No 39 “Danza de Recuerdos: Espejismos en la nieve”

 

Mi vida se compone de una serie interminable de despedidas y adioses, cada uno representando el final de una ilusión o un propósito no cumplido. Los vestigios de esos sueños no realizados están presentes en mí, envueltos en una melancolía que me recuerda constantemente lo que podría haber sido y no fue. Sin embargo, en los recovecos de mi memoria, todavía resuena la voz de un pasado distante, recordándome que la vida continúa su curso normal y te puede dar otras oportunidades.

Exiliado en las entrañas gélidas de Montreal, me encuentro atrapado entre dos mundos: el que dejé atrás y este nuevo universo de nieve y silencio. La soledad me envuelve como una segunda piel, mientras el desarraigo araña las paredes del alma con uñas de hielo. En este laberinto de cristal que son las calles de Montreal, me veo reflejado como un espectro, vagando entre la bruma del olvido y la esperanza.
"La nostalgia es la manera en que el alma se aferra a los días que nunca debieron irse". 

"Es necesario conocer la oscuridad para apreciar la luz", me repito mientras mis pasos crujen sobre la nieve recién caída. El invierno canadiense devora el calor de mis recuerdos, pero en su ferocidad descubro una belleza salvaje que me fascina y aterra. Los árboles desnudos se alzan como esqueletos contra un cielo plomizo, y yo, despojado de mis raíces, espero con paciencia la primavera de mi renacimiento.

En el vasto entramado de la vida, donde el destino entreteje hilos de aprendizaje y amor, se despliega una historia rica en emociones y descubrimientos. La vida nos enseña a sonreír cuando la tristeza nos embarga. A llorar cuando el orgullo nos impide soltar las lágrimas. Aprendemos a caminar a pesar de las decepciones y a correr tras los sueños, eligiendo con cuidado a quién llevar con nosotros y a quién dejar atrás.

Soy un alma que ama con intensidad a quienes valora, mientras deja que el olvido cubra a aquellos que lo han relegado al silencio. La vida me ha golpeado, pero no conozco el rencor; mis enojos son fuegos fugaces, y mi memoria guarda tanto cicatrices como sonrisas. Amo con una pasión que trasciende mis límites, reconociendo quién merece ese amor y quién es solo una sombra pasajera.

Mis ojos traspasan las máscaras, descubriendo verdades escondidas. La vida me ha moldeado con fuego y adversidad, al igual que el acero de una espada. Mis raíces me sostienen firme, aun en el anhelo de descubrir nuevos horizontes. Soy la noche custodia de secretos y el día que despliega esperanza, el invierno solitario que antecede a una primavera rebosante de vida.

Mientras camino hacia mi pequeño apartamento, reflexiono sobre la naturaleza cíclica de la existencia. Las estaciones cambian, y con ellas, nosotros. En el crisol de esta ciudad de hielo y acero, me encuentro renaciendo. Cada día es un desafío, cada noche una victoria. El dolor me ha revelado senderos insospechados hacia la paz, y la alegría se esconde en los rincones más inesperados.

Llevo en mí a quienes me han amado y a quienes no lo hicieron; a aquellos que me tendieron la mano y a las manos que nunca llegaron. Mi lealtad reside en lo que siento, en las vivencias que han surcado mi alma. No soy lo que todos desean ni esperan de mi; soy un enigma que pocos logran descifrar, una amalgama de luces y sombras buscando su camino en medio del caos y la belleza de la existencia.

En este proceso, comprendo que el dolor no es mi enemigo, sino mi más sabio maestro. La soledad se diluye, endulzando mi existencia con la promesa de nuevos encuentros y experiencias. El desarraigo se transforma en la libertad de echar nuevas raíces, más profundas y resistentes, mientras el camino continúa hacia un horizonte que se desvanece y renace con cada amanecer.

El viento susurra secretos en un idioma que apenas comienzo a comprender: el lenguaje de la adaptación y la supervivencia. Y en este aprendizaje, descubro que mi vida, lejos de ser una mera sucesión de despedidas, es un continuo renacer. Cada adiós es la semilla de un nuevo comienzo, cada desilusión el cimiento de una esperanza más fuerte.

