intenté sumergirme en mis tareas cotidianas, pero era inútil. Mi mente vagaba incansablemente, evocando su imagen, añorando el calor de su abrazo.

Pasaron las semanas y las cartas comenzaron a llegar, trayendo consuelo a mi alma atormentada. En ellas, me  describia con lujo de detalles su vida en Arma, pero sobre todo, plasmaba la profundidad de sus sentimientos hacia mí. Cada palabra estaba cargada de anhelo y promesas de un reencuentro venidero. Atesoraba esas misivas como si fueran joyas preciosas, leyéndolas una y otra vez hasta desgastar el papel. Respondía con devoción, vertiendo mi corazón en tinta, asegurándole que la llama de nuestro amor ardía inmutable a pesar de la distancia que nos separaba.

Los meses se convirtieron en años, y aunque el camino fue tortuoso, nuestra unión prevaleció inalterable. Cada carta era un bálsamo que aliviaba la pena de la separación, una prueba tangible de que nuestro vínculo era inquebrantable. Nos aferramos a la esperanza de que algún día, el destino nos brindaría la oportunidad de reunirnos nuevamente. 

Fue una prueba de fe y perseverancia, pero el amor verdadero siempre encuentra la manera de superar los obstáculos. Nuestra historia es un testimonio de que cuando dos almas se conectan a un nivel profundo, ni el tiempo ni la distancia pueden romper sus lazos. María Eneida y yo éramos la viva encarnación de ese vínculo eterno.

Yo estaba terminando mis estudios en aquel entonces, era un pobre estudiante y las monedas escaseaban en mi bolsillo. Trabajaba solo para cubrir el mínimo de mis gastos, por lo que era muy difícil poder visitar a María Eneida con frecuencia. A pesar de las dificultades económicas, el amor que sentíamos el uno por el otro era inquebrantable. 

Cada vez que lograba reunir algo de dinero, emprendía el largo viaje hacia su pueblo en Arma, Caldas, donde ella vivía con su familia. Esos encuentros fugaces eran como un oasis en el desierto. Disfrutamos cada momento juntos, ajenos al paso del tiempo, perdidos en largas conversaciones y miradas cómplices. María Eneida comprendía mi situación y nunca me presionaba, su amor era puro y desinteresado. 

Recuerdo aquellos días de estudiante con nostalgia. Mientras mis compañeros disfrutaban de la vida universitaria, yo dividía mi tiempo entre los estudios, el trabajo y los viajes para verla. Eran sacrificios que valían la pena con tal de estar a su lado, aunque fuera por unas horas. 

A medida que me acercaba a la graduación, la incertidumbre sobre nuestro futuro se hacía más apremiante. ¿Podríamos permanecer juntos una vez que concluyeran mis estudios? ¿O nuestros caminos se separarían inexorablemente? Eran interrogantes que rondaban mi mente, pero el amor que nos profesamos nos daba fuerzas para seguir adelante. 

Mi primer viaje a Arma Caldas
En los años 70, Santiago de Arma, también conocido como Arma Viejo, era un pequeño corregimiento de unas 50 casas apenas, ubicado entre La Pintada y el municipio de Aguadas, al norte del departamento de Caldas. Este pintoresco pueblito era el escenario perfecto para una inolvidable novela de amor, con sus casas tradicionales pequeñas y sus calles estrechas.

Las casas, construidas con materiales locales y pintadas en colores vivos, reflejaban la sencillez y la calidez de sus habitantes. Las calles estrechas, adornadas con flores y gallardetes, invitaban a pasear y a descubrir los rincones más encantadores del pueblo. El ambiente pueblerino, con su clima primaveral, era ideal para disfrutar de momentos de tranquilidad.

En este pueblo, el tiempo parecía detenerse, permitiendo a los enamorados disfrutar de cada segundo robado al implacable paso del tiempo. Los recuerdos de aquellos días quedaron grabados en la memoria, como una melodía que resuena en lo más íntimo del ser, evocando la esencia de aquel primer amor. Aunque el camino se dividía, la esperanza permanecía intacta, convencida de que algún día, el destino brindaría la oportunidad de reunirse nuevamente en este encantador pueblo colombiano.

Un idilio bajo la tormenta: Arma, cuna de una historia de amor inolvidable
En mi primer viaje a Arma, un pueblito colombiano cobijado por las montañas, la aventura se inició al subir a un viejo autobús amarillo de la empresa Arauca. La travesía se convirtió en una sinfonía de pausas y esperas, especialmente en el municipio de La Pintada, donde el tiempo parecía detenerse. Desde allí, el camino hacia Arma se abrazaba al imponente río Cauca, adentrándose en un vergel de montañas verdes, donde el pueblo se anidaba en lo alto, como un secreto susurrado al cielo.

Justo antes de alcanzar mi destino, un diluvio torrencial se precipitó sobre la tierra, convirtiendo la estrecha ruta destapada en un lienzo de barro y borrando la visibilidad. Mi compañero de viaje, con voz serena, me advirtió que en Arma la noche reinaba sin la luz artificial, y me ofreció amablemente un refugio en su hogar hasta el dia siguiente. Sin embargo, mi corazón, como un pájaro enjaulado, anhelaba llegar a mi encuentro con ella.

