No 43 "El Refugio de la Esperanza: La eternidad de un instante"
El viento de Montreal soplaba con una intensidad que parecía arrancar no solo las hojas de los árboles, sino también los recuerdos que había intentado ocultar en lo más profundo de mi ser. Era como si la ciudad, con su manto de nieve y su silencio penetrante, quisiera despojarme de mi pasado, deshojando lentamente las memorias que aún me aferraban a mi tierra. Pero no, esos recuerdos no se iban tan fácilmente. Permanecían suspendidos en el aire frío, flotando a mi alrededor como las luciérnagas de las noches cálidas de mi infancia, enredándose en mi cabello, susurrándome al oído que aún no era libre, que el pasado no se olvida, simplemente se transforma.
La espera, esa compañera implacable, se había convertido en mi sombra. Se movía conmigo, alargando sus brazos invisibles cada vez que intentaba escapar de sus garras. Y sin embargo, en su abrazo helado, encontré un extraño consuelo, una especie de tregua con el tiempo que me permitía mirar hacia dentro, explorar los rincones oscuros de mi alma que había ignorado durante tanto tiempo. La incertidumbre me obligó a enfrentarme a mí mismo, a desnudarme ante mis propios ojos y descubrir las cicatrices que había llevado conmigo desde que dejé atrás todo lo que conocía.
El frío en Montreal no solo se sentía en la piel, sino también en los huesos, en el alma. Era un frío que penetraba cada poro, que hacía crujir los pensamientos como el hielo bajo los pies de un caminante solitario. Y en ese frío, mis emociones se congelaban, quedando atrapadas en una eterna espera, como si el tiempo mismo se hubiera detenido para observar mi sufrimiento con una curiosidad cruel. Pero no era solo el frío lo que me atormentaba; era la soledad, esa soledad que no se mide en la ausencia de compañía, sino en la ausencia de certezas.
Cada día me encontraba caminando por las calles de esta ciudad, donde la gente parecía estar siempre de prisa, inmersa en sus propios mundos, ajena a la batalla interna que yo libraba. Los edificios altos y grises se alzaban como gigantes mudos, observando con indiferencia mi paso vacilante. El cielo, siempre gris, era un espejo de mi ánimo, reflejando la incertidumbre que me mantenía atrapado entre dos mundos, ninguno de los cuales parecía realmente mío.
Las noches eran peores. En la quietud de mi habitación, los fantasmas del pasado se volvían más audibles, susurrando promesas rotas y miedos reprimidos. Me recostaba en la cama, escuchando el tic-tac del reloj, un sonido que se clavaba en mi mente como una aguja, recordándome que el tiempo seguía avanzando, imparable, indiferente a mi sufrimiento. Y sin embargo, en esos momentos, cuando la oscuridad me envolvía, era cuando mi mente viajaba más lejos, retornando a las tierras cálidas y luminosas que había dejado atrás. Sentía el olor del café recién hecho, escuchaba el murmullo de las voces familiares, y por un instante, volvía a estar en casa, lejos del frío y de la incertidumbre.
Pero entonces, la realidad me devolvía a Montreal, a este limbo donde todo es provisional, donde cada día trae consigo la posibilidad de un futuro o el terror de un regreso forzado al pasado. Me sentía como una hoja arrastrada por el viento, incapaz de controlar mi destino, flotando entre la esperanza y el miedo, sin saber dónde aterrizaría finalmente.
A veces me preguntaba si esta espera no era más que una ilusión, un juego cruel del destino que me mantenía atrapado en un ciclo interminable de ansiedad y desesperanza. ¿Acaso no era el tiempo un concepto maleable, que se alarga o se acorta según la intensidad de nuestras emociones? En mi mente, el tiempo se estiraba como una cinta de seda, suave pero resistente, que se deslizaba lentamente, dejando una marca indeleble en el alma.
Y sin embargo, en medio de esta angustia, había momentos de extraña belleza. Era como si, en la espera, la vida me ofreciera pequeños destellos de luz, visiones fugaces de lo que podría ser si solo tuviera la paciencia de aguardar un poco más. Sentía el calor del sol en el rostro, incluso en los días más fríos, y me permitía cerrar los ojos y soñar con un futuro donde ya no tuviera que temer al tiempo, donde la espera hubiera terminado y yo pudiera finalmente descansar.
En esos momentos, el tiempo ya no era mi enemigo, sino un aliado, un recordatorio de que incluso en la incertidumbre, había esperanza. Me decía a mí mismo que esta espera, por dolorosa que fuera, era solo una parte de mi viaje, una prueba que debía superar para encontrar la paz que tanto anhelaba.
