No 35 «Maleta de Sueños: Crónica de un Viaje sin Retorno»
CAPÍTULO 35
«Maleta de Sueños: Crónica de un Viaje sin Retorno»
La luz se filtraba por las rendijas de las cortinas como dedos temblorosos que palpaban la oscuridad. La noche respiraba con lentitud, pesada, mientras el tic-tac del reloj marcaba no tanto los segundos como las fracturas diminutas del tiempo —esas grietas por donde se cuela lo inevitable—. La habitación contenía su propio aliento; las paredes parecían contraerse, expandirse, observarme. El escritorio, cómplice de quince años de decisiones y vacilaciones, esperaba mi próximo movimiento con la paciencia mineral de quien ha visto demasiadas vidas detenerse ante él.
Ante la ventana, sostenía el sobre que contenía algo más que papeles: contenía la forma futura de mi destino. El papel crujía entre mis dedos con un sonido casi vivo, como si anhelara liberarse de su carga. La luz tenue lo bañaba, creaba una aureola que lo volvía irreal, suspendido entre el mundo de lo tangible y algún otro plano donde los futuros posibles se entrelazan con los pasados irrecuperables. Pensé entonces en cómo un rectángulo de papel puede contener universos enteros, y me pareció absurdo y verdadero al mismo tiempo —como tantas cosas en esta vida nuestra, donde lo trascendental suele venir envuelto en lo nimio.
Había llegado el momento de dejar atrás no solo un empleo sino una piel completa. Quince años en el banco: clientes cuyas vidas conocía mejor que sus propios hijos, cifras que cantaban su música secreta solo para mí, rutinas que se habían convertido no en segunda piel sino en la piel misma. Recuerdo la sensación de esas paredes de hormigón y cristal —barco anclado en un puerto que creía seguro, hasta que descubrí que la seguridad es una ilusión que vendemos caro y compramos más caro aún—. Ahora me encontraba a la deriva, náufrago en un mar cuyas corrientes no obedecían mapa ni brújula conocidos.
Pero dentro del dolor de la despedida ardía una chispa, diminuta como una luciérnaga atrapada en el puño. Como el fénix que renace —aunque siempre me pregunté si el fénix recuerda el dolor de quemarse, si lleva en su nuevo plumaje la memoria de las cenizas—, sentía la necesidad de volar hacia horizontes que ni siquiera podía nombrar todavía. En ese momento, una voz interior, quizás la única que nos dice verdades sin pedirnos permiso, susurró: Dile a tu corazón que el miedo al sufrimiento es peor que el sufrimiento mismo. Ningún corazón ha sufrido jamás cuando va en busca de sus sueños.
Estas palabras resonaron como campanas en una catedral vacía, dándome el valor para abrazar lo desconocido, para caminar hacia el abismo confiando en que las alas crecen durante la caída.
El amanecer de 1988 trajo una brisa de esperanza que se colaba por las rendijas de mi determinación —rendijas que, lo admito ahora, eran más anchas de lo que me gustaba reconocer—. Los ecos de los hechos recientes aún resonaban, pero esta vez la melodía de un nuevo comienzo se alzaba con fuerza renovada. Con la meticulosidad de un relojero que sabe que un segundo de desajuste puede detener el tiempo, inicié el entramado de mi partida: cada movimiento calculado, cada decisión sopesada con la sabiduría que solo los tropiezos del pasado otorgan. Y mientras ultimaba los detalles, sentía esa mezcla vertiginosa de emoción y terror —como debe sentir un trapecista en el instante antes de soltar el trapecio, cuando ya no hay red y el vacío es tanto promesa como amenaza.
Esa mañana de enero, la avenida Guayabal se despertó inquieta. Las nubes grises se arremolinaban sobre los tejados como pensamientos oscuros que no encuentran cómo materializarse. Yo, recostado contra un poste —fiel testigo de tantas mañanas apresuradas, tantas vidas que pasan sin detenerse—, esperaba el taxi colectivo de Itagüí que me llevaría al trabajo. El poste sostenía mi espalda mientras el frío se filtraba a través de la ropa, buscando la piel, los huesos, el centro mismo del cuerpo donde habita el desamparo.
El sol, tímido y pálido, se escondía detrás de las nubes como si no quisiera presenciar lo que estaba por venir. La ciudad, ajena a su destino inminente, seguía su ritmo indiferente: transeúntes apurados, autos zigzagueando entre el tráfico, todo parecía normal. Pero algo vibraba en el aire, algo que no podía nombrar entonces pero que ahora reconozco como la electricidad precisa que precede a las catástrofes.
Y entonces, como un eco lejano que de pronto se vuelve bramido, llegó el estruendo.
La bomba estalló en el edificio Mónaco, en el barrio El Poblado.
El mundo tembló. No solo en el sentido literal —el poste contra el cual me apoyaba se sacudió como un árbol en vendaval—, sino en lo más profundo del ser. Como si la realidad misma hubiera sido golpeada y ahora mostrara grietas por donde se filtraba algo más oscuro, más antiguo.
De repente, el cielo se oscureció más de lo que las nubes grises podían justificar. Un silencio antinatural se apoderó de la avenida, como si el tiempo mismo hubiera decidido detenerse para presenciar algo. Miré alrededor: los transeúntes estaban congelados en sus lugares, rostros distorsionados por una mezcla de sorpresa y terror que parecía esculpida en sus facciones.
Entonces lo vi.
Una figura etérea, apenas visible, emergió de las sombras proyectadas por el edificio Mónaco. Flotaba sin tocar el suelo, y su presencia emanaba una energía que hacía vibrar el aire como cuerdas de un instrumento invisible. Sus ojos —dos abismos oscuros— parecían observarlo todo y nada al mismo tiempo, conteniendo en sí mismos la ausencia de luz, el vacío perfecto.
