No. 14 "Trece almas, un sueño: Construyendo un hogar contra viento y marea"

 En el complejo entramado de nuestras existencias, donde se entretejen desafíos y esperanzas, nuestra familia encontró su santuario en el cálido refugio que prometía un futuro más brillante. Al llegar a al barrio "Cristo Rey" en "Guayabal", este lugar se nos reveló como el despertar de un sueño tangible, donde cada nuevo día delineaban los contornos de un hogar que realmente podríamos llamar nuestro. Aunque algunos rincones aún estaban vacíos y los ecos de necesidades pendientes flotaban en el aire, nos recordaban las tareas que aún teníamos por delante.

Este despertar a una nueva vida no estuvo exento de pruebas. La adaptación a nuevos sistemas educativos representó un desafío significativo, especialmente para los más pequeños. Nuestras hermanas, Martha, Edilma y Nohemy, tuvieron la suerte de que su escuela quedara a solo dos cuadras de nuestra casa, lo que facilitó enormemente su adaptación.

Por otro lado, Francisco comenzó sus estudios un poco más lejos, mientras que mi desafío fue aún mayor, ya que continué asistiendo a mi escuela en Simón Bolívar. Esta situación me sumergió en un ciclo de largas caminatas matutinas en soledad, reflejo de las luchas afrontadas en el pasado.

Llegamos a este barrio más por un hermoso e inexplicable capricho del destino que por elección propia. Los caminos de Itagüí, tan familiares como distantes, se abrían ante nosotros, y nuestro corazón latía al ritmo de nuestro nuevo barrio, un lugar al que habíamos llegado por azares del destino. Cada paso resonaba como una nota en la melodía de nuestra nueva vida, entrelazada con el susurro del viento que traía ecos de nuestro refugio recién encontrado.

Así, entre los desafíos diarios y los recuerdos del pasado, avanzamos, tejiendo nuevas historias en el vasto lienzo de nuestras experiencias. Aunque el camino fuera complejo y largo, cada paso nos acercaba más a la luz, al hogar que con tanto anhelo buscábamos. En el corazón de un vecindario caracterizado por la uniformidad y el minimalismo de las urbanizaciones de grandes empresas como Avianca, Colcafé y Nacional de Chocolates, y más aún, en nuestra cuadra, dominada por las residencias uniformes de agentes de la policía, nuestra casa surgió como una declaración de audacia y singularidad.

Nuestro hogar, fruto de las visiones innovadoras de nuestro hermano Gonzalo y la invaluable colaboración de Don Jesús Mejía, vecino de Itagüí, se erigió no solo como un espacio físico, sino como un símbolo de desafío a lo convencional. Construida íntegramente de plancha, destacaba no solo por su tamaño, sino por su esencia, desafiando cada norma y expectativa establecida.

Era un oasis de originalidad en un mar de conformidad estructural, emergiendo de un terreno que, para muchos, no estaba destinado a la construcción. Esta decisión de construir en un lugar sin proyectos previos ni futuro aparente reflejaba nuestra posición única: éramos los más humildes entre nuestros vecinos, dueños de la casa más grande, la familia más numerosa y, claramente, los más diferentes. No encajábamos en el molde del entorno, ni por estatus ni por diseño, y sin embargo, era precisamente esta discrepancia lo que nos confería nuestra identidad más profunda.

Corazón indomable: La historia de una madre que forjó un hogar a pulso
Entre las páginas de nuestra historia familiar, las anécdotas protagonizadas por nuestra madre Otilia, se despliegan como coloridas mariposas en un jardín de vivencias inolvidables. Cada recuerdo, impregnado de humor y resiliencia, narra la odisea de los Salazar Suarez, una saga de esfuerzos y sonrisas que se extendía desde San Carlos, Itagüí hasta nuestro nuevo hogar en Cristo Rey. 

Aquel día de la mudanza, nuestro pequeño carrusel de checheres danzaba alrededor de la promesa de un nuevo comienzo, mientras nuestra caravana se aproximaba a su destino, guiada por la mirada de águila de mi madre. "¡Allá, al fondo!", dónde está la puerta abierta, exclamó mi madre  con la certeza y seguridad de un capitán en alta mar, señalando hacia la puerta abierta que aguardaba en el horizonte de ladrillos y sueños. La sonrisa maliciosa del conductor, al descubrir que nuestro futuro hogar no poseía puerta, fue solo el preludio de las aventuras que nos esperaban.

