No 16 "Entre Guaduas y Recuerdos: Vacaciones en La Vereda Los Planes"

Capítulo 16

Entre Guaduas y Recuerdos: Vacaciones en La Vereda Los Planes


En las vacaciones escolares, cuando el aire vibraba con esa promesa indescifrable que solo la infancia reconoce —mitad aventura, mitad ensueño—, Francisco y yo emprendíamos el peregrinaje anual hacia La Vereda Los Planes. Este rincón de la geografía, situado antes de llegar a Cocorná, en la subregión Oriente del departamento de Antioquia, guardaba los secretos de nuestra madre Otilia en su infancia. Allí, entre los susurros del viento que conversaba con los árboles y el murmullo constante del arroyo —ese arroyo que jamás callaba, ni de día ni de noche—, se erguía la modesta morada de nuestra entrañable abuela Julita.

El camino mismo era ya ritual: las horas en bus con el polvo colándose por las ventanas abiertas, el paisaje transformándose gradualmente de cemento a verdor, de prisa a pausa. Y luego, al descender en aquel punto donde la carretera se rendía ante la montaña, el último trecho a pie, cuando los pulmones comenzaban a reconocer un aire distinto, más denso de humedad y memoria.

Nuestras rutinas —si así podían llamarse esos días que se estiraban elásticos, sin forma definida— eran la antesala de jornadas completas en el campo: explorábamos senderos que serpenteaban entre verdes praderas como venas bajo la piel de la tierra, trepábamos árboles centenarios cuyos troncos guardaban inscripciones de generaciones previas, nadábamos en las aguas cristalinas del río donde el frío cortaba la respiración y después, solo después, el cuerpo aprendía a flotar. La complicidad con nuestros primos Ramón, Custodio y mi hermano era nuestro mayor tesoro, una amistad forjada a golpe de risas, fútbol descalzo, juegos inventados y travesuras que —ahora lo comprendo— rozaban peligrosamente lo imprudente.

El rancho donde habitaba nuestra abuela podía parecer, a simple vista, apenas un refugio humilde, tejido con la simpleza del bahareque y la fortaleza casi obstinada del barro y la guadua. Sin embargo, para nosotros, criados en la austeridad urbana donde la pobreza se disfrazaba de otra manera, aquel hogar representaba algo más próximo a la plenitud que cualquier casa de paredes sólidas. Cada rincón emanaba historias superpuestas como capas geológicas, envueltas en el aroma perenne a tierra mojada y en ese eco particular de risas y canciones que resonaban entre paredes porosas. Era un lugar donde el tiempo —ese concepto tan tiránico en la ciudad— parecía detenerse, o más bien giraba sobre sí mismo en espirales concéntricas, permitiéndonos sumergirnos en esa sustancia espesa que llaman infancia y que en realidad es una forma de estar despierto dentro del sueño.

Un santuario forjado por la nostalgia y revestido de memorias que se entrelazaban como enredaderas persistentes en los muros de barro. Allí aprendimos a leer los relatos que las paredes contaban, grabados por el tiempo y matizados por el sol matutino que se colaba, travieso e inevitable, a través de las rendijas, iluminando esas galaxias minúsculas: las partículas de polvo que danzaban al compás de la escoba de nuestra abuela en una coreografía que se repetía cada mañana con la precisión de un rito ancestral.


Este hogar nos recibía con la familiaridad de los dulces sabores de la infancia, esos que la lengua jamás olvida aunque la mente los distorsione. La cocina, en especial, emanaba un aura acogedora con su fogón de piedras siempre encendido —¿dormía acaso esa lumbre alguna vez?—, donde el aroma a comida casera flotaba denso en el aire, envolviéndonos a todos con una bienvenida que era simultáneamente cálida y exigente: había que participar, no solo recibir. Utensilios y ollas, testigos silenciosos ennegrecidos por el uso, conservaban el eco de incontables momentos compartidos, de manos que ya no estaban pero que habían tocado esas mismas asas, removido en esas mismas profundidades humeantes.