Así que seguía caminando por las calles de Montreal, mi alma enredada en la neblina del amanecer, mi corazón latiendo al ritmo de la ciudad. Sabía que el futuro era incierto, que mi destino aún colgaba de un hilo, pero también sabía que mientras hubiera vida, habría esperanza. Y con esa esperanza, me aferraba al tiempo, lo abrazaba, lo aceptaba, sabiendo que, al final, sería el tiempo quien decidiría mi destino, pero también sería él quien me enseñaría a vivir en paz conmigo mismo. "Entre dos mundos: Crónica de un otoño decisivo"
El eco de dos ciudades palpita en mi mente mientras la penumbra de mi habitación en Montreal me envuelve. Medellín, con su cielo de un azul encendido y sus montañas que siempre parecían cercar la libertad, se dibuja en mis recuerdos como una ciudad atrapada en una eterna batalla entre vida y muerte. Eran los años 90, y las calles que una vez resonaron con risas infantiles y el murmullo del mercado, ahora vibraban al compás de las detonaciones y el estruendo de la violencia. La sombra de Pablo Escobar se extendía como una mancha indeleble, oscureciendo los días, sembrando el miedo en cada esquina. Las balas no distinguían ni edades ni destinos, y cada día los titulares de los periódicos se vestían de luto, narrando la crónica roja de una guerra sin tregua. Era como si la misma tierra antioqueña llorara, regada por la sangre de quienes no tuvieron más opción que convertirse en víctimas de una lucha desalmada.Recuerdo cómo Medellín, —mi ciudad—, se desangraba ante los ojos del mundo. Las bombas no solo destruían edificios; desmoronaban el espíritu de una ciudad que antes había sido faro de esperanza. El narcotráfico marcaba el compás de los días, y el miedo era el idioma que todos aprendimos a hablar, aunque fuera en silencio. Escobar, con su ejército invisible, parecía omnipresente, un fantasma que se colaba en cada conversación, en cada rincón de la ciudad. La vida había cambiado, se había vuelto más frágil, más efímera. La muerte caminaba de la mano de la rutina.
Pero ahora, —en Montreal—, es otro el paisaje que me envuelve. Aquí, la guerra parece un rumor lejano, y las calles, limpias y ordenadas, son un reflejo de la calma que tanto anhelaba. El aire frío que acaricia el rostro me recuerda que estoy en un lugar donde la paz es un derecho, no un lujo. Pero esta paz, paradójicamente, me atormenta, porque mientras más me atrae esta ciudad que me ofrece su cielo gris y su viento helado, más crece mi incertidumbre. La posibilidad de volver a Medellín, a una tierra que no se parece a la que dejé, me asfixia. En mis sueños, Medellín y Montreal se funden en una danza macabra: una de caos y pólvora, la otra de silencio y nieve. Y yo, perdido en medio de ambas, no sé a cuál pertenezco.
Montreal me recibe con los brazos abiertos, pero la nostalgia de Medellín se cuela en cada resquicio de mi ser. Aquí, las estaciones son un ciclo predecible: la primavera llega con su promesa de renacimiento, el verano me envuelve en una calidez que parece ajena, y el otoño pinta los árboles de un oro que quisiéramos que fuera eterno. Y luego, el invierno, con su manto blanco, cubre todo de una quietud que contrasta tanto con el bullicio incesante de Medellín. En mi ciudad, nunca conocí el silencio de la nieve cayendo; en su lugar, era el estallido de las bombas lo que marcaba las estaciones. Allí, la vida se vivía con urgencia, con miedo. Aquí, parece que todo fluye en una calma casi irreal.
Es irónico. Mientras Montreal me ofrece una paz que jamás imaginé, mi corazón sigue atrapado en las calles empinadas de Medellín, en ese lugar donde el peligro era tan real que uno aprendía a caminar con cuidado, midiendo cada paso. Aquí no hay necesidad de mirar por encima del hombro, pero esa costumbre se ha vuelto una segunda piel. En cada crónica que leo sobre mi país, siento un golpe en el alma. ¿Qué clase de retorno sería ese? Volver a un Medellín aún herido, o seguir aquí, en Montreal, aferrándome a la esperanza de que esta ciudad me adopte como uno de los suyos.
Y entonces, la pregunta se cierne sobre mí como una nube pesada:
—¿podré alguna vez reconciliar estas dos ciudades en mi interior?
