No 34 «Medellín en los 80: Memorias de una Ciudad en Dualidad»
Capítulo 34
«Medellín en los 80: Memorias de una Ciudad en Dualidad»
La memoria guarda sus propios rincones—oscuros, polvorientos, atravesados por ráfagas de luz que ya no sé si son del recuerdo o del deseo. Allí, en esos pliegues del tiempo donde las sombras danzan con los últimos rayos del sol, Medellín emerge como una ciudad doble: la del día y la de la sombra, la del café matutino y la del disparo nocturno. Los años 80 no fueron una década; fueron una herida que nunca terminó de abrirse del todo, ni de cerrarse tampoco. Las calles que antaño fueron cuna de risas infantiles y serenatas bajo la luna se transformaron en un laberinto de sueños rotos y ambiciones desmedidas, donde el nombre de Pablo Escobar resonaba como un mantra oscuro, un conjuro que metamorfoseaba el paisaje urbano en un escenario de contradicciones perpetuas.
Dicen—lo repetían en voz baja en las oficinas del banco, entre café y cigarrillo, con esa mezcla de fascinación y terror que caracterizaba todas nuestras conversaciones en aquellos años—que el joven Escobar comenzó robando lápidas. Nombres de muertos ajenos que vendía como si fueran promesas de mármol. Qué ironía más amarga, qué prefiguración macabra: comerciar con la muerte antes de convertirse en su profeta más brutal. Luego vinieron los electrodomésticos, los cigarrillos, esas mercancías menores que apenas anunciaban el imperio que vendría después. Pero fue la cocaína—esa nieve maldita que bajaba de las montañas como un río blanco—la que lo catapultó hacia un poder que ninguno de nosotros, simples ciudadanos atrapados en la rutina de nuestras vidas pequeñas, podíamos siquiera imaginar.
Con una visión casi empresarial, revolucionó el tráfico de drogas. Estableció laboratorios en la selva—fábricas de polvo blanco escondidas entre la vegetación como templos de un culto perverso—, creó rutas de distribución innovadoras que atravesaban continentes enteros, y sobornó a políticos y autoridades a una escala nunca antes vista. Su lema lo repetían los muchachos en las esquinas, lo susurraban los taxistas, lo sabían de memoria los tenderos: plata o plomo. Dos palabras que contenían todo un universo de terror, un mantra que decidía quién vivía y quién moría, quién se rendía y quién desaparecía en la noche sin dejar más rastro que el llanto de una madre.
Su ascenso fue tan impresionante como perturbador. En cuestión de años, pasó de ser un ladrón de barrio a convertirse en el patrón de Medellín. Las cantidades de dinero que manejaba eran tan obscenas que—según contaban, y uno nunca sabía qué era verdad y qué era leyenda en esa ciudad donde la realidad y el mito se entrelazaban como amantes—gastaba miles de dólares mensuales sólo en bandas de goma para atar los fajos de billetes. Mientras tanto, en los barrios del centro, familias enteras vivían con menos de lo que él quemaba en una noche de fiesta.
Nosotros, los ciudadanos comunes, éramos testigos silenciosos y aterrados de cómo Escobar transformaba no sólo la ciudad sino el tejido ético de la sociedad. Veíamos surgir barrios enteros de la noche a la mañana, financiados con dinero que olía a sangre y a cocaína. Observábamos cómo jóvenes de las comunas pasaban de la pobreza extrema a conducir autos de lujo en cuestión de semanas, todo por unirse a las filas de sicarios. Su poder de corrupción era tal que logró infiltrarse en todas las esferas de la sociedad, desde políticos de alto rango hasta humildes policías de tránsito. Nadie parecía inmune a la tentación del dinero fácil que Escobar ofrecía. Incluso llegó a ser elegido como suplente en el Congreso de la República, una movida que demostraba su ambición de legitimarse en el poder político, de lavarse las manos manchadas de sangre con el agua turbia de la política colombiana.
La transformación de Medellín bajo el reinado de Escobar fue tan dramática como traumática. La ciudad, en otro tiempo conocida como la de la eterna primavera, se convirtió en la capital mundial del narcotráfico. Las calles que antes resonaban con el bullicio del comercio y la industria ahora vibraban con el eco de las balas y el rugir de las motos de los sicarios. Y así, en menos de una década, Pablo Escobar pasó de ser un delincuente de poca monta a convertirse en el narcotraficante más poderoso del mundo, dejando a su paso una estela de sangre, corrupción y una ciudad irreconocible para aquellos que la habíamos amado en su inocencia perdida.
Cada acción de Escobar cambiaba el panorama urbano, convirtiendo calles normales en territorios controlados donde la vida valía menos que una bala. Su creciente riqueza y poder no sólo alteraban su propio destino sino también el de todos aquellos que se cruzaban en su camino, para bien o para mal—aunque el mal, hay que decirlo, era mucho más frecuente que el bien.
En mi papel como visador en el banco—revisor y controlador manual de cheques por pagar—me convertí en el guardián de un umbral financiero invisible, donde los números danzaban una coreografía compleja sobre el sagrado listado de saldos. Este documento era la radiografía económica de la ciudad, conteniendo los secretos financieros de cientos de clientes, sus fortunas y sus miserias condensadas en columnas de cifras que yo descifra como quien lee un texto sagrado.
Mis manos conocían el ritual: verificar la firma—ese garabato que podía significar vida o muerte—, revisar la fecha, examinar el endoso en el reverso, comprobar contra la lista de cheques contra-ordenados o anulados. Cada cheque era un pequeño enigma que yo descifraba con la meticulosidad de un orfebre, consciente de que cada error podría costarme mi sustento. Examinaba minuciosamente cada documento para detectar posibles falsificaciones o adulteraciones en letras o números. Colocaba el papel bajo la lámpara ultravioleta y esperaba, conteniendo la respiración. A veces, cuando la tinta revelaba su falsedad, sentía un alivio culpable: otro desastre evitado, otra transacción que no terminaría siendo mi responsabilidad financiera.
