No 4 "La Hacienda Dinamarca" y la Magia de la Infancia"
CAPITULO 4
"La Hacienda Dinamarca" y la Magia de la Infancia
En el camino al pueblo, la carretera sin pavimentar se desplegaba como una serpiente cubierta de polvo, ondulando a través de los campos verdes de la "Hacienda Dinamarca". Un recorrido de cinco kilómetros de tierra y rocas que, cada mañana, se transformaba en el escenario de nuestra pequeña odisea. Mi hermano Francisco y yo, en dirección a la escuela con pies descalzos y el corazón rebosante de aventuras, fuimos los pioneros de ese viaje escolar diario.
El amanecer nos encontraba ya en camino, con nuestras sombras extendiéndose sobre la senda como gigantes que se adelantan al día. Conforme avanzábamos, más niños se sumaban a nuestra comitiva: los "Santillanas", nuestros vecinos más cercanos; los "Buriticá", conocidos por sus rezos y devociones; los "Jaramillos", una familia abierta y cordial; y los "Loaizas", compañeros leales de innumerables aventuras infantiles. Sin embargo, eran "Suso Loaiza" y "Parmenio Ríos" quienes caminaban a mi lado, inseparables como la luz de la sombra.
Nuestro viaje cotidiano era una sinfonía de contrastes, un baile entre la inocencia y la astucia. Como piratas terrestres, nos lanzábamos a incursiones secretas por los huertos que atravesábamos. Las frutas sustraídas sabían más dulces, tal vez aderezadas con la adrenalina del riesgo. "Los corozos" se transformaban en preciados tesoros, y nuestras manos, pequeñas pero diestras, se hicieron maestras en el arte de la sustracción infantil.
Pero no todo era juego y diversión. El eco de nuestras travesuras se esparcía por el aire, reflejando una rebeldía juvenil que llegaba a los oídos del director y los maestros como quejas vehementes de los vecinos. Y así, se desataba un verdadero espectáculo en la escuela. Los profesores, transformados en directores de una obra teatral, nos hacían desfilar ante nuestros compañeros. —¡Miren a estos pequeños pícaros! —exclamaban con tono teatral—. ¡Pequeños ladrones de frutas, joyas del camino, futuros "forajidos"!
Y allí estábamos nosotros, con las mejillas encendidas de vergüenza y los ojos brillantes de desafío. Yo, el líder no reconocido de aquella banda de chiquillos rebeldes, sentía el peso de todas las miradas, pero mi espíritu indomable se negaba a doblegarse.
A veces, en el camino a la escuela, un vehículo antiguo, una reliquia andante de épocas idas, se paraba a nuestro lado. Los pasajeros, impulsados por una combinación de compasión y curiosidad, nos proponían transportarnos. Sin embargo, nosotros nutridos por historias infantiles y leyendas siniestras de "chupasangres" y monstruos al acecho de niños desprevenidos, nos negábamos a esas ofertas, prevenidos por nuestros padres, con una mezcla de miedo y dignidad.
Cuando llegábamos a la escuela, situada en la esquina del parque principal del pueblo, nos encontrábamos con lo que parecía un portal a otro mundo: una "mítica cafetería" al lado del centro educativo "Escuela de varones de San Carlos". Este era un lugar donde el tiempo fluía de manera distinta, y los aromas y sonidos creaban una realidad alternativa que nos acogía cada mañana.
Al llegar, nuestros pasos se ralentizaban sin querer, como si el aire denso de magia y nostalgia nos envolviera en su abrazo. El aroma del café recién molido se elevaba en el ambiente, mezclándose con el dulce y cálido perfume de los panes recién salidos del horno. Estos olores parecían cobrar vida, deslizándose entre las mesas y sillas, rozando nuestros rostros adormecidos y despertando nuestros sentidos gradualmente. En el corazón de esta maravilla olfativa, reinaba imponente un —viejo radio de catedral—. No era un simple aparato; era un oráculo de madera y válvulas que conectaba nuestro pequeño rincón del mundo con el vasto universo más allá. Su caja resonante, pulida por años de manos ansiosas y expectantes, brillaba con una luz interior propia, como si albergara el alma de todos los músicos que alguna vez habían sonado a través de sus parlantes.
Cuando el dueño de la cafetería, un hombre de edad indescifrable y ojos que parecían haber visto el nacimiento del tiempo, encendía el radio, el aire vibraba con anticipación. El sonido ronco que emergía de aquel —artefacto mágico— no era una simple reproducción; era como si los mismos músicos se materializaran en el espacio entre nosotros, convocados por algún antiguo sortilegio.
