No 33 «Semillas al viento: La odisea de la familia Salazar Suárez»
«Alas desplegadas al viento del destino»
En el ocaso de los setenta, cuando los días se desvanecían como suspiros dorados, la residencia de los "Salazar Suárez" se erguía cual santuario de almas entrelazadas. "Éramos trece", número místico que resonaba en los pasillos y se escondía en las fisuras de las ventanas. Bajo un mismo techo, compartíamos risas y secretos, cimientos de un hogar unido por lazos invisibles.
Pero el viento del cambio llegó, sutil y directo como un suspiro. Uno tras otro, alzamos el vuelo con alas propias hacia rumbos desconocidos. La familia se dispersó como hilos de un tapiz viejo, dejando sillas vacías y rincones que resonaban con ecos de risas pasadas.
Nuestra madre, Otilia, permanecía en el umbral con mirada triste y manos que ya no tejían cuentos. Sus ojos, dos luceros que habían visto nacer y crecer a cada retoño, se nublaban al vernos partir. "Los hijos son como las aves", susurraba con voz nostálgica, "un día alzarán el vuelo, pero siempre llevarán un pedazo de su nido en el corazón".
Las ventanas, como ojos entrecerrados, seguían nuestros pasos. El hogar, con sus paredes cargadas de recuerdos, se volvía más pequeño a medida que nos alejábamos.
¿Qué quedaba atrás?
Los muebles desgastados, los retratos en blanco y negro, los aromas de la infancia. Y ella, nuestra madre, con su silencio como un nudo en la garganta.
El camino nos llevaba hacia destinos inciertos. Los hermanos, con sus maletas llenas de sueños y miedos, se alejaban como cometas en busca de nuevos cielos.
¿Qué nos esperaba más allá del horizonte?
¿Qué historias escribiríamos en las páginas en blanco de la vida?
Nuestra casa de rústica construcción se desvanecía en la distancia. Las risas de la infancia, como ecos en el viento, se mezclaban con el canto de los pájaros.
¿Volveríamos algún día?
¿O seríamos como las semillas, llevadas por el viento, que germinan en tierras lejanas?
Nuestra madre Otilia, con su abrazo invisible, nos acompañaba en el viaje. Sus palabras, como susurros en la brisa, nos guiaban.
¿Qué nos decía en silencio?
¿Qué secretos guardaba en su corazón?
Solo ella sabía que el enjambre de almas, aunque disperso, seguía latiendo como un solo corazón.
Y así, con el viento como testigo, nos alejamos. Las lágrimas, como gotas de rocío en las hojas, se evaporaban en el aire.
¿Quién sería el primero en echar raíces en tierra ajena?
¿Quién llevaría consigo el eco de la casa, el aroma de las tardes de lluvia, la risa de la abuela?
En cada rincón quedaba un pedazo de nosotros. En la cocina, el aroma a arepas recién hechas nos abrazaba como un recuerdo cálido. En el jardín, las mariposas seguían danzando, como si llevaran mensajes de los que ya no estaban. Y en el corazón de la casa, el tapiz de los recuerdos se tornaba más nostálgico con cada hilo que se soltaba.
Rocío fue la primera en alzar el vuelo hacia el horizonte del matrimonio, dejando tras de sí un eco de promesas y sueños. Leticia, Francisco y Martha no tardaron en seguir sus pasos, sus alas impacientes por explorar nuevos cielos. Gonzalo, nuestro hermano mayor, partió con una maleta llena de sueños hacia las tierras del maple.
Nuestra madre Otilia, pilar inquebrantable del hogar, era como un roble centenario cuyas raíces se hundían profundamente en la tierra del sacrificio. Bajo el cielo estrellado de nuestras vidas, avanzaba sola, con un fardo pesado que era solo suyo. Como Atlas, que lleva el mundo sobre sus hombros, así sostenía ella su carga, sin rendirse jamás.
Con manos fortalecidas por el trabajo y un corazón que latía al compás de nuestras necesidades, ella construía día tras día el escudo protector que nos resguardaba. En su humilde cocina, bañada por la luz del amanecer, nuestra madre se convertía en una verdadera maga. Sus manos, marcadas por el tiempo y la harina, se deslizaban sobre la masa como si descubrieran secretos ancestrales.