Vivíamos ajenos al frenesí de la modernidad —aunque en aquellos años la modernidad misma era apenas un rumor lejano—, en un equilibrio casi involuntario con la naturaleza y sus ciclos implacables. La ausencia de neveras o frigoríficos no era carencia sino condición natural, un pacto tácito con el entorno que nos rodeaba, donde cada alimento, cada recurso, era un regalo a ser recibido con gratitud y consumido antes de que se lo reclamara nuevamente la tierra. Qué ironía: en la ciudad nos jactábamos de dominar el tiempo con nuestros aparatos eléctricos, mientras aquí el tiempo nos dominaba con su sabiduría más antigua, y éramos —lo admito ahora— más felices en la derrota.

El fogón, construido con piedras del río y barro de la quebrada —materiales que conocían ya el agua y el fuego antes de juntarse—, palpitaba como el corazón indiscutible de este espacio. La leña crepitaba narrando su propia destrucción, las llamas danzaban en ese lenguaje sin palabras que solo el fuego habla, creando un ambiente que no era simplemente cálido sino vivo, consciente. El humo, en lugar de ascender ordenadamente por una chimenea inexistente, se liberaba con voluntad propia, impregnando la casa entera con un aroma que era familiar y reconfortante para quienes pertenecíamos a ese mundo, aunque probablemente insoportable para cualquier visitante citadino. Era como si el mismo hogar exhalara suspiros de bienestar, envolviéndonos en un abrazo que olía a madera quemada, a memoria carbonizada, a calor y a esa peculiar forma de seguridad que solo la fragilidad acepta: estar protegido no por muros gruesos sino por el afecto compartido.

En las brasas vivas del fogón, mazorcas de maíz se doraban con una lentitud que hoy llamaríamos meditativa, plátanos maduros —esos que en la ciudad se habrían considerado demasiado pasados— se tostaban hasta alcanzar esa perfección caramelizada, y arepas se cocinaban sobre el tiesto caliente con un siseo que era música de fondo constante. Cada elemento, cada sabor, tejía la historia de una vida compartida en este hogar donde la tradición no era museo sino práctica diaria, donde el pasado y el presente se fundían sin distinguirse, sin necesidad de distinguirse.

Otros recuerdos hermosos se despliegan ahora como fotografías humedecidas: el baño en el río cuando el agua helada nos recordaba que estábamos vivos y vulnerables, la pesca en sus aguas cristalinas —cristalinas entonces, antes de que el progreso las enturbiera—, montar a caballo entre verdes prados sintiendo bajo las piernas la fuerza contenida del animal, y aventurarnos a la montaña cercana en busca de leña para el hogar, cargando luego esos atados que pesaban tanto como nosotros mismos, orgullosos de nuestra pequeña contribución al fuego eterno de la abuela.


El Ritual de la Panela: Entre Trapiches y Montañas

En el corazón de La Vereda Los Planes, el trapiche se erguía como el corazón palpitante de toda dulzura posible, maestro de ceremonias en ese ancestral rito de la panela que precedía por siglos cualquier azúcar refinada. Esta venerable máquina —más que simple artilugio, casi criatura—, era el nexo tangible entre la tierra y el sabor, convocando al jugo de la caña de azúcar a manifestarse bajo el sol implacable y la sombra misericordiosa.

Un par de bestias —mulas generalmente, de esas que han aprendido la paciencia como único recurso ante lo inevitable— daban vueltas eternas alrededor del trapiche. Estos nobles animales, con los ojos semicerrados en una especie de trance laboral, con la paciencia que solo desarrollan quienes han comprendido que la resistencia es inútil, arrastraban las pesadas ruedas de madera que se abrazaban a la caña en un crujir melódico y brutal, liberando el preciado néctar en chorros espesos que caían en canales tallados. El sonido del trapiche —ese crujido constante, esa percusión hipnótica— componía una sinfonía rústica que era simultáneamente monótona y fascinante, un canto a la vida que se repetía sin cesar, que se filtraba por cada rincón de la vereda hasta volverse paisaje sonoro, hasta que uno dejaba de escucharlo conscientemente pero lo extrañaba en cuanto cesaba.