La música de "Radio Santafé de Bogotá" fluía como un río de melodías añejas, trayendo consigo el aroma de tierras lejanas y tiempos pasados. "El Dueto de Antaño", "La barca", "besos y cerezas".. "Garzón y Collazos": "Adios casita blanca", "Soñar contigo"... sus voces entrelazándose en perfecta armonía, nos transportaban a un mundo de emociones profundas y paisajes etéreos. Cada onda musical se deslizaba por el aire, cada nota una gota de rocío en la mañana, cada palabra un hilo en el tapiz de nuestras vidas en ciernes. Sentados en el umbral, entre dos mundos - el de la responsabilidad escolar que nos aguardaba y el de la magia musical que nos envolvía - nos dejábamos llevar por esta sinfonía de sentidos. El tiempo se estiraba como un chicle, permitiéndonos saborear cada instante, cada nota, cada aroma. Los parroquianos habituales, figuras casi mitológicas en nuestras mentes infantiles, parecían parte integral de este escenario encantado. Sus tazas de café humeante nunca se vaciaban, sus conversaciones un murmullo constante que se entretejía con la música como un contrapunto perfecto. Y allí, en ese limbo mágico entre la noche y el día, entre el sueño y la vigilia, entre la niñez y el mundo adulto, encontrábamos un momento de perfecta armonía. La música nos atravesaba, vibración pura que resonaba en nuestras almas jóvenes, plantando semillas de belleza y nostalgia que florecerían en los años venideros. Cuando finalmente sonaba la campana de la escuela, rompiendo el hechizo, nos levantábamos como si despertáramos de un sueño compartido. Llevábamos con nosotros, impregnados en nuestras ropas y en nuestros corazones, los aromas del café y el pan, las melodías de otra época, y la certeza de haber sido parte, aunque fuera por unos breves momentos, de algo mágico y eterno. Así, cada mañana, antes de sumergirnos en las aguas del conocimiento formal, nos bañábamos en este río de sensaciones y emociones, un ritual que nos preparaba no solo para el día escolar, sino para la vida misma, con toda su belleza, su misterio y su música inefable.
El cielo, como un gigante juguetón, a veces decidía unirse a nuestras aventuras con una explosión de alegría líquida. Sin previo aviso, las nubes se abrían, desatando un diluvio que parecía querer lavar el mundo entero. Las primeras gotas, grandes y frías, caían sobre nosotros como pequeñas bombas de agua, provocando gritos de sorpresa y deleite. En cuestión de segundos, el aguacero nos envolvía por completo. El agua corría por nuestros rostros, dibujando ríos efímeros en nuestras mejillas sonrientes. Nuestras ropas, pesadas y empapadas, se pegaban a nuestros cuerpos como una segunda piel, pero lejos de incomodarnos, nos sentíamos libres, como si la lluvia lavara todas las preocupaciones y reglas del mundo adulto.
Ciertas imágenes de la infancia se quedan grabadas en el álbum de la mente como fotografías, como escenarios a los que, no importa el tiempo que pase, uno siempre vuelve y recuerda. Recuerdo aquellos días de lluvia, cuando corríamos desenfrenadamente, nuestros pies descalzos chapoteando en los charcos recién formados. Cada pisada enviaba salpicaduras hacia arriba, creando coronas de agua a nuestro alrededor. El barro se mezclaba entre nuestros dedos, frío y suave, conectándonos con la tierra de una manera primitiva y gozosa. Nuestras risas, agudas y cristalinas, se elevaban por encima del estruendo de la lluvia. Eran como campanas de alegría que resonaban en el aire húmedo, mezclándose con el tamborileo incesante de las gotas sobre las hojas de los árboles. Este concierto natural creaba una sinfonía de júbilo infantil y fuerza elemental.
Éramos una tormenta viviente de risas y movimiento, nuestros cuerpos pequeños cargados con la energía de un rayo. Cada salto, cada giro, cada carrera desenfrenada era una celebración de la vida en su forma más pura y simple. En esos momentos, éramos uno con la lluvia, con el viento, con la tierra misma. El cielo, gris y cargado de nubes, parecía un techo bajo que nos abrazaba, y cada relámpago que iluminaba el horizonte era un destello de magia, un recordatorio de la fuerza y la belleza de la naturaleza. El trueno que seguía, profundo y resonante, vibraba en nuestros pechos, como un tambor gigante que marcaba el ritmo de nuestra aventura.
Dejábamos tras nosotros un rastro de huellas en el barro, cada una un testimonio efímero de nuestra presencia, de nuestra alegría desenfrenada. Estas marcas, destinadas a desaparecer con la próxima lluvia, eran como los sueños que forjábamos en esos momentos: intensos, vividos, pero siempre cambiantes. Las gotas de lluvia se mezclaban con nuestras lágrimas de risa, y en esos momentos, no había diferencia entre el cielo y la tierra, entre nosotros y el universo. Éramos parte de una danza eterna, una celebración de la vida en su forma más pura y elemental.
Empapados hasta los huesos pero con los corazones rebosantes de alegría, continuábamos nuestra danza bajo la lluvia. Éramos la encarnación de la felicidad infantil, dejando tras nosotros no solo huellas mojadas, sino también retazos de sueños y risas que, estábamos seguros, harían sonreír incluso al sol cuando decidiera asomarse nuevamente. Cada rayo de sol que eventualmente rompía a través de las nubes era una promesa de renovación, un guiño del cielo que nos decía que todo estaría bien. Y mientras la lluvia cesaba y el mundo se llenaba de un brillo húmedo y reluciente, sabíamos que habíamos vivido algo mágico, algo que solo los niños pueden entender plenamente. En esos aguaceros repentinos, en esas carreras bajo la lluvia, encontrábamos la esencia misma de la libertad y la alegría, y por un momento, el mundo entero era nuestro patio de juegos.
En las calles empedradas de "San Carlos, Antioquia", allá por los años 1950, Don "Julio Giraldo" era una figura tan icónica como la misma iglesia del pueblo. —El viejo zapatero—, con su figura larguirucha y su piel curtida por el sol y los años, parecía haber brotado de la misma tierra antioqueña, tan arraigado estaba a esas calles y a su gente.
Su rostro, un mapa de cicatrices dejadas por la viruela, contaba historias sin necesidad de palabras. Cada marca era un testigo silencioso de una vida vivida intensamente, de batallas libradas contra la enfermedad y la adversidad. Sus ojos, sin embargo, brillaban con una vivacidad que desmentía su edad, chispeantes de picardía y sabiduría.