"Rebuscarse el pan diario," ¿no era eso lo que nuestra madre hacía todos los días? No con palabras mágicas, sino con la paciencia de quien entiende que la verdadera magia está en los gestos cotidianos. La arepa, en sus manos, se convirtió en el símbolo del amor y del sustento diario de todos sus hijos. Cada una era una manifestación de su amor incondicional, una muestra de que, a pesar de todo, siempre encontraríamos consuelo en su mesa.
Y entonces, cuando la casa quedaba en silencio y la sombra de la soledad se sentaba a su lado, junto al fuego del hogar, Otilia cerraba los ojos y nos veía de nuevo. Nosotros, esos traviesos fantasmas que una vez corrimos por sus venas, no volveríamos a ser aquellos piratas de salón, ni llenaríamos de risas el portal, ni lanzaríamos cometas que desafiaran al viento.
Quizás la visitemos en Navidad, si la vida nos concede una tregua. Pero bien sabe, madre, que nos iremos, como se van los sueños al despertar, y ella se quedará, como siempre, abrigando nuestras memorias, mientras el viento sigue soplando, llevando sus semillas hacia el horizonte, donde el cielo se encuentra con el mar.
Al caer el crepúsculo de los años setenta, comprendimos que la familia no siempre representa un espacio estático, sino más bien un vuelo que se emprende juntos. Cada uno siguió su camino, pero llevamos con nosotros los lazos invisibles que nos unieron. Y cuando el viento del cambio soplaba, sabíamos que éramos parte de algo más grande, como las estrellas que brillan en la noche, aunque estén separadas por millones de años luz.
"Edilma" y "Nohemí" se adentraron en el mundo laboral como secretarias, con sus dedos deslizándose ágilmente sobre las teclas de las máquinas de escribir. —Sus esfuerzos, como gotas de rocío en el desierto de nuestras necesidades, resultaron esenciales para concluir los arreglos pendientes en el hogar. Este primer empleo fue decisivo para liberar la carga de responsabilidad que recaía sobre los hombros de nuestra madre.
Gracias al apoyo de sus hijas, la carga se hizo más ligera. Así, nuestra madre pudo, por primera vez, tomar un descanso y volar hacia "San Andrés", esa joya del "Caribe" que le ofreció un soplo de libertad. Durante ese viaje, logró soltar temporalmente la carga invisible, disfrutando de un bien merecido descanso bajo el sol caribeño.
"Francisco", unido en el sagrado lazo con "Olga Cuartas", encontró su lugar en "La Compañía de Empaques". Allí, durante una década, sus manos moldearon no solo cartón y papel, sino también el futuro de su propia familia.
"Gilberto" y "Manuel", después de ver sus sueños desplomarse como cometas deshilachados, volvieron con humildad a su trabajo previo en la empresa "Superbus". Como fénix que resurgen de las cenizas de sus fracasos, retomaron el tejido de sus vidas con hilos de perseverancia y esperanza.
Y de repente, —como flores— emergiendo después de una lluvia de primavera, aparecieron los sobrinos. Pequeños brotes de vida que, durante las décadas de los setenta y ochenta, llenaron nuestro árbol genealógico de colores nuevos y brillantes. "Liliana", con su risa melodiosa; "Nelson", con su mirada inquisitiva; "Osvaldo", el eterno travieso; "Johnny", el emprendedor soñador; "Angela", tan dulce como la miel; y "Lina Marcela", con su espíritu indomable.
Todos ellos habían nacido en nidos apartados, extendiendo las ramas de nuestra familia hacia nuevos horizontes. Sin embargo, "Diego Alejandro" fue la excepción, el único que permaneció en la casa familiar. Sus padres, "Martha" y "Darío", como pájaros que deciden no migrar, se quedaron en el hogar familiar, añadiendo su propia melodía a la sinfonía de nuestra casa. Y cuando ya creíamos que nuestro jardín familiar estaba completo, "Pablo" llegó como un brote tardío, después de los 90, recordándonos que la primavera de nuestra familia aún tenía sorpresas por revelar.
Algo en su mirada y en su risa contagiosa hizo que desarrollara una hermosa amistad con "Diego Alejandro". Compartíamos secretos durante largas caminatas y explorábamos juntos los rincones mágicos de nuestra casa, como si cada esquina ocultara un tesoro. "Diego Alejandro" se convirtió en mi confidente, mi compañero de aventuras y en el hijo que el destino me concedió durante aquellos años de dificultades emocionales.
