No 5 "Entre Héroes y Risas: El Legado de Mis Hermanos"


«Sinfonía de Recuerdos: Melodías de una Infancia Rural»

Los hilos de mi niñez se entrecruzan con la trama del tiempo, formando un tapiz donde mis hermanos resplandecen como astros en una constelación familiar. Cada uno, un cosmos individual, entrelazaba con sus singularidades una sinfonía de vidas que todavía eco en los pasillos de mi recuerdo.

Gonzalo, el primogénito, se erguía como un oráculo entre nosotros. Su sabiduría, destilada de las páginas amarillentas de libros olvidados, fluía como un río subterráneo, nutriendo nuestras raíces con verdades que trascendían las aulas convencionales. "Yo se donde ponen las garzas", decía con la certeza de un augurio antiguo, y nosotros, crédulos, buscábamos esos nidos invisibles en los recovecos de nuestra imaginación.

Tenía  "la salud del burro y la fe de carbonero" —como solía jactarse—, Gonzalo se enfrentaba a la vida con una tenacidad que rozaba lo sobrenatural. " No le entraba ni la bala ni el machete", proclamaba, su voz un escudo contra las adversidades que acechaban en los rincones del destino. Lo veía siempre así, cual filósofo campesino, apuntalado en su herramienta de trabajo, pelando un palito de "mortiño" con la misma dedicación con la que desentrañaba los misterios del universo.

Sus sueños, como semillas llevadas por el viento, lo llevaron primero a las calles bulliciosas de Medellín y luego, a las vastas y nevadas extensiones de Canadá. Perseguía ese sueño americano que, como un espejismo en el desierto, seducía a tantos con promesas de abundancia y libertad.

Gilberto, por su parte, era el alquimista del humor, capaz de transmutar la más simple observación en oro de la risa. Mi apodo, "Pelusa", era para él una mina inagotable de chanzas. En mi piel pecosa y mi cabello claro "flechudo", él veía reflejada la imagen del carnicero albino del pueblo, una comparación que repetía con la insistencia de un estribillo pegajoso.

—¡Eh, Pelusa! —gritaba entre risas—. ¿Ya afilaste el cuchillo hoy?

Y yo, entre avergonzado y divertido, sentía cómo sus palabras esculpían mi identidad, tallando en mi ser la figura de aquel personaje mítico del pueblo.

Alfonso, la oveja negra de nuestro rebaño familiar, vagaba por las veredas como un espíritu inquieto. Su hogar era el mundo, y su techo, la generosidad de almas como don "Juvencio Loaiza", un vecino. La muerte de nuestro padre Juan, cual viento huracanado, lo trajo de vuelta al redil familiar, transformándolo de pronto en un líder inesperado. Con manos encallecidas por el trabajo y decisiones que pesaban como piedras, nos guió hacia Medellín, ciudad que se alzaba en nuestro horizonte como una promesa de renacimiento.

Manuel, taciturno como las montañas del Quindío que lo acogieron, encontró su voz en las cartas esporádicas que nos enviaba. Sus palabras, escasas pero profundas, narraban una vida entre cafetales y peligros. La cicatriz en su espalda, vestigio de un ataque guerrillero, era un mapa topográfico de su fortaleza.

En el microcosmos de nuestra casa, mi hermana Rocío y yo éramos como el día y la noche, chocando en un baile eterno de conflicto y reconciliación. Leticia, con la sabiduría de Atenea, mediaba nuestras disputas, suavizando los bordes afilados de nuestras diferencias con palabras que caían como bálsamo sobre heridas abiertas.

Leticia solía decirnos que la familia es como un bosque. Sus palabras, impregnadas de una sabiduría que parecía superar los años vividos, nos hacían imaginar cada miembro como un árbol único, con raíces profundamente entrelazadas en la tierra, invisibles pero fundamentales.

Las quejas hacia mi padre de Rocío, cual truenos en una tarde de verano, a menudo se traducían en correazos para mí. Pero incluso esos momentos de dolor formaban parte del complejo tapiz de nuestra hermandad, hilos oscuros que resaltaban la luminosidad de nuestro amor fraternal.

