No 44 "Entre risas y lágrimas: El dulce misterio de vivir"

A medida que me acerco al final de estas memorias, no puedo evitar reírme de la vida que he vivido. —No es una risa burlona— aclaro, —sino una risa de asombro y gratitud. Las desgracias que alguna vez parecieron montañas insuperables, ahora se ven como simples colinas en el paisaje de mi existencia.

Recuerdo las ambiciones de mi juventud: “Dejaré una huella imborrable en el mundo”, me decía. Ahora, sentado aquí, escribiendo estas líneas, me doy cuenta de que la huella más importante es la que dejamos en los corazones de quienes nos rodean.

A veces, en medio de la reflexión, me sorprendo pensando: “¿Estoy llorando? ¿O estoy riendo?”. Me río de los momentos de torpeza, de las preocupaciones que resultaron infundadas. Lloro por las oportunidades perdidas, por los seres queridos que ya no están. Pero en esa mezcla de emociones, descubro una verdad profunda: somos todos viajeros en este tren de la vida.

La muerte, ese gran misterio, ya no me aterra. “Quizás sea una puerta que se abre a algo nuevo”, me digo. He aprendido a vivir cada día como si fuera el último, saboreando cada momento.

Agradezco profundamente haber vivido. Aunque no siempre entendí el porqué de las cosas, cada experiencia me ha moldeado. He aprendido a vivir con la misma intensidad con la que se lee una novela apasionante.

No sé si existe un plan divino. Pero he decidido vivir como si cada promesa de amor y esperanza pudiera cumplirse. Con esa certeza en el corazón, avanzo cada día.

A ti, querido lector, te invito a mirar tu propia vida con esta misma mezcla de asombro y gratitud. Que puedas reír de tus tropiezos, llorar sin vergüenza por tus pérdidas, y sobre todo, que puedas sentir la alegría de ser parte de este misterioso viaje que es la vida. Porque al final, entre risas y lágrimas, entre certezas y dudas, la vida se revela como el regalo más precioso.

A medida que avanzo en este camino de la vida, cada vez más me siento como un espectador de una obra infinita y misteriosa. —Es como si la vida misma me susurrara secretos al oído—, pienso, pero sus palabras se disuelven antes de que pueda comprenderlas del todo. Y sabes qué, he aprendido que está bien así. Tal vez la clave no está en entenderlo todo, sino en aceptar que hay cosas que simplemente son, que la vida fluye sin esperar nuestra comprensión o aprobación.

En las noches silenciosas, cuando la luna baña mi habitación con su suave luz, me encuentro reflexionando sobre las pequeñas cosas que antes pasaban desapercibidas. El sonido de la lluvia, como una melodía que la naturaleza compone especialmente para mí; el crujir de las ramas, un susurro secreto que solo los árboles y el viento comparten. Todo adquiere una intensidad diferente cuando lo miras desde la distancia que otorgan los años. Lo que antes parecía insignificante ahora se convierte en un recordatorio constante de nuestra fragilidad y de nuestra conexión con algo más grande que nosotros.

Y es en esa sencillez melancólica donde he encontrado el verdadero poder de la existencia. No en los grandes éxitos, ni en las metas cumplidas, sino en los pequeños instantes, en esos detalles que nos conectan con lo que realmente somos. Al fin y al cabo, somos tan frágiles como esas hojas que caen del árbol en otoño, danzando en el aire antes de encontrar su reposo final. —Pero en esa fragilidad—, reflexiono, —también hay una fuerza silenciosa, una resistencia invisible que nos mantiene de pie, a pesar de todo.

He llegado a comprender que la vida no nos pide que seamos fuertes todo el tiempo. Nos permite quebrarnos, caer, sentirnos perdidos. Pero también nos invita a levantarnos una y otra vez. Quizás el verdadero acto de valentía no reside en nunca caer, sino en aceptar que las caídas son parte del viaje, y que cada una de ellas nos acerca más a nuestra esencia.