Porque esa era la espada que pendía sobre nuestras cabezas como una amenaza constante: si por algún motivo se pagaba un cheque indebidamente, el empleado debía asumir la responsabilidad financiera completa. Una injusticia que aceptábamos como quien acepta la lluvia: sin preguntas, sin protestas, porque protestar significaba perder el empleo en una ciudad donde el trabajo honesto era cada vez más escaso.
El paso final consistía en pasar el cheque por una máquina perforadora que marcaba "PAGADO" junto con la fecha. En un rincón, yo añadía mis iniciales, dando el visto bueno para que el cajero procediera con el pago. Este ritual se repetía incesantemente, tanto para los cheques pagados por ventanilla como para aquellos que llegaban en el canje nocturno.
Desde mi escritorio, ubicado detrás de los cajeros, veía cómo sus manos se movían con la precisión de prestidigitadores: billetes que aparecían y desaparecían, cifras que danzaban entre los dedos como mariposas de papel. Manipulaban el dinero con una destreza que rayaba en lo artístico, y yo me preguntaba cuántas de esas transacciones eran limpias, cuántas llevaban el sello invisible de la cocaína y la violencia.
La responsabilidad era inmensa. Cada cheque verificado y cada saldo actualizado era una decisión que podía cambiar vidas. En una ciudad donde el dinero fluía como ríos de tinta verde—algunos limpios, otros turbios, la mayoría imposibles de distinguir—mi trabajo era mantener un semblante de orden en medio del caos financiero.
Y pasaban los cheques de los barones del narcotráfico por mis manos cual decretos celestiales, capaces de crear fortunas o hundirlas en el abismo. En aquella época, antes de que la tecnología digital se infiltrara en cada rincón de nuestras vidas, cada transacción era un rito artesanal, casi sagrado. Un baile de pluma y papel que revelaba los secretos financieros de una sociedad en plena efervescencia, una danza donde el dinero legal y el ilegal se entrelazaban hasta volverse indistinguibles.
Había un cheque—lo recuerdo con nitidez perturbadora, aunque a veces me pregunto si no fue una alucinación nacida del agotamiento—que pasó por mis manos tres veces en la misma semana. Cada vez con fecha diferente, cada vez firmado por la misma mano temblorosa, pero el papel... el papel olía a tierra mojada, como si hubiera sido enterrado y desenterrado. Los cajeros no lo notaban. Yo sí. Y cada vez que lo visaba, sentía un peso inexplicable en el pecho, como si ese pedazo de papel cargara con más que números: cargaba con destinos, con vidas que se entrecruzaban en dimensiones que yo no alcanzaba a comprender. Nunca supe de quién era ese cheque. Nunca volví a verlo después de esa semana. Pero a veces, en las noches de insomnio que vinieron después, me pregunto si realmente existió o si fue un presagio, una advertencia silenciosa de todo lo que vendría.
En medio de este torbellino financiero y social, nosotros, los empleados de cuentas corrientes, éramos como tejedores de una red invisible de relaciones y favores. Atendíamos directamente a los clientes, y este contacto cercano nos otorgaba ciertos privilegios, pequeñas migajas de poder en un festín de gigantes. Un favor aquí, una gestión urgente allá, una llamada discreta para confirmar un saldo... pequeñas atenciones que, en apariencia, no costaban nada pero que en realidad nos convertían en piezas de un engranaje mucho más complejo.
Estas pequeñas atenciones, aparentemente insignificantes, eran como semillas plantadas en un terreno fértil. Con el tiempo, florecían en forma de regalos que llegaban en los momentos más inesperados del año. No eran sobornos, no, nada tan burdo o explícito—o al menos eso nos decíamos para poder dormir por las noches. Eran más bien muestras de gratitud, gestos que difuminaban la línea entre el servicio profesional y una relación casi personal, casi íntima en su complicidad silenciosa.
Una botella de whisky en Navidad, una caja de puros habanos en un cumpleaños, entradas para un evento exclusivo... estos obsequios caían sobre nosotros como una lluvia suave pero constante, recordándonos que en este mundo de números y transacciones, las relaciones humanas seguían siendo la moneda más valiosa. Esta danza de favores y atenciones creaba un ecosistema complejo dentro del banco. Éramos más que simples empleados; nos convertimos en confidentes, en guardianes de secretos financieros y personales. Conocíamos los altibajos de los negocios de nuestros clientes, sus victorias y sus derrotas, sus ascensos meteóricos y sus caídas en desgracia.
Pero había preguntas que flotaban en el aire, nunca formuladas en voz alta: ¿Cuántos de estos regalos provenían de dinero limpio? ¿Cuántos eran fruto de negocios que preferíamos no conocer en detalle? En esa época, en esa ciudad donde el dinero del narcotráfico se mezclaba con el de los negocios legítimos como agua y aceite en una emulsión perfecta, era difícil—imposible, tal vez—saber dónde terminaba la cordialidad y dónde comenzaba la complicidad.
Cada sonrisa, cada gesto amable, cada regalo envuelto en papel brillante, eran piezas de un rompecabezas más grande y complejo, un retrato de una sociedad en el filo de la navaja entre la legalidad y el submundo. Y nosotros, los empleados de cuentas corrientes, nos encontrábamos en el epicentro de este terremoto silencioso, equilibristas en una cuerda floja tendida sobre un abismo de moral ambigua y lealtades cambiantes.
Pero más allá de los muros del banco, la ciudad palpitaba con una energía febril, enferma. Los llamaban sicarios—palabra que sonaba casi a oficio respetable, como carpintero o panadero—y eran niños. Niños con rostros de ángel y dedos entrenados para el gatillo, poblando las calles como espectros de una inocencia perdida antes de tiempo. Los llamaban también "desechables", una etiqueta cruel para vidas que apenas comenzaban a florecer, vidas que se marchitaban antes de conocer la primavera completa.