"Don Julio" era un estudio de contrastes. Su amabilidad, tan cálida como el sol de mediodía, podía en un instante dar paso a una retahíla de palabrotas que harían sonrojar hasta al más rudo de los arrieros. Pero incluso en sus momentos más ásperos, había un dejo de afecto en su voz que hacía imposible ofenderse. Sus bromas, a menudo subidas de tono, eran recibidas con carcajadas por los parroquianos que se reunían en su taller, convirtiendo el lugar en una suerte de ágora informal donde se discutían los asuntos del pueblo entre risas y el golpeteo del martillo.
Su delantal de cuero, testigo mudo de incontables jornadas de trabajo, estaba tan curtido y desgastado como las manos que lo portaban. Manchado de betún, con parches y remiendos, ese delantal era como una segunda piel para "Don Julio", un símbolo de su oficio y su dedicación.
En su taller, un pequeño universo de olores y texturas, Don Julio era más que un simple zapatero; era un maestro artesano, un guardián de tradiciones ancestrales. Sus manos, ásperas como lija pero precisas como las de un cirujano, danzaban sobre el cuero con una gracia que solo se adquiere tras décadas de práctica. Cada movimiento, cada puntada, cada golpe de martillo, era una celebración silenciosa de un arte que se remontaba a generaciones.
Las herramientas que utilizaba, heredadas de su padre y de su abuelo antes que él, parecían cobrar vida en sus manos. El punzón, las leznas, el martillo de zapatero, todos tenían sus lugares específicos, casi sagrados, en el desordenado orden de su mesa de trabajo. El aroma a cuero curtido y pegamento impregnaba el aire, mezclándose con el olor a café fuerte que siempre estaba presente en una taza desportillada junto a sus herramientas.
Observar a Don Julio trabajar era como presenciar una forma de magia cotidiana. Con cada zapato que reparaba o creaba, no solo estaba realizando un trabajo; estaba tejiendo historias, preservando memorias. Cada par de zapatos que pasaba por sus manos llevaba consigo un pedacito de su espíritu, de su dedicación inquebrantable a un oficio que era mucho más que un medio de vida; era una forma de arte.
Aunque su apariencia podía ser tosca, su trabajo era de una delicadeza y precisión asombrosas. Los zapatos que salían de su taller no eran simples objetos; eran obras maestras en miniatura, cada uno con su propia personalidad y carácter, imbuidos con el alma del viejo artesano.
En un mundo que comenzaba a cambiar rápidamente, Don Julio permanecía como un ancla, un recordatorio de valores más antiguos y profundos. Su taller no era solo un lugar de negocio; era un santuario donde el tiempo parecía detenerse, donde las tradiciones se mantenían vivas y donde, entre el golpeteo del martillo y el aroma del cuero, se tejía la verdadera esencia de San Carlos.
En el tejido mágico de aquellos días, la casa de Don Julio Giraldo, el zapatero del pueblo, y Carmelita Loaiza su esposa se erigía como un faro de esperanza y calidez en el corazón del pueblo. Para mi hermano Francisco y para mí, aquel caserón antiguo frente al Hospital de San Carlos no era simplemente nuestro lugar de paso, sino un verdadero hogar lejos del hogar. Era el refugio donde nuestras almas encontraban consuelo y nuestros cuerpos, descanso después de las largas jornadas escolares.
La cocina de Carmelita, un santuario de aromas y sabores, nos recibía cada día con una sinfonía para los sentidos. El aire estaba impregnado de una mezcla embriagadora de chocolate recién preparado y arepas de choclo doradas sobre el horno de barro. El vapor que emanaba de las ollas danzaba en el aire, formando espirales que parecían contar historias de generaciones pasadas. El crepitar de la leña en el fogón marcaba el ritmo de una danza ancestral, mientras Carmelita, con sus manos sabias y amorosas, transformaba ingredientes simples en manjares dignos de reyes.
Las arepas de choclo, doradas y crujientes por fuera, suaves y húmedas por dentro, eran como pequeños soles que iluminaban nuestras tardes. Su aroma dulce y terroso se entrelazaba con el del chocolate espeso y humeante, creando una atmósfera que nos envolvía en un abrazo cálido y reconfortante. Cada bocado era un viaje a través de los sentidos, una explosión de sabores que nos anclaba al presente mientras nos conectaba con nuestras raíces más profundas.
Al mediodía, mi corazón latía acelerado por la emoción de entregar el almuerzo a Don Julio en su conocida zapatería, situada bajando el alto, cerca de la tienda de Macario Botero. Cruzar el umbral de ese pequeño cosmos de cuero y creatividad era como adentrarse en el taller de un alquimista. El aire se impregnaba de aromas intensos: cuero curtido, pegamento, betún y el sudor genuino del esfuerzo laboral.
Allí, entre estantes llenos de zapatos de todos los estilos y tamaños posibles, estaba Don Julio, un hombre de avanzada edad, imponente pero amable. Su delantal de cuero, marcado y desgastado por años de trabajo, era como una armadura que narraba la historia de una vida dedicada a su profesión. Sus manos, callosas y robustas, maniobraban con la precisión de un cirujano y la delicadeza de un artista.
Al verme llegar con su almuerzo, los ojos de Don Julio se iluminaban detrás de sus lentes, como si mi presencia fuera el regalo más preciado del día. «¡Aquí viene mi bella flor del campo!», exclamaba con una sonrisa que parecía iluminar toda la zapatería. Su voz, grave y cálida, tenía el poder de hacer desaparecer cualquier fatiga o preocupación que pudiera estar cargando.
