No 34 «Medellín en los 80: Memorias de una Ciudad en Dualidad»

En un rincón de mis memorias, donde las sombras danzan con los últimos rayos del sol, se alza la «Medellín» de los años 80 como un espejismo, una ciudad atrapada entre la realidad y el delirio. Las calles, que antaño fueron cuna de risas infantiles y serenatas bajo la luna, se convirtieron en un laberinto de sueños rotos y ambiciones desmedidas, donde el nombre de «Pablo Escobar» resonaba como un mantra oscuro, un conjuro que transformaba el paisaje urbano en un escenario de contradicciones.

Como un «ambicioso revolucionario»  de la delincuencia, «Pablo Emilio Escobar Gaviria»  ascendió desde los oscuros callejones del contrabando hasta las cumbres doradas de un imperio criminal sin precedentes. Sus inicios, aunque humildes, ya presagiaban la audacia y la astucia que lo caracterizarían.

—En los años 70, el joven “Escobar” comenzó robando lápidas de los cementerios para revenderlas. Luego, pasó al contrabando de electrodomésticos y cigarrillos, un negocio que le enseñó las rutas y los entresijos del tráfico ilegal. Pero fue su incursión en el negocio de la cocaína lo que catapultó su ascenso vertiginoso en el mundo del crimen.

—Escobar, con una visión casi empresarial, revolucionó el tráfico de drogas. —Estableció laboratorios en la selva, creó rutas de distribución innovadoras y sobornó a políticos y autoridades a una escala nunca antes vista. Su lema, «plata o plomo», se convirtió en el mantra aterrador que resonaba en los oídos de jueces, policías y políticos.

—Su ascenso fue tan impresionante como perturbador. En cuestión de años, pasó de ser un ladrón de barrio a convertirse en —El patrón— de “Medellín”. Las cantidades de dinero que manejaba eran tan absurdas que se dice que gastaba miles de dólares mensuales solo en bandas de goma para atar los fajos de billetes.

—Nosotros, los ciudadanos comunes, éramos testigos silenciosos y aterrados de cómo “Escobar” transformaba no solo la ciudad, sino el tejido ético de la sociedad. Veíamos surgir barrios enteros de la noche a la mañana, financiados con dinero del narcotráfico. Observábamos cómo jóvenes de las comunas pasaban de la pobreza extrema a conducir autos de lujo en cuestión de semanas, todo por unirse a las filas de —sicarios— de “Escobar”.

—Su poder de corrupción era tal que logró infiltrarse en todas las esferas de la sociedad. Desde políticos de alto rango hasta humildes policías de tránsito, nadie parecía inmune a la tentación del dinero fácil que “Escobar” ofrecía. Incluso llegó a ser elegido como suplente en el “Congreso de la República”, una movida que demostraba su ambición de legitimarse en el poder político.

—La transformación de la ciudad bajo el reinado de “Escobar” fue tan dramática como traumática. “Medellín”, en otro tiempo conocida como la 'Ciudad de la eterna primavera', se convirtió en la capital mundial del narcotráfico. Las calles que antes resonaban con el bullicio del comercio y la industria, ahora vibraban con el eco de las balas y el rugir de las motos de los “sicarios”.

—Y así, en menos de una década, “Pablo Escobar” pasó de ser un delincuente de poca monta a convertirse en el narcotraficante más poderoso del mundo, dejando a su paso una estela de sangre, corrupción y una ciudad irreconocible para aquellos que la habíamos amado en su inocencia perdida.

—Cada acción de «Escobar» cambiaba el panorama urbano, convirtiendo calles normales en parte de su territorio controlado. Su creciente riqueza y poder no sólo alteraban su propio destino, sino también el de todos aquellos que se cruzaban en su camino, para bien o para mal.

—En mi papel como “visador” en el banco, me convertía en el guardián de un umbral financiero invisible, donde los números danzaban una coreografía compleja sobre el sagrado "listado de saldos". Este documento era la radiografía económica de la ciudad, conteniendo los secretos financieros de cientos de clientes.