Así, nuestra familia, cual bandada de pájaros multicolores, se dispersó y creció. Cada uno encontró su propia rama en el árbol de la vida, pero nuestras raíces, entrelazadas en el suelo fértil del amor, nos mantuvieron unidos a pesar de la distancia. Teníamos nuestros caminos y los exploramos; teníamos alas, las abrimos y comenzamos a volar, pero siempre con el corazón anclado en el nido que nos vio nacer.»
La incorporación de los nuevos miembros trajo una inmensa alegría a la familia. Cada visita se convertía en una fiesta de risas y juegos, llenando la casa con un bullicio que rebosaba energía. Recuerdo que, al regresar a casa, los sobrinos, efervescentes y alegres, me corrían a recibir con brazos abiertos y risas que tintineaban en el aire como campanas. Cada encuentro se convertía en un acontecimiento inolvidable, una verdadera festividad de la vida.
Nunca antes habíamos experimentado tanta felicidad en nuestro hogar, una felicidad que resaltaba frente a las oscuras nubes que se cernían sobre Medellín durante esos años sombríos. La ciudad, sumida en un vórtice de violencia y temor, parecía distante del santuario cálido y seguro que habíamos creado juntos. Las crónicas de la calle, que sonaban a relatos de horror, se disipaban al entrar en nuestro hogar, donde la realidad adoptaba los matices del amor y la esperanza.
Nuestra madre observaba todo con una mezcla de orgullo y nostalgia. Sus ojos, que habían sido testigos de innumerables dificultades, ahora brillaban con una luz renovada, reflejando la alegría que le brindaban sus nietos. Cada risa, cada abrazo y cada juego actuaban como un bálsamo para su alma cansada, recordándole que, a pesar de todo, la vida sigue adelante con su fuerza inquebrantable.
Los días pasaban entre historias y anécdotas, entre juegos y canciones. Los sobrinos crecían, y con ellos, nuestra familia se fortalecía. Cada miembro aportaba su granito de arena, y juntos, construíamos un legado de amor y resiliencia que perduraría más allá de los tiempos difíciles. —En medio de la adversidad, la familia encontró en la unión y la alegría la clave para seguir adelante, demostrando que, incluso en los momentos más oscuros, siempre hay lugar para la luz.
En la turbulenta década de los ochenta, cuando los vientos del cambio soplaban con fuerza sobre "Medellín", yo había logrado aferrarme a —una rama de estabilidad— en el banco. Fue entonces cuando el tan ansiado —préstamo de vivienda— cayó en mis manos como una —fruta madura—, otorgándome una seguridad que, aunque insuficiente, me permitió adquirir un pequeño apartamento en el "Barrio La Floresta".
De todas las veces que algo me destruyó en el pasado, siempre me volví a reconstruir en soledad; el problema fue que cada vez me faltaban más piezas, y algunas de ellas ya no las pude recuperar. Este proceso de reconstrucción, sin embargo, era como una gota de agua en un desierto de insatisfacción.
Mi fracaso escolar, cual fantasma invisible, había marcado mi alma con tinta indeleble, convirtiéndose en una de esas piezas perdidas que nunca pude recuperar completamente.
El horizonte de mis posibilidades se difuminaba en una bruma de dudas, mientras el estancamiento y la rutina se enroscaban a mi alrededor como serpientes perezosas. Las largas jornadas laborales del banco, con sus madrugadas interminables y noches eternas, eran cadenas que me ataban, impidiéndome volar hacia mis sueños académicos y recordándome constantemente las piezas que me faltaban para sentirme completo. Cada día era un intento de reconstrucción, pero la sensación de fragilidad persistía, como un eco de todas las veces que había sido destruido en el pasado.
Los hombres no sucumbimos a las grandes penas ni a las grandes alegrías, y es porque esas penas y esas alegrías vienen disimuladas en una inmensa niebla de pequeños incidentes. Y la vida es esto, la niebla. La vida es una nebulosa, una sucesión de momentos que se entrelazan en una danza de incertidumbres y certezas efímeras. En medio de esta nebulosa, mis intentos de reconstrucción se mezclaban con la rutina opresiva, creando un paisaje de luces y sombras que definía mi existencia.