Mientras Don Julio se preparaba para su almuerzo, yo me deleitaba observando cómo sus manos expertas daban forma al cuero, transformando materiales inertes en obras de arte funcionales. El sonido rítmico del martillo sobre la suela, el siseo de la lezna atravesando el cuero, y el crujido del hilo encerado al ser tensado, componían una melodía hipnótica que hablaba de tradición, pasión y maestría.
En esos momentos, la zapatería se convertía en un escenario donde la magia de la creación se desplegaba ante mis ojos asombrados. Don Julio no solo reparaba zapatos; daba nueva vida a objetos gastados, restauraba esperanzas y, sin saberlo, moldeaba también nuestros corazones con cada gesto de bondad y cada palabra de aliento.
Entre el aroma a chocolate y arepas de choclo de la cocina de Carmelita, y la atmósfera mágica de la zapatería de Don Julio, Francisco y yo encontramos mucho más que un lugar de acogida en el pueblo. Descubrimos un santuario donde el amor se manifestaba en las formas más sencillas y profundas, un lugar donde la generosidad y la compasión eran tan naturales como el aire que respirábamos. En ese hogar prestado, aprendimos lecciones de vida que ningún aula podría haber contenido, forjando recuerdos que, aún hoy, nutren nuestras almas con magia y dulzura.
Mis años escolares, sin embargo, no fueron un camino de rosas. La energía que me impulsaba en nuestras aventuras matutinas parecía evaporarse entre las paredes del aula. Me sentía como un pájaro enjaulado, incapaz de comprender el mundo que me rodeaba y, a su vez, incomprendido por él.
Desarrollé una aversión casi visceral hacia ciertas prácticas escolares, especialmente aquellas relacionadas con la religión.
El Credo en latín— se convirtió en mi némesis personal. Aquellas —palabras extrañas y sonoras—debían ser memorizadas y recitadas a la perfección, un desafío que parecía diseñado para torturar nuestras mentes infantiles. El examen final era como enfrentarse a un tribunal del Santo Oficio: el cura, el alcalde y el rector, sentados como jueces implacables, escuchaban nuestros balbuceos con ceños fruncidos y miradas severas.
Aquella experiencia marcó a fuego mi percepción de la educación y la religión. ¿Cómo podía algo tan hermoso como la fe convertirse en una herramienta de tortura infantil? ¿Era este el camino para formar mentes libres y corazones compasivos?
Así transcurrieron mis primeros años de escuela, una mezcla agridulce de aventuras y desafíos, de pequeñas rebeliones y grandes descubrimientos. Entre pizarrones polvorientos y travesuras a la luz del sol, fui forjando mi carácter, aprendiendo lecciones que ningún libro podría enseñar.
Hoy, cuando cierro los ojos y evoco aquellos días, puedo sentir el polvo del camino bajo mis pies descalzos, escuchar las risas de mis compañeros y oler el aroma de las frutas recién robadas. Y me pregunto: ¿qué habrá sido de aquellos niños que una vez fuimos? ¿Conservarán en sus corazones el espíritu rebelde y aventurero que nos unía?
Quizás, en algún lugar, aún exista ese sendero polvoriento que nos llevaba a la escuela. Y tal vez, solo tal vez, si uno escucha con atención, podrá oír el eco lejano de nuestras risas, eternamente jóvenes, eternamente libres, resonando en el viento como un recordatorio de que, en el fondo de cada adulto, siempre vive un niño dispuesto a emprender una nueva aventura.
La vida en la escuela era un constante vaivén entre la curiosidad y el tedio, entre el deseo de aprender y la rebeldía contra un sistema que a menudo parecía diseñado para aplastar nuestro espíritu. Las lecciones se mezclaban en mi mente como colores en una paleta, algunas brillantes y fascinantes, otras opacas y sin vida.
Recuerdo con especial nitidez a la maestra "Magola Ramirez", una mujer menuda pero de presencia imponente. Sus ojos, oscuros y penetrantes, parecían capaces de leer nuestros pensamientos más secretos. Con voz suave pero firme, nos introducía en los misterios de la gramática y la aritmética.
Las palabras, niños —solía decir—, son como pájaros. Si las cuidas bien, volarán alto y llevarán tus pensamientos a lugares que ni siquiera puedes imaginar.
Aquellas palabras encendían mi imaginación como chispas en la oscuridad. Soñaba con historias fantásticas, con mundos lejanos y aventuras increíbles. Pero la realidad de la escuela a menudo chocaba con mis sueños, como olas contra las rocas.
Las clases de historia eran particularmente desafiantes. El profesor "Pacho Loaiza", un hombre "flacuchento" con cicatrices en su rostro y un genio endemoniado, insistía en que memorizáramos fechas y nombres sin contexto ni emoción. Su figura escuálida se erguía amenazante frente al pizarrón, la regla de madera siempre lista en su mano para castigar a quien no diera la lección.
¡La historia no es un cuento de hadas! —tronaba, golpeando el escritorio con aquella temida regla—. ¡Es una sucesión de hechos que deben ser grabados en sus cabezas huecas!
Su voz áspera reverberaba en las paredes del aula, haciendo que hasta los más valientes se encogieran en sus asientos. Los ojos de "don Pacho", hundidos en un rostro marcado por cicatrices de origen desconocido, escudriñaban la clase en busca de la más mínima señal de distracción o rebeldía.