A veces, en la quietud de la madrugada, cuando el mundo aún duerme y solo el susurro del viento acaricia las copas de los árboles, me invade una sensación extraña, como si mi alma estuviera suspendida entre el sueño y la vigilia. Es en esos momentos cuando me siento más cerca de mi propia esencia, cuando las máscaras que llevo durante el día se desvanecen y quedo solo, completamente desnuda ante el misterio insondable de la existencia.

Hay una tristeza en esa reflexión, una melancolía que brota desde lo más profundo de mi ser, pero no es una tristeza amarga. Es, más bien, una tristeza dulce, que abraza con suavidad, como el eco lejano de un amor perdido. Quizás es la vida misma la que me susurra al oído, diciéndome que en cada momento vivido hay algo que escapa, algo que nunca podremos retener del todo. Y, sin embargo, en esa fuga, en ese constante desprenderse, reside una belleza indescriptible.

Recuerdo las veces en que he sentido la felicidad completa, pero ahora me pregunto si en realidad fue felicidad lo que experimenté o simplemente un estado pasajero de quietud interior. He llegado a comprender que la felicidad no es más que una ilusión, una sombra que perseguimos pero que se desvanece cada vez que intentamos atraparla. Y sin embargo, seguimos adelante, anhelando ese instante de paz, ese momento en el que el caos del mundo se disipa y, por un breve segundo, todo parece encajar. Pero quizás esa búsqueda en sí misma sea la mayor aventura.”

La vida no es un sendero recto, ni una sucesión lógica de eventos que llevan hacia un final claro. Es más bien un río que fluye, a veces con la suavidad de una corriente serena, otras veces con la violencia de un torrente. —Me dejo llevar—, pienso, —como una hoja al viento, sin resistencia—. Y así, poco a poco, mi miedo a lo desconocido ha comenzado a disiparse. Ya no busco respuestas, ya no exijo a la vida que me revele sus secretos. Me basta con sentir el flujo de ese río bajo mi piel, con saber que cada momento, por insignificante que parezca, es parte de un todo más grande, un rompecabezas cósmico que nunca llegaré a completar.

El miedo a la muerte, ese fantasma que antes me perseguía, se ha transformado en una curiosidad tranquila. —¿Qué habrá al otro lado? —, me pregunto a veces, mirando las estrellas. Pero esa pregunta, antes cargada de ansiedad, ahora me llena de una serena expectativa. Es como estar al borde de un gran viaje, con la emoción de lo desconocido y la confianza de que, sea lo que sea, estaré preparado.

Y mientras tanto, sigo aquí, flotando en este presente, observando cómo las sombras y las luces juegan en la superficie del agua. Acepto las contradicciones, las cicatrices que el tiempo ha dejado en mí, las preguntas sin respuesta. —¿Por qué esto y no lo otro? —, me pregunto a veces, pero luego recuerdo que la vida no es una ecuación.

He aprendido a reírme, incluso en medio de la confusión, a encontrar en la imperfección una belleza que antes me resultaba invisible. Y en esa aceptación, encuentro, al fin, una paz profunda, una serenidad que me acompaña como una sombra fiel. Es una paz que no depende de nada externo, sino de una conexión íntima con el flujo de la vida.

Es una paz tranquila, silenciosa, que me acompaña mientras continúo este viaje, sabiendo que, aunque el destino sea incierto, el viaje en sí ya ha valido la pena. Y a ti, querido lector, te invito a que encuentres esa misma paz en tu propio viaje, que aprendas a fluir con la corriente de la vida, aceptando sus misterios y encontrando belleza incluso en los momentos más oscuros. Porque al final, eso es lo que nos hace verdaderamente humanos: nuestra capacidad de encontrar esperanza y significado en medio del caos, de reír y llorar, de caer y levantarnos, y de seguir adelante, siempre adelante, en este maravilloso y misterioso viaje que llamamos vida.

A medida que me acerco al final de este viaje que llamamos vida, me encuentro sentado a la orilla de un río metafórico, observando cómo fluyen las aguas del tiempo. —Es como una película que se reproduce en cámara lenta—, pienso. Desde esta perspectiva, todo lo que alguna vez pareció tan importante —los triunfos, las derrotas, las pasiones ardientes— ahora se disuelve como la arena entre mis dedos.