—Mis dedos, ágiles y meticulosos, tejían una red de verificaciones minuciosas. Cada cheque pasaba por un escrutinio digno de un detective forense. El proceso comenzaba con el cajero, quien recibía el cheque en su taquilla e identificaba plenamente al beneficiario. Luego, el documento llegaba a mis manos para una serie de comprobaciones cruciales:

—Verificación de la firma: Un garabato que debía coincidir exactamente con la registrada en nuestros archivos.

—Revisión de la fecha: Asegurándome de que fuera reciente y válida.

—Comprobación del endoso en el reverso.

—Verificación contra la lista de cheques "contra-ordenados" o anulados.

—Examen minucioso para detectar posibles falsificaciones o adulteraciones en letras o números.

Luego, procedía a descontar manualmente el monto del saldo del cliente. Para comprobar la autenticidad del cheque, lo colocaba bajo una lámpara de luz ultravioleta. Si surgía alguna sospecha, mojaba la punta en un líquido especial para su verificación.

—El paso final consistía en pasar el cheque por una máquina perforadora que marcaba "PAGADO" junto con la fecha. En un rincón, yo añadía mis iniciales, dando el visto bueno para que el cajero procediera con el pago.

—Este ritual se repetía incesantemente, tanto para los cheques pagados por ventanilla como para aquellos que llegaban en el canje nocturno. Desde mi escritorio, ubicado detrás de los cajeros, veía como ellos movían con la destreza de un prestidigitador, manipulando billetes, cifras y cantidades.

—La responsabilidad era inmensa. Cada cheque verificado y cada saldo actualizado era una decisión que podía cambiar vidas. En una ciudad donde el dinero fluía como ríos de tinta verde, mi trabajo era mantener un semblante de orden en medio del caos financiero.

—Es importante destacar que este puesto, como el de cajero, representaba un riesgo constante tanto para el banco como para el empleado. Si por algún motivo se pagaba un cheque indebidamente, el empleado debía asumir la responsabilidad financiera, una amenaza que pendía sobre nuestras cabezas como una espada de Damocles.

—Los cheques de los "Barones del narcotráfico" pasaban por mis manos cual "decretos celestiales", capaces de crear fortunas o sumergirlas en las profundidades del abismo financiero. En aquella época, antes de que la tecnología digital se infiltrara en cada rincón de nuestras vidas, cada transacción era un "rito artesanal". Un baile de pluma y papel que desvelaba los misterios financieros de una sociedad en plena efervescencia.

—En medio de este torbellino financiero y social, nosotros, los empleados de “cuentas corrientes”, éramos como tejedores de una red invisible de relaciones y favores. Atendíamos directamente a los clientes, y este contacto cercano nos otorgaba ciertos privilegios, pequeñas migajas de poder en un festín de gigantes.

—Estas pequeñas atenciones, aparentemente insignificantes, eran como semillas plantadas en un terreno fértil. Con el tiempo, florecían en forma de regalos que llegaban en los momentos más inesperados del año. No eran sobornos, no, nada tan burdo o explícito. Eran más bien muestras de gratitud, gestos que difuminaban la línea entre el servicio profesional y una relación casi personal.

—Una botella de whisky en Navidad, una caja de puros habanos en un cumpleaños, entradas para un evento exclusivo... Estos obsequios caían sobre nosotros como una lluvia suave pero constante, recordándonos que en este mundo de números y transacciones, las relaciones humanas seguían siendo la moneda más valiosa.

—Esta danza de favores y atenciones creaba un ecosistema complejo dentro del banco. Éramos más que simples empleados; nos convertimos en confidentes, en guardianes de secretos financieros y personales. Conocíamos los altibajos de los negocios de nuestros clientes, sus victorias y sus derrotas, sus ascensos meteóricos y sus caídas en desgracia.

—¿Cuántos de estos regalos provenían de dinero limpio? 

—¿Cuántos eran fruto de negocios que preferíamos no conocer en detalle?

—En esa época, en esa ciudad donde el dinero del narcotráfico se mezclaba con el de los negocios legítimos como agua y aceite en una emulsión perfecta, era difícil saber dónde terminaba la cordialidad y dónde comenzaba la complicidad. Cada sonrisa, cada gesto amable, cada regalo, eran piezas de un rompecabezas más grande y complejo, un retrato de una sociedad en el filo de la navaja entre la legalidad y el submundo.