La odisea por el agua se convirtió en un vaivén de mangueras y favores vecinales, un ballet cómico de idas y venidas que culmina siempre con el abrupto  final del grifo cortado sin aviso. Sin embargo, bajo la batuta de mi madre, cada desafío se transformaba en una oportunidad para tejer, con hilos de ingenio, la trama de nuestra cotidianidad. La astucia de mi madre iba más allá, cuando el vecino cortaba el agua, ella ya tenía una caneca gigante llena del precioso líquido.

 Don Carlos Cano, experto electricista, conocido de mi madre desde Itagüí,  ángel guardián dotado de destornillador y altruismo, marcó otro capítulo en nuestra epopeya familiar. Con sus manos, tan hábiles como generosas, tejió un velo de luz sobre nosotros, desafiando la oscuridad con una red de electricidad que, aunque nacida de la ilegalidad y el contrabando, iluminaba nuestro hogar con la calidez de mil soles.

Nuestra madre Otilia, arquitecta de lo imposible, construía nuestro refugio con retazos de vida y trozos de esperanza. Las cobijas, un mosaico, texturas, remiendos y colores; nuestras camas, fortalezas de tablones  nobles en su rusticidad, eran testigos mudos de su incansable labor. Siempre recursiva, transformaba cada salida en una cacería de tesoros urbanos, recolectando lo necesario para dar forma a nuestro hogar. Siempre llegaba con alguna bolsa de arena, un pedazo de algo.

La vida en Cristo Rey se transformó en una obra maestra sin igual, orquestada meticulosamente por nuestra madre. Su presencia infundía una sinfonía de resistencia, amor y tenacidad que vibraba en cada rincón de nuestro hogar. 

Su espíritu indomable, junto a un corazón guerrero de mil batallas que nunca conocía la derrota, se erigió como el pilar sobre el cual se construyó el legado de los Salazar. Cada día, enfrentaba los desafíos cotidianos con una determinación férrea, como si fueran simples notas en la compleja partitura de la vida, resolviéndolos con una gracia y habilidad únicas. 

Su tenacidad no era meramente una cualidad, sino una luz guía que iluminaba nuestro camino, enseñándonos que, a pesar de las piedras en el camino, siempre había una manera de superarlas enfrentándose con valentía y amor. Reflexionando sobre estas vivencias, comprendo que la verdadera riqueza de nuestra familia se tejía en esos momentos de adversidad transformada en victoria, gracias al ingenio y la determinación de nuestra bella madre. 

A través de su ejemplo, aprendimos que el humor y la creatividad son armas poderosas contra las dificultades de la vida, y que el amor, en sus actos más simples, es capaz de construir el más cálido de los hogares. En cada desafío superado, en cada solución inventada, se revelaba la esencia de lo que significa ser parte de los Salazar: una familia cuya fortaleza radica en su capacidad de reír, amar y construir, no importa las circunstancias.

La pasión adolescente: fútbol, música y sueños entremezclados
En la flor de la adolescencia, Francisco y yo, inseparables como dos mitades de una misma alma, compartimos una pasión que ardía con la intensidad de un fuego primaveral: el fútbol. Un recuerdo imborrable nos unía aún más: la única vez que nuestro difunto hermano, quien era para nosotros más que un padre, nos llevó al estadio. Aquella tarde de 1964, asistimos a un vibrante encuentro entre Nacional y Tolima, que terminó en un emocionante empate 3-3.

 Ese partido no solo marcó un antes y un después en nuestras vidas, sino que también encendió en nosotros una llama de amor incondicional por el fútbol que jamás se extinguiría. Las imágenes de aquel día permanecían grabadas en nuestra memoria con claridad: el rugido de la multitud, el verde vibrante del césped, la habilidad de los jugadores, las banderas al viento. Todo conformaba una experiencia casi mística que cimentó nuestra pasión por este deporte.