Sus sueños eran de una simplicidad desgarradora: una moto y regalarle una casa a la cucha. Nada más. Por esos dos anhelos—tan modestos, tan humanos, tan conmovedoramente pequeños—estaban dispuestos a segar vidas, a convertirse en ángeles caídos que decidían destinos con la misma facilidad con que otros de su edad elegían qué película ver en el cine o qué helado comprar en la tienda de la esquina.
Estos muchachos, atando en sus pulsos los escapularios de la Virgen del Carmen como si fueran miras telescópicas místicas, buscaban en la fe la puntería que su inexperiencia les negaba. Se ataban estos amuletos sagrados a la muñeca derecha, la que apretaba el arma, fusionando devoción y destrucción en un solo gesto incomprensible. Era una paradoja viviente que recorría las calles de Medellín con el peso de la muerte sobre sus hombros adolescentes.
Sus ojos, aún brillantes con la chispa de la juventud, contrastaban con la frialdad de sus acciones. Rezaban antes de matar, pedían perdón después de hacerlo, en un ciclo interminable de pecado y arrepentimiento que no era hipocresía sino algo más perturbador: fe genuina entrelazada con la violencia como las raíces de dos árboles que crecen juntos hasta volverse indistinguibles. La muerte se había convertido en su oficio, y la fe en su escudo, en su única forma de mantener la cordura en medio de la barbarie.
En las esquinas de los barrios, estos ángeles caídos jugaban a ser dioses, decidiendo quién vivía y quién moría con la ligereza con que se tira una moneda al aire. El rugido de sus motos se mezclaba con el eco de oraciones murmuradas, creando una sinfonía urbana tan siniestra que era el latido mismo de una ciudad sumida en el caos.
Y había un rito de iniciación—nunca lo presenciaste directamente, pero lo sabías, todos lo sabíamos, era un secreto a voces que circulaba entre susurros—: debían matar a alguien inocente primero. Un transeúnte cualquiera, alguien que caminaba por la calle sin saber que su vida terminaría siendo una prueba, una ofrenda macabra para demostrar lealtad. Cada disparo certero, cada víctima anónima, se convertía en un tributo perverso para sus patrones, una demostración de que el nuevo sicario tenía lo necesario para el oficio: la capacidad de matar sin preguntar, sin dudar, sin sentir. La ciudad se había transformado en un campo de entrenamiento donde la vida humana valía menos que la admiración de un patrón criminal.
Y en medio de este caos surrealista, los narcos—esos nuevos reyes de un reino maldito—acudían cada martes a los pies de la Virgen María Auxiliadora en Sabaneta. Allí, entre cirios, velas y susurros que olían a incienso y a culpa, sus plegarias se elevaban como el humo, pidiendo "milagros" para que sus cargamentos "coronaran". Era una procesión grotesca, donde la fe y el crimen se entrelazaban en un abrazo obsceno, una alegoría viviente de una ciudad que había perdido el norte de su brújula moral.
Estos traquetos, con sus camisas de seda y cadenas de oro tan gruesas como sus conciencias—o como la ausencia de ellas—, transitaban por la delgada línea entre la opulencia y la barbarie. Sus fincas, verdaderos palacios de mal gusto, se alzaban como monumentos a la decadencia, con piscinas llenas de champán y zoológicos privados donde tigres de bengala rugían su hastío existencial.
En sus fiestas, la cocaína fluía como ríos de nieve maldita, bautizando a políticos, empresarios y estrellas en una comunión profana. El dinero, sucio y ensangrentado, se quemaba en hogueras de vanidad, iluminando noches interminables donde la muerte bailaba disfrazada de placer. La ostentación no se limitaba a lo material: hubo quienes, en un alarde de poder que rayaba en la locura, pagaron para que aviones escribieran sus nombres en el cielo durante días enteros, o quienes compraron islas completas sólo para celebrar una fiesta de fin de semana.
Para estos narcotraficantes, la ostentación no era sólo su religión y el exceso su dogma; era su forma de reescribir las reglas de una sociedad que alguna vez los marginó. Cada acto de derroche era un grito de desafío, una burla sangrienta a la ley y al orden establecido, una forma de decir: "Hemos llegado, y nada volverá a ser igual". Pero bajo este brillo cegador, se escondía una realidad sombría que todos conocíamos y nadie se atrevía a nombrar en voz alta.
Sus manos, enjoyadas y manicuradas, estaban manchadas con la sangre de jueces, policías y civiles inocentes. Cada gramo de cocaína que enviaban al norte dejaba tras de sí una estela de vidas destruidas, familias rotas y sueños truncados. En los barrios populares, se erigían como mesías del crimen, repartiendo dinero y favores, comprando lealtades a precio de balas. Construían escuelas y canchas de fútbol con una mano, mientras con la otra firmaban sentencias de muerte. Eran los nuevos Robin Hood de una era perversa, robando a la sociedad su futuro para regalar migajas en el presente.
La ciudad de la eterna primavera se transformó en un teatro de contrastes violentos, donde la miseria y la riqueza bailaban un tango macabro. En cada esquina, la vida y la muerte se desafiaban en un juego perverso, mientras el eco de los disparos y el tintineo de las monedas se mezclaban con el triste llanto de las madres que perdían a sus hijos, uno tras otro, en una procesión interminable de ataúdes pequeños.
Medellín: Entre cicatrices y esperanza
Ladrillos de memoria, ríos de olvido
Al sumergirme en estas memorias, siento que navego por aguas turbulentas, donde los restos de un naufragio arrastran consigo la inocencia colectiva de toda una generación. La Medellín de los 80 no fue sólo una ciudad; fue un crisol ardiente donde los sueños más brillantes se fundieron con las pesadillas más oscuras. La línea entre el bien y el mal se desdibujó como un trazo en la arena, barrido por la marea implacable de la violencia y la ambición, hasta que ya no supimos—ninguno de nosotros—de qué lado estábamos parados.