—Y nosotros, los empleados de “cuentas corrientes”, nos encontrábamos en el epicentro de este terremoto silencioso, equilibristas en una cuerda floja tendida sobre un abismo de moral ambigua y lealtades cambiantes. 

—Pero más allá de los muros del banco, la ciudad palpitaba con una energía febril. "Los sicarios", niños con rostros de ángeles y —almas de demonios—, poblaban las calles como espectros de una inocencia perdida. Los llamaban "desechables", una etiqueta cruel para vidas que apenas comenzaban a florecer. Sus sueños, tan simples como tener una moto y —regalarle una casa a la "cucha"—, se entrelazaban con la violencia como enredaderas venenosas alrededor de un árbol joven.

—Estos muchachos, enredando en sus pulsos los —escapularios de la Virgen del Carmen— como si fueran miras telescópicas místicas, buscaban en la fe la —puntería— que su inexperiencia les negaba. Se ataban estos amuletos sagrados a la muñeca que apretaba el gatillo, fusionando —devoción y destrucción— en un solo gesto. Era una paradoja viviente que recorría las calles de Medellín con el peso de la muerte sobre sus hombros adolescentes.

—Sus ojos, aún brillantes con la chispa de la juventud, contrastaban con la frialdad de sus acciones. Rezaban antes de matar, pedían perdón después de hacerlo, en un ciclo interminable de pecado y arrepentimiento. La muerte se había convertido en su oficio, y la fe en su escudo.

—En las esquinas de los barrios, estos ángeles caídos jugaban a ser dioses, decidiendo quién vivía y quién moría con la misma facilidad con la que otros de su edad elegían qué película ver. El rugido de sus motos se mezclaba con el eco de las oraciones murmuradas, creando una —siniestra sinfonía urbana— que era el latido de una ciudad sumida en el caos.

—Sin embargo, su entrenamiento iba más allá de la puntería y la fe. En un retorcido rito de iniciación, se veían obligados a segar la vida de transeúntes inocentes y desprevenidos. Cada disparo certero, cada víctima anónima, se convertía en una ofrenda macabra para sus patrones, una prueba de lealtad y eficacia. La ciudad se transformaba. Era un juego perverso, donde la admiración de sus jefes valía más que cualquier vida humana.

—Y en medio de este caos, los —narcos—, esos nuevos reyes de un reino maldito, acudían cada martes a los pies de la —Virgen María Auxiliadora en Sabaneta—. Allí, entre cirios, velas y susurros, sus plegarias se elevaban como el humo del incienso, pidiendo “milagros” para que sus cargamentos "coronaran". Era una procesión surrealista, donde la fe y el crimen se entrelazaban en un abrazo grotesco, una alegoría viviente de una ciudad que había perdido el norte de su brújula moral.

—Estos "traquetos", con sus camisas de seda y cadenas de oro tan gruesas como sus conciencias, transitaban por la delgada línea entre la opulencia y la barbarie. Sus fincas, verdaderos palacios de mal gusto, se alzaban como monumentos a la decadencia, con piscinas llenas de champán y zoológicos privados donde tigres de bengala rugían su hastío.

—En sus fiestas, la cocaína fluía como ríos de nieve maldita, bautizando a políticos, empresarios y estrellas en una comunión profana. El dinero, sucio y ensangrentado, se quemaba en hogueras de vanidad, iluminando noches interminables donde la muerte bailaba disfrazada de placer.

—La ostentación no se limitaba a lo material. Hubo quienes, en un alarde de poder, pagaron para que aviones escribieran sus nombres en el cielo durante días enteros, o quienes compraron islas enteras solo para celebrar una fiesta de fin de semana.

—Para estos narcotraficantes, la ostentación no era sólo su religión y el exceso su dogma; era su forma de reescribir las reglas de una sociedad que alguna vez los marginó. Cada acto de derroche era un grito de desafío, una burla sangrienta a la ley y al orden establecido, una forma de decir 'Hemos llegado, y nada volverá a ser igual'."