Recuerdo con particular viveza una anécdota que aún hoy me produce un escalofrío. En un momento de infantil vanidad, saqué un pequeño espejo del bolsillo, quizás buscando comprobar si mi rostro reflejaba el temor que sentía. "Don Pacho", con su mirada de águila, detectó el brillo del cristal al instante.
—¿Qué tenemos aquí? —rugió, acercándose a mi pupitre con pasos amenazantes—. ¿Te crees muy bonito, muchacho?
El silencio en el aula se hizo tan denso que podía cortarse con un cuchillo. Sentí cómo la sangre abandonaba mi rostro mientras "don Pacho" me arrancaba el espejo de las manos.
—¡Atención todos! —anunció con sorna—. Parece que tenemos un —Narciso— entre nosotros. ¿Qué les parece si le pedimos que nos deleite con su belleza en lugar de aprender historia?
Las risas nerviosas de mis compañeros se mezclaron con mi vergüenza. "Don Pacho" continuó su diatriba, humillándome frente a toda la clase, describiendo con cruel detalle cómo mi vanidad era un insulto a la seriedad del estudio de la historia. Aquel día aprendí una dura lección, no sobre fechas o batallas, sino sobre la crueldad que puede habitar en el corazón de quienes deberían guiarnos. La cicatriz emocional que dejó aquella experiencia tardó mucho más en sanar que cualquiera de las marcas visibles en el rostro de don —Pacho Loaiza—.
Yo me rebelaba en silencio contra esta visión árida del pasado. En mi mente, la historia cobraba vida: podía ver a los conquistadores atravesando selvas inexploradas, oír el choque de las espadas en batallas épicas, sentir el dolor y la esperanza de pueblos enteros luchando por su libertad. Las tardes de los viernes eran especialmente temidas. Era entonces cuando el padre Tomás, con su sotana negra y su mirada severa, venía a impartirnos la clase de catecismo. El aula se sumía en un silencio sepulcral mientras él paseaba entre los pupitres, lanzando preguntas como dardos afilados. —¿Quién puede recitar los Diez Mandamientos? —preguntaba, sus ojos escudriñando nuestros rostros tensos—. ¿Y las obras de misericordia? ¡Vamos, que Dios no espera! Yo me hundía en mi asiento, deseando volverme invisible. Las palabras del catecismo se me enredaban en la lengua, negándose a salir en el orden correcto. Más de una vez, el padre Tomás me hizo pasar al frente de la clase como castigo por mi «falta de devoción». Pero no todo era oscuridad y temor. Había momentos de luz, instantes en que el conocimiento se abría ante nosotros como —una flor al sol—. Doña Clemencia, la bibliotecaria, era como un hada madrina en aquel reino de libros polvorientos. Con infinita paciencia, nos guiaba por los estantes, ayudándonos a descubrir tesoros ocultos entre las páginas.
Cada libro es una puerta —nos decía con una sonrisa cómplice—. Y ustedes tienen la llave en sus manos. Fue en aquella biblioteca donde descubrí a "Julio Verne" y sus viajes extraordinarios, a "Mark Twain" y —las aventuras de Tom Sawyer—, a "Juan Rulfo" y —el realismo mágico— de "Pedro Paramo". Cada libro era un universo nuevo, una invitación a soñar y a imaginar más allá de los límites de nuestra pequeña realidad.
Los recreos eran como oasis en el desierto de la rutina escolar. El patio se convertía en un campo de batalla donde librábamos épicas guerras de canicas, negociábamos complejos intercambios de estampas y compartíamos los escasos dulces que nuestros bolsillos podían permitirse. Fue durante uno de esos recreos cuando conocí a "Luz Edilia", la hija de don Eduardo Jaramillo, vecino de "Penoles". Hermosa princesa de ojos negros, su presencia era como un destello de luz en medio del bullicio escolar. Su risa, melodiosa y contagiosa, resonaba como una sinfonía en el aire, y su manera de hablar, suave y cadenciosa, me envolvía como una brisa cálida. —¿Quieres jugar conmigo? —me preguntó un día, ofreciéndome una canica de vidrio que brillaba como una estrella en su mano. Aquel simple gesto de amistad fue como un —rayo de sol atravesando las nubes—, iluminando mi mundo con su calidez. —Luz Edilia— se convirtió en mi confidente, en la compañera de mil aventuras imaginarias. Juntos, transformábamos el viejo árbol del patio en un barco pirata, la cerca del colegio en la muralla de un castillo encantado.
A medida que pasaban los años, nuestro grupo de amigos se fue consolidando. Éramos como una pequeña tribu dentro de la escuela: "Suso" con su eterna sonrisa, "Parmenio" y sus bromas ingeniosas, "Luz Edilia" con su dulzura, y yo, siempre listo para una nueva travesura. "Luz Edilia"—, con sus ojos negros como la noche y su risa cristalina, era el corazón de nuestro pequeño universo. Su presencia irradiaba una magia especial, transformando lo ordinario en extraordinario, lo cotidiano en maravilloso. Cada día con ella era una nueva aventura, una nueva historia por descubrir.
Entre juegos y risas, entre sueños y travesuras, fuimos tejiendo los hilos de una amistad que, como un tesoro oculto, guardo en lo más profundo de mi corazón. Y aunque el tiempo pase y la vida nos lleve por caminos distintos, siempre recordaré aquellos días dorados, cuando —Luz Edilia— y yo éramos los reyes de nuestro pequeño reino de fantasía.