En el caleidoscopio de mi memoria, los fragmentos de mi infancia se recomponen una y otra vez, creando patrones siempre nuevos y siempre familiares. Cada recuerdo es una semilla que, plantada en el fértil suelo de la nostalgia, florece en un jardín de emociones y reflexiones, un edén personal donde el tiempo se detiene y la magia de la familia perdura eternamente.»

El río de los recuerdos fluye caprichoso, serpenteando entre los arbustos del tiempo, arrastrando consigo fragmentos de risas, lágrimas y aventuras que definen la esencia misma de nuestra familia. Como perlas enhebradas en el hilo invisible de la memoria, cada anécdota brilla con luz propia, revelando la riqueza de una vida compartida en la sencillez del campo y la magia de lo cotidiano.

La saga de la tortuga, oh divina comedia de nuestras vidas, se alza como un monumento al ingenio mal encauzado y a la ternura ingenua de la infancia. Gilberto y yo, cual Quijotes en miniatura, nos lanzamos a la épica tarea de cazar al esquivo quelonio, convencidos de que en su carne residía la cura para la asfixia de nuestro padre. La pobre criatura, sabia en su instinto, se atrincheró en su fortaleza de hueso y escamas, resistiendo con estoicismo nuestros infantiles embates.

Allí estaba yo, armado con una cabuya y la determinación de un cruzado, montando guardia ante el impenetrable caparazón. Las horas se deslizaban como arenas en un reloj, y la tortuga, astuta, se negaba a asomar siquiera la punta de su nariz. Era como si el tiempo se hubiera detenido en un cuadro surrealista: un niño, una tortuga y la eternidad de una espera infructuosa.

Cuando Gilberto regresó del trabajo y me encontró aún en mi puesto de vigilia, su risa resonó como un trueno en el silencio de nuestra determinación. Con la practicidad que solo la experiencia otorga, sacó unas tenazas, herramienta que en sus manos parecía más un instrumento de tortura que una solución. Yo, con el corazón encogido de compasión, me refugié en un rincón, tapándome los oídos para no escuchar el desenlace de nuestra cacería disparatada.

La noche cayó como un telón sobre nuestra tragicomedia, y con ella llegó el momento de la verdad. Mi madre, investida con la gravedad de un alquimista medieval, preparó el brebaje milagroso. Lo que siguió fue una sinfonía de sonidos que habría hecho palidecer a un compositor vanguardista. Nuestro padre, víctima inocente de nuestro celo terapéutico, pasó la noche en una danza macabra con los efectos secundarios de nuestro remedio casero.

Al amanecer, entre risas nerviosas y gestos de arrepentimiento, juramos solemnemente dejar la medicina en manos de los expertos. Esta aventura, aunque desafortunada para la tortuguita y para nuestro padre, se cristalizó en nuestras memorias familiares, un recordatorio perpetuo de que el amor, incluso en sus manifestaciones más disparatadas, es el pegamento que mantiene unida a nuestra familia.

Pero la vida, en su infinita sabiduría, no solo nos regalaba momentos de comedia, sino también rituales que marcaban el ritmo de nuestra existencia. Los domingos, cual peregrinos en busca de la tierra prometida, emprendíamos nuestra odisea de cinco kilómetros hacia San Carlos. Doña Otilia, nuestra Penélope maternal, nos preparaba para el encuentro con la civilización con la misma dedicación con que un artista pule su obra maestra.

Con su pañuelo empapado en saliva —ese elixir mágico que solo las madres poseen— frotaba nuestros rostros como si quisiera borrar no solo la suciedad, sino también las huellas de nuestra vida campestre. En la orilla del río, nuestros pies descalzos, acostumbrados a la caricia de la tierra, se encontraban con la extraña sensación de los zapatos reservados para ocasiones especiales. Era como si nos vistiéramos con una nueva piel, preparándonos para el espectáculo que nos esperaba en el pueblo.

La plaza de San Carlos se desplegaba ante nosotros como un lienzo viviente, un cuadro de Botero animado por la magia del realismo mágico. Campesinos intercambiaban productos con la solemnidad de diplomáticos, mientras los perros, eternos optimistas, miraban con ojos golosos la carne expuesta en los toldos. Y allí, como el corazón palpitante de este organismo vivo, se alzaba la cantina de "Culetarro".

