No 40 El Camino del Exilio: “Un Alma Suspendida entre Dos Mundos”

“En Tránsito: Un Alma Suspendida entre Dos Mundos”

Mi llegada a Montreal a finales de julio de 1988 marcó el comienzo de un capítulo cargado de incertidumbres y esperanzas. Desde el momento en que crucé la frontera canadiense con una visa de turista, el miedo y la expectativa comenzaron a tejerse en mi vida. Cuando aquella visa expiró, el peso de la realidad cayó sobre mí: solicitar asilo político se convirtió en mi única opción para evitar un regreso forzoso a una tierra marcada por el conflicto y la violencia.

“Muchos de nosotros experimentamos la fortuna o la desdicha de observar cómo la vida se desmorona gradualmente, sin que lo notemos". Montreal, en sus calles llenas de historia y cultura, me recibió con su frialdad invernal y con una amabilidad cálida que se manifestaba en los pequeños gestos de los desconocidos. Sin embargo, la sensación de estar en tierra extraña no se disipaba fácilmente. Caminaba por las avenidas de la ciudad con la certeza de que, aunque era un refugio temporal, el futuro estaba lejos de ser seguro.

Los titulares de los periódicos locales resonaban en mi mente con insistencia: más de 80 mil personas, como yo, atrapadas en un limbo legal. Eran otras 80 mil almas en espera, cada una con su historia de huida y supervivencia, buscando una luz en la niebla de la burocracia, esperando una resolución favorable a sus solicitudes. Nos convertimos en una especie de comunidad invisible, presente en las sombras de la ciudad, intentando ser reconocidos, pero a la vez temerosos de llamar demasiado la atención.

“Con el paso del tiempo, he aprendido a mantener la esperanza viva, pero también a ser cauteloso con ella. La esperanza puede ser engañosa y caprichosa, careciendo de compasión". La palabra ‘deportación’ se repetía en los medios, como un recordatorio constante de la fragilidad de nuestra situación. Aquellas noticias no eran solo historias ajenas, sino posibilidades latentes que sobrevolaban mi vida diaria. Sabía que en cualquier momento, esa misma palabra podría marcar el final de mi estancia en esta tierra que intentaba hacer mía.”

El proceso de solicitud de refugio estaba plagado de incertidumbres. Las entrevistas, los documentos, los abogados, todo se desarrollaba con una lentitud exasperante, mientras la vida seguía, entre lecciones de francés y trabajos temporales. Recuerdo las filas en las oficinas de inmigración, llenas de rostros tensos y cansados, todos compartiendo el mismo deseo: un veredicto que nos permitiera vivir sin el miedo constante de ser arrancados de nuestras nuevas vidas. 

Montreal, con su rica diversidad cultural, se ha transformado en un mosaico de relatos como el mío. En cada rincón, desde las cafeterías hasta los parques, se oyen acentos variados y lenguas que no reconozco, todos compartiendo una narrativa subyacente: el esfuerzo por forjar un nuevo comienzo.

La incertidumbre es una compañera ineludible, una presencia fría que me acompaña incluso mientras me esfuerzo por aprender francés, el idioma de mi posible nuevo hogar. No quiero imaginar ser deportado a Colombia, sin trabajo, donde ya no tengo cabida. Cada amanecer trae consigo el temor de que este refugio, que apenas empiezo a considerar mío, pueda ser arrebatado en cualquier momento. Me siento como una hoja al viento, a merced de decisiones tomadas en oficinas del gobierno, donde mi vida es solo un expediente más.

Corría el año 1989, y la muerte bailaba desenfrenada por las calles de mi herida patria. El nombre de aquel narcotraficante se había convertido en sinónimo de terror, y su guerra contra todo lo establecido sembraba de luto y desolación cada rincón del país. Los estallidos de bombas y el silencio de las vidas segadas prematuramente eran el pan amargo de cada día. Fue en ese contexto que me vi obligado a huir, buscando refugio en las frías calles de Montreal.

En aquellos días de incertidumbre, cuando el destino parecía colgar de un hilo tan fino como frágil, encontré consuelo en la amistad de Marie-Andree, mi profesora de francés. Ella, con la determinación grabada en sus ojos, se convirtió en mi faro en medio de la tempestad burocrática que amenazaba con engullirme. Juntos, nos sumergimos en las aguas turbias de una realidad que, aunque lejana, aún calaba hasta los huesos. Recortamos retazos de verdad de periódicos ajados, testigos mudos de una violencia que traspasaba fronteras. Las imágenes parpadeantes de un viejo televisor nos traían ecos de historias que parecían sacadas de una pesadilla, pero que sabíamos demasiado reales.