—¿O estaré siempre dividido entre la violencia que dejé atrás y la tranquilidad que aquí he encontrado? Mientras espero el veredicto que decidirá mi destino, solo sé que ambos lugares, con sus contrastes y similitudes, me habitan, y que, en medio de esta incertidumbre, mi única certeza es el amor que siento por esta tierra que aún no sé si podré llamar hogar.
Ahora, mientras el calendario marca inexorablemente el avance hacia el 21 de septiembre, —día de mi audiencia definitva—, siento que la naturaleza misma refleja mi estado interior. El otoño se acerca, trayendo consigo una metamorfosis del paisaje que parece eco de mi propia transformación. Los árboles de Montreal, que hasta hace poco lucían un verde vibrante, comienzan a teñirse de ocres y rojos, como si la ciudad entera se preparara para un cambio inevitable.
Esta transición estacional se convierte en una similitud poderosa de mi propia situación. Así como las hojas se desprenden de las ramas, dejando atrás la seguridad de lo conocido, yo también me encuentro en un punto de inflexión, a punto de desprenderme de una etapa de mi vida para adentrarme en lo desconocido. El otoño, —con su belleza agridulce—, parece susurrarme que todo cambio, por doloroso que sea, trae consigo una belleza única.
La incertidumbre que me acompaña es como la brisa otoñal que agita las hojas: constante, a veces suave, a veces impetuosa. Cada mañana, al despertar, siento su peso sobre mi pecho, recordándome que mi futuro pende de un hilo tan fino como las telarañas que brillan con el rocío del amanecer.
—¿Será esta tierra de acogida mi nuevo hogar permanente?
—¿O tendré que emprender un nuevo viaje, dejando atrás esta paz que apenas comienzo a saborear?
Sin embargo, en medio de esta incertidumbre, brota una esperanza tan tenaz como las últimas flores del verano que se resisten a marchitarse. La posibilidad de obtener mi estatus legal se alza ante mí como un faro en la niebla, prometiendo un futuro donde finalmente podré echar raíces sin el temor constante de ser arrancado de esta tierra. Esta dualidad entre incertidumbre y esperanza se manifiesta en cada aspecto de mi vida cotidiana. Camino por las calles de Montreal, admirando cómo la ciudad se prepara para el otoño, y cada paso es una prueba más de lo mucho que amo este lugar, de lo profundamente que deseo quedarme. Al mismo tiempo, cada rostro desconocido me recuerda que aún soy un extraño aquí, que mi pertenencia está en juego.
Las noches se vuelven más largas, y con ellas, mis reflexiones se extienden hasta el amanecer. Pienso en Medellín, en cómo el cambio de estaciones allí es más sutil, marcado más por las lluvias que por la caída de las hojas. Me pregunto si alguna vez volveré a sentir el calor de esa tierra roja, si mis pies volverán a recorrer esas calles empinadas que guardan tantos recuerdos. La nostalgia se mezcla con el miedo, creando un cóctel amargo que a veces amenaza con ahogarme.
Pero entonces, miro por la ventana y veo cómo la luz del atardecer baña Montreal en tonos dorados, y siento que este también es mi hogar. La ciudad me ha acogido, me ha ofrecido una segunda oportunidad, una nueva vida lejos del caos y la violencia. Aquí he aprendido a respirar sin miedo, a caminar sin mirar constantemente sobre mi hombro.
—¿Cómo podría renunciar a esta paz?
A medida que se acerca el día de mi audiencia, siento que estoy en el umbral de dos mundos. Detrás de mí, Medellín con su pasado turbulento pero también con su increíble resiliencia y calidez humana. Delante, Montreal con su promesa de estabilidad y nuevos comienzos. Y yo, —en medio—, como una hoja atrapada entre dos vientos, esperando saber en qué dirección me llevará el destino.
La llegada del otoño, —con su promesa de cambio y renovación—, se convierte así en el telón de fondo perfecto para este momento crucial de mi vida. Al igual que las hojas que caen para dar paso a un nuevo ciclo, siento que estoy a punto de cerrar un capítulo para comenzar otro. La incertidumbre y la esperanza bailan en mi interior como las hojas en el viento, recordándome que, sea cual sea el resultado, esta experiencia ya me ha transformado de maneras que apenas comienzo a comprender.