Una tarde, de los años 65 mientras deambulábamos por las calles de nuestro nuevo barrio, descubrimos una noticia que electrificó nuestros corazones. El Deportivo Independiente Medellín, el equipo que mi hermano adoraba, entrenaba regularmente en la cancha de Industrias Haceb, situada a pocas cuadras de nuestra casa. Para nosotros, que apenas habíamos pisado un estadio una vez debido a nuestra difícil situación, esta era una oportunidad de oro. De repente, la posibilidad de ver de cerca a nuestros ídolos se convertía en una realidad palpable.

Grandes nombres, ahora leyendas, como Mario Agudelo, Ricardo Ramaciotti, Germán "Cuca" Aceros, Omar Orestes Corbatta, Dante Alvarez,  entre otros, resonaban en nuestras conversaciones. Ahora, teníamos la oportunidad de verlos en acción y a pocos metros en la cancha de Haceb, nuestro nuevo santuario del fútbol. Este lugar sagrado no sólo era testigo de los entrenamientos del equipo, sino también de emocionantes partidos locales. Cada fin de semana, se transformaba en un escenario de pasiones desbordadas, donde nuestros sueños de adolescentes se elevaban al cielo.

Pero nuestra sed de fútbol no se saciaba solo con observar; también descubrimos lugares imperfectos pero perfectos para nuestras fantasías futbolísticas, como un extenso terreno baldío de Industrias Noel y "El Morro", una extensa colina que quedaba pasando la avenida de Guayabal, se convertiría en nuestro campo de batallas imaginarias, soñando con algun dia jugar con los grandes en el estadio Atanasio Girardot.

La revista de los sueños: Un tesoro entre la basura
En aquel tiempo, la revista "VEA Deportes" era nuestro alimento para el alma de futboleros empedernidos. Sus portadas, adornadas con los ídolos que venerábamos, despertaban en nosotros una pasión inigualable. Cada semana, la misma rutina: el lunes, después de la escuela, emprendíamos una expedición furtiva a la parte trasera de "Litografías Medellín".

Allí, entre la basura y los desechos, buscábamos ansiosamente el tesoro más preciado: las portadas descartadas de la revista. Era una especie de ritual de iniciación futbolera, una ceremonia secreta que nos conectaba con nuestros héroes deportivos.

Con la emoción a flor de piel, hurgando entre la basura, buscando la imagen que nos transportaría a un mundo de sueños y fantasías. Un afiche de Floreal Rodríguez volando por los aires, un primer plano de Ómar Orestes Corbatta cobrando un tiro libre, o la estampa de Perfecto Rodriguez celebrando un gol, eran tesoros que atesorábamos con fervor.

Esas portadas, antes de su publicación oficial, eran un secreto que solo nosotros compartíamos. Un vínculo que nos unía como hermanos, como hinchas, como soñadores. No importaba la mugre, ni el olor nauseabundo, ni la mirada inquisidora de algún vigilante. Lo que importaba era el tesoro que encontrábamos entre la basura: un pedacito de nuestro sueño hecho realidad.

Sinfonía de sueños: Fútbol, música y la aventura de la adolescencia
La música también juega un papel fundamental en nuestras vidas. La era dorada de los "Teen agers" y los ritmos contagiosos de los "Corraleros de Majagual" llenaban nuestras tardes después del fútbol, fusionando nuestras almas con viejos discos de vinilo. La música se convirtió en otro pilar de nuestra amistad, enlazando el ritmo de las canciones con el palpitar de nuestros corazones adolescentes.

Así, entre la nostalgia por aquel partido inolvidable, la emoción de presenciar los entrenamientos de Medellín, y la búsqueda de imágenes de nuestros ídolos, Francisco y yo vivimos nuestra adolescencia. Una época marcada por la pasión, la camaradería, y la esperanza en un futuro donde el fútbol y la música serían siempre protagonistas.

Recorriendo esas calles conocidas junto a Francisco, ahora cargadas de nuevo significado, nos sentíamos como exploradores en un territorio desconocido. Cada rincón, cada casa, cada árbol se convertía en una aventura. La familiaridad del entorno se entremezclaban con la emoción de lo nuevo, creando una sensación única. En esos momentos, supimos que habíamos encontrado nuestro lugar en el mundo, un espacio para construir nuestra vida y perseguir nuestros sueños.