La voz de doña Carmen se alza en medio del silencio de la tarde mientras me sirve café en su balcón del barrio Boston. El aroma—denso, casero, cargado de memoria—se mezcla con el humo de los buses que suben por la calle, y su mirada, gastada pero viva, contempla la ciudad como quien observa un paisaje al que ya no pertenece del todo.
"¿Te acordás de cuando podíamos dormir con las ventanas abiertas?" Su pregunta no espera respuesta; es más bien un lamento disfrazado de nostalgia. Sus manos arrugadas juegan con la taza de cerámica, trazando círculos lentos sobre el borde, como siguiendo el rastro de recuerdos que se desvanecen. "Esos tiempos no volverán, m'hijo." Suspira, y en ese suspiro cabe toda una ciudad perdida, todas las noches serenas que jamás regresarán. "Pero tampoco quisiera que volvieran los otros..."
Su voz se quiebra—no del todo, sólo un poco, lo suficiente para que yo note la grieta—y el ruido de una motocicleta que acelera en la distancia se lleva el peso de sus palabras, como si la ciudad misma las hubiera arrebatado antes de que pudieran terminar de formarse.
Las calles guardan memoria, pienso al despedirme de ella. Cada esquina, cada fachada renovada con pintura fresca que no logra ocultar las cicatrices de las balas, parece susurrar ecos de un pasado que la ciudad no puede borrar por más que lo intente. En el Parque Bolívar, don Rafael, el tendero que lleva cuarenta años en la misma esquina—cuarenta años viendo pasar la historia como quien ve pasar el río—, me recibe con una sonrisa ladeada. Su tienda, pequeña y abarrotada, conserva el olor de los años: una mezcla de cartón, galletas viejas y nostalgia condensada.
"Acá aprendimos que el infierno no está abajo, parcero..." me dice mientras acomoda unas cajas, sus manos curtidas moviéndose con la automaticidad de quien ha repetido el mismo gesto miles de veces. Su voz tiene el filo de quien ha visto demasiado, de quien sabe cosas que preferiría no saber. "El infierno lo construimos nosotros mismos, ladrillo a ladrillo, miedo a miedo."
La frase queda flotando en el aire de la tienda, tan pesada como los recuerdos que él no menciona pero que se leen en sus ojos—recuerdos de muchachos del barrio que salieron una tarde y nunca regresaron, de tiroteos que interrumpían las sobremesas familiares, de noches enteras en que nadie se atrevía a asomarse a la ventana.
Más tarde, subo hasta la parroquia del padre Guillermo en Manrique. El templo, sencillo y silencioso, tiene un suelo de madera que cruje bajo mis pasos como si protestara por el peso de todos los secretos que ha escuchado. El padre está sentado en un banco junto al altar, sus manos curtidas recorriendo el rosario gastado que siempre lleva consigo, las cuentas brillantes de tanto uso.
"La ciudad es como esos niños que crecieron sin padre", reflexiona, su voz resonando en el espacio vacío del templo. "Por fuera se ven fuertes, prósperos... pero por dentro cargan preguntas que nadie les ha respondido."
Sus palabras me golpean con la fuerza de la verdad revelada, mientras el sol de la tarde se filtra por los vitrales, iluminando un espacio donde lo sagrado y lo terrenal parecen confundirse, donde las oraciones y las confesiones se mezclan en el aire como incienso invisible.
"Cada vez que inauguran un nuevo edificio, yo me pregunto: ¿Cuántas historias quedaron sepultadas bajo esos cimientos?" El padre Guillermo hace una pausa, sus ojos perdidos en algún punto del altar. "¿Cuánta sangre se mezcló con el cemento? ¿Cuántas lágrimas con el agua que usaron para construir?"
Camino hasta el Parque de los Deseos con Julia, una profesora que ha dedicado su vida a enseñar a los jóvenes de Medellín, a tratar de darles lo que ella llama "las herramientas para construir futuros diferentes". A sus 60 años, su andar es pausado pero firme, y sus ojos tienen el brillo de quien ha visto cómo la ciudad se reconstruye desde las cenizas, lentamente, dolorosamente.
"Ahora tenemos metro, bibliotecas, parques biblioteca", dice, enumerando los logros de una ciudad que ha buscado reinventarse, que se ha empeñado en escribir una historia nueva sobre las páginas manchadas de la anterior. Nos detenemos frente a un grupo de jóvenes que practican break dance sobre el pavimento, sus cuerpos moviéndose con la libertad que parecía imposible en otros tiempos, cuando salir a bailar a la calle era jugarse la vida.
Julia los observa en silencio, y algo en su expresión se suaviza. Su voz se quiebra ligeramente cuando añade: "Pero también tenemos memoria. Y tal vez esa sea nuestra mayor fortaleza: no olvidar de dónde venimos, mientras decidimos hacia dónde vamos. Porque si olvidamos, si borramos todo y hacemos como si nada hubiera pasado, estamos condenados a repetir los mismos errores."
La respuesta a las preguntas que me hago—y que se hacen doña Carmen, don Rafael, el padre Guillermo y Julia—no es sencilla. Es esquiva como un río que nunca deja de cambiar su cauce pero que sigue fluyendo, arrastrando consigo lodo y peces muertos pero también semillas que germinarán río abajo. Medellín, con sus calles renovadas y sus corazones llenos de cicatrices, sigue siendo un espejo de contrastes. Allí, la esperanza y el temor bailan un eterno tango, un vaivén que nos recuerda que la historia nunca desaparece, sólo se transforma, se disfraza, espera agazapada en las esquinas para recordarnos quiénes fuimos.