¿Qué era aquello? me pregunté, incapaz de apartar la mirada. ¿Un terremoto? ¿O algo más siniestro? Jamás había sentido un ruido de esa naturaleza —un sonido que no era tanto ruido como la negación del silencio, como si algo hubiera desgarrado el tejido de lo real.
La figura levantó una mano. De sus dedos emanaron hilos de sombra que se extendieron hacia el cielo, tejiendo una red invisible que parecía conectar el mundo visible con otro plano, algún lugar donde las leyes que conocemos no aplican. Sentí un escalofrío recorrer mi columna vertebral —el miedo ancestral, animal, que nos recuerda que somos criaturas pequeñas en un universo demasiado vasto—. El poste vibró de nuevo, esta vez con una intensidad que parecía provenir de otro mundo, de otra dimensión del miedo.
Y entonces, tan repentinamente como había aparecido, la figura se desvaneció.
El ruido de la ciudad volvió. Los transeúntes se movieron de nuevo. El sol, aún tímido, intentó asomarse entre las nubes. Pero yo sabía que algo había cambiado para siempre. La realidad había sido rasgada, y lo que había visto no era de este mundo —o quizás era exactamente de este mundo, solo que de una parte que preferimos no ver, no nombrar, no reconocer.
Asimilé el fenómeno con la naturalidad extraña con que uno asimila los sueños: sin comprenderlo del todo, pero aceptándolo como parte del tejido de lo posible. La vida, aprendí en ese instante, contiene más grietas de lo que imaginamos.
El edificio Mónaco —ese símbolo de opulencia y decadencia, monumento al exceso de una época que se jactaba de su propia corrupción— se desvanecía en una nube de escombros y humo. Pero no era solo el edificio lo que se desmoronaba. Era mi vida entera. Mi identidad. Gran parte de lo que había sido, ahora reducido a escombros como aquel edificio que había sido, en su momento, inexpugnable.
La pesadilla no se limitaba al trabajo. Eran los interrogatorios —esas sesiones donde te miran como si ya hubieran decidido tu culpabilidad y solo buscaran confirmación—, las miradas acusadoras de quienes creían que todos éramos culpables por asociación, como si trabajar en cierto lugar te convirtiera automáticamente en cómplice de crímenes que ni siquiera conocías. El miedo, como un animal salvaje, se había adueñado de mi vida, acechando en cada esquina, en cada llamada telefónica, en cada golpe a la puerta.
Recordaba la madrugada en que los detectives del DAS irrumpieron en mi casa —sus rostros duros, impersonales, cumpliendo órdenes que probablemente no entendían del todo— para comprobar mi lugar de residencia e identidad, para hacerme preguntas incisivas que buscaban no tanto respuestas como contradicciones.
¿Quién era yo realmente? ¿Qué secretos ocultaba mi pasado?
Preguntas que, en su formulación misma, ya contenían la acusación. Y comprendí algo sobre el poder: no necesita pruebas, solo sospecha; no busca verdad, solo confirmación de sus prejuicios. Pensé entonces, con una ironía amarga que me sorprendió a mí mismo, que vivimos en sociedades donde la culpa se presume y la inocencia debe probarse —extraña inversión de la justicia que proclamamos defender—.
En ese momento, con el corazón latiendo en mis oídos como tambores de guerra, supe que no podía seguir así. El costo de mantenerme en las sombras era demasiado alto. La libertad, aunque incierta, aunque vaga e indeterminada, se alzaba como mi único refugio posible. Así que dejé atrás todo lo que conocía, como un náufrago que abandona la orilla segura porque ha descubierto que esa seguridad es también una prisión.
No sabía qué me esperaba, pero la certeza de que no podía volver atrás me impulsó hacia adelante con una fuerza que no sabía que poseía.
La avenida Guayabal, con sus árboles que han visto pasar tantas vidas, tantas historias, quedó atrás. El poste contra el cual me había apoyado tembló una vez más —o quizás fui yo quien tembló, ya no puedo distinguirlo—, como si también sintiera el cambio en el viento, ese cambio invisible que precede a las transformaciones radicales.
Y yo, con la mochila al hombro y el corazón en la garganta, caminé hacia la incertidumbre. Porque a veces la libertad se encuentra exactamente al otro lado del miedo, y el único refugio posible es el horizonte desconocido —ese punto donde el cielo y la tierra se encuentran sin tocarse jamás, promesa perpetua e inalcanzable.
¿Qué significaba todo esto? ¿Qué camino tomar ahora?
No lo sabía. Pero en esa mañana de escombros y temblores, supe que mi historia ya no sería la misma. Había cruzado un umbral invisible, uno de esos que, una vez cruzados, no permiten retorno.
El aroma a papel viejo y tinta se mezclaba con el suave olor a madera de la habitación —mezcla que evocaba bibliotecas olvidadas, secretos guardados en páginas que nadie lee ya—. Mis dedos acariciaron la cubierta del libro mientras buscaba algo que ni siquiera sabía nombrar: ¿una respuesta? ¿una confirmación? ¿un permiso que nadie puede otorgar excepto uno mismo? Las páginas crujieron bajo mi tacto como hojas secas en otoño, ese sonido que es música y melancolía al mismo tiempo.
Al abrirlo, una ráfaga de aire frío me rozó la cara —¿de dónde venía ese aire en una habitación cerrada?— y una sensación de anticipación me invadió. Las palabras del viejo sabio volvieron a mi mente, claras y concisas: La vida es como un río... Era hora de soltar la orilla y dejar que la corriente me llevara hacia un destino que quizás ya estaba escrito, quizás aún por escribirse, quizás ambas cosas a la vez.
No tenía respuestas, solo certezas frágiles. Pero sabía que la vida no pregunta si estás preparado; simplemente te lanza al vacío y espera que despliegues tus alas —y si no las tienes, más vale que aprendas a crearlas durante la caída—.