En la penumbra de este exilio, encuentro una luz propia. Las ilusiones y vocaciones que creía perdidas no se han desvanecido, sino que se han transformado. La nostalgia ya no es solo un recuerdo de lo que pudo haber sido, sino un impulso hacia lo que aún puede ser. En este Montreal de hielo y recuerdos, descubro que soy más que la suma de mis despedidas: soy la promesa constante de un nuevo amanecer, un ser en perpetua evolución, forjado por el pasado pero no encadenado a él.

Mi historia, tejida con hilos de pérdida y descubrimiento, se convierte en un testimonio de resiliencia y esperanza. En cada calle helada, en cada rincón de mi nueva vida, encuentro fragmentos de quien fui y vislumbro de quien seré. Y así, paso a paso, construyo un puente entre mis dos mundos, no para elegir uno sobre el otro, sino para crear un tercero: un espacio propio donde el pasado y el presente convergen en un futuro lleno de posibilidades.

Reflexiones sobre la vida y el exilio

Recién llegado a Montreal, a finales de 1988, recorro sus calles como una hoja otoñal arrastrada por el viento, como una sombra errante, ajena en su propia piel, con mis pasos resonando en el pavimento congelado. El frío me envuelve, como una amante implacable que me recuerda a cada momento que ya no estoy en mi cálida tierra natal. Soy un emigrante, un refugiado de mis propios sueños, en busca de asilo en esta ciudad de concreto y nieve.

Los recuerdos de mi país revolotean en mi mente, un eco lejano que susurra: ‘Nosotros, los soñadores, que surcamos el cielo azul celeste sin necesidad de alas…’ Sin embargo, en este rincón del mundo, el cielo se despliega como un lienzo gris, coloreado con pinceladas de nostalgia y melancolía. Cada día, mientras camino por las calles de Montreal, siento el peso de la distancia y el tiempo. La espera por mi estatus de refugiado político se convierte en una prueba de paciencia y esperanza. Pero en medio de la incertidumbre, encuentro consuelo en los pequeños momentos de belleza y en la calidez de las personas que he conocido aquí.

A medida que los días se deslizan como suaves copos de nieve, descubro que esta nueva tierra  tiene su propia magia sutil. Las estaciones se suceden en un baile sin fin, cada una trayendo consigo un nuevo aspecto para la naturaleza, como si un artista invisible pintara el paisaje. El otoño llega con sus pinceles dorados y carmesí, vistiendo los árboles con colores cálidos y vibrantes. Las hojas caen en una danza silenciosa, cubriendo el suelo con una alfombra crujiente que susurra bajo nuestros pasos.

Luego, el invierno despoja a los árboles de su colorido traje, pero no los deja desnudos por mucho tiempo. Con un toque de magia helada, los cubre con un manto de nieve brillante. Cada rama se transforma en una delicada escultura de hielo, y el mundo se vuelve un reino blanco y resplandeciente. Este ciclo eterno de cambios hace que cada día sea una nueva aventura, llena de colores, texturas y sensaciones diferentes, convirtiendo este lugar en un escenario siempre cambiante y fascinante.

En mi soledad, encuentro consuelo en los detalles más mínimos. El vapor danzante de una taza de café se convierte en un velo de memorias perdidas. El crujir de la nieve bajo mis pies es una sinfonía que solo yo puedo escuchar. Y en las noches, cuando la luna se alza sobre los rascacielos, me parece ver el collar de estrellas que le regalamos los soñadores.

A veces, en la penumbra de mi pequeño apartamento, santuario de nostalgia y esperanza, las sombras cobran vida. Danzan en las paredes, contándome historias de otros emigrantes, de otros soñadores que, como yo, cruzaron océanos y fronteras en busca de un nuevo comienzo. 

¿Son reales estas visiones o son producto de mi mente solitaria? 

En este mundo de realismo mágico que he creado para mí, la línea entre lo real y lo imaginario se desdibuja como la tinta en el agua.

—¿Extrañas tu hogar? —me pregunta el viento que se cuela por la ventana.

—Cada día —respondo, mi voz apenas un susurro—. Pero estoy aprendiendo a encontrar belleza en lo diferente.

Y es cierto. Poco a poco, Montreal deja de ser un lugar extraño para convertirse en mi nuevo hogar. La diversidad de sus gentes, un mosaico de culturas y colores, me recuerda que «los que soñamos un mundo nuevo con sentimientos de amor, perdón, bondad, felicidad, hermandad, sin fronteras ni grietas que menosprecien la vida» no estamos solos.