—Pero bajo este brillo cegador, se escondía una realidad sombría. Sus manos, enjoyadas y manicuradas, estaban manchadas con la sangre de jueces, policías y civiles inocentes. Cada gramo de cocaína que enviaban al norte dejaba tras de sí una estela de vidas destruidas, familias rotas y sueños truncados.

—En los barrios populares, se erigían como —mesías del crimen—, repartiendo dinero y favores, comprando lealtades a precio de balas. Construían escuelas y canchas de fútbol con una mano, mientras con la otra firmaban sentencias de muerte. Eran los nuevos “Robin Hood”, robando a la sociedad su futuro para regalar migajas en el presente.

—La ciudad de la eterna primavera se transformó en un teatro de contrastes, donde la miseria y la riqueza bailaban un —tango macabro—. En cada esquina, la vida y la muerte se desafiaban en un juego perverso, mientras el eco de los disparos y el tintineo de las monedas se mezclaban con el triste llanto de las madres que perdían a sus hijos.

—Al sumergirme en estas memorias, siento que navego por aguas turbulentas, entre los restos de un naufragio que fue nuestra inocencia colectiva. “La Medellín” de los 80 fue un crisol donde se fundieron los sueños y las pesadillas, donde la línea entre el bien y el mal se difuminó como un dibujo en la arena barrido por la marea.

—Y así, mientras escribo estas líneas, me pregunto: 

—¿Cuánto de aquella Medellín sobrevive en la ciudad de hoy? 

—¿Hemos exorcizado realmente los demonios de nuestro pasado, o simplemente los hemos vestido con ropajes nuevos? 

—La respuesta, como un eco lejano, resuena en las calles renovadas y en los corazones de quienes vivimos para contar esta historia. Quizás, en el fondo, “Medellín” sigue siendo esa ciudad de contrastes, donde la esperanza y el temor bailan un eterno tango, recordándonos que la historia, como un río sinuoso, siempre encuentra nuevos cauces para fluir hacia un futuro incierto pero lleno de posibilidades.

"Lágrimas Invisibles: Confesiones de un Corazón en Ruinas”

—En el eco de mi corazón, trazo estas palabras como quien esculpe un efímero castillo de arena en la orilla del tiempo, consciente de que las mareas del destino lo arrastrarán sin remordimientos. He tropezado, una y otra vez, en mi afán de erigir un refugio sobre los inestables cimientos de mi ser, donde las ilusiones se desvanecen como espejismos en el desierto.

—La tristeza, como una niebla espesa, se ha instalado en mi alma, tiñendo de gris los colores de mi mundo. Llevo meses sumido en un océano de melancolía, y nadie parece notarlo. 

—¿Cómo podrían? 

—Si mi sonrisa, cual máscara perfecta, se mantiene intacta, inmutable como el rostro de una estatua. Esta sonrisa, paradójicamente, se ha convertido en el más fiel reflejo de mi dolor, una contradicción viviente que engaña a todos menos a mí mismo.

—¿Cómo van a percibir las grietas en mi interior? 

—Si cada mañana me levanto como un “soldado de plomo", erguido y firme, ocultando que mis piernas son “columnas” de cristal a punto de quebrarse. Camino por las calles de mi ciudad y de la vida con la determinación de quien sabe su destino, cuando en realidad cada paso es un salto al vacío.

—El mundo sigue girando a mi alrededor, un torbellino de rostros y voces que pasan junto a mí sin percatarse de que soy un náufrago en medio de la multitud. Me miran, me hablan, interactúan conmigo, ignorantes de que mi universo se ha detenido, congelado en un instante de perpetua desolación.

—En mis noches de insomnio, sueño con huir lejos, muy lejos, donde quizás pueda encontrar un pedazo de cielo que no esté nublado por mis pesares. Las lágrimas brotan silenciosas, un manantial inagotable que amenaza con convertirse en un diluvio capaz de ahogar mi cordura. A veces pienso que quizás lo saben, que ven a través de mi fachada, pero callan, esperando que esta tormenta pase como tantas otras.