Mientras espero el día de mi audiencia,— me aferro a la belleza del otoño montrealés como un símbolo de resiliencia y adaptación—. Las hojas caen,— sí—, pero en su caída pintan el mundo de colores magníficos. Quizás, pienso, mi propia historia pueda ser así: un viaje de transformación que, a pesar de los desafíos, cree algo hermoso y significativo. Y así, con el corazón dividido entre dos ciudades, dos vidas, me preparo para enfrentar lo que el destino me depare. Sea cual sea el resultado, sé que llevaré conmigo la fuerza de Medellín y la serenidad de Montreal, dos partes de mí que, de alguna manera, tendré que reconciliar para forjar mi futuro.
*
A medida que los días se acortan y el aire se vuelve más fresco, siento que mi vida se encuentra en un punto de inflexión tan delicado como una hoja a punto de desprenderse de su rama. El 21 de septiembre de 1990 se acerca inexorablemente, trayendo consigo no solo el equinoccio de otoño, sino también el día que podría redefinir el curso de mi existencia.
En estas últimas semanas antes de la audiencia, Montreal parece querer mostrarme todas sus facetas, como si quisiera convencerme de que aquí puedo encontrar un hogar verdadero. Camino por el Mount Royal, y el parque se convierte en un lienzo vivo de rojos, naranjas y dorados. La belleza del otoño canadiense es abrumadora, tan diferente de la eterna primavera de Medellín. Me pregunto si algún día dejaré de comparar, si llegará un momento en que pueda apreciar esta belleza sin el eco constante de lo que dejé atrás.
Los preparativos para la audiencia ocupan mis días. Reúno documentos, ensayo respuestas, trato de anticipar cada posible pregunta. Por las noches, el insomnio se ha convertido en mi compañero más fiel. En esas horas de vigilia forzada, mis pensamientos vagan entre el pasado y el futuro, entre Medellín y Montreal, como un péndulo incansable.
Recuerdo la primera vez que pisé suelo canadiense, el miedo y la esperanza entrelazados en el pecho como una madeja imposible de desenredar. Ahora, años después, esos sentimientos siguen ahí, pero han evolucionado. El miedo ya no es el terror agudo de quien huye de la violencia, sino la ansiedad sorda de quien teme perder la paz que tanto le ha costado encontrar. Y la esperanza... la esperanza ha echado raíces, se ha hecho más profunda, más resiliente.
A veces, en mis momentos de mayor duda, me pregunto si no habría sido más fácil quedarse en Medellín, —enfrentar los demonios conocidos— en lugar de esta incertidumbre que me corroe. Pero entonces recuerdo las noticias que llegan de Colombia, los avances y retrocesos de un país que lucha por sanar sus heridas, y sé que mi decisión de buscar una vida diferente no fue un acto de cobardía, sino de supervivencia.
La comunidad que he formado aquí en Montreal se ha convertido en mi red de seguridad. Amigos de diversas nacionalidades, unidos por la experiencia común del desarraigo, me ofrecen palabras de aliento y consejos prácticos. Sus historias de éxito alimentan mi esperanza; sus luchas me recuerdan que no estoy solo en este limbo legal y emocional.
La víspera de la audiencia, realizo un acto que es mitad despedida, mitad celebración. Cocino arepas, su aroma llenando mi pequeño apartamento de recuerdos y nostalgia. Invito a mis amigos más cercanos, esa familia elegida que he construido en esta tierra de acogida. Compartimos la comida, historias, risas nerviosas. En sus ojos veo reflejada mi propia historia: el dolor de lo perdido, el miedo a lo incierto, pero también la fuerza indomable de quienes han decidido reescribir su destino.
Esa noche, de pie frente a la ventana, observo cómo las luces de Montreal se difuminan en la niebla otoñal. La ciudad parece suspendida entre dos mundos, ni completamente despierta ni del todo dormida. Me siento identificado con este momento crucial. Mañana, pienso, sabré si esta ciudad que he aprendido a amar será mi hogar definitivo o solo un capítulo más en mi odisea personal.
Mientras el sueño finalmente me alcanza, mi último pensamiento consciente es una amalgama de imágenes: las montañas de Medellín difuminándose en el horizonte urbano de Montreal, el sabor de un café colombiano mezclándose con el aroma del sirope de arce, el sonido de un vallenato fundiéndose con el murmullo del francés quebequense.
Me doy cuenta de que, independientemente del resultado de mañana, ya no soy completamente de allá ni enteramente de aquí. Soy un puente entre dos mundos, una narrativa en construcción, un árbol que ha echado raíces en suelo extranjero pero cuyas hojas aún susurran historias de una tierra lejana.