Hubo un tiempo en que las desgracias pesaban sobre mis hombros como montañas inmovibles. Recuerdo claramente aquella noche en que perdí mi trabajo, cómo el miedo al futuro me paralizaba. —¿Cómo voy a salir de esta? —, me preguntaba desesperado. O aquel día en que el amor de mi vida decidió tomar un camino diferente, dejándome con un vacío que creía imposible de llenar. En esos momentos, el mundo parecía derrumbarse a mi alrededor.

Sin embargo, sentado aquí, viendo el fluir constante del agua, no puedo evitar sonreír. Esas mismas experiencias que una vez me quebraron, ahora las veo como simples escenas de un drama mayor. —No es que hayan perdido su importancia—, reflexiono, —sino que han encontrado su lugar en el gran tapiz de mi existencia.

A veces, en la quietud de la madrugada, cuando el mundo aún duerme, siento como si la vida misma me susurrara al oído: “Todo está bien, sigue adelante”. No son palabras claras, sino más bien una sensación de paz profunda. Es en esos momentos cuando me siento más cercano a mi propia esencia, cuando las máscaras que he llevado durante años se desvanecen y quedo desnudo ante el misterio de la existencia.

He aprendido a encontrar belleza en lo cotidiano, en esos pequeños detalles que antes pasaban desapercibidos. El sonido de la lluvia golpeando contra la ventana, como una suave melodía que la naturaleza compone para mí; el aroma del café recién hecho por la mañana, un abrazo cálido que me despierta cada día. Estas pequeñas cosas, que alguna vez consideré insignificantes, ahora son los pilares que sostienen mi alegría diaria.

El miedo al futuro, que antes me atenazaba, se ha transformado en una curiosidad tranquila. —¿Qué me deparará el mañana? —, me pregunto a veces, pero ya no con temor, sino con una serena expectativa. He aprendido a fluir con la corriente, confiando en que el río me llevará donde deba estar.

He llegado a abrazar mis imperfecciones, las cicatrices que el tiempo ha dejado en mí. Cada arruga en mi rostro cuenta una historia, cada dolor superado es un testimonio de resiliencia. —No soy perfecto—, me digo, y en esa aceptación encuentro una libertad inmensa.

A ti, querido lector, que quizás te encuentres en un momento oscuro de tu propio viaje, quiero decirte que todo está bien, incluso cuando no lo parece. La vida fluye como este río, a veces con calma, a veces con turbulencia, pero siempre en movimiento. No temas a los rápidos ni a las caídas; son parte del viaje y te llevarán a nuevos horizontes que aún no puedes imaginar.

Recuerda que cada momento vivido, cada alegría y cada pena, es parte de algo más grande. Estamos aquí, seguimos caminando, seguimos viviendo, y eso, en sí mismo, es un milagro. Así que abre tus brazos a la vida, con todas sus contradicciones y misterios. Ríe en medio de las lágrimas, ama a pesar del miedo, y sobre todo, nunca dejes de maravillarte ante el simple hecho de estar vivo. Porque al final, cuando mires hacia atrás desde tu propia orilla, te darás cuenta de que cada gota en el río de tu vida ha valido la pena. Y quizás, como yo, encontrarás una paz que nunca antes habías conocido, una serenidad que nace de aceptar que, aunque no comprendamos todo el misterio, somos parte de él. Y eso, querido amigo, es más que suficiente.

En este penúltimo capítulo de mis memorias, me encuentro reflexionando sobre el viaje que ha sido mi vida —un lienzo pintado con los colores vibrantes de la experiencia y aprendizaje ganados a través de los años—. Como un artista que mira su obra casi terminada, observo las pinceladas de mi existencia con una mezcla de asombro y gratitud.