—Me aferro a la esperanza como un náufrago a su tabla salvadora. Sé que este dolor, por intenso que sea, es pasajero. Tengo fe en que mis sueños, esos planes que ahora parecen “castillos en el aire”, se materializarán algún día. Tarde o temprano, el sol volverá a brillar en mi cielo.

—La tristeza, en mí, es una actriz consumada. Se disfraza de alegría, baila al son de risas fingidas y salta con la energía de quien no conoce el peso del dolor. Es una paradoja andante, un enigma que confunde a quienes me rodean y, a veces, hasta a mí mismo.

—Estoy llorando sin derramar una sola lágrima, mis ojos secos como un desierto que anhela la lluvia. Grito en silencio, mis labios sellados contienen un huracán de emociones que amenaza con destruirlo todo a su paso. Me precipito hacia el abismo, cayendo en cámara lenta, con la esperanza pueril de que alguien notará mi descenso y extenderá su mano para salvarme.

—Hace mucho que mi luz interior se está apagando, un ocaso lento y doloroso que nadie parece percibir. Soy como una vela que se consume en la oscuridad, iluminando débilmente un cuarto vacío donde nadie entra.

—En este crepúsculo de mi alma, escribo estas memorias, un testimonio de mi lucha silenciosa. Quizás algún día, cuando el sol vuelva a brillar en mi cielo, releeré estas líneas y comprenderé que incluso en los momentos más oscuros, la pluma puede ser un faro que guía hacia la orilla de la esperanza. Porque en el acto de escribir, de dar forma a mis pensamientos más sombríos, encuentro un atisbo de luz, una promesa de que, al final, toda historia, por triste que sea, puede tener un nuevo comienzo.

"Entre Firmas y Balas: La Tragedia de Guillermo Cano"

—En la convulsa Medellín de los años 80, donde la esperanza se desvanecía entre las montañas, el destino me condujo a las entrañas de una institución financiera. Allí, como "visador" de cuentas corrientes, me convertí en un observador privilegiado de la vida secreta de la ciudad. 

—Cada día, miles de cheques desfilaban ante mis ojos, cada uno un relato cifrado en números y firmas. Mis manos, guardianas de la autenticidad, se volvían testigos involuntarios de los sueños, las ambiciones y las tragedias que se ocultaban detrás de cada transacción.

—Fue en diciembre de 1986 cuando mi rutina bancaria se entrelazó con uno de los episodios más —sombríos— de nuestra historia reciente: 

—«El magnicidio de Guillermo Cano, director del periódico El Espectador». 

—Don Guillermo, un hombre valiente que se atrevió a ser el primero en —denunciar— las actividades criminales de “Pablo Escobar”, pagó con su vida el precio de decir la verdad en voz alta.

—La noticia del asesinato de «Don Guillermo Cano» sacudió a “Medellín” y el pais como un terremoto moral; aquella fatídica noche del 17 de diciembre de 1986. La ciudad entera parecía sumida en un silencio sepulcral, roto solo por el eco de las sirenas y el murmullo incrédulo de los noticieros. Yo, desde mi modesto escritorio en el banco, no podía ni remotamente imaginar que un simple cheque que había pasado por mis manos estaría conectado con este crimen atroz que marcaba un punto de inflexión en la historia de “Colombia”.

—Días después, mientras la conmoción aún vibraba en el aire, la verdad cayó sobre mí como un “baldado de agua fría”. La moto Yamaha DT-175 color rojo, utilizada por los “sicarios” para acabar con la vida de « Don Guillermo Cano»', había sido comprada con un cheque de un cliente de nuestra entidad bancaria. Era un cheque que yo mismo había “visado”, siguiendo la rutina diaria de mi trabajo como empleado del departamento de cuentas corrientes. 

—Aquel pedazo de papel, aparentemente inofensivo, se había convertido en el eslabón que conectaba el mundo financiero con el submundo del crimen organizado. Este descubrimiento fue el detonante que desencadenó una investigación exhaustiva por parte de las autoridades. 