Así, con la emoción y el terror trenzados en mi corazón como hilos de un mismo tejido, cerré el sobre. Mi identidad quedaba atrás, como una crisálida que se rompe para liberar al futuro —aunque el futuro, lo sé ahora, es solo otro nombre para la incertidumbre disfrazada de promesa—. El banco, los números, los pasillos grises: todo se desvanecía en la bruma del pasado, en esa neblina donde las cosas pierden su solidez y se vuelven recuerdo, nostalgia, fantasma.
Me vi forzado a aceptar que hay lugares que uno debe abandonar, no para escapar de ellos sino para no perderse en el eco de lo que uno fue. También en ese instante crucial entendí que dejar todo atrás y aventurarme en otro país no era una renuncia sino una salvación silenciosa de mi propia esencia. Cada día la vida te obliga a ser fuerte y no pregunta si estás preparado. Esta verdad me golpeó con la fuerza de lo obvio: las cosas más ciertas son a menudo las más difíciles de aceptar.
Cerré la puerta de la habitación y salí al pasillo. El mundo me esperaba afuera con sus riesgos y promesas —mentiras ambas, quizás, pero mentiras necesarias para seguir caminando—. Y yo, como un equilibrista en el alambre de la decisión, caminé hacia el umbral. Porque, como decía otro refrán —y los refranes existen porque condensan siglos de equivocaciones humanas—: No hay viento favorable para el que no sabe a qué puerto se dirige.
Esta vez mi intento de irme no era un sueño vago o una fantasía escapista como en el pasado. Era una necesidad, un acto de supervivencia. Con cada documento que reunía, con cada peso que ahorraba —monedas contadas una y otra vez, como si el contarlas pudiera multiplicarlas—, sentía que estaba construyendo un puente hacia un futuro incierto, pero al menos un futuro donde podría dormir sin el peso del miedo aplastando mi pecho como una losa.
Mi maleta de esperanzas estaba repleta de señales que me guiaban hacia un nuevo camino: dos periodos de vacaciones acumulados, invitación a la aventura escrita en lenguaje burocrático. Mi cuenta bancaria, antes modesta como corresponde a quien trabaja honestamente —porque la honestidad, descubrí, es un lujo que pocos pueden permitirse—, ahora lucía un saldo que hablaba de planificación y seguridad. El banco, testigo silencioso de mis quince años de perseverancia, me había otorgado un segundo préstamo destinado a reparaciones —irónico, pensé, que el dinero para escapar viniera precisamente del lugar del que escapaba—, sin sospechar que era apoyo involuntario a mis sueños de fuga.
Con estos tesoros en mano y el corazón palpitante de anticipación, emprendí un vuelo fugaz hacia Bogotá. La embajada de Canadá se alzaba ante mí como un portal hacia un futuro incierto pero prometedor —aunque toda promesa, lo sabemos, contiene también una amenaza—. En mi portafolio, cada documento era una pieza clave del rompecabezas: el pasaporte, testigo de mi identidad; los extractos bancarios, prueba de mi solvencia; la carta de vacaciones, garantía de mi retorno —garantía falsa, pero necesaria—; y la carta de invitación de mi hermano Gonzalo, ya arraigado en tierras canadienses, faro de bienvenida en la distancia.
Esta vez la convicción ardía en mi pecho con intensidad renovada. Las cartas del destino, cuidadosamente barajadas, parecían por fin sonreír —aunque las cartas del destino tienen la costumbre de cambiar de expresión sin previo aviso—. Ya no era un salto al vacío sino un paso firme hacia un horizonte de posibilidades.
Con el corazón dividido entre el amor por mi tierra y el instinto de supervivencia —esa división que es, quizás, la condición del exiliado antes incluso de partir—, me preparaba para dar el salto más grande de mi vida. Dejaba atrás el mundo de números y favores, de clientes VIP y regalos de gratitud, de cheques falsificados, contraórdenes y preguntas sin respuesta. Me iba llevando conmigo las lecciones de la hacienda Dinamarca y las cicatrices invisibles de mis años en el banco, hacia un destino desconocido pero, esperaba, libre del precio que este mundo había intentado ponerme.
El amanecer de aquel día decisivo tiñó el cielo de Bogotá con tonos de esperanza y ansiedad —colores que, descubrí, son casi indistinguibles cuando los miras de cerca—. Muy temprano en la mañana me dirigí a la embajada con pasos que intentaban ser firmes pero que cargaban el peso de un futuro incierto. Fui uno de los primeros en llegar, uniéndome a una quincena de almas, cada una con su propia historia de sueños y temores —porque todos los que llegan a una embajada llegan huyendo de algo o buscando algo, a menudo ambas cosas simultáneamente—.
Mientras aguardaba mi turno, repasaba mentalmente cada detalle, cada argumento que sustentaría mi solicitud. La visa de turismo, antes sueño esquivo, ahora se perfilaba como realidad tangible. El murmullo de otros solicitantes a mi alrededor se desvanecía ante la certeza de que esta vez las estrellas se alinearían a mi favor —certeza infundada, como descubriría pronto, pero necesaria para mantener la cordura en ese limbo de la espera—.
Con cada latido, con cada respiración, me repetía: Esta vez funcionará. Y así, con la esperanza como estandarte y la determinación como escudo, me dispuse a cruzar el umbral que separa los sueños de la realidad, listo para escribir el próximo capítulo de mi vida en las vastas praderas de Canadá.
La sala de espera —limbo entre dos mundos, purgatorio de los que aspiran— estaba cargada de tensión que se podía cortar con cuchillo. Después de entregar nuestros documentos para revisión, comenzaron a llamar. Algunas caras emergían alegres, otras tristes. El ambiente se fue enrareciendo con cada nombre pronunciado, como si cada decisión alterara la presión atmosférica del lugar.