Así, entre la nostalgia por aquel partido inolvidable, la emoción de presenciar los entrenamientos de Medellín, y la búsqueda de imágenes de nuestros ídolos, Francisco y yo vivimos nuestra adolescencia. Una época marcada por la pasión, la camaradería, y la esperanza en un futuro donde el fútbol y la música serían siempre protagonistas.

Recorriendo esas calles conocidas junto a Francisco, ahora cargadas de nuevo significado, nos sentíamos como exploradores en un territorio desconocido. Cada rincón, cada casa, cada árbol se convertía en una aventura. La familiaridad del entorno se entremezclaban con la emoción de lo nuevo, creando una sensación única. En esos momentos, supimos que habíamos encontrado nuestro lugar en el mundo, un espacio para construir nuestra vida y perseguir nuestros sueños.

El misterio del balón Adidas número 5: Una aventura bajo la luz de la luna
El Adidas número 5, más que un balón, era un oráculo de sueños infantiles, un tesoro desenterrado en la penumbra selvática bajo la luna cómplice. Crecimos sin juguetes, y su descubrimiento fue un éxtasis, un destello divino en nuestra humilde existencia. 

En los entrenamientos rutinarios del Independiente Medellín, en la cancha de Industrias Haceb, el destino nos sonrió de la manera más inesperada. Una mañana soleada, mientras los arqueros practicaban, el jugador Nelson Cabezas lanzó un disparo descomunal que envió el balón más allá de las mallas protectoras, perdiéndose en el laberinto de maleza y árboles que se extendía detrás de la cancha.

La imagen del lugar donde el balón desapareció quedó grabada en nuestras mentes, como un mapa del tesoro. Testigos presenciales de aquel momento, mi hermano y yo conservamos la esperanza de encontrarlo. Mientras los utileros y espectadores abandonaban la búsqueda, resignados a la pérdida, nosotros aguardamos pacientemente la llegada de la noche. Armados con una bolsa y guiados por la memoria, regresamos al lugar.

La búsqueda fue ardua, la maleza espesa y la oscuridad conspiraron contra nosotros. Pero cuando la esperanza flaqueaba, mis pies tropezaron con algo redondo, oculto entre la vegetación. Emergió ante nuestros ojos el balón perdido: un hermoso Adidas número 5 profesional, un objeto de deseo inalcanzable para nosotros, que nunca habíamos tenido un juguete, ni siquiera un balón ordinario.

Con el corazón latiendo a mil por hora, emprendimos el camino de regreso a casa, abrumados por una mezcla de euforia y remordimiento. Aquella noche, abrazados al balón como si fuera un trofeo sagrado, comprendimos que habíamos vivido una aventura que marcaría nuestras vidas para siempre.

Durante aquellos días dorados de vacaciones escolares, el balón se convirtió en nuestro altar, nuestro compañero de liturgia diaria, llenando nuestros días de risas, juegos y una competición sagrada. Su tacto era una caricia, su peso una promesa de dominio absoluto. Cada patada era un conjuro, una conexión mística con el balón, que se convertía en una extensión de nuestro ser. Las horas se disolvían en un torbellino de juego infinito, tejiendo recuerdos imborrables en el telar de nuestra infancia.

Aquel Adidas #5 fue más que un simple juguete; fue mentor, maestro de trabajo en equipo, de perseverancia, de la incansable persecución de los sueños. Y aunque su destino fue trágico, su legado perdura, un eco eterno en los pasillos de nuestra memoria, recordándonos que la magia acecha en los rincones más inesperados, y que los sueños, por inalcanzables que parezcan, a veces se materializan en la danza cósmica de la vida.

Tras dos años de éxtasis compartido, el destino cruel aguardaba. Yo, guardián devoto de aquel tesoro, cometí un error que aún hoy, como una herida abierta, sangra en mi alma. El balón, curtido por mil batallas, conservaba su nobleza, su aura de grandeza.

Un vecino, tentado por la promesa de un paseo familiar en tren a Puerto Berrío, me pidió prestado el sagrado objeto. Mi corazón se resistió, pero la cortesía pudo más. Craso error, pues mi ausencia condenó al balón a un destino funesto. En el vagón vacío, los niños, liberados de toda supervisión, transformaron el espacio en un campo de batalla, un circo de patadas desenfrenadas. El cuero, antes venerado, fue sometido a un tormento sin piedad, sus costuras desgarradas por los tornillos traidores que emergían del techo del vagón.