"Culetarro", más que un simple expendio de bebidas, era un portal a otra dimensión, un lugar donde el tiempo se doblaba sobre sí mismo y las historias fluían tan libremente como el alcohol. Su piano desvencijado, cual bardo cansado pero indomable, molía música que resonaba en nuestras almas: "Sonaron cuatro balazos", "Rama Seca", "La Enorme Distancia", "El Puente Roto"... Cada melodía era un hilo en el gran tapiz de la vida, tejiendo historias de amor, pérdida y redención.

Sentados frente a la cantina, mi hermano y yo absorbíamos la vida en su forma más pura. Entre el humo de los cigarrillos y el aroma del alcohol, aprendimos más sobre la naturaleza humana que en cualquier salón de clases. "Culetarro" se convirtió en nuestra universidad de humanidades, donde cada domingo nos enseñaban lecciones sobre la vida, el amor y la perseverancia.

En ese triángulo sagrado formado por la cantina, el legendario palo de mangos y la iglesia, crecimos empapados de música, historias y la sabiduría áspera pero genuina de nuestro pueblo. Cada domingo era un viaje iniciático, un ritual que nos conectaba con nuestras raíces y nos preparaba para el mundo que nos esperaba más allá de los límites de San Carlos.

Pero la música no solo vivía en la cantina de "Culetarro"; también encontraba su hogar en nuestra humilde finca de Dinamarca. El radio transistor que mi padre adquirió en un momento de prosperidad se convirtió en el altar ante el cual nos reuníamos, como fieles devotos de una religión sonora. A pesar de su voz gangosa y su temperamento caprichoso, ese aparato era nuestro vínculo con un mundo más allá de nuestros campos y montañas.

Las noches en la finca cobraban vida con un ritual casi sagrado. Mi padre, patriarca benévolo, se sentaba en el corredor a comer, mientras el radio, colgado estratégicamente, llenaba el aire con sus melodías. La lámpara de caperuza, nuestro faro de modernidad, bañaba la escena con su luz trémula, creando sombras danzantes que parecían moverse al ritmo de la música.

Con cada cucharada de arroz, huevo y frijoles que mi padre nos ofrecía, recibíamos no solo alimento para el cuerpo, sino también para el alma. Era su manera de decirnos "los amo", un lenguaje silencioso pero elocuente que entendíamos perfectamente. En esos momentos, la escasez se transformaba en abundancia, y la simplicidad de nuestra mesa se convertía en un festín real.

Nuestro juego favorito era adivinar la próxima canción. "Las horas negras", "La consentida", "El buque de más potencia" de Tony Aguilar, los temas del Dúo América... Cada melodía era una puerta a un mundo de emociones y recuerdos compartidos. No importaba que el sonido fuera imperfecto; en nuestra imaginación, cada nota era cristalina y perfecta.

Esa radio, con sus caprichos y limitaciones, era el corazón musical de nuestra familia. Las canciones que escuchábamos, aunque a veces distorsionadas, eran la banda sonora de nuestra vida en el campo. En esos momentos mágicos, la pobreza del sonido se desvanecía ante la riqueza de estar juntos, compartiendo no solo nuestras comidas, sino también nuestras risas, nuestros sueños y nuestro amor incondicional por la música y por nosotros mismos.

Así, bajo el resplandor tenue de la lámpara de caperuza y al compás intermitente del radio, crecimos bañados en melodías y unidos por un amor que trascendía las carencias materiales. La música era nuestro refugio, nuestro punto de encuentro, el lenguaje secreto con el que expresábamos la alegría de vivir juntos, en la sencillez y la belleza de nuestra vida familiar en La vereda de Dinamarca.

Estos recuerdos, hilvanados con el hilo dorado de la nostalgia, forman el tapiz de nuestra historia familiar. Cada anécdota, cada canción, cada momento compartido es un tesoro que llevamos en el corazón, un recordatorio constante de que la verdadera riqueza no se mide en posesiones, sino en el amor, las risas y las experiencias compartidas. En la sinfonía de nuestra vida, cada uno de nosotros es una nota única e insustituible, creando juntos una melodía que perdurará más allá del tiempo y la distancia.»
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