A pesar de todo, conseguí completar mi último año de bachillerato, intentando reparar los años perdidos. Sin embargo, el diploma de bachillerato, en lugar de ser un trofeo, se sentía en mis manos tan liviano como una hoja seca. Mi experiencia en el colegio nocturno fue un carnaval de risas y amistades, un desfile de chicas encantadoras y fiestas inolvidables, donde el rendimiento académico siempre quedaba relegado al último lugar por la diversión. —Sentí como si no hubiese logrado nada.
Mientras la década avanzaba, la ciudad se sumergía en una oscuridad cada vez más densa. —La inseguridad— y el peligro crecían como maleza en un jardín abandonado, sus raíces extendiéndose por cada rincón de "Medellín". En medio de este caos, yo me sentía como un barco a la deriva, anclado a un trabajo estable pero sin rumbo claro, navegando en aguas turbulentas de incertidumbre y anhelos incumplidos.
"Entre pinceles y sombras"
—Después de haber obtenido el cartón de bachiller, me presenté al "Instituto de Bellas Artes", buscando un desahogo a mi frustración de no poder ir a una universidad a estudiar una carrera que tal vez no fuera de mi gusto. En "Bellas Artes" todo fue color de rosa: nuevos compañeros, un ambiente cordial y un hermoso grupo de alumnos. A todo eso se sumaba que ya tenía buen conocimiento del dibujo, lo que facilitó mi adaptación.
—El Instituto de Bellas Artes se convirtió en un oasis de creatividad y libertad, donde cada pincelada era un suspiro de alivio, cada trazo una caricia al alma. Los días se llenaban de colores y formas, y en cada rincón del aula se respiraba un aire de camaradería y entusiasmo. Mis compañeros, con sus risas y conversaciones, eran como notas musicales que componían una sinfonía de juventud y esperanza.
—Por ese mismo tiempo, por un viejo anhelo de tener tiempo para mi preparación, había pasado del "departamento de cuentas corrientes", mi lugar de trabajo acostumbrado, al "departamento extranjero"—, donde los horarios laborales eran más flexibles y fijos. Sin embargo, este cambio, que en principio parecía una bendición, pronto se reveló como una prueba de resistencia.
—"El departamento extranjero" era un lugar frío y distante para mi, donde las miradas eran esquivas y los saludos, escasos. Me sentí como un pez fuera del agua. Cada día, al cruzar la puerta, sentía cómo una sombra se cernía sobre mí, recordándome que no era bienvenido. Las horas pasaban lentas, y el ambiente se volvía cada vez más opresivo, como un cielo nublado que amenaza tormenta.
—Un año estuve en ese departamento, un año que solo sirvió para —aflorar mis inseguridades— y comprobar que las bases mal fundadas de mi educación pesaban sobre mí. Abrumado por no sentirme bien en un lugar donde parecía sobrar, decidí regresar a "cuentas corrientes", donde, a pesar de las largas jornadas, era mi hábitat natural.
—El regreso a cuentas corrientes dejó en mi boca un sabor agridulce, como el de una fruta que madura demasiado pronto. Era un fracaso más, una confirmación adicional de mis debilidades que se clavaba en mi pecho como una espina persistente. En ese momento, comprendí con dolorosa claridad el valor inconmensurable del apoyo y la confianza; son estos los cimientos sobre los que se construye el éxito, las alas que nos permiten elevarnos por encima de nuestras limitaciones.
—Volver a cuentas corrientes fue como regresar a un hogar conocido, pero con el peso del fracaso sobre mis hombros. Era un refugio, sí, pero uno que me recordaba constantemente mis propias insuficiencias.
—En aquellos tiempos, el dinero fluía como un río desbordado. Los cheques aumentaban su valor de forma vertiginosa, y nuevos rostros adinerados aparecían en escena, trayendo consigo el aroma embriagador de la opulencia. Sus generosas propinas eran como gotas de oro que caían en nuestras manos, un beneficio inesperado de su bonanza. Sin embargo, mientras algunos se dejaban seducir por estos cantos de sirena, en mi interior crecía una desconfianza visceral.