Este jugo, verde-dorado y espumoso, sería luego transformado en esa dulzura sólida que tantas mañanas endulzaba, que convertía el agua de panela en sacramento cotidiano. Los fondos de cobre —ennegrecidos, abolidos, pero pulidos por el uso constante— humeaban sin cesar, enviando al aire olores que se mezclaban con el vapor dulzón, creando un halo casi místico alrededor de la labor, una neblina azucarada que hacía brillar los rostros sudorosos de los trabajadores. La alquimia de convertir el jugo líquido en panela sólida era un arte transmitido de generación en generación con esa pedagogía silenciosa del hacer junto al maestro, con cada paso meticulosamente ejecutado no por obsesión sino por necesidad: un error y se perdía el punto, se quemaba la miel, se arruinaba el trabajo de todo el día.

El ritual de la panela era —es aún, en los lugares donde sobrevive— una coreografía de esfuerzo colectivo y armonía forzosa. Los campesinos, en una cadena de solidaridad que no requería palabras, desde el corte de la caña al amanecer hasta su transformación final al anochecer, narraban historias sin palabras pero con gestos que se repetían idénticos generación tras generación. El jugo, al ser recibido por los fondos hambrientos del fuego, era sometido a una lenta ebullición donde la paciencia volvía a ser protagonista: cada burbuja contaba una historia que nadie escuchaba pero todos conocían, cada vapor llevaba un suspiro de la tierra hacia arriba hasta condensarse eventualmente —en algún lugar de la atmósfera— y regresar como lluvia, completando el ciclo, mientras en los fondos el líquido se espesaba gradualmente hasta alcanzar esa consistencia precisa que solo el ojo entrenado reconocía: ni muy fluido ni demasiado sólido, en ese punto exacto donde se transformaría en el dulce cristal oscuro de la panela.

Este dulce, finalmente, reposaba en moldes de madera como el sueño de un gigante satisfecho, esperando despertar —enfriarse, solidificarse— en la mesa de algún afortunado que probablemente no pensaría demasiado en todo el proceso que había detrás de ese bloque aromático, para contarle, bocado a bocado si prestaba atención, la historia completa de la tierra que alimentó la caña, del esfuerzo que la cortó y la molió, de la tradición que sabía exactamente cuándo y cómo hervir el jugo. Más que un simple proceso productivo, era una celebración de la vida disfrazada de labor cotidiana, un homenaje inadvertido a las manos curtidas que la trabajaban y a los espíritus —quizá— que la guardaban.

En estas veredas, donde el tiempo parecía danzar al ritmo circular del trapiche y la vida entera se condensaba en el dulzor persistente de la panela, cada día era un testimonio silencioso de que la verdadera magia —si tal cosa existe fuera de la credulidad infantil— reside precisamente en la sencillez de lo auténtico, en el sabor puro de lo que se hace con amor o al menos con dedicación disciplinada, que a veces se parecen. Este era el verdadero sabor de Antioquia, un sabor tejido de humo acre, sol implacable y sueños modestos que no se atrevían a llamarse a sí mismos sueños.


Germán, el hermano de Julita, ya se encontraba perdido en las sombrías tinieblas de la demencia senil, navegando por aguas interiores que nadie más podía ver, respondiendo a voces que nadie más escuchaba. En la casa de mi abuela hallaba no solo un refugio físico sino también el sustento paciente que su delicada condición demandaba, los cuidados que requería su infantilización progresiva. Una realidad que contrastaba profundamente —con esa ironía cruel que solo la existencia orquesta sin esfuerzo— con la vida de Jaime Ramírez, rebautizado por nuestro tío Felipe como el «Mister» en uno de esos apodos que pretenden elevar lo que en realidad subrayan, quien provenía de una familia sumergida en una pobreza tan extrema que la desnutrición crónica había marcado su cuerpo al punto de hacerlo parecer un niño perpetuo, a pesar de ser un adulto de edad indefinible. Junto a él, su hermano Alonso «el Rengo» —la crueldad del apodo compensada apenas por la familiaridad de su uso—, su hermana «Chula» y su madre vivían un día a día definido por una severa carestía, de esas pobres almas en pena que Dios, si existe y si presta atención, parecía haber olvidado con particular esmero.