El balón regresó a mis manos mutilado, un espectro de su antigua gloria. El responsable, cobarde, jamás dio la cara, jamás ofreció reparación. El dolor de aquella pérdida aún me acompaña, un fantasma que susurra en la penumbra de mis recuerdos.

Aquel balón desgarrado, otrora fuente de alegría y sueños, se convirtió en un símbolo de pérdida y desencanto. Sus costuras rotas y su cuero desgastado eran como cicatrices que marcaban el fin de una era. Sin embargo, el recuerdo de aquellos días de gloria permanecía intacto, como un fuego inextinguible en lo más profundo de mi ser.

La vida siguió su curso, y con el tiempo, otros balones llegaron a mis manos. Pero ninguno pudo igualar la magia y el significado de aquel Adidas #5. Cada vez que veía un balón similar, un nudo se formaba en mi garganta, y una punzada de nostalgia me invadía.

Aquel balón fue más que un simple objeto; fue un compañero de aventuras, un maestro de vida, un testigo silencioso de mi infancia. Su pérdida me enseñó que nada es eterno, que la alegría y el dolor son dos caras de la misma moneda, y que los recuerdos, por más agridulces que sean, son tesoros que debemos atesorar.

Años después, mientras caminaba por las calles de mi barrio, Cristo Rey, encontré con un grupo de niños jugando al fútbol con un balón desgastado y descolorido. Sus risas y gritos me transportaron a aquellos días de gloria en los que el Adidas numero 5 era el centro de mi universo.

En ese momento, comprendí que la magia del balón no residía en su materialidad, sino en la capacidad de unir a las personas, de despertar la pasión y la alegría, de crear recuerdos imborrables. Aquel balón desgastado, al igual que mi amado Adidas no. 5, era un símbolo de esperanza, un bello recuerdo de que la vida, a pesar de sus altibajos, siempre nos ofrece la oportunidad de jugar, de soñar y de ser felices.

La pasión que dividía y unía: fútbol en Cristo Rey
Nuestra llegada al Barrio Cristo Rey marcó un antes y un después en nuestra pasión por el fútbol. Francisco, mi hermano menor, y yo vivíamos este deporte a flor de piel, viviéndolo en cada jugada, en cada potrero, en cada esquina.

"El Morro", convertido hoy en Campos de Paz, la cancha de La Noel y las calles improvisadas de nuestro barrio se transformaron en nuestros templos futbolísticos. Allí, entre patadas, goles y risas, forjamos una amistad inquebrantable, marcada por la camaradería y la rivalidad.

Y es que, mientras yo defendía con fervor los colores del Atlético Nacional, Francisco era un hincha acérrimo del Independiente Medellín. Esta dualidad futbolística, lejos de separarnos, alimentaba nuestra pasión y encendía interminables debates en la sobremesa familiar.

Recuerdo con nitidez las batallas campales por el control del único radio que había en la casa. Los domingos, día sagrado del fútbol, se convertían en un campo de batalla auditivo. La tensión aumentaba con cada partido, y la paz solo se restauraria con un acuerdo que pactamos de caballeros: cuando jugara el Nacional de local, yo tendría el control del dial; y viceversa para cuando jurgara el Medellín.

En ocasiones, los planes no nos salían como planeábamos, la fortuna no nos sonreía y nuestros hermanos mayores, ajenos a nuestro fervor futbolístico, se apoderaban del único y apetecido radio para escuchar música. Ante esta adversidad, que era frecuente, no nos quedaba otra que convertirnos en nómadas del dial, recorriendo el barrio en busca de algún lugar donde escuchar la transmisión. La pasión por el fútbol nos convertía en expertos en detectar radios atronadores a través de las paredes.

Y si la radio no era una opción, siempre había otro as bajo la manga, nos quedaba otra opción con cara de osadía. En los últimos 15 minutos de cada partido en el Atanasio Girardot, las puertas del estadio se abrían para la evacuación del público. Nosotros, impulsados por la pasión y la locura juvenil, emprendíamos una caminata hasta el estadio solo para ver esos últimos minutos de gloria.