—Me preguntaba incesantemente:
—¿A dónde nos conducirá todo esto?—
—Mis fines de semana se convirtieron en un torbellino de fiesta y descontrol, una fuga desesperada de la realidad que solo lograba hacer más penosas las madrugadas. Era como si intentara ahogar mis dudas en un mar de excesos, pero estas siempre flotaban de vuelta a la superficie.
—En medio de este caos, comencé a tejer un nuevo plan de emigración, que sería el definitivo, —o al menos eso esperaba— Ya había hecho dos intentos fallidos, pero me aferraba a la esperanza de que —la tercera sería la vencida—. Me repetía a mí mismo que esta vez sería diferente, que este sería el intento definitivo que cambiaría el rumbo de mi vida.
—Como si el destino quisiera añadir otra capa de complejidad a mi existencia, —una novia— o más bien, una compañera de parrandas -- resultó embarazada. Movido por un sentido de responsabilidad y el deseo de proteger a la criatura por venir, decidí irme a vivir con ella en mi recién adquirido apartamento. Era como si intentara construir un hogar sobre —arenas movedizas—.
—Sin embargo, la vida reservaba otros planes. Tras los primeros meses, mi compañera sufrió un aborto espontáneo, un evento que estremeció los cimientos de nuestra relación, ya de por sí frágil. Y como era previsible en una unión forjada sobre bases tan endebles, después de dos años, nuestro vínculo se disolvió sin más, desapareciendo como la bruma con el sol matutino.
—En el ocaso de mis días tumultuosos, regresé al nido materno en el "barrio Cristo Rey", como un pájaro herido que busca refugio en la rama que lo vio nacer. Mi madre, cuyo corazón ya se había henchido con la ilusión de verme "asentar cabeza", recibió mi retorno con una mirada de —decepción— que pesaba más que mil reproches. Sus ojos, en otros tiempos llenos de esperanza, ahora reflejaban el —desencanto— de un sueño truncado.
—Cada vez que el licor nublaba mi juicio y empañaba mi alma, ella, con voz trémula pero firme, me —instaba a partir—, a dejarla en la soledad de su desengaño. —«Vete»—, me decía, y en esa simple palabra se condensaba todo el —dolor— de una madre que ve a su hijo perderse en los laberintos de la vida. —Sus palabras eran dardos que se clavaban en mi ya maltrecha voluntad, recordándome que mi presencia allí era tan efímera como las nubes de verano.
—En medio de este páramo emocional, cuando la —depresión— me envolvía como una niebla espesa, apareció mi sobrino "Diego Alejandro", cual rayo de sol que atraviesa las tinieblas. Lo llamaba «el conejito» por sus tiernos conjuntos de pijama, y a sus escasos cinco o seis años, se convirtió en —el faro— que guiaba mi nave a la deriva.
—Nuestros días se tejían con hilos de complicidad y alegría. En el patio trasero, el balón de fútbol se convertía en el centro de nuestro universo, y nuestras risas eran la música que ahuyentaba los fantasmas de mi pasado. Por las noches, cuando el —peso de mis errores— me arrastraba a casa en horas intempestivas, él aparecía en la penumbra como una visión etérea, su pijama blanca brillando en la oscuridad cual luna menguante.
—En esos momentos robados al sueño, nos sumergíamos en un mundo de historias inventadas, donde los dragones eran derrotados y los héroes siempre triunfaban. "Diego Alejandro", con su inocencia intacta, era el —bálsamo— que curaba las heridas de mi alma atormentada.
—Recuerdo con nitidez aquella mañana en que, con el corazón hecho jirones y los ojos anegados en lágrimas, me disponía a partir hacia mi trabajo. La vergüenza me impidió despedirme, temeroso de que mi debilidad quedará al descubierto. —Más, al doblar la esquina, escuché el eco de unos pasos apresurados. Era él, "mi pequeño conejito", que corría con los brazos abiertos como alas de ángel, para desearme un buen día.
—En ese abrazo, en ese gesto puro de amor incondicional, encontré el alivio que mi espíritu deshecho anhelaba. "Diego Alejandro", sin saberlo, se convirtió en el ancla que me mantenía a flote en el mar embravecido de mis propios demonios.
—Así, en la paradoja de ser consolado por quien debería consolar, descubrí que a veces la redención llega en los paquetes más pequeños e inesperados. ¿Acaso no es la vida misma una sucesión de momentos que nos sorprenden, que nos sacuden y nos recuerdan nuestra propia humanidad?