En la morada de Julita, estas dos realidades convergían de manera que entonces me parecía natural pero que ahora reconozco como impactante: mientras Germán encontraba consuelo y cuidado en el seno de la familia —atención que su hermana le prodigaba con esa mezcla de amor y obligación que caracteriza los lazos de sangre—, el «Mister» y los suyos luchaban cada día contra la adversidad y la escasez sin la red de contención que Germán tenía. Dos mundos colisionaban en aquel rincón de La Vereda Los Planes, recordándonos —a quienes queríamos ver— la fragilidad de la existencia y la importancia de la solidaridad, pero también la arbitrariedad absoluta del destino que otorga a unos lo que niega a otros sin explicación ni justicia aparente.

A pesar de las diferencias marcadas por ese destino caprichoso, la compasión era el hilo delgado pero resistente que intentaba unirlos. En un acto de humanidad que mi abuela practicaba con la naturalidad de quien respira, compartíamos con ellos no solo lo material —comida, ropa usada, un techo ocasional— sino también nuestro tiempo y nuestro afecto, aunque admito ahora que ese afecto estaba inevitablemente teñido de una lástima que probablemente ellos percibían y que debe haberles pesado tanto como la miseria misma. En aquellos días donde el alma se revelaba en su desnudez más sincera —la suya por necesidad, la nuestra por elección temporal—, creíamos comprender que la verdadera riqueza residía en el acto desinteresado de dar y recibir amor, aunque esa comprensión era, lo reconozco, más teórica que visceral, más aspiracional que lograda.

En medio de la humildad impuesta y la adversidad constante, Germán y el «Mister» nos enseñaban lecciones valiosas sobre la fuerza del espíritu humano —o sobre su capacidad de soportar lo insoportable, que quizá no sea lo mismo— y la importancia de la empatía. En su lucha diaria por simplemente sobrevivir, encontrábamos inspiración para ser mejores, para tender una mano amiga, aunque esa mano regresaba siempre a la comodidad relativa de nuestra propia existencia, y para nunca olvidar que, en la oscuridad más profunda, siempre puede brillar una luz de esperanza —o al menos eso nos decíamos, necesitados de creer en alguna forma de justicia cósmica que balanceara las cuentas que la vida terrenal dejaba tan desproporcionadamente abiertas.

A pesar de las dificultades que enfrentaban Germán, el «Mister» y sus familias —dificultades que nosotros visitábamos temporalmente pero ellos habitaban permanentemente—, encontraban en nuestra abuela Julita no solo un refugio físico sino también un faro de esperanza y compasión práctica. Su generosidad, ejercida sin aspavientos ni espera de reconocimiento, y su capacidad para ver la belleza y el valor en cada ser humano —incluso en aquellos que la sociedad había descartado como desechos humanos— nos inspiraban a ser mejores, a ser más comprensivos, a nunca perder de vista esa humanidad compartida que nos une a todos, aunque las circunstancias nos separen con la eficiencia de un abismo.


En nuestra cotidianidad en La Vereda Los Planes, jamás dejábamos de lado —o al menos eso recuerdo, aunque la memoria embellece— nuestro compromiso con actos de bondad y asistencia ante personas tan desvalidas como Germán y el «Mister». Entre nuestras acciones más recurrentes estaba llevarlos a una quebrada cercana, donde les ayudábamos a proporcionarse un baño —tarea que requería persuasión, paciencia y ocasionalmente algo cercano a la coerción amable—, permitiéndoles disfrutar de un momento de frescura y limpieza en una necesidad tan elemental que la civilización pretende haber resuelto pero que para ellos seguía siendo una conquista cotidiana incierta.