Lo que comenzó como un simple trámite se transformó en un laberinto de papeles y entrevistas, cada una un escalón más en una empinada cuesta hacia la libertad. Mis dedos temblorosos, llenaban formularios que parecían querer absorber la esencia misma de mi existencia. Y en cada línea, en cada casilla, dejaba un pedazo de mí, esperando que fuera suficiente para convencer a aquellos rostros sin nombre de que mi vida valía la pena ser salvada.

Marie-Andree, con la paciencia de quien teje un manto de esperanza, tradujo mis palabras, mis miedos y mis sueños a un idioma extraño, buscando que otros oídos pudieran comprender el latido desesperado de un corazón exiliado. Su apoyo fue crucial cuando mi caso fue sometido a escrutinio, cuando cada palabra de mi solicitud fue analizada minuciosamente, buscando cualquier grieta que pudiera hacerla desmoronarse.

Me asignaron un abogado, un aliado en esta batalla legal cuyo desenlace aún desconozco. Mientras tanto, se me permitió asistir a cursos de francés, una oportunidad para adaptarme a este nuevo mundo y, eventualmente, trabajar legalmente. Pero todo esto no es más que un respiro, una tregua temporal en medio de la tormenta.

No sé cuánto durará esta espera; podría ser de dos, tres años, o incluso más. Mi existencia se ha convertido en una pausa interminable, suspendida entre lo que fue y lo que podría ser, sin un final claro a la vista. Es una vida frágil, suspendida entre dos mundos que aún no siento como míos.

En esas noches interminables, cuando el sueño me eludía y los recuerdos se agolpaban como olas furiosas contra los acantilados de mi mente, comprendí que el camino hacia la seguridad estaba pavimentado no solo de buenas intenciones, sino de una determinación férrea y una paciencia que debía cultivar como la más preciada de las virtudes.

Ahora, mientras espero el veredicto que decidirá mi futuro, me aferro a la esperanza que Marie-Andree y este nuevo país me han brindado. Cada día es una lucha contra la incertidumbre, pero también una oportunidad para construir una nueva vida, lejos del terror que dejé atrás. Y aunque el proceso es arduo y el futuro incierto, sé que cada paso que doy me acerca más a la libertad que tanto anhelo.

Un Refugio Inesperado

En este tiempo de espera, la vida me ha brindado un refugio inesperado en la figura de Marie-Andrée, mi profesora de francés. En ella he encontrado un oasis en el desierto de la incertidumbre, un apoyo que trasciende las palabras. Su ayuda no solo es económica, sino también moral, un ancla en este mar de inseguridades en el que navego. Ella, que ha sufrido la pérdida de su hijo Sami, ha hallado en mí una razón para seguir adelante, al igual que yo he encontrado en ella un faro en medio de la tormenta.

Nuestros encuentros son un respiro en medio de la incertidumbre. Con ella, el mundo se detiene, y por un breve instante, olvido mis temores. Su presencia es un bálsamo para mi alma, una pausa en el caos que me rodea. Caminamos juntos por las calles de Montreal, compartiendo historias y silencios, construyendo un vínculo que trasciende el idioma y las diferencias. En esos momentos, me permito soñar con un futuro en el que la incertidumbre se disipa, en el que esta ciudad me acoja como uno de los suyos.

Pero siempre llega el final del día, y con él, la realidad vuelve a imponerse. La espera continúa, y con ella, la mezcla de esperanza y desesperación que define mi existencia. No sé cuándo llegará el juicio de la decisión final, ni cómo demostraré que mis razones para pedir asilo son válidas, que merezco este refugio. La espera es agotadora, una prueba de resistencia para el alma. Soy un alma en tránsito, suspendida entre dos mundos, sin pertenecer completamente a ninguno. La vida se desliza entre mis dedos, y mientras espero, solo me queda aferrarme a la calidez de los momentos compartidos con Marie-Andrée, recordándome que incluso en la incertidumbre, la vida puede ofrecer destellos de belleza.

El Peso de la Memoria

A medida que los días se convierten en semanas y las semanas en meses, siento que mi pasado y mi presente se entrelazan en una danza macabra. Los recuerdos de Colombia, en otros tiempos tan vívidos, comienzan a desdibujarse, como si la distancia y el tiempo los estuvieran erosionando lentamente. Sin embargo, el miedo persiste, arraigado profundamente en mi ser, un recuerdo constante de por qué estoy aquí.