Una mujer, con la voz quebrada por la desesperación, clamaba:
—¡No pueden negarme la visa! ¡Tengo dos hijos canadienses!
Su lamento era una cruel lección de las oportunidades perdidas, de los caminos no tomados. Mientras vivió en Canadá no sacó su ciudadanía —error que ahora pagaba con la moneda más cara: la separación—. En otro rincón, un hombre de mirada furtiva y manos inquietas, con cara de agiotista y tumbador —esos rostros que uno aprende a reconocer en ciertos ambientes—, murmuraba amenazas:
—Me han estafado en nombre de la embajada. ¡Esto no se quedará así!
Sus palabras eran piedras arrojadas a un estanque ya turbulento, creando ondas de tensión que se expandían por la sala.
Yo, ingenuo en mi flamante traje recién comprado —porque había creído, con la inocencia de quien no entiende cómo funciona el poder, que una buena presentación inclinaría la balanza a mi favor—, me aferraba a esa creencia infantil. Pero la realidad, siempre implacable, se burló de mis expectativas cuando vi a un hombre haitiano, que pasó antes de mi turno, con ropas gastadas y aspecto desaliñado, recibir su visa con una rapidez que me dejó atónito.
Si se la dieron a él, ¿por qué no a mí? pensé, sin darme cuenta entonces de que cada historia es un universo en sí mismo, y que las apariencias son solo la portada de un libro cuyo contenido desconocemos —lección que aprendería por la vía más dura—.
Las barras largas de la sala de espera parecían más altas, más opresivas. Los demás solicitantes seguían en sus asientos, algunos con caras expectantes, otros con miradas vacías.
¿Cuántos sueños se habrían roto aquí? ¿Cuántos corazones habrían quedado atrapados en esta jaula de negativas?
—¡Abelardo Salazar! —llamó una voz metálica que sonó como trueno en mis oídos.
El mundo se detuvo. Mis pasos hacia el mostrador fueron un viaje a través de un túnel donde el pasado y el futuro colisionaban. Mi mente, ese traicionero aliado, se puso en blanco, como si quisiera protegerme de lo que estaba por venir —mecanismo de defensa inútil ante lo inevitable—.
—Buenos días, señor Salazar —dijo la joven de rostro impasible al otro lado del cristal—. ¿Motivo de su viaje a Canadá?
—Buenos días. Es un viaje de turismo, planeo visitar a mi hermano que vive allá —respondí, intentando mantener la calma, modulando la voz para que sonara natural, despreocupada.
Ella revisó mis documentos en silencio. Los segundos se estiraban como horas, como siglos. El tiempo, descubrí, es elástico cuando esperamos un veredicto.
—Lo siento, señor Salazar. Su visa ha sido negada.
Fue como si el suelo se abriera bajo mis pies.
—Pero... ¿por qué? Tengo todos los documentos, una carta de invitación, fondos suficientes...
—Lo siento, no puedo dar detalles específicos. Puede volver a aplicar en el futuro si sus circunstancias cambian.
Esas palabras, simples en su construcción pero devastadoras en su significado, cayeron sobre mí como una losa de concreto. El ruido de la sala se desvaneció, y por un momento solo existíamos yo y esa frase que había destrozado mis esperanzas. No hubo explicaciones. No hubo consuelo. Solo la burocracia en su forma más pura: un sello de goma decidiendo destinos sin rostro, sin empatía, sin humanidad.
En ese ambiente cargado de emociones no había espacio para la compasión o los detalles. Me encontré de repente en la calle, con el sol del mediodía burlándose de mi desgracia. La ciudad seguía su ritmo indiferente. Los taxis amarillos, con sus bocinas estridentes, pasaban raudos por las avenidas, ondulando como serpientes hambrientas en busca de presas invisibles. Los transeúntes, apurados y absortos en sus propios mundos, se movían como un río humano, ajenos a mi dolor. Nadie sabía que mi mundo se había detenido —porque el dolor personal es invisible para los demás, y cada uno lleva sus catástrofes en privado—.
Las calles de Bogotá eran un mosaico vibrante de colores y sonidos. Los vendedores ambulantes ofrecían sus mercancías con voces cantadas, sus pregones mezclándose con el bullicio de la ciudad. El aroma del café recién molido se mezclaba con el humo de los buses y el olor a empanadas fritas, creando una sinfonía olfativa que evocaba tanto la vida cotidiana como la lucha por la supervivencia —esa lucha que nunca cesa, que define nuestras ciudades latinoamericanas—.
Me senté en un banco del parque cercano. Las hojas de los árboles susurraban secretos al viento, y los niños jugaban despreocupados, sus risas inocentes llenando el aire con una alegría que parecía inalcanzable en ese momento. La reflexión llegó como un vendaval:
¿Qué había hecho mal? ¿Por qué mi historia no había sido suficiente? ¿Acaso no merecía una oportunidad?
Preguntas sin respuesta, como suelen ser las preguntas importantes.
La música de un saxofonista callejero se elevaba en el aire, cada nota acariciando mi alma fatigada. Con los ojos cerrados, permití que la melodía me transportara a un lugar donde el tiempo parecía detenerse y las preocupaciones se disipaban.
En aquel rincón de la ciudad, donde lo cotidiano y lo mágico se entremezclan —porque toda ciudad contiene sus propias zonas de misterio, sus propios portales—, el saxofón emergía como un puente entre mundos. Sus notas, semejantes a luciérnagas sonoras, revoloteaban en el aire, rozando mi piel y evocando recuerdos adormecidos.
Cerré los ojos y, de repente, el asfalto bajo mis pies se transformó en un camino de estrellas. El saxofonista, con su sombrero desgastado y ojos que destilaban profundidad antigua, no era meramente un músico. Se convertía en un alquimista de las emociones, un tejedor de sueños. Cada nota que emanaba de su instrumento era una llave a portales secretos: puertas hacia otros tiempos, amores olvidados, momentos decisivos que cambiaron el curso de vidas.