A pesar de la dureza de sus realidades y las carencias múltiples que enfrentaban, estos dos seres acogían a regañadientes nuestra ayuda —porque la dignidad persiste incluso cuando todo lo demás se ha perdido, y aceptar ayuda es siempre un reconocimiento de vulnerabilidad—, pero ese simple acto de limpieza y compañía representaba un alivio significativo, un pequeño pero poderoso consuelo para sus espíritus marcados por la adversidad perpetua y la indiferencia social.

Esta intersección de vidas —entre la asistencia imperfecta que ofrecíamos y la resiliente dignidad con la que ellos enfrentaban su día a día— tejía una red frágil de humanidad y solidaridad que enriquecía nuestra existencia de maneras que entonces no comprendíamos plenamente, recordándonos el incalculable valor de la compasión en medio de la dificultad, pero también —y esto lo comprendo solo ahora— nuestra propia impotencia ante estructuras de desigualdad que ningún acto individual de bondad podía realmente remediar.


Cada día que llegaba estaba lleno de aventuras en el campo: explorábamos los senderos que serpenteaban entre verdes praderas como secretos que la tierra guardaba para quienes se atrevieran a buscarlos, trepábamos árboles centenarios cuyos brazos nudosos nos ofrecían perspectivas elevadas del mundo, nadábamos en las aguas cristalinas del río donde el frío cortante era el precio de entrada a ese paraíso líquido. La complicidad con Ramón, Custodio y mi hermano Francisco era nuestro mayor tesoro intangible, una amistad forjada a golpe de risas compartidas, juegos inventados en el momento, travesuras que rozaban lo imprudente y esa sensación de invencibilidad que solo la infancia otorga con tanta generosidad como imprudencia.

El cuarto principal del hogar de la abuela Julita respiraba una austera sencillez que no pedía disculpas por su condición, mas dentro de sus paredes desnudas —blanqueadas con cal cuando había recursos, dejadas en el barro natural cuando no los había— anidaba un calor reconfortante que ningún termómetro podría haber medido. Allí se erigía el lecho que compartían Julita y Rosalba, recias compañeras de fatigadas jornadas y plácido reposo nocturno, dos mujeres cuyas vidas se habían entrelazado de maneras que nunca comprendí del todo pero que parecían necesitarse mutuamente con esa dependencia silenciosa que caracteriza las relaciones largas. En el ala opuesta, un rústico cambuche —construcción anexa, casi satélite— acogía al eterno solterón Felipe, alma apacible que transitó su existencia sin la inquietud aparente de compartirla con mujer alguna, lo cual en ese contexto rural era suficientemente inusual como para generar comentarios que él ignoraba con la serenidad de quien ha hecho las paces con sus propias elecciones o carencias.

La paz le bastaba como único arrimo en esa morada donde supo anclar sus raíces con la determinación del que ha encontrado su lugar y no pretende otro. Mientras tanto, Francisco y yo tendíamos nuestros improvisados lechos sobre el mismo suelo de pavimento —ese cemento rústico que conservaba durante la noche el calor del día o el frío de la madrugada según la estación—. Una estera elaborada con tiras de corteza de plátano, secas al sol durante semanas e intrincadamente trenzadas con fibras de cabuya por manos expertas, oficiaba de colchón para nuestros cuerpos juveniles que aún no conocían el dolor de espalda ni la exigencia de confort que desarrollaríamos más tarde.

Recuerdo con particular claridad cómo en el recoveco donde colocábamos aquel rústico lecho, el piso se inclinaba con leve pero perceptible pendiente —error de construcción o asentamiento natural del terreno—, poniendo a prueba el equilibrio de nuestras formas al mecer el sueño, haciendo que nos deslizáramos imperceptiblemente durante la noche hacia el punto más bajo, despertando a veces amontonados contra la pared sin saber cómo habíamos llegado allí. Una incomodidad que, no obstante, hoy remoza la nostalgia de aquellos días donde la sencillez —o la pobreza, llamémosla por su nombre— era nuestro más preciado lujo involuntario, donde la incomodidad física se transformaba mágicamente en aventura simplemente por el contexto en que ocurría.