En mis paseos por el *“El Viejo Puerto de Montreal”, imagino que las piedras centenarias me cuentan secretos de otros tiempos. Las farolas se transforman en luciérnagas gigantes, iluminando mi camino con una luz que parece emanar de otro mundo. Y en los parques, juro que puedo escuchar el concierto de los grillos, aunque estén enterrados bajo metros de nieve.

Aquí, en esta tierra de contrastes, aprendo que el desarraigo no es solo pérdida, sino también oportunidad. Oportunidad de crecer, de reinventarme, de pintar nuevos paisajes con las palabras que traje conmigo y las que voy aprendiendo.

Y mientras escribo estas líneas, rodeado de libros que son «fuentes de serena sabiduría», me pregunto: ¿Acaso no somos todos inmigrantes en este vasto universo? ¿No estamos todos buscando un lugar al que llamar hogar, ya sea en esta tierra o en los confines de nuestra imaginación?

La noche cae sobre Montreal, y con ella, una nueva nevada comienza. Observo los copos danzar en el aire, cada uno único, cada uno con su propia historia. La soledad que me envuelve es fría, es cierto, pero también maravillosamente tranquila y grande, como el espacio sideral en el que se mueven las estrellas. Y pienso que quizás, solo quizás, en algún lugar del cosmos, hay otro soñador mirando esas mismas estrellas, sintiendo esa misma soledad grandiosa, preguntándose si alguien más está ahí fuera, pintando universos con palabras y vistiendo poesías con alas de mariposa.

¿Quién sabe qué nuevas aventuras, qué nuevos mundos nos esperan mañana, a nosotros, los locos, los dementes del tiempo y del espacio?

“El Abrazo de las Auroras: Una Noche en  *el cerro de Mont Royal”

En una noche en que el cielo de Montreal parecía un océano de terciopelo salpicado de estrellas, Marie-Andrée y yo emprendimos la subida al cerro de Mont Royal. La luna, redonda y sabia, nos seguía con su mirada de plata, mientras el viento, cargado de murmullos de tiempos olvidados, nos envolvía en su abrazo. En este rincón del mundo, lo real y lo fantástico se entrelazan de tal manera que uno no podía distinguir dónde terminaba uno y comenzaba el otro, como en las historias, donde lo extraordinario se esconde en cada rincón de la realidad.

Al llegar a la cima, el universo parecía contener la respiración, como si aguardara el instante preciso para desatar su magia. Nos sentamos en una roca, y el silencio de la noche nos rodeó, un silencio que vibraba con la expectativa de lo inminente. En el horizonte, una luz tímida comenzó a desplegarse, como un ave mítica que abría sus alas de esmeralda y zafiro.* Las auroras boreales, con su esplendor sobrenatural, comenzaron a danzar en el cielo, trazando figuras que parecían emerger de un sueño colectivo.

Marie-Andrée, con una mirada que contenía toda la tristeza y la esperanza del mundo, fijó sus ojos en un punto más allá de las luces. "Las auroras boreales", en su danza cósmica, empezaron a tomar formas definidas, revelando siluetas que solo un corazón en duelo podía discernir. "Es Sami...," susurró, con una voz que resonaba como un eco en el vasto teatro del cielo. Allí, entre las luces, el espíritu de su hijo parecía jugar y reír, liberado de las ataduras terrenales, como si hubiera encontrado su verdadero hogar entre las estrellas.

El cielo se transformó en un tapiz donde las auroras tejían historias de luz y sombra, y las siluetas danzaban con una gracia etérea, como si el alma de Sami hubiera hallado su lugar en el cosmos. Marie-Andrée, con lágrimas que brillaban como diamantes, alzó una mano hacia el cielo, deseando tocar esas formas luminosas, anhelando sentir, aunque fuera por un instante, la calidez de su hijo nuevamente.

"Sami, mi amor," susurró, y las luces respondieron, intensificándose en un estallido final de color antes de desvanecerse, llevándose consigo el eco de risas y susurros que solo Marie-Andrée podía escuchar. Permanecimos allí, en el umbral entre lo real y lo mágico, entre el dolor y la paz. El cielo, testigo de todo, comenzó a recuperar su tono oscuro, y las estrellas, ahora más brillantes, parecían guiarnos con una complicidad silenciosa.