¿Qué significaba todo esto? ¿Por qué me llamaba el saxofón desde la penumbra?
Las respuestas flotaban como hojas en un río invisible. Quizás en esa melodía se ocultaban las claves para desentrañar mi propio laberinto. O tal vez el saxofonista, con su mirada enigmática, era un guía hacia un destino inesperado —uno de esos guías que aparecen en los momentos cruciales, cuando estamos listos para ver lo que antes era invisible—.
Las preocupaciones, cual hojas secas, se esfumaron. El tiempo, aliado del músico, se congeló. Y yo, en aquel momento detenido, me cuestioné:
¿Qué sendero escoger ahora? ¿Continuar la melodía hasta su final? ¿O volver al mundo de las certezas y los relojes?
El saxofón seguía su canto, y yo, como un personaje suspendido entre actos, me debatía entre lo tangible y lo invisible. En ese cruce de caminos, el saxofonista no era solo un hombre con un instrumento. Era un mago que, con cada nota, escribía mi historia en partituras invisibles —porque las historias más verdaderas se escriben en lenguajes que no tienen palabras—.
La ciudad, con su caos y su belleza, me envolvía en un abrazo contradictorio. Las luces del día comenzaban a manifestarse, y las sombras se alargaban, creando figuras fantasmales que danzaban en las paredes de los edificios. En medio de esa danza de luces y sombras, sentí una chispa de esperanza. Tal vez, como esas sombras, mi destino aún estaba por definirse, y cada paso que daba en esas calles llenas de vida y misterio me acercaba un poco más a descubrirlo.
Mientras me alejaba de la embajada, con el peso del fracaso sobre mis hombros —peso que se sentía físico, como si hubieran añadido piedras a mi mochila—, no podía imaginar que aquel "no" abriría puertas que ni siquiera sabía que existían. La negativa que parecía el fin de mis sueños se convertiría en el catalizador de una transformación profunda, una que me llevaría a descubrir fortalezas que desconocía y oportunidades que jamás habría considerado.
El camino que se abría ante mí era incierto, pero ya no era el mismo hombre que había entrado en la embajada esa mañana. Era alguien más fuerte, más resiliente, alguien que había aprendido que el verdadero viaje no es hacia un destino geográfico sino hacia el centro de uno mismo —ese centro que solo se descubre cuando todo lo demás se ha perdido—.
Busqué un lugar para intentar comer algo. Había varios, pero este aviso me llamó la atención: Cafetería El Reposo... Sí, eso es lo que necesito, me dije para mis adentros, con una ironía que no pasó desapercibida ni siquiera para mí mismo. Pedí un croissant y un café —ritual civilizado en medio del caos interior—.
Sumido en mis pensamientos, salí de aquella cafetería con la negativa de la visa aún ardiendo en mi mente. Aquellas palabras resonaban como campanas lejanas, y yo era un náufrago en el océano de las emociones, sin brújula ni timón.
Avancé entre la gente, inmerso en mis reflexiones. Cada paso era un eco de incertidumbre, un latido en busca de respuestas. Y entonces, como un susurro del destino, escuché mi nombre flotando en el aire:
—¡Abelardo! ¡Abelardo!
Giré, y allí estaba él: Humberto Cuartas, el cuñado de mi hermano Francisco. Venía corriendo hacia mí con mi olvidado sobre en la mano, como si hubiera atrapado un fragmento de mi olvido antes de que se perdiera para siempre.
—¡Humberto! —exclamé, incrédulo—. ¿Qué haces aquí?
Sus ojos brillaron con complicidad.
—Te vi salir de la cafetería —dijo—. Noté que dejaste olvidado este sobre.
En ese cruce de caminos, en una ciudad de millones de almas, el universo decidió entrelazar nuestros destinos. ¿Cómo explicar que un conocido se cruzara conmigo en ese momento? Era tan raro como si un meteorito cayera en mi casa, como si las estrellas conspiraran para recordarme que, en medio de los rechazos y las incertidumbres, aún había pequeños milagros esperando —milagros tan sutiles que podrían confundirse con coincidencias, pero que yo elegí ver como señales—.
Tomé el sobre de sus manos, y en su sonrisa encontré la promesa de que, a veces, la vida nos envía ángeles disfrazados de personas comunes. Humberto, el cuñado de mi hermano, se convirtió en mi salvavidas en ese instante. Y mientras la ciudad seguía su ritmo indiferente, yo me aferraba a la certeza de que, incluso en la vastedad de Bogotá, alguien me conocía sin yo darme cuenta.
¿Quién dice que los milagros no existen?
A veces están ahí, en la esquina de una calle cualquiera, esperando a que levantes la mirada y los reconozcas.
El regreso a Medellín se perfilaba como un viaje cargado de emociones contradictorias. El tráfico bogotano, siempre caótico —ese caos que es símbolo perfecto de nuestras ciudades, donde el orden es aspiración pero nunca realidad—, parecía reflejar el tumulto interior que me agobiaba. En el aeropuerto, la necesidad de conectar con alguien, de compartir mi frustración, me llevó a llamar a mi hermana Martha en Medellín. Su voz, cálida y reconfortante, fue un bálsamo para mi golpeada moral.
—No se preocupe, Abelardo —me dijo con firmeza—. Esto es solo un obstáculo, no el final del camino.
Sus palabras, aunque reconfortantes, chocaban contra el muro de mi decepción.
Mientras hacía fila para abordar el viaje de regreso, el destino, con su característica ironía —esa ironía que parece ser el estilo narrativo preferido del universo—, me tenía reservada otra sorpresa. Nuestro gerente del banco en Medellín, Ismael Restrepo, apareció como un fantasma del pasado que me perseguía hasta Bogotá. Era un invitado a un evento de gerentes.