"¿Sabés qué es lo más verraco de todo?" me pregunta un taxista mientras atravesamos la ciudad iluminada por el atardecer, las luces encendiéndose una tras otra como velas en un altar gigantesco. Su voz tiene ese tono particular de los paisas, mezcla de orgullo y resignación. "Que a pesar de todo lo que vivimos, seguimos aquí, pa'lante. Como dice el dicho: 'Medellín me hiede, pero me puede'."
Su risa, cargada de resignación y orgullo a partes iguales, se mezcla con el ruido de la ciudad que nunca duerme, un eco de todas las risas que han sobrevivido al dolor, al miedo y al olvido—risas que son, tal vez, la única forma de resistencia que nos queda.
Entre Firmas y Balas: La Tragedia de Guillermo Cano
En la convulsa Medellín de los años 80, donde la esperanza se desvanecía entre las montañas como niebla matinal, el destino me condujo a las entrañas de una institución financiera. Allí, como visador de cuentas corrientes, me convertí en un observador privilegiado—y aterrado—de la vida secreta de la ciudad.
Cada día, miles de cheques desfilaban ante mis ojos, cada uno un relato cifrado en números y firmas. Mis manos, guardianas de la autenticidad, se volvían testigos involuntarios de los sueños, las ambiciones y las tragedias que se ocultaban detrás de cada transacción. Yo creía entonces que mi trabajo era neutral, que simplemente verificaba documentos. Qué ingenuo fui. Cada cheque que visaba era una pieza en un rompecabezas gigantesco cuyas dimensiones completas sólo llegaría a comprender más tarde, cuando ya fuera demasiado tarde para retroceder.
Fue en diciembre de 1986 cuando mi rutina bancaria se entrelazó con uno de los episodios más sombríos de nuestra historia reciente: el magnicidio de Guillermo Cano, director del periódico El Espectador. Don Guillermo, un hombre valiente que se atrevió a ser el primero en denunciar las actividades criminales de Pablo Escobar, pagó con su vida el precio de decir la verdad en voz alta en un país donde la verdad se había vuelto el crimen más peligroso de todos.
La noticia del asesinato sacudió a Medellín y al país entero como un terremoto moral aquella fatídica noche del 17 de diciembre de 1986. La ciudad entera parecía sumida en un silencio sepulcral, roto sólo por el eco de las sirenas y el murmullo incrédulo de los noticieros que repetían una y otra vez los detalles del crimen. Yo, desde mi modesto escritorio en el banco, no podía ni remotamente imaginar que un simple cheque que había pasado por mis manos—uno más entre miles, aparentemente idéntico a todos los demás—estaría conectado con este crimen atroz que marcaba un punto de inflexión en la historia de Colombia.
Días después, mientras la conmoción aún vibraba en el aire como una nota musical sostenida demasiado tiempo, la verdad cayó sobre mí como un balde de agua fría. La moto Yamaha DT-175 color rojo, utilizada por los sicarios para acabar con la vida de don Guillermo Cano, había sido comprada con un cheque de un cliente de nuestra entidad bancaria. Era un cheque que yo mismo había visado, siguiendo la rutina diaria de mi trabajo, colocándolo bajo la luz ultravioleta, verificando la firma, añadiendo mis iniciales en la esquina.
Aquel pedazo de papel, aparentemente inofensivo, se había convertido en el eslabón que conectaba el mundo financiero con el submundo del crimen organizado. Mis iniciales—mi firma, mi aprobación—estaban en ese cheque. Este descubrimiento fue el detonante que desencadenó una investigación exhaustiva por parte de las autoridades.
De repente, nuestro banco se convirtió en el epicentro de una tormenta judicial. Investigadores del DAS y de la Fiscalía comenzaron a escudriñar minuciosamente cada transacción, cada firma, cada movimiento bancario relacionado con esa cuenta en particular. Y yo, sin buscarlo, me encontré en el ojo de ese huracán, convertido en una pieza clave de un rompecabezas macabro que iba mucho más allá de las paredes de nuestra sucursal bancaria.
Los días siguientes se convirtieron en un torbellino de interrogatorios y miedo. El banco se transformó en una fortaleza donde los jueces, guardianes de una justicia cada vez más frágil, nos interrogaban bajo juramento. Mis compañeros y yo desmenuzábamos cada detalle: el mensajero de mirada esquiva que cobraba los cheques, la secretaria que llamaba para consultar saldos con una voz demasiado dulce, los patrones de movimientos que ahora cobraban un significado siniestro.
Sin embargo, lo que más me inquietaba era el velo de silencio que envolvía todo el asunto. Entre nosotros, los interrogados, reinaba una ignorancia colectiva sobre la verdadera magnitud y gravedad del caso. Las preguntas de los jueces, repetitivas y aparentemente superficiales, no hacían más que aumentar nuestra confusión. Nos preguntaban lo mismo una y otra vez, como si esperaran que nuestras respuestas cambiaran mágicamente, como si pudiéramos de pronto recordar algún detalle crucial que habíamos olvidado. En ese momento, desconocíamos que el juez anterior había sido silenciado—asesinado, para llamar las cosas por su nombre—, un detalle escalofriante que sólo descubriríamos mucho después, cuando las piezas del rompecabezas comenzaran a encajar en una imagen aterradora.
Lo que más me intrigaba era el escenario elegido para estos interrogatorios. Nos citaban a un rincón apartado del segundo piso, un lugar que normalmente pasaba desapercibido en la rutina diaria del banco, una especie de almacén reconvertido en sala de interrogatorios improvisada. Allí, rodeados de soldados fuertemente armados y estratégicamente ubicados en cada esquina y cada puerta, la atmósfera se volvía densa y opresiva, cargada de una tensión que podías cortar con un cuchillo.
Me preguntaba constantemente por qué era necesaria tanta seguridad, por qué nos aislaban de esta manera, como si fuéramos testigos de protección o criminales peligrosos en lugar de simples empleados bancarios. Cada paso que daba hacia ese rincón del segundo piso era como adentrarse en el corazón de un misterio que se volvía más oscuro y amenazante con cada interrogatorio.