—Mientras el futuro se dibujaba incierto en el horizonte, y la sombra de la partida se cernía sobre mí, me aferraba a estos instantes de luz como un náufrago a su balsa. ¿Qué deparará el mañana? Solo el tiempo lo dirá, pero por ahora, en los ojos inocentes de "Diego Alejandro", encuentre la fuerza para enfrentar un nuevo amanecer.
—Así, me encontré una vez más solo, enfrentando un futuro incierto, con mis anhelos de un nuevo amanecer como la —única luz en el horizonte—. Era como si la vida misma me hubiera despojado de todo, dejándome —desnudo— frente a mis propias ambiciones y miedos. Las noches se alargaban como suspiros, y yo, como —un náufrago— en un mar de incertidumbre, buscaba refugio en las estrellas.
—Ellas, testigos silenciosas de mi travesía, parpadeaban como faros en la oscuridad. Cada día era una lucha constante por mantener viva la esperanza, mientras el peso de la soledad se hacía más palpable. Sin embargo, en medio de la adversidad, encontraba fuerzas en los pequeños destellos de luz que la vida me ofrecía. Con el corazón lleno de sueños y la mirada fija en el horizonte, seguía adelante, un paso a la vez.
—¿Qué me impulsaba a seguir en mi lucha?
—¿Era la esperanza o la desesperación?
—Quizás ambas, trenzadas como hilos de un antiguo telar.
—Mis pies, cansados de caminar sobre tierra ajena, —anhelaban la firmeza— de un destino. Pero el camino era un enigma, y yo, un verso sin rima. Las maletas pesaban como los recuerdos, y cada paso era una plegaria en busca de respuestas."
—A veces, el viento susurraba promesas de un mañana mejor, y otras, el silencio se convertía en mi único compañero. Pero en cada amanecer, encontraba una razón para seguir, una chispa de fe que me impulsaba a no rendirme. Y así, con el alma llena de cicatrices y el espíritu indomable, continuaba mi travesía, esperando que, al final del camino, encontraría el hogar que tanto anhelaba.
—¿Dónde estaba la tierra prometida?
—¿En qué latitud se escondía mi destino?
—Las estrellas, como faros cósmicos, guiaban mis pasos. Su luz viajaba desde lejanas galaxias, como mensajes cifrados en el lenguaje de los astros.
—¿Acaso también ellas soñaban con emigrar?
—¿O eran guardianas de los que cruzábamos fronteras invisibles?
—La soledad, como un abrazo frío, me envolvía. Las voces familiares se desvanecían en el viento, y yo, como —un nómada sin tribu—, buscaba mi lugar en el mundo. —Las lágrimas—, como rocío en las hojas, eran mis compañeras nocturnas.
—¿Quién sería el primero en recibir mis historias?
—¿Qué idioma acogería mis suspiros?
—Y así, con mis sueños de —emigración— como la única luz en el horizonte, seguía mi camino. No sabía si encontraría un puerto seguro o naufragaría en la vastedad del tiempo.
—Pero algo me decía que las estrellas, como faros cósmicos, seguirían guiándome. Y yo, como un verso sin rima, seguiría buscando mi lugar en este vasto poema llamado vida.
—Mientras me alejaba, con el peso de las despedidas y el eco de las promesas no cumplidas resonando en mi mente, una idea se afianzaba cada vez más en mi corazón: la necesidad de partir, de buscar un nuevo horizonte en tierras lejanas. La vieja canción de "Serrat" resonaba en mi mente:
—«La Rosa de los Vientos me ha de ayudar...como un cometa de caña y de papel, me iré tras una nube, pa' serle fiel a los montes, los ríos, el sol y el mar. A ellos que me enseñaron el verbo amar. qué más da aquí o allá… la la la...»—
—¿Qué me aguardaba al otro lado del océano?
—¿Sería capaz de dejar atrás mis miedos y fracasos, y construir una nueva vida desde cero? Las preguntas se arremolinaban en mi mente como hojas en una tormenta de otoño. La incertidumbre era abrumadora, pero también había una chispa de esperanza, una promesa de renovación y aventura.