—¿Qué viento lo trae por acá, Abelardo? —preguntó con una mezcla de curiosidad y sospecha.
Le conté sobre la visa para Canadá, omitiendo el detalle de la negativa —porque hay verdades que no se pueden compartir con quienes tienen poder sobre nosotros—. Su respuesta fue como un dardo certero:
—Usted va es a quedarse por allá, ¿verdad? —lanzó con una sonrisa cómplice que me heló la sangre.
No contesté. No hacía falta. El silencio entre nosotros estaba cargado de significados no dichos, de sospechas y temores mutuos. Él sabía. Yo sabía que él sabía. Y ambos sabíamos que era mejor no decir nada más.
Ya en el avión, mi mente se convirtió en un campo de batalla. Chispazos de optimismo luchaban contra la sensación abrumadora de derrota.
¿Y si voy a una agencia especializada? pensaba, buscando una salida. Tal vez puedan decirme qué salió mal, qué puedo mejorar.
La tormenta que se desató durante el vuelo parecía una manifestación física de mi tumulto interior. Desde mi asiento junto al ala del avión, observaba cómo el agua inclemente azotaba el metal, sacudiendo el avión con una violencia que reflejaba mis propias turbulencias interiores. Los rayos dibujaban geometrías de luz en el cielo oscuro, y el trueno retumbaba como el latido de un corazón enfermo.
Por un momento, un pensamiento oscuro cruzó por mi mente: Y si este avión se cae, ¿será el fin de mi pesadilla?
Me sorprendí a mí mismo con lo oscuro y frío de ese pensamiento, con la desesperación que implicaba. ¿Realmente había llegado a ese punto? La pregunta me asustó más que la tormenta misma.
El avión se estabilizó, y con él mis pensamientos. Me di cuenta de que, a pesar de todo, no podía rendirme. Había aprendido que las derrotas son solo escalones hacia el éxito —aunque a veces esos escalones parecen demasiado altos para escalarlos—, y que cada caída es una oportunidad para levantarse con más fuerza. El verdadero viaje, como había descubierto, no era hacia Canadá sino hacia una versión más fuerte y resiliente de mí mismo.
De inmediato se me vino a la cabeza una reflexión que vi en algún libro: Abraza el dolor y conviértelo en combustible para tu viaje. Las dificultades pueden ser la materia prima para nuestro crecimiento y transformación —verdad tan vieja como repetida, pero que solo entendemos cuando el dolor es nuestro—.
Mientras el avión se sacudía, cerré los ojos y me transporté mentalmente a los cafetales de mi infancia. El aroma del café recién tostado, el murmullo del viento entre las hojas, la risa de los trabajadores al final de una jornada dura pero satisfactoria. Esos recuerdos eran mi ancla, mi aliciente, mi recordatorio de que sin importar cuán turbulenta fuera la tormenta, siempre habría un cielo despejado esperando al otro lado —aunque a veces hay que atravesar muchas tormentas antes de encontrarlo—.
La negativa de la visa no era el final, me dije. Era simplemente otro giro en el camino, otra prueba que superar. Canadá seguía ahí, esperando. Y yo, con la tenacidad que había aprendido en las montañas de Antioquia —esa tenacidad que es herencia de los que nacimos en tierra difícil—, encontraría la manera de llegar.
Cuando el avión finalmente aterrizó en Medellín, sentí que algo había cambiado dentro de mí. La decepción seguía ahí, pero junto a ella había nacido una determinación renovada. Esta no será la última palabra, me prometí mientras recogía mi equipaje. Volveré a intentarlo, más preparado, más decidido. Si una puerta se cierra, buscaré otra. Mi destino no está en manos de un sello de goma sino en mi perseverancia.
El aire cálido y húmedo de Medellín me recibió como un abrazo familiar. Las montañas que rodeaban la ciudad parecían susurrar: Bienvenido a casa, hijo. Descansa, recupera fuerzas y vuelve a la lucha, guerrero.
Con el corazón dividido entre la nostalgia por lo que dejaba atrás y la esperanza por lo que estaba por venir, di mis primeros pasos en suelo antioqueño, listo para escribir el próximo capítulo de mi historia —capítulo que, sin saberlo entonces, estaba a punto de dar un giro inesperado—.
En los pasillos del Banco de Crédito y Comercio en Bogotá, allá por los años 80, se movía con elegancia y determinación un hombre alto y rubio de origen inglés. Peter Berboth, como lo conocían sus colegas, era una figura imponente de unos 45 años que dejaba una impresión duradera en todos los que lo conocían. Peter no era solo un empleado más del banco; era un faro de conocimiento en el centro de entrenamiento de la institución. Sus seminarios de análisis financiero eran legendarios, atrayendo a ávidos aprendices como Carlos Ospina, quien absorbía cada palabra con entusiasmo.
Pero lo que hacía a Peter verdaderamente especial no era solo su experiencia profesional sino su capacidad para reconocer el potencial de otros y sus conexiones influyentes. Con una mirada aguda y un corazón generoso, Peter no dudaba en tender una mano a aquellos que veía prometedores. Su amistad con Ángela María Alzate era bien conocida, pero quizás aún más significativa era su estrecha relación con el cónsul de Canadá en Bogotá. Esta amistad, forjada a través de años de interacciones profesionales y personales, le otorgaba a Peter una influencia única en asuntos relacionados con visas y trámites canadienses —influencia que, en un mundo donde las conexiones lo son todo, equivalía a tener una llave maestra para puertas normalmente cerradas—.
Su influencia en la carrera de Carlos Ospina dejó una marca indeleble. Con unas palabras bien colocadas y recomendaciones sinceras a los jefes en Medellín, Peter allanó el camino para el ascenso meteórico de Carlos, quien eventualmente se convertiría en gerente de la sucursal del Poblado. Sin embargo, el acto más misterioso y significativo de Peter fue el favor que hizo a alguien a quien ni siquiera conocía, aprovechando su amistad con el cónsul canadiense para resolver situaciones aparentemente imposibles.