Esta extraña puesta en escena, junto con la repetición constante de las mismas preguntas por parte de diferentes jueces—cada uno con su propia forma de formularlas pero buscando, en esencia, la misma información—, creaba una sensación de irrealidad, como si estuviéramos atrapados en un bucle surrealista e incomprensible. Cada día que pasaba, la incertidumbre crecía como una planta venenosa, y con ella el temor de estar involucrados en algo mucho más grande y peligroso de lo que podíamos imaginar.
Mientras tanto, Medellín vivía sumida en una dualidad surreal. En El Poblado, las mansiones de los narcos se alzaban como monumentos a la decadencia, con sus muros altos y sus jardines imposiblemente verdes, mientras en las comunas la muerte se había vuelto tan cotidiana como el pan diario. Yo veía esta realidad reflejada en los cheques que pasaban por mis manos: sumas exorbitantes que hacían que me temblaran los dedos al escribirlas, junto a modestos salarios que apenas alcanzaban para sobrevivir—la economía paralela del narcotráfico entrelazada con la vida cotidiana de la ciudad como dos ríos que fluyen en direcciones opuestas pero en el mismo cauce.
El caso del asesinato de don Guillermo Cano se convirtió en un torbellino implacable, un vórtice de violencia y terror que arrastraba sin piedad a todos los que osaban acercarse a la verdad. La justicia, en su intento de avanzar, pagaba un precio exorbitante en sangre y vidas. Dos jueces y el abogado de la familia Cano, valientes guardianes de la ley, fueron asignados sucesivamente al caso. Cada uno de ellos, con determinación inquebrantable, se sumergió en las profundidades oscuras de la investigación, sólo para emerger en ataúdes. Sus muertes, ejecutadas con precisión macabra, resonaron como disparos en la conciencia de una nación aturdida que ya no sabía cuánta sangre más podía soportar ver derramada.
La jueza Consuelo Sánchez, última en aceptar el desafío de desentrañar este nudo gordiano criminal, se encontró de repente en el ojo del huracán. Las amenazas comenzaron como susurros siniestros, escalando rápidamente a una sinfonía de terror orquestada con diabólica precisión.
Primero fueron las llamadas anónimas a medianoche, voces distorsionadas que detallaban con precisión espeluznante su rutina diaria y la de su familia—qué ropa había usado ese día, a qué hora había salido de casa, qué habían comido sus hijos en el almuerzo escolar. Luego, coronas fúnebres empezaron a llegar a su despacho, cada una con una nota que contaba las horas que le quedaban de vida, un reloj macabro que corría hacia atrás.
Un día, al salir de su casa para ir al juzgado, encontró en el parabrisas de su auto una foto de sus hijos en el colegio, con una diana dibujada sobre sus rostros infantiles. El mensaje era claro como el cristal: ni siquiera sus seres queridos estaban a salvo, nadie lo estaba.
La gota que colmó el vaso—el momento en que la determinación se quebró bajo el peso del terror—fue cuando recibió un paquete en su oficina. Al abrirlo, encontró un muñeco vestido con una toga de juez, decapitado y bañado en sangre falsa que parecía demasiado real. Junto a él, una nota que rezaba con una caligrafía perfecta y escalofriante: "Así terminarás si no abandonas el caso. Tus predecesores no escucharon. ¿Serás más sabia?"
Fue entonces cuando Consuelo Sánchez comprendió que su vida en Colombia había llegado a su fin. Con el corazón destrozado pero la determinación intacta de sobrevivir, de no convertirse en otra estadística más, organizó su huida en cuestión de horas. Logró escapar por un pelo de las garras de la muerte, literalmente sintiendo el aliento de los sicarios en la nuca mientras abordaba un vuelo de emergencia con un pasaporte falso y una identidad prestada.
Huyó del país cargando sobre sus hombros no sólo el peso de su propia seguridad sino también el de la justicia que dejaba atrás, inconclusa, sangrante. Las amenazas la siguieron incluso en el exilio, recordándole constantemente que para el cartel las fronteras no existían y su alcance era global, que no había lugar en el mundo donde pudiera estar verdaderamente a salvo.
Consuelo Sánchez se convirtió así en una exiliada de la justicia, una mujer cuyo único crimen fue intentar hacer su trabajo en un país donde la verdad se había vuelto el enemigo público número uno. Su historia quedó como un testimonio sombrío de los tiempos oscuros que vivía Colombia, donde ni siquiera los guardianes de la ley estaban a salvo de la larga y sangrienta mano del narcotráfico.
A mí me correspondió, bajo el peso solemne de un juramento que repetí tres veces ante tres jueces diferentes, rendir indagatoria ante cada uno de los magistrados. Recuerdo sus rostros tensos, sus miradas que alternaban entre la determinación profesional y el miedo humano, conscientes quizás de que cada pregunta que me hacían podría ser la última de sus carreras... y de sus vidas. Algunos fumaban sin parar durante los interrogatorios, sus manos temblando ligeramente al llevarse el cigarrillo a los labios.
Las visitas al Departamento Administrativo de Seguridad se convirtieron en un ritual macabro. Cada vez que cruzaba esas puertas para reconocer sospechosos o elaborar retratos hablados con un dibujante que trabajaba en silencio, sentía que daba un paso más hacia un abismo insondable. El aire en esas oficinas estaba cargado de tensión y paranoia; cada sombra parecía ocultar un potencial asesino, cada extraño podría ser un sicario enviado para silenciarme.
Pero el momento más surrealista, el que aún hoy me provoca escalofríos al recordarlo y me hace despertar sudando en mitad de la noche, fue cuando me correspondió reconocer frente a las autoridades a la persona que manejaba la cuenta en cuestión.
Llegué al DAS esa mañana con las manos sudorosas y el estómago revuelto, con la boca seca como si hubiera tragado arena. En la sala de espera, entre el olor a café rancio y el zumbido hipnótico de los fluorescentes defectuosos, lo vi.