Las desgracias que una vez pesaron sobre mis hombros, como la violencia que me obligó a dejar Medellín, ahora parecen escenas pasajeras de un drama mayor. El miedo que sentí al llegar a Montreal, la incertidumbre de mi futuro, se ha transformado en una fuerza que me impulsa hacia adelante. Los fracasos y obstáculos que enfrenté en mi camino hacia la residencia en Canadá, ahora son apenas ecos lejanos, lecciones aprendidas que han forjado mi carácter.

—A veces, en medio de la nostalgia por mi tierra natal, una risa inesperada se cuela entre mis pensamientos —me sorprendo diciendo en voz alta—. Me río de los miedos que una vez me paralizaron, de las dudas que nublaron mi juicio.

Ahora entiendo que todos somos pasajeros en el mismo tren de la vida, cada uno con su propia historia, sus propias luchas y esperanzas. Una extraña alegría me invade cuando pienso en el camino recorrido. Ya no temo al futuro incierto, porque he aprendido que cada día es una oportunidad para pintar una nueva escena en el lienzo de mi vida. La posibilidad de volver a Medellín algún día ya no me atormenta; en cambio, veo mi historia como una novela fascinante cuyo final aún está por escribirse.

Agradezco a la vida, al destino, o quizás a una fuerza superior, por haberme lanzado a esta aventura llena de desafíos y descubrimientos. Desde aquel día en que el oficial Burque me dio la bienvenida a Canadá, hasta los momentos compartidos con Marie-Andrée en las calles de Montreal, cada experiencia ha sido una pincelada única en mi historia.

—No sé si hay un plan divino detrás de todo esto —me pregunto a menudo—. Si hay un sentido oculto en las pruebas que he enfrentado. Pero actúo como si cada momento fuera una oportunidad para crecer, para amar, para construir un hogar en esta tierra que me ha acogido.

Vivo con la esperanza de que mi historia pueda inspirar a otros que, como yo, se encuentran en el limbo entre dos mundos.

Así, entre la nostalgia por Medellín y el amor que he desarrollado por Montreal, entre los recuerdos del pasado y las promesas del futuro, camino por esta vida como quien recorre las páginas de una novela maravillosa. Y aunque aún no comprendo del todo la trama, me siento agradecido de ser parte de ella, de haber sido invitado a este extraño, pero fascinante viaje.

A todos aquellos que se encuentran en su propio viaje de autodescubrimiento, a las almas en pena que buscan un lugar al cual llamar hogar, les digo: “La vida es un lienzo en blanco esperando ser pintado. Cada desafío, cada lágrima, cada risa, es una pincelada que añade profundidad y belleza a nuestra historia. No teman al cambio, no se rindan ante la adversidad. En cada nuevo amanecer, en cada rostro amigo, en cada pequeña victoria, hay una razón para seguir adelante, para seguir pintando con valentía y esperanza el cuadro de nuestras vidas”.

En las calles empinadas de Medellín, donde el aroma del café se mezclaba con el miedo, nació mi historia. Como un colibrí atrapado en una tormenta, emprendí un vuelo hacia lo desconocido, dejando atrás el calor de mi tierra y el abrazo de mi gente. El eco de las bombas y el susurro de las amenazas me empujaron hacia un destino incierto, con Montreal como faro en la distancia.

Los primeros días en Canadá fueron un invierno perpetuo, no solo en el paisaje blanco que se extendía ante mis ojos, sino en mi corazón. La nostalgia se convirtió en mi compañera más fiel, susurrándome recuerdos de un pasado que parecía cada vez más lejano. Sin embargo, en medio de ese frío, encontré almas cálidas como Marie-Andrée, cuya bondad derritió poco a poco el hielo de mi soledad.

Medellín y Montreal, dos ciudades tan distintas y a la vez tan entrelazadas en mi ser, comenzaron un baile en mi interior. Cada calle de Montreal me recordaba a una de Medellín; cada rostro nuevo evocaba uno familiar. En este tango de recuerdos y esperanzas, aprendí a vivir entre dos mundos, con un pie en cada orilla del océano que separaba mi pasado de mi presente.