Pero la vida, como el río que corría cerca de la escuela, seguía su curso imparable. Poco a poco, la inocencia de la infancia iba cediendo paso a las inquietudes de la adolescencia. Nuevas preguntas surgían en nuestras mentes, dudas que ni los libros ni los maestros parecían capaces de responder. —¿Qué nos depararía el futuro más allá de los muros de la escuela? ¿Cómo sería el mundo que nos esperaba, ese mundo del que tanto hablaban los adultos con una mezcla de temor y expectación? Mientras contemplo estos recuerdos, como quien hojea un viejo álbum de fotografías, me doy cuenta de que aquellos años escolares, con todas sus luces y sombras, fueron el crisol donde se forjó gran parte de quien soy hoy. Cada lección aprendida, cada castigo soportado, cada amistad forjada, fue un hilo en el tapiz de mi vida. Y me pregunto: ¿qué historias guardarán los pupitres de aquella vieja escuela? ¿Cuántos sueños, temores y esperanzas habrán sido testigos silenciosos de generaciones de niños que, como nosotros, se asomaron al mundo desde aquellas ventanas? Quizás algún día, cuando el tiempo haya suavizado los contornos de estos recuerdos, regrese a aquel lugar. Y tal vez, solo tal vez, pueda escuchar el eco de nuestras risas infantiles, el murmullo de las lecciones aprendidas y olvidadas, el susurro de los sueños que allí nacieron y que aún hoy, después de tantos años, siguen guiando nuestros pasos por los senderos de la vida. El tiempo, ese río imparable, seguía su curso, y con él, mis años en la escuela. Cada mañana, al despertar con el canto de los gallos, sentía una mezcla de emoción y aprensión. El camino hacia el conocimiento estaba sembrado de piedras y barro, literal y metafóricamente. Recuerdo vívidamente el olor a tierra mojada después de la lluvia, cómo se pegaba a nuestros pies descalzos, formando una segunda piel que nos acompañaba hasta el aula. Los maestros, con sus miradas severas, nos reprendían por ensuciar el suelo, sin comprender que llevábamos con nosotros un pedazo de nuestro mundo, de nuestras raíces. —¡Niños del demonio! —exclamaba doña Carmenza, la maestra de segundo, con una mezcla de exasperación y un dejo de cariño mal disimulado—. ¿Es que no pueden limpiarse antes de entrar? Pero, ¿cómo explicarle que ese barro era parte de nosotros, de nuestro viaje diario, de nuestra lucha contra la distancia y el tiempo? Las clases transcurrían entre el murmullo de las lecciones y el zumbido de las moscas que se colaban por las ventanas abiertas. El calor era sofocante, y nuestras mentes divagaban hacia los mangos maduros que colgaban tentadores en el patio de la escuela. Más de una vez, fui sorprendido con la mirada perdida en el horizonte, soñando con aventuras más allá de las cuatro paredes del aula. —Salazar!—la voz del maestro Jaramillo me devolvía bruscamente a la realidad—, si sigues con la cabeza en las nubes, terminarás pastoreando vacas en lugar de ser alguien en la vida. Sus palabras, aunque duras, escondían una preocupación genuina. Años después, comprendería que aquellos maestros, con sus métodos a veces cuestionables, buscaban prepararnos para un mundo que se extendía mucho más allá de nuestra pequeña comunidad. En las cálidas tardes de nuestra infancia, el charco de la quebrada "La Viejita" se convertía en un oasis de libertad y alegría, un refugio mágico donde el tiempo parecía detenerse y nuestros espíritus se elevaban con cada chapuzón. La quebrada, con su canto eterno, nos llamaba como una sirena, invitándonos a sumergirnos en sus aguas cristalinas.
El camino hacia el charco era una aventura en sí misma. Descendíamos por senderos serpenteantes, entre la exuberante vegetación que parecía querer contarnos secretos ancestrales. El murmullo de la quebrada crecía a medida que nos acercábamos, alimentando nuestra anticipación con cada paso. Al llegar, el espectáculo era sobrecogedor. El agua, tan clara que podíamos ver cada piedra en el fondo, reflejaba el cielo como un espejo líquido. Un viejo árbol, testigo silencioso de generaciones de niños jugando, extendía sus ramas sobre el charco como brazos protectores. Sus raíces, nudosas y fuertes, se entrelazaban con la orilla, creando pequeñas cuevas y escondites perfectos para nuestros juegos acuáticos. El aire estaba impregnado del aroma a tierra húmeda y hojas frescas, mezclado con el olor inconfundible del agua pura de montaña. La brisa suave hacía danzar las hojas del árbol, creando un juego de luces y sombras sobre la superficie del agua que parecía invitarnos a un mundo de fantasía. —¡El último en llegar a la orilla es una niña! —gritaba Suso, su voz rebosante de emoción y desafío. Sin pensarlo dos veces, nos lanzábamos al agua desde las ramas del árbol, nuestros cuerpos describiendo arcos perfectos en el aire antes de romper la superficie con un estruendoso chapuzón. El agua fría nos envolvía, lavando instantáneamente el polvo y las preocupaciones del día. Emergíamos riendo, sacudiendo el agua de nuestros cabellos como cachorros juguetones. Nadábamos de un lado a otro, retándonos a bucear más profundo o a aguantar más tiempo bajo el agua. Las risas y los gritos de alegría resonaban en el pequeño cañón, mezclándose con el murmullo constante de la quebrada. Éramos libres, completamente libres. Libres de las expectativas, de las reglas, de los temores que el mundo adulto intentaba imponernos. En esas tardes doradas, el charco de la quebrada "La Viejita" se convertía en nuestro reino. Jugábamos a ser exploradores, descubriendo cada recoveco de la orilla. Construíamos pequeñas presas con piedras y ramas, imaginando que éramos ingenieros de un mundo en miniatura. A veces, simplemente flotábamos boca arriba, dejando que la corriente nos meciera suavemente mientras observábamos las nubes pasar, dando rienda suelta a nuestra imaginación.