Y con ese pensamiento, me entrego al sueño, listo para enfrentar lo que el destino, o el sistema legal canadiense, tenga preparado para mí. Mañana será un nuevo capítulo, el comienzo del resto de mi vida, sea cual sea el veredicto. Y yo estaré allí, con la fuerza de mis dos mundos sustentándome, listo para abrazar lo que venga.
*"La víspera de un nuevo comienzo: A las puertas del otoño"
El día previo a una audiencia tan importante, el tiempo parece detenerse, aunque en realidad corre implacable. Desperté temprano, con la sensación de tener una piedra en el estómago, pero Marie-Andrée, como siempre, supo cómo calmar mis nervios. Habíamos hecho todo lo posible por reunir cada documento, cada testimonio, cada recorte de periódico que confirmara la violencia en Medellín. Sin embargo, lo que más me inquietaba era la poca comunicación con mi abogado, también la sensación de no tener voz en mi propia historia. Mi abogado, asignado por el gobierno, parecía un espectador distante, y aunque debía ser quien mejor defendiera mi causa, apenas si conocía los detalles de mi vida y de lo que había dejado atrás. En cambio, Marie-Andrée había estado conmigo desde el primer día, investigando, recopilando y, lo más importante, creyendo en mí.
Esa mañana, el cielo de Montreal se mostraba nublado, pero no frío. Era uno de esos días en los que el sol parece dudar entre salir o esconderse, reflejando perfectamente mis propios sentimientos. Salí para la cita con el tiempo justo para encontrarme con Marie-Andrée, como habíamos acordado, en nuestro café habitual, un pequeño refugio cálido que quedaba cerca del tribunal. La cita era a las 11:00, pero queríamos tener tiempo de sobra para revisar los últimos detalles. Me sentía preparado, pero la incertidumbre aún me atenazaba el pecho.
El café estaba casi vacío cuando llegamos. Pedimos dos tazas grandes y nos sentamos junto a la ventana. Los árboles afuera comenzaban a mostrar los primeros signos del otoño, sus hojas ya teñidas de ocre y rojo, como si la ciudad se estuviera preparando para un cambio inevitable, al igual que yo. Mientras miraba por la ventana, Marie-Andrée repasaba los papeles una vez más. "Todo estará bien", me decía, su voz un ancla en medio de mi tormenta interior. Yo asentía, intentando convencerme de que tenía razón.
El tiempo parecía moverse más lento, como si Montreal entero estuviera conteniendo el aliento conmigo. Pensé en Medellín, en cómo sus calles llenas de vida contrastaban con las crónicas diarias de muerte que llegaban hasta aquí. Parecía imposible que un lugar tan vibrante estuviera hundido en tanta oscuridad. Las noticias que leíamos cada día en los periódicos canadienses no hacían más que reafirmar mi decisión de haber dejado todo atrás. No podía imaginar un futuro para mí en ese Medellín marcado por la guerra de Escobar contra el Estado colombiano.
Algunas personas entraban y salían del café, pero yo apenas notaba su presencia. Me encontraba en ese limbo entre el presente y el futuro, entre la esperanza y el miedo. Tomé un sorbo de café, intentando concentrarme en el calor que me recorría la garganta, pero mi mente seguía volviendo al día siguiente, al tribunal, a las preguntas que me harían. ¿Sería suficiente lo que teníamos? ¿Entenderían el peligro que corría si me veían obligado a regresar?
Marie-Andrée debió notar mi tensión porque me tomó de la mano, algo que pocas veces hacía. "Hoy será un nuevo comienzo", dijo, sus ojos fijos en los míos. "Confía en ti, y confía en lo que hemos hecho hasta ahora." La fuerza de sus palabras me devolvió momentáneamente a la realidad. Respiré hondo, cerrando los ojos por un momento, y dejé que esa sensación de apoyo incondicional me diera algo de paz.
Pagamos la cuenta y nos dirigimos hacia el tribunal para una última revisión con el abogado. Me preparé mentalmente para lo que vendría, sabiendo que, pase lo que pase, no estaría solo. Al caminar por las calles de Montreal, entre árboles que ya empezaban a soltar sus primeras hojas otoñales, sentí que la ciudad misma estaba participando en mi transformación, en mi lucha por un nuevo comienzo.