Cuando finalmente descendimos del cerro, el aire se sentía más ligero, como si el mundo hubiera sido renovado por la magia de las auroras. Marie-Andrée sonrió, una sonrisa que contenía tristeza y aceptación en partes iguales. Sabía que, aunque Sami ya no estuviera físicamente a su lado, su espíritu seguiría danzando en el cielo, en esas noches claras cuando las auroras volvieran a aparecer.

En las noches de Montreal, cuando el cielo se convierte en un espejo de luz y sombras, el velo entre los mundos se vuelve tenue. Las auroras boreales no son solo un espectáculo natural; son la manifestación de los espíritus que nos rodean, los que hemos amado y perdido, que regresan para recordarnos que el amor no muere, solo se transforma. Así, nos enseñan a ver más allá de lo visible, a descubrir la maravilla en lo cotidiano, a encontrar consuelo y esperanza en la magia que nos rodea.

"Invierno de dos almas: Montreal, espejo de dos destinos"

En el invierno de 1989, cuando los copos de nieve danzaban sobre Montreal como plumas blancas caídas del cielo, el destino entrelazó dos almas heridas en una danza de sanación y descubrimiento. Yo, un refugiado político con el corazón aún palpitante de miedo y esperanza, llegué a esta ciudad de piedra y hielo buscando un nuevo comienzo. Fue en este entorno que conocí a Marie-Andrée, una mujer cuya presencia era tan cálida como el café recién hecho en una mañana fría, y cuyo rostro reflejaba la belleza agridulce de quien ha conocido el dolor más profundo.

Marie-Andrée, apenas tres meses después de haber enterrado a su hijo, buscaba consuelo en la enseñanza del francés. Sus cabellos castaños, salpicados de hebras plateadas, y sus ojos del color del cielo antes de una tormenta, reflejaban una mirada profunda, como si pudieran ver más allá de lo visible. A pesar de su duelo, no se dejó consumir por la oscuridad y eligió sumergirse en la luz del aprendizaje. Nos encontramos en un momento en que ambos necesitábamos un refugio y encontramos en el otro un alma afín.

Nuestro primer encuentro fue como el choque de dos mundos: yo, sediento de conocer la lengua de Molière, y ella, anhelando sumergirse en los sonidos melodiosos del español. Nos convertimos en espejos el uno del otro, reflejando nuestros deseos de aprender, de sanar, de vivir. Las calles de Montreal se transformaron en nuestro lienzo. Paseábamos por el Viejo Puerto, donde el río San Lorenzo murmuraba secretos de tierras lejanas, y Marie-Andrée señalaba los edificios centenarios, sus palabras en francés flotando en el aire frío como notas musicales, mientras yo respondía con frases entrecortadas en español.

A medida que el invierno avanzaba, nuestras salidas se convirtieron en rutina. Explorábamos los rincones de Montreal, desde los cafés acogedores de Plateau Mont-Royal hasta los vibrantes mercados de Jean-Talon. Los restaurantes se convirtieron en nuestras aulas, donde saboreábamos "la  poutine" (plato típico) mientras intercambiábamos verbos y adjetivos. En el Barrio Chino, entre vapores de * “dim sum”, nuestras risas se mezclaban con el tintineo de las tazas de té, celebrando cada nueva palabra aprendida como si fuera un tesoro recién descubierto.

Cuando llegó diciembre, la magia de Noël (Navidad) se apoderó de Montreal. Los centros comerciales se transformaron en palacios de cristal y luz, con vitrinas que exhibían maravillas que ni en mis más bellas fantasías hubiera imaginado.. Recuerdo una tarde en particular, cuando Marie-Andrée y yo nos aventuramos en uno de esos centros comerciales. El aire estaba impregnado del aroma de castañas asadas y especias, y la música navideña resonaba suavemente en el fondo, creando una atmósfera de ensueño.

Nos detuvimos frente a un árbol de Navidad gigantesco, cuyas luces titilaban en un sinfín de colores. Marie-Andrée, con los ojos brillantes de emoción, me tomó del brazo y señaló las decoraciones, cada una más elaborada que la anterior. Fue en ese momento, rodeados por la magia de la temporada, que comprendí la belleza de nuestra amistad: dos almas en pena que habían encontrado consuelo y alegría en la compañía del otro. Marie-Andrée, con su dolor silencioso y su valentía inquebrantable, me enseñó más que conjugaciones y pronunciaciones. Me enseñó que incluso en los inviernos más crudos del alma, siempre hay espacio para un nuevo comienzo, para la calidez de una amistad inesperada. Así, en el corazón de Montreal, dos extraños se convirtieron en compañeros de viaje, navegando juntos por los mares turbulentos del dolor y la esperanza, con las palabras como nuestro mapa y la amistad como nuestra brújula.