El tiempo parecía estirarse infinitamente en esos momentos de pura felicidad. Solo el cambio en la luz, cuando el sol comenzaba a ocultarse tras las montañas, nos recordaba que debíamos regresar a casa. Salíamos del agua con los dedos arrugados y los corazones llenos, llevando con nosotros la frescura y la alegría del charco. Esas tardes el charco de la quebrada "La Viejita" eran como un bálsamo para nuestras almas infantiles, un paréntesis de pura alegría en medio de las dificultades cotidianas. Cada chapuzón, cada risa compartida, cada desafío superado, forjaba lazos entre nosotros más fuertes que cualquier atadura física.
En ese pequeño paraíso acuático, aprendimos lecciones que ningún aula podría enseñar: el valor de la amistad, la importancia de vivir el momento presente, y la belleza simple y profunda de la naturaleza. El charco de la quebrada "La Viejita" no era solo un lugar de juegos; era un santuario donde nuestros espíritus se renovaban, donde la magia de la infancia se manifestaba en su forma más pura y cristalina.
Hoy, tantos años después, el recuerdo de esas tardes sigue vivo en mi memoria, tan fresco y revitalizante como las aguas de aquella quebrada. Y en los momentos difíciles, cierro los ojos y casi puedo sentir la caricia del agua, escuchar las risas de mis amigos, y volver a ser, por un instante, aquel niño libre y feliz en el charco de la quebrada "La Viejita". Hoy, cuando cierro los ojos, puedo sentir aún el polvo del camino bajo mis pies descalzos, oír las risas de mis compañeros resonando en el patio, y ver el rostro de Luz Edilia iluminado por el sol de la tarde. Y me doy cuenta de que, aunque el tiempo pase y los caminos se bifurquen, una parte de mí siempre permanecerá en aquella pequeña escuela, junto al río, donde aprendí las lecciones más importantes de la vida. — ¿Qué habrá sido de mis compañeros? ¿Habrán realizado sus sueños? ¿Recordarán, como yo, aquellos días con una mezcla de nostalgia y gratitud? Quizás algún día nuestros caminos vuelvan a cruzarse, y podamos compartir las historias de las vidas que hemos vivido, de los sueños que hemos perseguido. Mientras tanto, guardo estos recuerdos como un tesoro, como un recordatorio de dónde vengo y de todo lo que he aprendido. Y cuando la vida se vuelve difícil, cuando el mundo parece demasiado grande y complejo, cierro los ojos y vuelvo a ser aquel niño descalzo, corriendo por un camino polvoriento hacia la aventura del conocimiento. — Porque al final, ¿no es eso la vida? Un largo camino de aprendizaje, de descubrimientos, de caídas y levantadas. Y en ese camino, las lecciones más valiosas no siempre se encuentran en los libros, sino en las experiencias compartidas, en las amistades forjadas, en los desafíos superados. Así que, mientras el sol se pone en el horizonte de mi memoria, me permito soñar una vez más con aquellos días dorados. Y en ese sueño, vuelvo a ser el niño que fui, lleno de curiosidad y esperanza, listo para enfrentar el mundo con una sonrisa en los labios y el corazón abierto a todas las posibilidades que la vida tiene para ofrecer. El paso del tiempo no ha logrado borrar la esencia de aquellos días. A veces, en las noches silenciosas, cuando el mundo duerme y los recuerdos afloran como burbujas en un estanque tranquilo, me encuentro de nuevo en aquella vieja escuela. —Puedo sentir el roce áspero de la madera de los pupitres, gastada por generaciones de estudiantes. El olor a tiza y a libros viejos invade mis sentidos, transportándome a un tiempo donde cada día era una nueva aventura por descubrir. Recuerdo con especial claridad una mañana de primavera. El aire estaba cargado con el aroma dulce de los naranjos en flor, y una brisa suave se colaba por las ventanas abiertas del aula. La maestra Magola había decidido que ese día la clase sería al aire libre. Niños —dijo con una sonrisa cómplice—, hoy aprenderemos de la naturaleza. Nos condujo hasta un claro cercano, donde el pasto crecía alto y verde, salpicado de flores silvestres. Nos sentamos en círculo, nuestros ojos brillantes de expectación. —Cierren los ojos —nos instruyó—. Escuchen el mundo a su alrededor. En ese momento de silencio, el mundo cobró vida de una manera que nunca antes había experimentado. El zumbido de las abejas, el susurro del viento entre las hojas, el canto lejano de un pájaro... Cada sonido era una nota en la sinfonía de la naturaleza. —Ahora —continuó la maestra—, quiero que cada uno de ustedes me cuente qué escuchó, qué sintió. Uno a uno, compartimos nuestras experiencias. Luz Edilia habló del canto de los pájaros, comparándolo con una conversación secreta. Parmenio describió el viento como un gigante invisible que acariciaba la hierba. Yo hablé del zumbido de las abejas, imaginándolas como pequeñas mensajeras entre el cielo y la tierra. La maestra "Magola" nos escuchaba con atención, sus ojos brillando de orgullo y emoción. —Ven, niños —dijo al final—, la poesía no solo está en los libros. Está en el mundo que nos rodea, en cada hoja, en cada piedra, en cada gota de rocío. Solo necesitamos abrir nuestros corazones para escucharla. Esa lección