En mis sueños, las calles de Medellín se mezclan con las de Montreal, creando un laberinto surrealista del que no puedo escapar. Veo rostros familiares en extraños que pasan, y por un momento, mi corazón se detiene, temiendo que el pasado me haya alcanzado. Pero luego, el hechizo se rompe, y vuelvo a ser un extraño en una tierra extraña.

Recuerdo las palabras de un viejo amigo: "Si un día abandonaste decididamente un lugar que amaste mucho, no cometas el error de tratar de regresar, porque al volver allí, no estás intentando encontrar el lugar, estás intentando encontrar el tiempo, y el tiempo ya no está más, se ha ido. Esta regla aplica tanto para lugares como para personas."

"Cada esquina de este laberinto onírico me recuerda a momentos que ya no existen, a personas que se han desvanecido en el tiempo. Intento aferrarme a los recuerdos, pero se escapan como arena entre mis dedos. La nostalgia me envuelve, y me doy cuenta de que no busco el lugar, sino el tiempo perdido. Es un viaje a través de sombras y ecos, donde cada paso me lleva más lejos de lo que una vez fue, y más cerca de aceptar que el pasado es un país fantasma al que no se puede regresar.

A medida que avanzo, me encuentro con fragmentos de conversaciones olvidadas, risas que alguna vez llenaron el aire y miradas que decían más que mil palabras. Estos recuerdos, aunque borrosos, son testigos de una vida que ya no es la mía. Me doy cuenta de que el tiempo ha cambiado no solo los lugares y las personas, sino también a mí mismo. Soy un viajero en mi propia historia, buscando respuestas en un paisaje que ya no reconozco.

La melancolía se mezcla con una extraña sensación de paz. Entiendo que el pasado, con todas sus alegrías y tristezas, ha moldeado quien soy hoy. Aunque no puedo regresar, puedo llevar conmigo las lecciones aprendidas y los momentos atesorados. Cada paso hacia adelante es una reconciliación con el tiempo, una aceptación de que el presente es el único lugar donde realmente existo.

Así, continúo mi camino, sabiendo que aunque el pasado se haya desvanecido, su esencia vive en mí. Y en este viaje interminable, encuentro consuelo en la idea de que cada final es también un nuevo comienzo, una oportunidad para crear nuevos recuerdos y abrazar el flujo constante del tiempo.

Marie-Andrée, en su infinita compasión, me anima a escribir sobre mis experiencias. "Es una forma de sanar", me dice, con esa sonrisa que ha llegado a significar tanto para mí. Y así, en las noches solitarias, cuando el silencio de Montreal se vuelve ensordecedor, me siento frente a un cuaderno en blanco y dejo que mis recuerdos fluyan.

Escribo sobre el olor a café recién hecho en las mañanas colombianas, sobre el sonido de las risas de mis amigos en las tertulias festivas, sobre la calidez del sol en la piel. Pero también escribo sobre el miedo, sobre las explosiones que sacudían la ciudad, sobre las miradas de sospecha y los susurros de advertencia. Cada palabra es una gota de veneno que extraigo de mi sistema, un paso más hacia la liberación.

Y mientras escribo, me doy cuenta de que estoy creando un puente entre mi pasado y mi presente, entre quien fui y quien estoy tratando de ser. Es un proceso doloroso, pero necesario. Cada página llena es un testimonio de mi supervivencia, una prueba de que, a pesar de todo, sigo aquí, luchando, esperando.

La incertidumbre sobre mi futuro legal en Canadá sigue siendo una sombra que se cierne sobre cada momento de alegría. Pero ahora, gracias a Marie-Andrée y a este proceso de escritura, he encontrado una forma de enfrentarla. Ya no me siento completamente a la deriva. Tengo un propósito: contar mi historia, no solo para los que decidirán mi destino, sino para mí mismo.

Mientras espero la decisión que cambiará mi vida, me aferro a estas nuevas anclas: la amistad de Marie-Andrée, las palabras que fluyen de mi pluma, y la esperanza, tenue pero persistente, de que algún día podré llamar a este lugar mi hogar. Y aunque el camino sigue siendo incierto, ya no me siento solo en él. Tengo mis recuerdos, mis palabras, y la promesa de un futuro que, aunque desconocido, ya no parece tan aterrador.

Reflexiones de un Exilado en Montreal

Cuando la tristeza me invade en este rincón desconocido, me esfuerzo por arrancar las memorias que ya no florecen, las esperanzas marchitas que pesan en mi corazón. Voy podando las raíces que no encontraron tierra fértil en este nuevo suelo, dejando atrás aquello que me priva de la luz en este país que aún no reconozco como mío.