Era un hombre común y corriente, alguien que podría haber sido tu vecino o el padre de un compañero de escuela de tus hijos. Usaba una camisa a cuadros y tenía el rostro cansado de quien trabaja demasiadas horas por muy poco dinero. Él también era una pieza inocente en este juego mortal, uno más de los incontables prestanombres que el cartel utilizaba para abrir y cerrar cuentas como quien cambia de camisa, por cada negocio turbio que realizaban.
Nos saludamos.
Así, sin más. Dos conocidos cualquiera intercambiando cortesías banales sobre el clima—qué calor hace, ¿verdad?—y el tráfico—imposible llegar a tiempo a ningún lado en esta ciudad. Él no sabía que yo lo reconocería minutos después. Yo no sabía que él era apenas un peón, un prestanombres más en el tablero sangriento del cartel. Ninguno de los dos tenía idea de las dimensiones monstruosas del laberinto en el que nos habíamos extraviado sin querer, sin buscarlo, simplemente por estar vivos en el lugar y el tiempo equivocados.
Éramos dos peones en un tablero de ajedrez sangriento, manipulados por manos invisibles que no dudaban en sacrificarnos por sus intereses oscuros, que nos usaban y nos descartaban con la misma indiferencia con que uno tira un pañuelo usado.
Cuando entré a la oficina y señalé su foto entre decenas de rostros anónimos desplegados sobre una mesa, sentí que traicionaba algo—aunque no supiera exactamente qué. Tal vez traicionaba la ilusión de que todos éramos inocentes, de que la culpa recaía únicamente en los grandes capos y no en todos nosotros que, de una forma u otra, habíamos permitido que esto sucediera.
Cada noche, después de estas sesiones, regresaba a casa sintiéndome sucio, contaminado por la proximidad con tanta maldad. Me duchaba una y otra vez, el agua caliente quemándome la piel, pero ninguna cantidad de agua—ni toda el agua del río Medellín—podía lavar la sensación de que, de alguna manera, todos éramos cómplices involuntarios de una tragedia que estaba desgarrando el tejido mismo de nuestra sociedad.
Y en esas noches de insomnio—y fueron muchas, tantas que dejé de contarlas—mi tristeza se disfrazaba de sonrisa perfecta que usaba cada mañana para ir al trabajo. Nadie lo notaba. ¿Cómo podrían? Si cada mañana me levantaba como un soldado de plomo, erguido y firme, ocultando que mis piernas eran columnas de cristal a punto de quebrarse. Caminaba por las calles de mi ciudad y de la vida con la determinación de quien sabe su destino, cuando en realidad cada paso era un salto al vacío.
El mundo seguía girando a mi alrededor, un torbellino de rostros y voces que pasaban junto a mí sin percatarse de que yo era un náufrago en medio de la multitud. Me miraban, me hablaban, interactuaban conmigo, ignorantes de que mi universo se había detenido, congelado en un instante de perpetua desolación.
Lloraba sin derramar lágrimas, mis ojos secos como un desierto que anhela la lluvia. Gritaba en silencio, mis labios sellados conteniendo un huracán de emociones que amenazaba con destruirlo todo a su paso. Me precipitaba hacia el abismo, cayendo en cámara lenta, con la esperanza pueril de que alguien notaría mi descenso y extendería su mano para salvarme.
Pero la ciudad seguía girando, indiferente. Y yo comprendí, con una claridad dolorosa que me golpeó como un puñetazo en el estómago, que si no me marchaba pronto, si no huía de esta Medellín que amaba y que ahora me amenazaba con convertirse en mi tumba, terminaría siendo uno más de esos rostros anónimos en las estadísticas nocturnas. Un número. Una nota al pie en la crónica sangrienta de una ciudad que devoraba a sus hijos con la voracidad de Cronos.
Fue en una noche cualquiera—o tal vez fue en todas las noches a la vez, condensadas en un solo momento de revelación—cuando el eco de los disparos se entrelazaba con el llanto lejano de un niño, que la revelación me golpeó como un relámpago. La tierra que me vio nacer, la ciudad de mi infancia y mis primeros amores, ahora susurraba amenazas con cada brisa que bajaba de las montañas. Las calles que una vez recorrí con alegría infantil se habían transformado en un laberinto de peligros donde cada esquina podía esconder la muerte.
Con el corazón palpitante y la mente extrañamente clara—como se aclara el cielo después de una tormenta—, tomé la decisión más difícil de mi vida. Era hora de partir, de buscar un nuevo comienzo lejos de esta ciudad que amaba con una intensidad dolorosa y que ahora amenazaba con convertirse en mi sepultura.
¿Qué me esperaba más allá de las fronteras de Medellín? ¿Encontraría la paz y la seguridad que tanto anhelaba, o simplemente llevaría conmigo los fantasmas que me perseguían? El futuro era incierto, nebuloso como las mañanas en las montañas, pero ya no podía ser un simple espectador de mi propia vida, un personaje secundario en una tragedia que se escribía con sangre y lágrimas.
Con la determinación ardiendo en mi pecho como una brasa y la esperanza iluminando mi camino como una vela frágil en la oscuridad, me preparé para dar el salto hacia lo desconocido. Un nuevo capítulo estaba a punto de comenzar, y yo estaba listo para escribirlo con mis propias manos, lejos de los peligros que acechaban en cada esquina de mi amada y temida Medellín.
Las maletas se llenaron con objetos que contenían toda una vida: fotografías que ya parecían pertenecer a otra persona, cartas que olían a tiempos más inocentes, algunos libros cuyas páginas guardaban subrayados de una época en que creía que las palabras podían cambiar el mundo. Dejaba atrás más de lo que llevaba conmigo, pero eso siempre pasa cuando huyes: lo que abandonas pesa más que lo que cargas.