Tan desbordante era la hospitalidad que manaba de aquel hogar —hospitalidad que quizá era simplemente la imposibilidad de decir que no, la incapacidad cultural de cerrar la puerta— que sus paredes siempre albergaban presencias adicionales que se sumaban al hervidero de risas y camaradería. Mis primos se entretejían en ese tapiz de memorias imborrables con sus particulares colores y texturas. Custodio Suárez, al que cariñosamente apodábamos «Augustodio» en una de esas deformaciones lingüísticas que solo tienen sentido dentro del grupo que las crea, y Ramón Suárez, mejor conocido como «el frente de queso» por la blancura inmaculada que su frente semejaba cuando se descubría de su sombrero —apodo cruel como todos los apodos infantiles pero aceptado con la resignación de quien sabe que resistirse solo empeora las cosas—, eran compañeros inseparables de nuestras vacaciones, presencias tan constantes que su ausencia habría sido más notable que su presencia.

Pero entre esas presencias familiares y amistosas, quizá la más memorable por su peculiaridad era Carlitos, un campesino de alma diáfana en quien la paciencia parecía personificarse sin esfuerzo, como si la prisa le fuera completamente ajena no por disciplina sino por naturaleza. Un ávido lector —extraño en ese contexto donde los libros eran raros como diamantes— y trabajador incansable que jamás se quejaba, cuya existencia discurría plácida sin la inquietud de conquistar corazones femeninos, sin esa ansiedad que caracterizaba a otros hombres de su edad. Un alma de Dios, decían —y yo repito sin saber exactamente qué significa esa expresión más allá de una bondad que se percibe como ligeramente fuera de lo normal— que nos enseñaba con su mero ejemplo la belleza posible de una vida sencilla y sin mayores ambiciones terrenales, aunque no sé si él la vivía por elección filosófica o simple aceptación de lo que le había tocado.

En aquella modesta morada, las risas resonaban con fuerza desproporcionada a su causa, derramándose en cálidos arroyos de alegría compartida que encontraban eco en las paredes porosas. Un remanso de bienvenida donde los rostros familiares y las voces queridas se entretejían en una atmósfera cálida de hermandad que se sentía inquebrantable entonces —y que quizá lo era en aquellos momentos específicos, aunque el tiempo y la distancia eventualmente la fracturarían como fractura todo—. Un refugio donde el afecto palpitaba con latidos que queríamos creer eternos, donde la pobreza material se transfiguraba misteriosamente en riqueza emocional, donde lo que faltaba en las paredes sobraba en los corazones, o al menos así lo recuerdo ahora que la nostalgia ejerce su labor de embellecimiento selectivo.

La morada de Julita era más que un simple hogar; era un refugio donde los lazos familiares se entrelazaban con lazos de amistad hasta volverse indistinguibles, donde las puertas —que en realidad eran simples cortinas la mayoría del tiempo— siempre estaban abiertas para recibir a aquellos que llegaban con el corazón dispuesto a compartir risas y anécdotas, trabajo y comida, penas y alegrías sin necesidad de invitación formal ni aviso previo.


En aquellos momentos en que aquel hogar rebosaba de vida hasta sus costuras y el espacio comenzaba a escasear con la llegada de más primos o visitantes, el zarzo se convertía en nuestro refugio alternativo, en un rincón suspendido literalmente entre el cielo y la tierra —ese entrepiso construido con tablas toscas sobre las vigas del techo—, donde las historias y los sueños encontraban un nuevo hogar vertical. Era un espacio donde la rusticidad se entrelazaba paradójicamente con cierta calidez claustrofóbica, y la proximidad forzosa al techo nos hacía sentir más cerca de las estrellas que se veían a través de las rendijas del tejado, convirtiendo cada noche en una aventura involuntaria, en un viaje sin salir de casa pero ascendiendo en el espacio doméstico.