se grabó en mi alma con la fuerza de un hierro candente. Desde ese día, comencé a ver el mundo con otros ojos. Cada detalle, por pequeño que fuera, se convirtió en una fuente de asombro y descubrimiento. Los días siguieron su curso, cada uno trayendo consigo nuevas experiencias y aprendizajes. Recuerdo la emoción de mi primer poema, garabateado en un cuaderno viejo durante una tarde lluviosa. Las palabras fluían como el agua de un manantial recién descubierto, torpes pero sinceras. Lo compartí tímidamente con Luz Edilia, cuya sonrisa iluminó el día gris. —Es hermoso —dijo, sus ojos brillando con algo que no supe identificar entonces—. Un día serás un gran escritor. Sus palabras plantaron una semilla en mi corazón, una semilla que germinaría y crecería con los años, alimentada por cada libro leído, cada historia escuchada, cada experiencia vivida. El final del año escolar se acercaba, y con él, la promesa del verano y la incertidumbre del futuro. Una tarde, mientras regresábamos a casa por el camino polvoriento, Suso rompió el silencio con una pregunta que nos dejó pensativos: —¿Creen que siempre seremos amigos? Nos detuvimos, mirándonos unos a otros. El sol poniente bañaba el paisaje en tonos dorados, dando un aire casi mágico al momento. Pase lo que pase —dije finalmente—, esto, lo que somos ahora, lo que hemos vivido juntos, nadie podrá quitárnoslo. Parmenio asintió solemnemente. —Es un pacto entonces —declaró—. Sin importar dónde nos lleve la vida, siempre seremos los niños de la Hacienda Dinamarca. Sellamos nuestro pacto con un apretón de manos, nuestros ojos brillantes con lágrimas no derramadas y promesas silenciosas. Esa noche, acostado en mi cama, escuchando los sonidos familiares de la noche rural, sentí que estaba al borde de algo grande, de un cambio inevitable. El futuro se extendía ante mí, vasto e inexplorado, lleno de posibilidades y desafíos. Pero en ese momento, en la quietud de la noche, me sentí en paz. Porque sabía que, sin importar lo que el destino tuviera reservado para mí, llevaría siempre conmigo el tesoro de aquellos días: la amistad inquebrantable, las lecciones aprendidas, los sueños compartidos. —Así, con el corazón lleno de esperanza y la mente rebosante de sueños, me entregué al sueño, listo para enfrentar lo que el mañana pudiera traer. —Ahora, tantos años después, mientras escribo estas líneas, siento que de alguna manera he cumplido la profecía de Luz Edilia. Me he convertido en un contador de historias, un guardián de recuerdos. Y en cada palabra que escribo, en cada historia que cuento, late el corazón de aquel niño que una vez recorrió cinco kilómetros de camino polvoriento para llegar a la escuela, soñando con mundos por descubrir y aventuras por vivir. —Porque al final, ¿no es eso la vida? Una gran historia que escribimos día a día, página a página, con nuestras decisiones, nuestros amores, nuestros miedos y nuestras esperanzas. Una historia en la que cada capítulo nos prepara para el siguiente, en la que cada personaje que encontramos deja una huella indeleble en nuestro corazón. —Y mientras el sol se pone en el horizonte de mis recuerdos, tiñendo el cielo de mi memoria con tonos de nostalgia y gratitud, me permito soñar una vez más con aquellos días dorados. Porque en esos sueños, en esos recuerdos, encuentro la fuerza para seguir adelante, para seguir escribiendo mi historia, para seguir siendo aquel niño curioso y soñador que una vez fui, que en el fondo, siempre seré. --------------------------------------------------------- <<CAPITULOS DEL LIBRO >> —-------------------------------------------------------
- 0 - ROLOGO Pinceladas de Recuerdos
- 22 -Una Melodía de Anhelos y Desencuentros
26 -Del Humor al Recuerdo: Historias del Banco y Sus Personajes
- 29.-Cuando el Banco se Convierte en tu Segundo Hogar
- 30.-Historias de Amigos y Aventuras: Galería de personajes bancarios
- 31.-Raspando la «olla anecdótica
- 32.-El Pulso de una Ciudad: Medellín entre la Nostalgia y el Temor
- 33.-Semillas al viento: La odisea de la familia Salazar Suárez
- 34. -Medellín en los 80: Memorias de una Ciudad en Dualidad
- 35.-Maleta de Sueños: Crónica de un Viaje sin Retorno
- 36.-Quemando las naves del destino
- 37.-Aromas de esperanza: Renacimiento en el barrio griego de Montreal
- 38.-La Huella del Exilio: Entre el Frío y la Esperanza
- 39.-Danza de Recuerdos: Espejismos en la nieve
- 40.-Un Alma Suspendida entre Dos Mundos
- 41.-Entre Sombras y Lluvia: Memorias de un Alma Errante
- 42.-El Laberinto del Renacimiento: Un Viaje del Alma
- 43.-El Refugio de la Esperanza: La eternidad de un instante
- 44.-Entre risas y lágrimas: El dulce misterio de vivir
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Abelardo al leer tus memorias, con una exactitud de los acontecimientos, parece que te estuviera viendo visiblemente lo que en cada momento estabas viviendo.Nos haces renovar de nuestra memoria muchos aportes de mi infancia. Felicitaciones y te recuerdo con mucho cariño y admiración como escritor y pintor. Tu compañera y amiga Ligia Isabel
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