—De repente, nuestro banco se convirtió en el epicentro de una tormenta judicial. Investigadores del «DAS» y de la «Fiscalía» comenzaron a escudriñar minuciosamente cada transacción, cada firma, cada movimiento bancario relacionado con esa cuenta en particular. Y yo, sin buscarlo, me encontré en “el ojo de ese huracán”, convertido en una pieza clave de un rompecabezas macabro que iba mucho más allá de las paredes de nuestra sucursal bancaria.

—Los días siguientes se convirtieron en un torbellino de interrogatorios y miedo. El banco se transformó en una fortaleza donde los jueces, guardianes de una justicia cada vez más frágil, nos interrogaban bajo juramento. Mis compañeros y yo desmenuzábamos cada detalle: el mensajero de mirada esquiva que cobraba los cheques, la secretaria que llamaba para consultar saldos, los patrones de movimientos que ahora cobraban un significado siniestro.

—Sin embargo, lo que más me inquietaba era el velo de silencio que envolvía todo el asunto. Entre nosotros, los interrogados, reinaba una ignorancia colectiva sobre la verdadera magnitud y gravedad del caso. Las preguntas de los jueces, repetitivas y aparentemente superficiales, no hacían más que aumentar nuestra confusión. En ese momento, desconocíamos que el juez anterior había sido silenciado, un detalle escalofriante que solo descubriríamos mucho después.

—Lo que más me intrigaba era el escenario elegido para estos interrogatorios. Nos citaban a un rincón apartado del segundo piso, un lugar que normalmente pasaba desapercibido en la rutina diaria del banco. Allí, rodeados de soldados fuertemente armados y estratégicamente ubicados, la atmósfera se volvía densa y opresiva. Me preguntaba constantemente por qué era necesaria tanta seguridad, por qué nos aislaban de esta manera. Cada paso que daba hacia ese rincón del segundo piso era como adentrarse en el corazón de un misterio que se volvía más oscuro y amenazante con cada interrogatorio.

—Esta extraña puesta en escena, junto con la repetición constante de las mismas preguntas por parte de diferentes jueces, creaba una sensación de irrealidad, como si estuviéramos atrapados en un bucle surrealista e incomprensible . Cada día que pasaba, la incertidumbre crecía, y con ella, el temor de estar involucrados en algo mucho más grande y peligroso de lo que podíamos imaginar.

—Mientras tanto, “Medellín” vivía sumida en una dualidad surreal. En « El Poblado», las mansiones de los narcos se alzaban como monumentos a la decadencia, mientras en las comunas, la muerte se había vuelto tan cotidiana como el pan diario. Yo veía esta realidad reflejada en los cheques que pasaban por mis manos: sumas exorbitantes junto a modestos salarios, la economía paralela del narcotráfico entrelazada con la vida cotidiana de la ciudad.

—El caso del asesinato de «Don Guillermo Cano» se convirtió en un torbellino implacable, un vórtice de violencia y terror que arrastraba sin piedad a todos los que osaban acercarse a la verdad. La justicia, en su intento de avanzar, pagaba un precio exorbitante en sangre y vidas.

—Dos jueces y el abogado de familia Cano, valientes guardianes de la ley, fueron asignados sucesivamente al caso. Cada uno de ellos, con determinación inquebrantable, se sumergió en las profundidades oscuras de la investigación, sólo para emerger en ataúdes. Sus muertes, ejecutadas con precisión macabra, resonaron como disparos en la conciencia de una nación aturdida.

—La jueza Consuelo Sánchez, última en aceptar el desafío de desentrañar este nudo gordiano criminal, se encontró de repente en el ojo del huracán. Las amenazas comenzaron como susurros siniestros, escalando rápidamente a una sinfonía de terror.

—Primero fueron las llamadas anónimas a medianoche, voces distorsionadas que detallaban con precisión espeluznante su rutina diaria y la de su familia. Luego, coronas fúnebres empezaron a llegar a su despacho, cada una con una nota que contaba las horas que le quedaban de vida.

—Un día, al salir de su casa, encontró en el parabrisas de su auto una foto de sus hijos en el colegio, con una diana dibujada sobre sus rostros. El mensaje era claro: ni siquiera sus seres queridos estaban a salvo.