Al llegar al "Bureaux d’Immigration, Réfugiés et Citoyenneté Canada" (Oficinas de Inmigración, Refugiados y Ciudadanía de Canadá) en la calle René Lévesque, el ambiente estaba impregnado de tensión. El edificio, con su arquitectura moderna y líneas rectas, se alzaba imponente contra el cielo gris de Montreal. Sus paredes de vidrio y acero reflejaban la ciudad que lo rodeaba, creando un contraste entre la frialdad de su estructura y la calidez de las esperanzas que albergaba en su interior. La sala de espera, amplia y luminosa, estaba llena de personas de todas partes del mundo, cada una con su propia historia y sueños. Las voces se mezclaban en un murmullo constante, creando una sinfonía de lenguas y acentos. Las sillas de plástico alineadas en filas ordenadas parecían ofrecer un respiro temporal a aquellos que esperaban su turno, mientras que los carteles informativos en las paredes intentaban guiar a los recién llegados a través del laberinto burocrático.
A medida que avanzaba hacia el mostrador de recepción, no podía evitar sentir una mezcla de nerviosismo y esperanza. El personal, vestido con uniformes impecables, se movía con eficiencia y profesionalismo, atendiendo a cada persona con una sonrisa tranquilizadora. Sin embargo, la incertidumbre se sentía como un peso en mi pecho, recordándome que el resultado de este día podría cambiar el curso de mi vida para siempre. Marie-Andrée, siempre serena, trataba de tranquilizarme mientras tomábamos un café antes de entrar: —"Abelardo, no te preocupes. Todo va a salir bien. Hemos hecho todo lo posible. Hemos recopilado toda la información necesaria, y has contado tu historia con el corazón.”
Yo, intentando sonreír, aunque el nerviosismo me invadía:
—“Lo sé, Marie-Andrée, pero el miedo sigue ahí. No puedo evitar pensar en todo lo que está en juego. Si no puedo quedarme, ¿a dónde iré? No me imagino volver a Medellín…”
El abogado, un hombre que me había sido asignado por el gobierno un año antes, era poco comunicativo. Apenas me dirigía la palabra. Nuestro intercambio fue mínimo, casi impersonal. Mientras revisaba los documentos, sus palabras fueron breves:
—“Ne vous inquiétez pas, Monsieur Salazar. Je vais exposer ton cas. Reste calme et réponds directement aux questions." ("No te preocupes, Abelardo. Presentaré tu caso. Mantente tranquilo y responde directamente a las preguntas").
La sala de espera estaba llena de personas en situaciones similares. Algunos salían de las oficinas con sonrisas de alivio, otros con la desesperación en el rostro. Cada vez que alguien era llamado, el ambiente se cargaba de expectativas. Entonces, el altavoz retumbó con en mis oídos voz metálica:
—"Abelardo Salazar, veuillez entrer bureau 18." Mi nombre resonó como un eco en la sala. Sentí un nudo en el estómago. Marie-Andrée me apretó el brazo con suavidad.
—"Es tu momento. Vamos, estamos contigo," me susurró con una sonrisa alentadora. El abogado asintió, y juntos entramos a la oficina.
El espacio era más modesto de lo que había imaginado. No había nada ostentoso, solo una pequeña sala con paredes grises y estanterías llenas de carpetas. John Burque, el oficial de inmigración, nos esperaba detrás de un escritorio limpio y ordenado. Su cabello gris y su rostro severo me dieron la impresión de que no sería fácil convencerlo. Marie-Andrée se quedó un poco detrás, observando en silencio, pero su presencia me daba una fuerza inquebrantable.
El oficial Burque apenas levantó la mirada cuando entramos. Se dirigió inmediatamente al abogado, ignorándome por completo: —“Maître, nous allons commencer. Expliquez-moi brièvement les raisons de la demande d'asile de votre client.” ("Abogado, comencemos. Explíqueme brevemente las razones de la solicitud de asilo de su cliente").
El abogado, con tono mecánico, respondió sin mucho entusiasmo:
—“Mon client a fui la Colombie à cause des violences liées au cartel de Medellín. Il craint pour sa vie s’il devait retourner.” ("Mi cliente huyó de Colombia debido a la violencia relacionada con el cartel de Medellín. Teme por su vida si tuviera que regresar").
Las palabras del abogado flotaban en el aire, pero me di cuenta de que eran vagas, sin el peso necesario para contar lo que realmente estaba en juego. El oficial Burque asintió, pero su mirada permanecía impasible. Mientras él hablaba con mi abogado en francés, yo escuchaba con atención, intentando mantener la calma. Sin embargo, cada respuesta me parecía insuficiente, como si no representara la gravedad de mi situación.