El zarzo, con su estructura sencilla pero sorprendentemente firme —las vigas de guadua sabían sostener más peso del que aparentaban—, nos acogía en su seno estrecho, ofreciendo no solo un lugar para descansar sino también un escenario inesperado para la imaginación que se activaba precisamente por la incomodidad y la novedad del espacio. Con el gallinero como peculiar vecindario inmediatamente abajo —sus habitantes ajenos a nuestra presencia sobre sus cabezas— y el canto del gallo anunciando el amanecer con una puntualidad más confiable que cualquier reloj, la vida en el zarzo era un recordatorio constante de la simplicidad y la belleza extraña de existir en armonía forzosa con la naturaleza y los animales, sin las separaciones artificiales que la urbanización impone.

Esta forma de vivir, completamente ajena a los artificios y a la complejidad —o la comodidad— de la vida moderna que apenas conocíamos, tejía entre nosotros una red de conexiones profundas y significativas que no requerían palabras para establecerse. En el zarzo, compartíamos más que un espacio físico reducido; compartíamos risas contenidas para no despertar a los de abajo, secretos susurrados en la oscuridad, esperanzas adolescentes, y a veces —inevitablemente en ese espacio tan cerrado— hasta olores corporales y flatulencias matinales que generaban risas silenciosas o quejas ahogadas. Era allí donde las diferencias sociales se diluían temporalmente porque todos estábamos igualmente incómodos e igualmente felices, y lo único importante era el vínculo que se fortalecía con cada palabra compartida, con cada historia contada bajo la luz tenue de las estrellas que se filtraban o el primer rayo de sol que se colaba al amanecer por las rendijas, despertándonos antes de que quisiéramos despertar.

El zarzo, entonces, se transformaba en un santuario accidental de la simplicidad, un lugar donde lo esencial cobraba protagonismo no por elección sino por imposibilidad de lo superfluo. La vida, vista desde esa altura modesta pero privilegiada —elevados sobre el suelo pero sin alcanzar realmente el cielo—, adquiría una perspectiva diferente, una donde los lazos humanos y la conexión inmediata con nuestro entorno eran los verdaderos tesoros a preservar porque no teníamos otros. Así, en la intimidad promiscua de nuestro zarzo, cada noche se convertía en una celebración involuntaria de la existencia, una invitación a vivir plenamente sin las pretensiones que ni siquiera sabíamos que existían en otros mundos.

En aquel humilde desván, bajo la caricia de las brisas nocturnas que se colaban por todas partes y el arrullo incesante de los grillos que nunca callaban —ese coro nocturno que al principio impedía dormir y luego se volvía imprescindible para el sueño—, las almas se desnudaban de convencionalismos que en ese espacio estrecho no tenían cabida física ni psicológica. Se respiraba el aliento de una vida esencial, sin alardes porque no había espacio para ellos ni florituras porque no había recursos, pero colmada de una dicha pura como el trino de los pájaros al amanecer que nos despertaba quisiéramos o no, una alegría que no dependía de posesiones sino de presencias, no de comodidades sino de compañías.


Algunos de los recuerdos más hermosos que guardo —pulidos por el tiempo hasta brillar con luz propia— son de las tardes de fútbol que se extendían hasta que la oscuridad nos vencía. Teníamos un balón Adidas número 5 muy especial, con mucha historia detrás que nadie recordaba completa pero todos conocían fragmentos: quién lo había comprado, cuánto había costado en relación al salario mensual, cuántas veces había sido remendado ya. Ese balón gastado pero amado nos unía y nos divertía en esas tardes interminables donde el juego era lo único que importaba.

La familia de nuestros primos Lizandro Suárez y Lola Amaya era muy numerosa —como solían serlo entonces las familias campesinas, antes de que la planificación llegara a estos rincones—, tenían muchos hijos cuyos nombres formaban una letanía familiar: Ramón, Custodio, Balvanera, Socorro, Argiro «el Chontas» —otro apodo cuyo origen se perdía en la bruma pero cuyo uso persistía—, Jairo, Alba, Nicolás, Genaro, Hernán e incluso uno que compartía mi nombre, Abelardo, lo cual creaba confusiones cómicas cuando alguien nos llamaba sin especificar a cuál de los dos se refería.