—La gota que colmó el vaso fue cuando recibió un paquete en su oficina. Al abrirlo, encontró un muñeco vestido con una toga de juez, decapitado y bañado en sangre falsa. Junto a él, una nota que rezaba: 'Así terminarás si no abandonas el caso. Tus predecesores no escucharon. 

—¿Serás más sabia?'

—Fue entonces cuando «Consuelo Sánchez» comprendió que su vida en Colombia había llegado a su fin. Con el corazón destrozado pero la determinación intacta, organizó su huida en cuestión de horas. Logró escapar por un pelo de las garras de la muerte, literalmente sintiendo el aliento de los sicarios en la nuca mientras abordaba un vuelo de emergencia.

—Huyó del país cargando sobre sus hombros no solo el peso de su propia seguridad, sino también el de la justicia que dejaba atrás. Las amenazas la siguieron incluso en el exilio, recordándole constantemente que para el cartel, las fronteras no existían y su alcance era global.

—Consuelo Sánchez se convirtió así en una exiliada de la justicia, una mujer cuyo único crimen fue intentar hacer su trabajo en un país donde la verdad se había vuelto el enemigo público número uno. Su historia quedó como un testimonio sombrío de los tiempos oscuros que vivía Colombia, donde ni siquiera los guardianes de la ley estaban a salvo de la larga y sangrienta mano del narcotráfico.

—A mí me correspondió, bajo el peso solemne de un juramento, rendir indagatoria ante cada uno de los 3 magistrados. Recuerdo sus rostros tensos, sus miradas que alternaban entre la determinación y el miedo, conscientes quizás de que cada pregunta que me hacían podría ser la última de sus carreras... y de sus vidas.

—Las visitas al «Departamento Administrativo de Seguridad» (DAS) se convirtieron en un ritual macabro. Cada vez que cruzaba esas puertas para reconocer sospechosos o elaborar retratos hablados, sentía que daba un paso más hacia un abismo insondable. El aire en esas oficinas estaba cargado de tensión y paranoia; cada sombra parecía ocultar un potencial asesino.

—Pero el momento más surrealista, el que aún hoy me provoca escalofríos al recordarlo, fue cuando me correspondió reconocer frente a las autoridades a la persona que manejaba la cuenta en cuestión. Era un hombre común y corriente, alguien que podría haber sido tu vecino o el padre de un compañero de escuela de tus hijos. Él también era una pieza inocente en este juego mortal, uno más de los incontables “prestanombres" que el cartel utilizaba para abrir y cerrar cuentas como quien cambia de camisa, por cada negocio turbio que realizaban.

—Lo que hace que se me revuelva el estómago aún hoy es que, cuando llegué al DAS ese día, nos saludamos amablemente, intercambiando cortesías como dos conocidos cualquiera. Ninguno de los dos tenía idea de las dimensiones monstruosas del laberinto en el que nos habíamos extraviado sin querer.

—Éramos dos peones en un tablero de ajedrez sangriento, manipulados por manos invisibles que no dudaban en sacrificarnos por sus intereses oscuros.

—Cada noche, después de estas sesiones, regresaba a casa sintiéndome sucio, contaminado por la proximidad con tanta maldad. Me duchaba una y otra vez, pero ninguna cantidad de agua podía lavar la sensación de que, de alguna manera, todos éramos cómplices involuntarios de una tragedia que estaba desgarrando el tejido mismo de nuestra sociedad."

—Fue entonces, en medio de esta pesadilla que parecía no tener fin, que comprendí con dolorosa claridad que había llegado el momento. La ciudad que tanto amaba, la “Medellín” de mi infancia y mis sueños, se había metamorfoseado en un monstruo irreconocible, una bestia voraz que devoraba a sus propios hijos sin piedad.

—Las calles que una vez recorrí con alegría infantil ahora estaban teñidas de sangre y miedo. El aroma a café y flores que solía impregnar el aire había sido reemplazado por el hedor metálico de la pólvora y la descomposición moral. Los rostros amables de mis vecinos se habían transformado en máscaras de desconfianza y paranoia.