Decidí que no podía quedarme callado. Sabía más francés de lo que ellos creían, y aunque el abogado no había sugerido que yo interviniera, sentí que era necesario hablar. Cuando el oficial hizo una pausa, tomé una respiración profunda y, antes de que pudiera avanzar, intervine:
—"Excusez-moi, monsieur Bourque, mais je crois qu'il est important que je vous explique personnellement pourquoi je suis ici." ("Disculpe, señor Bourque, pero creo que es importante que le explique personalmente por qué estoy aquí").
El silencio cayó sobre la sala. El oficial Burque me miró sorprendido, claramente no esperaba que hablara en francés. Sus ojos mostraban una leve sorpresa antes de recuperar su compostura. Se inclinó ligeramente hacia adelante en su asiento y me preguntó: —“Depuis combien de temps êtes-vous au Canada?”
("¿Hace cuánto tiempo está en Canadá?").
—Le respondí con firmeza:
—"Cela fait deux ans que je suis ici. Pendant ce temps, j'ai essayé de m'intégrer, d'apprendre la langue et de construire une nouvelle vie. Mais la situation en Colombie continue de se dégrader, et je ne peux pas retourner là-bas sans risquer ma vie."
—("Llevo dos años aquí. Durante este tiempo, he intentado integrarme, aprender el idioma y construir una nueva vida. Pero la situación en Colombia sigue empeorando, y no puedo regresar allá sin arriesgar mi vida").
*El oficial se quedó en silencio, claramente procesando mis palabras. Noté un cambio sutil en su expresión, como si mi intervención hubiera alterado la dinámica de la audiencia. Hasta ese momento, había sido el abogado quien, de forma distante, llevaba las riendas de mi caso. Pero ahora todo era distinto. Mi voz, mis palabras, estaban en el centro de la conversación.
El oficial parecía estar tomando notas en silencio mientras yo hablaba, pero mis ojos no podían evitar desviarse hacia el borde de su escritorio. Ahí, a un lado de sus papeles, reposaba un ejemplar del periódico Le Journal de Montréal. Lo había visto antes de entrar a la audiencia, y lo que más me llamó la atención fue el titular que destacaba en la portada: "Medellín, la ville la plus violente du monde, un mort toutes les 20 minutes" ("Medellín, la ciudad más violenta del mundo, un muerto cada 20 minutos").
Con el corazón latiendo rápido, decidí aprovechar ese momento. Señalé el periódico, haciendo una pausa antes de hablar.
—"Je suppose que vous avez déjà lu l'article sur Medellín, la ville d'où je viens?"
("Me imagino que ya ha leído el artículo sobre Medellín, la ciudad de donde vengo").
Monsieur Bourque levantó la mirada y, por un breve instante, sus ojos mostraron un atisbo de reconocimiento. Sonrió levemente y asintió con la cabeza.
—"Oui, je l'ai lu. Je suis au courant de ce qui se passe là-bas." ("Sí, lo he leído. Estoy al tanto de lo que sucede allá").
Me sorprendió la rapidez con la que cambió el ambiente en la sala. Sin decir una palabra más, Monsieur Bourque se levantó de su asiento, caminó hacia mí y, con una firmeza inesperada, me extendió la mano.
—"Bienvenue au Canada, monsieur Salazar." ("Bienvenido a Canadá, señor Salazar").
En ese momento, sentí que el tiempo se detenía. El interrogatorio había durado menos de diez minutos, pero la amabilidad y decisión del oficial me hicieron pensar que, quizás, ya había tomado su decisión antes de que siquiera comenzáramos. El alivio se instaló en mi pecho como un bálsamo, y por primera vez en mucho tiempo, pude respirar con tranquilidad. En ese instante, me quedé perplejo. El interrogatorio había durado no más de 10 minutos, pero algo en la forma en que me había tratado, en la amabilidad con la que me despidió, me hizo pensar que monsieur Burque ya había tomado una decisión antes de que comenzara la audiencia. Había entrado con la incertidumbre comiéndome por dentro, pero salí de esa sala con una extraña mezcla de alivio y confusión, convencido de que el destino de mi vida en Canadá había quedado sellado mucho antes de que yo abriera la boca.
Con la calidez de Marie-Andrée aún presente en mis brazos, salimos del edificio. Nos abrazamos largamente en el pasillo, un gesto cargado de gratitud y esperanza. Sentía que su presencia me fortalecía, como si estuviera dejando atrás no solo la incertidumbre de mi audiencia, sino también las sombras del pasado. Mientras caminábamos por las calles de Montreal, el mundo parecía resplandecer con un nuevo brillo. La brisa fresca acariciaba mi rostro, y el murmullo de la ciudad se convertía en una melodía armoniosa que llenaba el aire de promesas. Cada paso junto a ella era un recordatorio de que no estaba solo en este viaje; la conexión que habíamos forjado en poco tiempo era un bálsamo para mi alma.