En esas tardes polvorientas armábamos una cancha improvisada delimitada por piedras y palos que servían de arcos, y nos reuníamos todos —primos, vecinos, cualquiera que pasara— para jugar grandes partidos de fútbol que en nuestra imaginación rivaliza con cualquier campeonato profesional. Eran momentos llenos de risas que venían del estómago y diversión sin parar que no requería más tecnología que un balón y piernas dispuestas a correr. Jugaba quien quisiera sin restricción de edad o habilidad, porque lo más importante no era el nivel técnico sino la camaradería y pasarla bien juntos, principio democrático que se rompía solo ocasionalmente cuando las discusiones sobre un gol dudoso amenazaban con terminar el juego.

Corríamos descalzos —los zapatos eran para la ciudad o la escuela— detrás del balón que iba por todos lados en el campo verde e irregular lleno de piedras que conocíamos de memoria y pozos que sabíamos esquivar por instinto. No importaba quién ganara o perdiera —aunque sí importaba en el momento, generando ocasionales pleitos que se olvidaban al día siguiente—, lo único que realmente valía era disfrutar al máximo jugando con los primos y amigos en esa tarde específica que nunca se repetiría exactamente igual.

Era un ambiente de total hermandad, donde nos divertíamos sin preocupaciones más allá de las inmediatas del juego, sin pensar en el futuro porque el futuro no existía más allá del próximo gol o la próxima jugada. Las risas y los gritos de emoción llenaban el aire del valle, probablemente molestando a alguien que necesitaba descansar pero que nunca se quejaba porque así era la vida allí. Por esas tardes doradas —literalmente doradas cuando el sol comenzaba a descender—, el tiempo parecía detenerse obediente, dejándonos vivir plenamente nuestra infancia y creando recuerdos que décadas después seguirían tan vívidos, grabados con la fuerza de lo que fue genuinamente feliz sin necesidad de entenderlo entonces como felicidad.

Esos partidos de fútbol improvisados, jugados hasta que la oscuridad hacía imposible ver el balón y teníamos que regresar sudorosos y exhaustos a la casa de la abuela, eran —lo comprendo ahora— pequeñas eternidades perfectas encapsuladas en tardes ordinarias, momentos donde la complejidad del mundo se reducía milagrosamente a la simplicidad de correr tras un balón en compañía de quienes amábamos sin saberlo con esa intensidad.

"El Refugio de la Compasión: Historias de Abnegación"| Bajo el manto oscuro de la noche eterna,
Germán, alma errante en la bruma de olvido,
Hallaba en el regazo de una casa, un edén terrenal,
Donde el amor de una abuela era pan y abrigo. No muy lejos, Jaime Ramirez el "Mister" conocido,

Llevaba en su cuerpo la marca de una vida de carencias,

Niño en la forma, hombre en el tiempo ido,

Junto a "el Rengo", "Chula", y su madre, esencias

De una vida batallando contra un destino no elegido.


En la vereda Los Planes, corazón de nuestra tierra,

Nunca olvidábamos el deber que el alma encierra.

Germán y "Mister", en aguas cristalinas renacían,

Y en cada gota, un poco de su dolor desvanecían.


Este ritual de pura humanidad y cariño compartido,

Era un bálsamo para sus corazones heridos.

Un simple gesto, una compañía verdadera,

Se convertía en una luz en su noche oscura y sincera.


Así, en la intersección de caminos y vidas,

Tejíamos lazos más fuertes que las despedidas.

Recordatorio viviente del valor incalculable,

De la compasión, en un mundo a veces inestable.


Este poema es un viaje por las almas gemelas,

Unidas en la lucha, bajo las estrellas.

Es un canto a la esperanza, a la fraternidad,

Un recordatorio de que en la oscuridad, siempre habrá claridad.

* La vereda Los Planes es hoy la que llaman “Vereda La Playa” --------------------------------------------------------- <<CAPITULOS DEL LIBRO >> —-------------------------------------------------------

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