—Con el corazón dividido entre el temor y la esperanza, me preparé para enfrentar el próximo capítulo de mi vida. El deseo de partir a otro país se convirtió en una llama que ardía con más fuerza cada día, iluminando el camino hacia un futuro incierto pero lleno de posibilidades.
—¿Qué desafíos y descubrimientos me esperaban en ese nuevo destino?
—¿Sería capaz de encontrar mi lugar en el mundo, lejos de las sombras del pasado? Solo el tiempo lo diría, pero una cosa era segura: estaba listo para dar el salto y enfrentar lo desconocido, con la esperanza de que, al final del viaje, encontraría la paz y la realización que tanto anhelaba.
—"Todo pasa y todo queda, pero lo nuestro es pasar, pasar haciendo caminos, caminos sobre la mar". Con esta verdad resonando en mi corazón, me dispuse a escribir el próximo capítulo de mi vida. El viento se convirtió en mi aliado y la esperanza en mi guía, mientras dejaba atrás las despedidas y abrazaba el horizonte de posibilidades que se desplegaba ante mí. La Rosa de los Vientos me susurraba promesas de nuevos comienzos, y con el alma llena de sueños, me lanzaria hacia lo desconocido.
—¿Moriré como una gota de mar en el mar inmenso?
—¿O seré lo que nunca he sido: uno, sin sombra y sin sueño, un solitario que avanza sin camino y sin espejo? Estas preguntas me acompañaban mientras buscaba en los montes, los ríos, el sol y el mar, las respuestas que tanto anhelaba.
—"No quería estar libre de peligros, solo ansiaba el valor para afrontarlos".
—Y así, con cada paso, con cada decisión, iba trazando mi propio camino sobre las aguas inciertas del futuro, consciente de que en este pasar, en este hacer caminos, estaba la esencia misma de mi existencia.
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<<CAPITULOS DEL LIBRO >>
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- 0 - ROLOGO Pinceladas de Recuerdos
- 22 -Una Melodía de Anhelos y Desencuentros
26 -Del Humor al Recuerdo: Historias del Banco y Sus Personajes
- 29.-Cuando el Banco se Convierte en tu Segundo Hogar
- 30.-Historias de Amigos y Aventuras: Galería de personajes bancarios
- 31.-Raspando la «olla anecdótica
- 32.-El Pulso de una Ciudad: Medellín entre la Nostalgia y el Temor
- 33.-Semillas al viento: La odisea de la familia Salazar Suárez
- 34. -Medellín en los 80: Memorias de una Ciudad en Dualidad
- 35.-Maleta de Sueños: Crónica de un Viaje sin Retorno
- 36.-Quemando las naves del destino
- 37.-Aromas de esperanza: Renacimiento en el barrio griego de Montreal
- 38.-La Huella del Exilio: Entre el Frío y la Esperanza
- 39.-Danza de Recuerdos: Espejismos en la nieve
- 40.-Un Alma Suspendida entre Dos Mundos
- 41.-Entre Sombras y Lluvia: Memorias de un Alma Errante
- 42.-El Laberinto del Renacimiento: Un Viaje del Alma
- 43.-El Refugio de la Esperanza: La eternidad de un instante
- 44.-Entre risas y lágrimas: El dulce misterio de vivir
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Cada compra no solo me acerca a este objetivo, sino que también es una oportunidad para que más personas conozcan mi trabajo. Además, cualquier reseña positiva que puedan dejar sería inmensamente apreciada y contribuiría enormemente a la visibilidad del libro.
¡Gracias de antemano por su apoyo y por acompañarme en este viaje literario!
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Hola Abelardo, no sé qué me admira más, si tu estilo, o tu prodigiosa memoria o tu maravillosa forma de describir tu vida. Creo que todas me regresan al tiempo en que disfrutaba la lectura de los libros. Pero a decir verdad, tu estilo me parece de los mejores. Gracias por compartir tu talento. ~Beatriz~
ResponderBorrarAbelardo definitivamente Yo me identifico mucho con tus relatos, tienes una memoria prodigiosa para todo los nombres de los personajes, como describes todo a mi me encanta y te envío otro abrazo de 🐼, claro que si seguiré acá pendiente de tus escritos, ando muy atrasada jajaja andaba de paseo. Pero me pondré al día muy pronto. ~Dolly
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