—Gracias por estar aquí —le dije, sintiendo la necesidad de expresar lo que mi corazón ya sabía.
—Siempre —respondió ella, con una sonrisa que iluminaba su rostro. Sus ojos reflejaban la complicidad de quienes han compartido tanto en tan poco tiempo. Decidimos recorrer el barrio, perderse en sus calles adoquinadas y descubrir pequeños rincones llenos de vida. El aroma del café recién hecho nos atrajo hacia una acogedora cafetería, donde nos sentamos a observar a la gente pasar. La conversación fluía de manera natural entre nosotros, como si las palabras fueran el hilo que tejía una nueva narrativa.
Mientras saboreábamos un par de tazas humeantes, me encontré compartiendo historias de mi vida anterior, de los sueños que había dejado atrás, de las esperanzas que aún llevaban un brillo tenue. Ella escuchaba atentamente, cada tanto interrumpiendo con anécdotas de su propia vida, lo que hacía que la atmósfera se llenara de risas y complicidad. Después de un rato, decidimos dar un paseo por el Parque Mont Royal, donde la naturaleza y la ciudad parecían entrelazarse en un abrazo perfecto. Al llegar a la cima, el paisaje que se extendía ante nosotros era impresionante. Las hojas comenzaban a cambiar de color, pintando el horizonte con tonos cálidos que recordaban un atardecer en llamas.
—Es hermoso aquí —dijo Marie-Andrée, admirando la vista.
—Sí, como una nueva vida —respondí, sintiendo que el aire fresco y los colores vibrantes reflejaban mi renovado espíritu.
Nos quedamos en silencio un momento, absorbiendo la belleza del paisaje y la compañía del otro. En ese instante, me di cuenta de que la incertidumbre ya no me ataba. Había una energía nueva en mí, un deseo de abrazar lo desconocido, y el abrazo de Marie-Andrée seguía siendo el ancla que me mantenía firme en esta tierra que aún estaba aprendiendo a llamar hogar.
Con cada paso que dábamos hacia adelante, sabía que este nuevo capítulo de mi vida estaba apenas comenzando, y que, al igual que las hojas en el parque, mi propia historia podría transformarse y florecer de maneras inesperadas. --------------------------------------------------------------------------------------- Invitación para hacer parte del Grupo Whatsapp de lectores
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<<CAPITULOS DEL LIBRO >>
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0 - ROLOGO - "Pinceladas de Recuerdos"- 22 -Una Melodía de Anhelos y Desencuentros
26 -Del Humor al Recuerdo: Historias del Banco y Sus Personajes
- 29.-Cuando el Banco se Convierte en tu Segundo Hogar
- 30.-Historias de Amigos y Aventuras: Galería de personajes bancarios
- 31.-Raspando la «olla anecdótica
- 32.-El Pulso de una Ciudad: Medellín entre la Nostalgia y el Temor
- 33.-Semillas al viento: La odisea de la familia Salazar Suárez
- 34. -Medellín en los 80: Memorias de una Ciudad en Dualidad
- 35.-Maleta de Sueños: Crónica de un Viaje sin Retorno
- 36.-Quemando las naves del destino
- 37.-Aromas de esperanza: Renacimiento en el barrio griego de Montreal
- 38.-La Huella del Exilio: Entre el Frío y la Esperanza
- 39.-Danza de Recuerdos: Espejismos en la nieve
- 40.-Un Alma Suspendida entre Dos Mundos
- 41.-Entre Sombras y Lluvia: Memorias de un Alma Errante
- 42.-El Laberinto del Renacimiento: Un Viaje del Alma
- 43.-El Refugio de la Esperanza: La eternidad de un instante
- 44.-Entre risas y lágrimas: El dulce misterio de vivir
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Abelardo holaaaaa. Me encantó la narración de este capítulo. Si yo no hubiera sabido el final, me hubiera atrapado totalmente, la expectativa de saber cuál era el resultado de la audiencia.
ResponderBorrarPara mí es muy desconcertante saber que dejas la tierra que te vio nacer y llegas a otra, totalmente desconocida, pero con algo en común entre los dos mundos: la calidez de los brazos de una amiga y el disfrute de una celebración con un delicioso café. Te felicito por plasmar, en palabras, tantas vivencias y sensaciones, en una forma de narrar con la cual me haces sumergir en tu experiencia de vida. Te envío un fuerte abrazo. ~ Lina M.~