Alrededor de las doce de la noche, bajo el manto de la tormenta, arribamos al pequeño pueblo. Al descender del autobús, me encontré envuelto en una soledad absoluta, acunado por el rugido de la lluvia y la oscuridad impenetrable. A pesar de la noche sin luna, encontrar la casa de María Eneida no era un enigma, pues sus palabras habían grabado un mapa en mi memoria: al final de la calle principal, en el último callejón, la encontraría.

Con paso firme, desafiando la furia de la lluvia, avancé por la calle destapada, donde un arroyo juguetón corría a mi lado. Cada relámpago, cual faro fugaz, iluminaba mi camino, guiándome hacia el encuentro anhelado. Finalmente, llegué a la casa y, con un toque tímido, llamé a su puerta.

Ella abrió, con una vela en su mano como única luz en la noche. Al ver mi figura empapada, su rostro se iluminó con una sonrisa radiante y, sin importar mi estado, se precipitó en mis brazos como una mariposa hacia su flor. La casa dormía en un silencio profundo, así que, con sigilo, me cambié por ropa seca prestada por uno de sus hermanos. Ella, con una calidez que derretía la tormenta, me ofreció una cena reconfortante y me indicó dónde descansar. Aunque nuestros corazones anhelaban permanecer juntos, la prudencia nos susurró que era mejor evitar despertar a los demás.

Ese primer encuentro en Arma, a pesar de las dificultades y la tormenta, marcó el inicio de una historia de amor que desafiaría el tiempo y la distancia. En ese pueblo, entre montañas y lluvia, mi alma encontró un refugio, un hogar donde el amor floreció bajo la luz tenue de una vela, un amor que, como el río Cauca, seguiría su curso, inquebrantable y eterno.

Cada vez que lograba reunir algo de dinero, emprendía el largo viaje hacia su pueblo Esos encuentros fugaces eran como un oasis en el desierto. Disfrutamos cada momento juntos, ajenos al paso del tiempo, perdidos en largas conversaciones y miradas cómplices. María Eneida comprendía mi situación y nunca me presionaba, su amor era puro y desinteresado.

“Un alma esculpida en el yunque del sufrimiento”

No es un hombre completo aquel que no ha conocido la desolación del espíritu. Para alcanzar la plenitud, es preciso haber sido deshecho en mil pedazos. En eso radica la obra lacerante de la vida: en desgarrarnos, poniendo a prueba nuestra fortaleza.

Tras haber perdido hasta el último vestigio de fuerza y haber visto el alma aniquilada, surge la oportunidad de reconstruirnos. Reconstruirnos sobre las ruinas de nuestro ser, erigiendo una inexpugnable resistencia en el vacío que deja la consumación del desgarro. Es entonces cuando, con la inquebrantable tenacidad del fénix renacido, podemos alzarnos victoriosos sobre nuestras propias cenizas.

El dolor, cual maestro despiadado, nos esculpe y nos pule, forjando en nosotros una entereza inquebrantable. Nos enseña a valorar la fragilidad de la vida y la resiliencia del espíritu humano. Solo aquellos que han atravesado el valle de la desolación y han emergido victoriosos pueden considerarse seres completos, pues han aprendido a enfrentar  las llamas de la adversidad y a valorar el aprendizaje que queda en la desolación. En el crisol del dolor, se forja el alma de acero. Y es en ese acero, en esa fortaleza nacida del sufrimiento, donde reside la verdadera esencia del ser humano.

En el caudal de mis venas, el amor nunca fue fugitivo, un torrente impetuoso de pasiones sin sosiego, un anhelo insaciable que devoraba mi ser, en busca de un edén donde mi alma pudiera florecer.

Como un náufrago sediento en el mar de la vida, me lancé a las aguas del amor sin mirar atrás, buscando un oasis que calmara mi sed infinita, un paraíso donde mi corazón encontrará paz.

Con avidez bebí de cada copa que me ofrecía, sin medir las consecuencias de mi entrega sin freno, exhausto mi ser en cada torbellino de emociones, en busca de un amor que llenara mi vacío interno.

Pero en ese frenesí incansable, me consumí por completo, agoté la vida en la búsqueda de un paraíso efímero, dejando atrás las huellas de un corazón marchito y roto, víctima de una sed insaciable que nunca fue calmada.

Ahora, en la quietud de mi soledad, me pregunto, ¿valió la pena el precio que pagué por amar? ¿Encontré alguna vez el paraíso que tanto anhelaba? O solo fui un alma errante en un mar de ilusiones sin final.

Quizás la respuesta esté en el silencio de mi corazón, en las cicatrices que me dejó la vida, en la sabiduría que brota de la experiencia y el dolor, comprendiendo que el amor verdadero no se busca con afán, sino que se encuentra en la quietud del ser, en la entrega sin expectativas, en la aceptación de lo que es y lo que no es.

Y en esa búsqueda introspectiva, tal vez encuentre la paz, sanando las heridas del pasado, aprendiendo a amar con mesura y sin prisa, construyendo un paraíso en mi propio interior, donde mi alma pueda finalmente florecer.





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