En mi memoria, una anécdota se destaca por encima de las demás. En un clásico Medellín vs Nacional, mi afán por presenciar el encuentro me llevó a una pilatuna infantil, trepar a lo más alto de unas de las gigantescas torres luminarias del estadio. 

Ayudado de la correa de mi pantalón que puse en bucle en mis pies, logre llegar a

a  un  privilegiado mirador, donde disfruté del partido con una intensidad inigualable, mientras la gente en las tribunas coreaba mi nombre, celebrando mi osadía y mi coraje. Una imprudencia de juventud que, afortunadamente, no tuvo consecuencias nefastas. 

La vida en Cristo Rey era una oda al fútbol. Un baile de emociones donde la pasión dividía y unía a partes iguales. Un canto a la camaradería y la rivalidad, a la locura y la osadía. Un himno a la vida que se escribe con goles, atajadas y el rugido de una multitud.

Reflexión:

Años después, miró hacia atrás con nostalgia y una sonrisa en el rostro. Aquellas batallas por el radio, las caminatas al estadio y mis locuras juveniles me recuerdan la fuerza de la pasión, la capacidad del fútbol para unir a las personas y la importancia de disfrutar cada momento con la intensidad de un niño.

En el Barrio Cristo Rey, el fútbol era más que un deporte, era una forma de vida. Y esa forma de vida, marcada por la pasión y la camaradería, nos acompañaría para siempre, grabada a fuego en nuestros corazones.

Los Tesoros Escondidos: Los Lujos de la Vida

No en la opulencia ni en la riqueza vana,
se encuentran los tesoros de la vida humana.
En la quietud del alba, en la mañana serena,
nace la paz que el alma en silencio anhela

La libertad, cual ave que surca el cielo,
nos permite elegir nuestro propio vuelo.
Tiempo para reír, para jugar y soñar,
un regalo invaluable que debemos aprovechar.

El canto de los pájaros, melodía celestial,
que llena el corazón de un gozo sin igual.
Caminar sin prisa, bajo el sol radiante,
y disfrutar del paisaje, un deleite vibrante.

Un buen libro, un portal a otros mundos,
que nos invita a explorar, a sentirnos profundos.
Compartir una comida con sabor a hogar,
un abrazo fraterno que nos hace amar.

Conversaciones que nutren el alma y la mente,
intercambios sinceros que nos hacen personas.
La paz interior, un tesoro sin igual,
que nos llena de calma y nos hace brillar.

Estos son los lujos que la vida nos da,
presentes en cada instante, si sabemos mirar.
No busques la riqueza en bienes materiales,
abre tu corazón a los tesoros esenciales.

En la quietud, la libertad, el tiempo y la alegría,
en la naturaleza, la cultura y la compañía.
En la paz interior, la verdadera fortuna,
se encuentra la esencia de la vida, importuna.

Este poema es una oda a los pequeños placeres,
a los tesoros escondidos que la vida nos ofrece.
Una invitación a abrir los ojos y el corazón,
y valorar las cosas simples que nos dan plenitud.

Porque la verdadera riqueza no se encuentra en el dinero,
sino en la paz interior, en el amor sincero.
En los momentos compartidos, en la belleza del mundo,
en la magia de la vida, que nos envuelve a cada segundo.

Disfruta de los tesoros que la vida te da,
y vive con plenitud, sin ninguna duda.
Agradece por cada pequeño detalle,
y descubre la felicidad que reside en el presente.
--------------------------------------------------------- <<CAPITULOS DEL LIBRO >> —-------------------------------------------------------

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Comentarios

  1. Acá con este escrito. Se puede decir no los caminos de Itagüí, sino los caminos de la vida, esta canción encierra, todas esas anécdotas que escribes, una canción dedicada a estas madres, tan luchadoras, al ir y venir de esta vida cotidiana. Felicitaciones cada día me encantan más tus escritos... Dolly

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  2. Un gran homenaje a la tenacidad de tu mamá. Me conmovió mucho el destino trágico del balón Adidas#5, pero la enseñanza de su poder, como amalgama de sueños futboleros y juegos de adolescentes, es más poderosa que el valor del objeto físico, así como lo resaltas en el texto. ~Limontoya64~

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