Con el paso de los días, nuestra conexión se profundizó, y lo que comenzó como un intercambio de lenguas se transformó en un intercambio de historias, sueños y anhelos. Marie-Andrée compartía relatos de su infancia en Quebec, de los inviernos pasados junto a su familia, y de las tradiciones que mantenían viva la calidez en medio del frío. Yo, a su vez, le hablaba de mi tierra natal, de los paisajes y la gente que había dejado atrás, y de la esperanza de un futuro mejor en esta nueva tierra.

La música se convirtió en un puente entre nuestras culturas. Le presenté la música tropical, con sus ritmos vibrantes que evocan el calor del Caribe. Para mi sorpresa, la música la cautivó, y vi cómo sus pies empezaban a moverse al compás, como si esa alegría rítmica pudiera disipar, aunque solo fuera por un momento, las sombras de su duelo. En esas tardes, mientras la nieve caía suavemente tras las ventanas, bailábamos en su sala de estar, dejando que la música nos envolviera y nos transportara a un lugar donde el dolor se desvanecía

A medida que el invierno se desvanecía y la primavera comenzaba a asomar tímidamente, me di cuenta de cuánto había cambiado desde mi llegada a Montreal. La ciudad, que al principio me había parecido fría y ajena, se había convertido en un hogar, gracias en gran parte a Marie-Andrée. Su amistad me había dado la fuerza para enfrentar mis propios miedos y para abrirme a nuevas experiencias.

Con la llegada del deshielo, nuestros paseos se extendieron más allá de las calles nevadas. Exploramos los parques que empezaban a florecer, y los mercados al aire libre que se llenaban de vida. Cada día era una nueva aventura, una oportunidad para aprender y crecer juntos. Marie-Andrée, con su sabiduría y su capacidad de encontrar belleza en lo cotidiano, me enseñó a ver el mundo con nuevos ojos.

Nuestra amistad, forjada en el frío invierno de Montreal, se convirtió en un vínculo inquebrantable que nos acompañaría a lo largo de nuestras vidas. A través de ella, aprendí que incluso en los momentos más oscuros, la conexión humana puede ser una fuente de luz y esperanza. Y así, con el corazón lleno de gratitud, continuamos nuestro viaje, sabiendo que, aunque el camino fuera incierto, siempre tendríamos el uno al otro como guía y compañía.
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<<CAPITULOS DEL LIBRO >>

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*"El Viejo Puerto de Montreal" es una de las principales atracciones turísticas de la ciudad, ubicado entre el casco histórico y el río San Lorenzo. Este puerto histórico, que data del siglo XVIII, fue un importante centro comercial durante la revolución industrial.
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* "El Cerro de Mont Royal", conocido como Parc du Mont Mont Royal ofrece una variedad de actividades al aire libre durante todo el año, como senderismo, ciclismo, y en invierno, esquí de fondo y patinaje. Desde su mirador, se puede disfrutar de impresionantes vistas panorámicas de la ciudad y del río San Lorenzo, es uno de los lugares más emblemáticos de Montreal. 
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*"Las auroras boreales", también conocidas como luces del norte, son un fenómeno natural que ocurre en las regiones polares del planeta, principalmente en el Ártico. Estas luces deslumbrantes en el cielo nocturno se producen cuando partículas cargadas del sol, como electrones y protones, chocan con los gases en la atmósfera terrestre. El color de las auroras puede variar: las verdes son las más comunes y se producen cuando las partículas solares chocan con moléculas de oxígeno a unos 100 kilómetros de altura, mientras que las rojas, azules y púrpuras resultan de interacciones con oxígeno y nitrógeno a diferentes altitudes
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*"El dim sum" es una tradición culinaria china que consiste en una variedad de pequeños platos servidos generalmente en cestas de bambú. Estos platos pueden incluir dumplings, bollos al vapor, rollos de arroz, y otros bocados que contienen ingredientes como carne, mariscos, vegetales y frutas.

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