La noche antes de partir, salí a caminar por última vez por las calles del centro. La ciudad dormía a medias, con un ojo abierto y otro cerrado, vigilante incluso en sueños. Las luces de las casas parpadeaban como estrellas terrestres, y en algún lugar alguien tocaba una guitarra, una melodía triste que parecía despedirme.
Pensé en doña Carmen y su café, en don Rafael y su tienda llena de memorias, en el padre Guillermo y sus preguntas sin respuesta, en Julia y su fe inquebrantable en que la ciudad podía cambiar. Pensé en todos los que se quedaban, en todos los que no tenían la opción de huir, en todos los que seguirían construyendo, ladrillo a ladrillo, esperanza a esperanza, una ciudad nueva sobre las ruinas de la que yo conocí.
Y me pregunté si algún día podría volver, si algún día Medellín volvería a ser el lugar donde uno podía dormir con las ventanas abiertas, donde los niños podían jugar en las calles sin miedo, donde el futuro era una promesa y no una amenaza.
El taxi llegó al amanecer. Guardé las maletas en el baúl y di una última mirada a la ciudad que se despertaba entre las montañas, envuelta en niebla y en secretos. Medellín me hiede, pensé, recordando las palabras del taxista, pero me puede. Y tal vez, sólo tal vez, algún día podría regresar para ver si la ciudad había logrado curarse de sus heridas, o si yo había logrado curarme de las mías.
El motor rugió, y comenzamos a descender por las calles aún oscuras, dejando atrás una ciudad que seguía siendo, a pesar de todo, mía. En el espejo retrovisor, las luces de Medellín se iban haciendo más pequeñas, más distantes, hasta convertirse en un resplandor difuso en el horizonte.
Y yo, con las manos todavía temblorosas y el corazón todavía dolido, miraba hacia adelante, hacia el futuro incierto que me esperaba, llevando conmigo todas las memorias de una ciudad en dualidad, de una época que marcó para siempre a una generación entera, de un tiempo en que el bien y el mal danzaron juntos en las calles de la eterna primavera.
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<<GUILLERMO CANO ISAZA>>
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<<CAPITULOS DEL LIBRO >>
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- 0 - ROLOGO Pinceladas de Recuerdos
- 22 -Una Melodía de Anhelos y Desencuentros
26 -Del Humor al Recuerdo: Historias del Banco y Sus Personajes
- 29.-Cuando el Banco se Convierte en tu Segundo Hogar
- 30.-Historias de Amigos y Aventuras: Galería de personajes bancarios
- 31.-Raspando la «olla anecdótica
- 32.-El Pulso de una Ciudad: Medellín entre la Nostalgia y el Temor
- 33.-Semillas al viento: La odisea de la familia Salazar Suárez
- 34. -Medellín en los 80: Memorias de una Ciudad en Dualidad
- 35.-Maleta de Sueños: Crónica de un Viaje sin Retorno
- 36.-Quemando las naves del destino
- 37.-Aromas de esperanza: Renacimiento en el barrio griego de Montreal
- 38.-La Huella del Exilio: Entre el Frío y la Esperanza
- 39.-Danza de Recuerdos: Espejismos en la nieve
- 40.-Un Alma Suspendida entre Dos Mundos
- 41.-Entre Sombras y Lluvia: Memorias de un Alma Errante
- 42.-El Laberinto del Renacimiento: Un Viaje del Alma
- 43.-El Refugio de la Esperanza: La eternidad de un instante
- 44.-Entre risas y lágrimas: El dulce misterio de vivir
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Ayyy! Abelardo por Dios, que recuerdos y vivencias!!!!
ResponderBorrarNo pude contener mis lágrimas. Me tienes descrestada con tu forma de narrar cada acontecimiento. Un abrazo. ~ Emi
Me encanta, de acuerdo Doña Emilse, Yo también he llorado, he reído, que recuerdos tan hermosos lo vuelven a uno a la realidad con estos personajes. Felicitaciones Abelardo un abrazo `~Dolly
ResponderBorrarLeyendo "Medellín en los 80" hubo una frase que me impactó, me llegó al alma y finalmente me hizo llorar: "La tristeza, como una niebla espesa, se ha instalado en mi alma, tiñendo de gris los colores de mi mundo. "Llevo meses sumido en un océano de melancolía, y nadie parece notarlo". Estoy segura que, muchas veces, todos y cada uno de nosotros se sintió así de desconsolado al vivir en aquella época de conflicto interno y externo. Es un tema que ha sido abordado por periodistas, cineastas, policías y hasta los tristemente célebres narcos; pero leer este artículo escrito por un compañero que vivió, como vivimos todos, semejante historia, me hace revivir momentos de gran tensión, que también llenan mi alma de gran melancolía; sin embargo los colombianos tenemos ese espíritu que ha superado y sigue superando, esa y muchas otras épocas siniestras. ~Lina Maria~
ResponderBorrarMis queridas amigas y fieles lectoras: Doña Emi, Lina María y Dolly:
ResponderBorrarSus palabras me llegaron como un rayo de sol entre las páginas de mis memorias. No se imaginan cuánto valoro la conexión que tienen con mis relatos, como sus lágrimas se mezclan con las mías en este río de emociones compartidas. Contar estas historias es como desnudarme, y saber que toqué sus corazones me llena de gratitud. Cada palabra fue tejida con el hilo de los recuerdos, y saber que resonaron en ustedes es un regalo inmenso.
Así que desde aquí les mando mi abrazo, envuelto en letras y nostalgia. Que sigamos navegando juntos por estas aguas de la memoria, inspirados y con los ojos llenos de historias por descubrir.
Hola Abelardo, me estoy desatrassndo en las lecturas , yo no sabía que pasaste por situaciones tan difíciles. Eres un héroe . Tu narrativa es impresionante y hermosa . Pero este capítulo me ha dejado el corazón arrugado.
ResponderBorrarLuz Mery . Te recuerdo con mucho cariñ
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