La mañana siguiente me presenté al trabajo como siempre, aunque había dormido poco, disimulando mi fracaso. El banco bullía con su actividad habitual, pero para mí cada sonido, cada movimiento, parecía amplificado por mi ansiedad. Pocas personas conocían mis planes: Ángela María Alzate, la subgerente que firmaba mi carta de vacaciones, y Ligia Isabel Arias, la secretaria de administración que la elaboraba. Ángela María siempre había sido una figura especial para mí —admiraba su trato hacia los empleados, su inteligencia y don de gentes la convertían en alguien extraordinario—.
Como a eso de las dos de la tarde, Ángela María se acercó a mi escritorio. Su saludo, como siempre, fue cálido:
—Hola, Abelito, ¿cómo te fue en Bogotá?
Sentí un nudo en la garganta. Apenas pude balbucear una respuesta. Ella, con su intuición aguda, comprendió de inmediato.
—Ven a mi oficina y me cuentas —dijo con suavidad.
Ya en la privacidad de su despacho, me preguntó:
—¿Qué pasó, Abelito?
—Ángela, negaron la visa —respondí, la voz quebrándoseme—. No tengo idea de qué hizo falta.
Vi un destello de determinación en sus ojos.
—Espera —me dijo, y descolgó su teléfono y marcó a Bogotá—. Hola, Peter, ¿cómo te va? Imagínate que un empleado nuestro hizo una solicitud de visa para tu país y no fue aprobada. No sabemos por qué.
Le responde Peter:
—Dame su nombre y demás datos…
Cuando colgó, un rayo de esperanza iluminó mi corazón.
¿Quién era ese tal Peter?
Después lo supe. Peter Berboth era alto empleado del Banco de Crédito y Comercio en Bogotá, gran amigo de Ángela María y, lo más importante, estrechamente relacionado con el cónsul canadiense en Bogotá. Esta conexión resultaría ser la llave para desbloquear mi situación —porque en este mundo nuestro, donde las conexiones son más valiosas que el mérito, tener un amigo en el lugar correcto puede cambiar un destino—.
—Regresa a tu puesto, que ya te digo qué fue lo que pasó —me instruyó.
Media hora después, Ángela María bajó a mi escritorio.
—Mira, Abelito, llama a este teléfono de la embajada, a la señorita Fabiola. Ella te dirá cuál fue el inconveniente. Peter habló directamente con el cónsul para agilizar tu caso.
Se despidió con una palmadita en mi hombro, sin saber quizás las dimensiones de su gesto y el poder de las conexiones de Peter. Ansioso, marqué el número. Después de una breve espera, la voz de Fabiola se escuchó. Después de darle mi nombre, me explicó:
—Su carta de vacaciones, aparte de decir que sus vacaciones son del 26 de julio al 26 de agosto de 1988, debe especificar también que el 26 de agosto debe reintegrarse a su trabajo. Ese es todo el cambio necesario. Vuelva a enviar los papeles con esa corrección.
Sentí que el mundo volvía a girar. Era una omisión tan simple —un detalle burocrático, una frase que faltaba— y sin embargo había sido la diferencia entre la desesperación y la esperanza. Gracias a la intervención de Peter y su amistad con el cónsul, mi caso había sido revisado con una celeridad inusual —porque las conexiones no solo abren puertas, también aceleran relojes—.
A la mañana siguiente envié todo por correo recomendado como me habían indicado. Cada día que pasaba era una mezcla de ansiedad y esperanza. Finalmente, una semana después, llegó mi añorada visa.
Subí a la oficina de Ángela María con el documento en la mano, con emoción le agradecí su gesto y sus buenos oficios.
—¡Ángela! ¡Mire, gracias! —exclamé, mostrándole la visa—. Y por favor, agradezca también a Peter por su ayuda.
Ella sonrió, una sonrisa que iluminó toda la oficina.
—Sabía que lo harías, Abelito. Nunca dudé de ti. Y no te preocupes, Peter estará encantado de saber que todo salió bien.
En ese momento comprendí que a veces el destino obra a través de las personas que nos rodean y las conexiones que estas tienen. Ángela María no solo había sido mi superior sino un ángel guardián en mi camino hacia un nuevo futuro, y Peter, desde la distancia, había movido hilos que yo ni siquiera sabía que existían —hilos invisibles pero reales, como son todos los hilos que mueven el mundo—.
—Gracias, Ángela —dije, la voz quebrada por la emoción—. Sin tu ayuda y la de Peter, esto no habría sido posible.
Ella me miró con una mezcla de orgullo y afecto.
—La vida nos pone obstáculos para probar nuestra determinación. Tú has demostrado que tienes lo necesario para superar cualquier desafío. Ve y conquista ese nuevo mundo que te espera.
Salí de su oficina con el corazón rebosante de gratitud y esperanza. El camino hacia Canadá, que apenas unos días antes parecía cerrado para siempre, ahora se abría ante mí lleno de posibilidades. Miré por la ventana hacia las montañas de Medellín, consciente de que pronto las cambiaría por paisajes muy diferentes. Pero llevaba conmigo la fuerza de mi tierra, el apoyo de personas como Ángela María, la influencia inesperada de Peter Berboth, y la certeza de que, sin importar los obstáculos, siempre hay una manera de seguir adelante.
El sueño canadiense ya no era solo una ilusión lejana. Era una realidad tangible, un nuevo capítulo que estaba a punto de comenzar. Y yo estaba listo para escribirlo, con el corazón lleno de gratitud por la red de personas que habían hecho esto posible. Como bien dijo Isabel Allende: Memoria selectiva para recordar lo bueno, prudencia lógica para no arruinar el presente y optimismo desafiante para encarar el futuro. Y con los ojos puestos en el horizonte, sabiendo que detrás de mí quedaba una historia de generosidad y conexiones que habían cambiado mi vida para siempre.