En la soledad de mi apartamento en Montreal, una paloma se convirtió en mi conexión diaria con lo mágico, con lo inexplicable. Su visita constante era como un hilo invisible que me ataba a algo más grande que yo mismo, recordándome que incluso en el exilio, la magia y la belleza pueden encontrar su camino hacia nosotros.

El día de mi audiencia para obtener el estatus de refugiado se alzó ante mí como una montaña imposible de escalar. Sin embargo, en un giro del destino tan inesperado como la visita diaria de mi paloma, encontré en las palabras del oficial Burque no solo la aceptación legal, sino también un reconocimiento de mi humanidad y mi lucha.

Al mirar atrás, veo que cada experiencia, cada lágrima derramada y cada sonrisa compartida han sido pinceladas en el gran lienzo de mi vida. El exilio, que una vez fue una herida abierta, se ha transformado en una cicatriz que cuenta una historia de resiliencia y esperanza. Medellín y Montreal ya no son dos ciudades separadas por un océano, sino dos corazones que laten al unísono en mi pecho.

A todos aquellos que, como yo, se encuentran suspendidos entre dos mundos, les digo: “No teman al cambio, pues en él reside la semilla de nuestro crecimiento. La incertidumbre puede ser abrumadora, pero cada día trae consigo la posibilidad de un nuevo comienzo, de una nueva pincelada en nuestro lienzo personal”.

Hoy, mientras observo la nieve caer suavemente sobre las calles de Montreal, siento que he encontrado mi lugar en el mundo. No porque haya olvidado mis raíces, sino porque he aprendido a cultivar un nuevo jardín sin arrancar las flores de mi pasado. Y así, con el corazón lleno de gratitud y los ojos puestos en el horizonte, me preparo para el próximo capítulo de esta aventura llamada vida, sabiendo que cada final es solo el comienzo de una nueva historia, y estoy listo para escribirla con la pluma de la esperanza y los colores del amor.

—Al mirar atrás —me digo—, veo que cada paso, cada piedra en el camino, fue una pincelada más en este cuadro que llamo vida. Lo que alguna vez fue un lienzo vacío, lleno de dudas, hoy se ha convertido en un retrato lleno de colores, de contrastes y sombras, pero también de luz. He aprendido que la fortaleza no siempre se encuentra en el éxito, sino en la resistencia de seguir caminando, aun cuando la oscuridad parece no ceder.

“Para aquellos que inician un viaje incierto, como el que yo emprendí, les digo: sigan adelante. El camino puede ser duro, pero en cada paso habrá una pequeña victoria, una nueva oportunidad de construir, de amar, de empezar de nuevo. Porque si algo he aprendido es que la vida siempre encuentra la forma de florecer, incluso en los terrenos más áridos”.

“A familiares y amigos fieles lectores, excompañeros de trabajo, a Marie-Andrée, por ser mi ancla en los momentos más inciertos. A Teresa y Janusz, quienes me enseñaron que la vida compartida es más rica, más plena. A todos aquellos, cercanos y lejanos, cuyas voces y corazones han estado presentes en mi travesía, gracias. Sin ustedes, esta historia no habría sido la misma”.

“El futuro ya no es una sombra que me asusta. Es una promesa. En este nuevo hogar, lleno de oportunidades y desafíos, veo un horizonte claro. Aquí seguiré construyendo, amando y aprendiendo, porque, aunque el lienzo aún no está terminado, las mejores pinceladas están por venir”.

—Y así —me digo mientras cierro los ojos—, este capítulo se cierra como una tarde que da paso a la noche. Pero sé que, como en cada día, el amanecer vendrá. Y en ese nuevo amanecer, pintaré de nuevo, con colores que aún no conozco, pero que ya puedo imaginar. Porque la vida, al final, no es más que una serie de pinceladas, y yo estoy listo para seguir creando. ------------------------------------------------------------------------------ “En cada despedida, hay una promesa de nuevos comienzos. Los recuerdos son las raíces que nos anclan, pero también son las alas que nos permiten volar hacia nuevos horizontes, llevando con nosotros la esencia de lo vivido.” ---------------------------------------------------------------------------- Invitación para hacer parte del Grupo Whatsapp de lectores

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