—Cada amanecer en Medellín traía consigo una pregunta angustiante: 

—¿Sería este mi último día?

—El banco, mi fortaleza y prisión, se había convertido en un escenario donde la vida y la muerte jugaban a las escondidas entre cheques y balances. Mis manos, antes ágiles con los números, ahora temblaban ante un futuro incierto.

—Fue en una noche cualquiera, cuando el eco de los disparos se entrelazaba con el llanto lejano de un niño, que la revelación me golpeó como un relámpago. La tierra que me vio nacer ahora susurraba amenazas, y las calles que una vez recorrí con alegría se habían transformado en un laberinto de peligros.

—Con el corazón palpitante y la mente clara, tomé la decisión más difícil de mi vida. Era hora de partir, de buscar un nuevo comienzo lejos de esta ciudad que amaba y que ahora amenazaba con convertirse en mi tumba. 

—¿Qué me esperaba más allá de las fronteras de Medellín? 

—¿Encontraría la paz y la seguridad que tanto anhelaba?

—El futuro era incierto, pero ya no podía ser un simple espectador de mi propia vida. Con la determinación ardiendo en mi pecho y la esperanza iluminando mi camino, me preparé para dar el salto hacia lo desconocido. Un nuevo capítulo estaba a punto de comenzar, y yo estaba listo para escribirlo con mis propias manos, lejos de los peligros que acechaban en cada esquina de mi amada y temida Medellín.
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<<GUILLERMO CANO ISAZA>>
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--------------------------------------------------------- <<CAPITULOS DEL LIBRO >> —-------------------------------------------------------

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Comentarios

  1. Ayyy! Abelardo por Dios, que recuerdos y vivencias!!!!
    No pude contener mis lágrimas. Me tienes descrestada con tu forma de narrar cada acontecimiento. Un abrazo. ~ Emi

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  2. Me encanta, de acuerdo Doña Emilse, Yo también he llorado, he reído, que recuerdos tan hermosos lo vuelven a uno a la realidad con estos personajes. Felicitaciones Abelardo un abrazo `~Dolly

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  3. Leyendo "Medellín en los 80" hubo una frase que me impactó, me llegó al alma y finalmente me hizo llorar: "La tristeza, como una niebla espesa, se ha instalado en mi alma, tiñendo de gris los colores de mi mundo. "Llevo meses sumido en un océano de melancolía, y nadie parece notarlo". Estoy segura que, muchas veces, todos y cada uno de nosotros se sintió así de desconsolado al vivir en aquella época de conflicto interno y externo. Es un tema que ha sido abordado por periodistas, cineastas, policías y hasta los tristemente célebres narcos; pero leer este artículo escrito por un compañero que vivió, como vivimos todos, semejante historia, me hace revivir momentos de gran tensión, que también llenan mi alma de gran melancolía; sin embargo los colombianos tenemos ese espíritu que ha superado y sigue superando, esa y muchas otras épocas siniestras. ~Lina Maria~

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  4. Mis queridas amigas y fieles lectoras: Doña Emi, Lina María y Dolly:
    Sus palabras me llegaron como un rayo de sol entre las páginas de mis memorias. No se imaginan cuánto valoro la conexión que tienen con mis relatos, como sus lágrimas se mezclan con las mías en este río de emociones compartidas. Contar estas historias es como desnudarme, y saber que toqué sus corazones me llena de gratitud. Cada palabra fue tejida con el hilo de los recuerdos, y saber que resonaron en ustedes es un regalo inmenso.
    Así que desde aquí les mando mi abrazo, envuelto en letras y nostalgia. Que sigamos navegando juntos por estas aguas de la memoria, inspirados y con los ojos llenos de historias por descubrir.

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  5. Hola Abelardo, me estoy desatrassndo en las lecturas , yo no sabía que pasaste por situaciones tan difíciles. Eres un héroe . Tu narrativa es impresionante y hermosa . Pero este capítulo me ha dejado el corazón arrugado.

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  6. Luz Mery . Te recuerdo con mucho cariñ

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