ALMAS LUMINOSAS
En el caminar por la vida, entre pasos y tropiezos, existen almas que son como faros encendidos, farolitos de esperanza en la noche más oscura, farolitos de alegría que iluminan la amargura.
Son almas que nos aligeran la pesada existencia, con solo una sonrisa nos brindan su benevolencia, sonrisas que son rayos de sol en días nublados, sonrisas que son bálsamo para corazones cansados.
Su presencia es un oasis en medio del desierto, un manantial de frescura en un mundo sediento, una brisa suave que acaricia el alma en pena, una melodía celestial que calma la tormenta.
Nos hacen ser cielo, alas y viento, nos elevan, nos llevan a un lugar donde la paz reina, nos regalan fortaleza para enfrentar lo que venga, nos dan la valentía para seguir nuestra senda.
Son almas luminosas, ángeles terrenales, mensajeros de bondad, seres excepcionales, que con su simple ser nos llenan de alegría, nos dan la fuerza para seguir cada día.
A ellas, a esas almas luminosas, dedico estas palabras, un canto de agradecimiento por su mágica energía, que nos ilumina el camino y nos da la certeza de que la bondad existe y que la vida es belleza.
NOTA DEL AUTOR
El 26 de julio de 2024, se cumplieron 36 años desde que dejé atrás las montañas de mi querido Medellín para embarcarme en una aventura que cambiaría el curso de mi vida para siempre. Esta fecha marca no solo un aniversario sino un renacimiento, un punto de inflexión que dividió mi existencia en un antes y un después.
Con especial cariño les presento el capítulo número 33 de mis memorias, dedicado al año que fue un verdadero parteaguas en mi vida. Se los ofrezco con todo mi amor y gratitud.
Hoy, 26 de julio, es para mí la fecha más significativa del calendario. Representa el coraje de perseguir un sueño, la incertidumbre de lo desconocido y la esperanza de un futuro brillante. Cada año que pasa recuerdo con nostalgia y orgullo a aquel joven que, con una maleta llena de ilusiones y el corazón palpitante de emoción, se atrevió a cruzar fronteras en busca de nuevos horizontes.
En estas tres décadas y media he vivido una vida que aquel joven apenas podía imaginar. He enfrentado desafíos, celebrado triunfos y aprendido lecciones invaluables. Pero en cada paso del camino he llevado conmigo el espíritu de mi Medellín natal, la calidez de su gente y la fuerza de sus montañas.
A todos los que me han acompañado en este viaje, ya sea desde el principio o uniéndose en el camino, les agradezco profundamente. Su apoyo, amor y amistad han sido el viento bajo mis alas.
Que este capítulo sirva como testimonio de que los sueños, por más lejanos que parezcan, pueden hacerse realidad con determinación, trabajo duro y un poco de fe. Y que inspire a otros a dar ese paso valiente hacia lo desconocido, porque a veces el viaje más importante de nuestras vidas comienza con una simple decisión.
FIN DEL CAPÍTULO 35
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Excelente, que historia tan bonita, tan real como describes todo. Felicitaciones con tus logros, perseverancia y si a nuestra vida llegan Angeles y ese Ángel tiene su mismo nombre Ángela María Alzate un gran ser humano, una gran mujer con una gran calidad humana dispuesta ayudar a todos. Yo la recuerdo mucho.
ResponderBorrarAbelardo tu relato nos enseña que así es la vida, que debemos perseverar con nuestros sueños, y con seguridad que se nos presentan los angeles, Angela Maria Alzate es un ángel, que se nos presentó a muchos compañeros del Banco, con su amabilidad y entrega a sus empleados sin importar el rango y el status siempre estaba dispuesta a yudarnos, durante mi vida laborar que fueron 35 años, fue la mejor Gerente, con gran calidad humana que Dios la bendiga y cuánto no daría para darle un abrazo. Mi nombre es Ligia Isabel Arias.
ResponderBorrarTu libro está lleno de matices, recuerdos, colores. Mirarlo y leerlo desde esa vista es lo que me encanta. No todos lo pueden ver así. Así es la vida. ~B.C>
ResponderBorrarAbelardo, tu forma de narrar la historia de tu vida, con tal nivel descriptivo, hace que me enganche e identifique con tu experiencia en la embajada canadiense, pues lo mismo me tocó vivir en la embajada americana, cuando pedí la visa y también me la negaron. A diferencia de tu historia, yo no tuve un angelito que me ayudara con el otorgamiento de la misma; creo yo que el destino está escrito y en cualquier circunstancia negativa, estoy segura que la frase que mencionas: "Abraza el dolor y conviértelo en combustible para tu viaje", sin conocerla, es la que adopté en ese instante para continuar con mi vida.
ResponderBorrarFinalmente tu destino era migrar y tener la vida que te deparaba.
Finalmente, me encantó la última frase, que reza: "Memoria selectiva para recordar lo bueno, prudencia lógica para no arruinar el presente, y optimismo desafiante para encarar el futuro." Pienso que debes ser un ser humano muy centrado y maduro para acoger esa frase y convertirla en una actitud permanente ante la vida.
Una vez más, gracias por compartir conmigo estas vivencias tan tuyas y tan maravillosas. Que legado tan espectacular para tu hijo.👏🏻👏🏻👏🏻👏🏻👏🏻LMM
Buenas noches querido Abelardo. Soy ave nocturna, me disculpas. Te cuento, voy avanzando en mis lecturas. Cada capítulo me entusiasma más y me descrestas. Esta habilidad y destreza para escribir siempre te ha acompañado?? Es maravillosa!!!!😘😘😘 Emilse U.
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