En los momentos en que el cansancio se cierne sobre mis hombros, me permito un respiro. Busco la calma en los silencios que Montreal me ofrece, y me recuesto en el rincón más cálido de mi pequeño refugio, donde el murmullo del invierno me brinda una tregua. Es en estos momentos de quietud que encuentro la fuerza para seguir adelante.

Cuando la incertidumbre amenaza con consumir mi espíritu, me repliego hacia adentro, nutriéndome de paciencia, esa virtud que a veces se me escapa, pero que persigo en los recuerdos de un lugar lejano. Me hablo en un idioma que es más del corazón que de la lengua, recordando que cada palabra, cada gesto, es un paso hacia la adaptación, hacia un nuevo comienzo.

En los instantes en que la alegría se asoma, me abro al sol desde los primeros rayos del día. Acepto los pequeños triunfos con la suavidad de quien aprende a vivir de nuevo, permitiendo que el viento de esta ciudad me enseñe a bailar al compás de nuevas oportunidades. Cada sonrisa, cada logro, es un recordatorio de que la vida sigue ofreciendo belleza, incluso en la incertidumbre.

Todavía estoy descubriendo cuándo es el momento de nutrirme, cuánta de esta nueva cultura me beneficia, cuántas horas de sol necesito para no marchitarme, qué tipo de tierra canadiense permitirá que mis raíces se afiancen. Es un proceso de aprendizaje constante, de adaptación y crecimiento.

Y mientras veo brotar nuevos sueños, siento que florezco. Porque aún me quedan ilusiones, porque siempre he sido esta semilla buscando florecer, con la promesa de la hermosura que aún está por venir en esta tierra extraña, que poco a poco, se convierte en mi hogar. En cada paso, en cada nuevo descubrimiento, encuentro la esperanza de que este lugar, alguna vez desconocido, se transforme en el refugio que tanto anhelo.

El encuentro con "Wong": Una historia de resiliencia inmigrante

Cuando llegué a Montreal, mi primer refugio fue la casa de mi hermano Gonzalo. El apartamento pertenecía a Wong, un inmigrante chino cuya edad parecía tan indefinible como su historia. La primera vez que lo vi, su presencia me intrigó. Era un hombre reservado, con el rostro marcado por las huellas del tiempo y las vicisitudes de la vida. Sus ojos, pequeños y penetrantes, observaban con una calma que solo puede venir de haber superado incontables tormentas.

Una tarde, Wong me abordó con una mirada que parecía atravesar mi alma. 

"¿De dónde vienes?", preguntó con una voz suave pero cargada de comprensión.

No era una pregunta casual; era una invitación a compartir mi carga. Le conté, con palabras entrecortadas, sobre la incertidumbre de mi estatus legal, el miedo a la deportación, y las dificultades de adaptarme a un lugar tan diferente de mi Colombia natal.

Wong escuchó con la atención de quien comprende, porque ha vivido lo mismo. Con voz calmada, me confesó que él también había llegado a Montreal como refugiado, hacía veinte años. "Llegué escondido en un barco, como polizón," me dijo, su voz apenas un susurro. "Las condiciones eran tan malas que apenas sobreviví. No hablaba inglés, no tenía estudios, y Montreal me recibió con un frío que jamás había conocido."

Mientras Wong hablaba, no pude evitar pensar en cómo, entre las multitudes de personas que existen en el mundo, me había encontrado con alguien que, de alguna manera, tenía las riendas de mi destino. Wong me ofreció su ayuda sin vacilar, sugiriendo que acondicionara el sótano del apartamento para tener un espacio independiente donde vivir. La única condición era que la renta aumentaría en 50 dólares y que yo debía colaborar en el acondicionamiento, algo a lo que mi hermano accedió.

La Transformación del Sótano

Juntos, nos pusimos manos a la obra para transformar el sótano frío e insalubre en un espacio habitable. Mientras instalábamos las láminas de gyproc en los muros de cemento, Wong compartió más detalles sobre su travesía. "Cuando me escondí en la bodega de aquel carguero, mi corazón latía tan fuerte que temía que me delatara", recordó. "El olor a sal y a pescado podrido impregnaba el aire, mezclándose con el hedor de la humedad y el óxido. Era un olor que no te abandonaba, ni siquiera en sueños."

Wong me contó cómo, al llegar a Montreal, comenzó trabajando como cocinero en pequeños restaurantes. Con el tiempo, logró ahorrar lo suficiente para comprar su primer apartamento. "Fue difícil", admitió, "pero sabía que era el camino hacia la estabilidad". A lo largo de los años, su arduo trabajo y su habilidad para los negocios le permitieron adquirir más propiedades. "Ahora poseo cuatro apartamentos", dijo con un orgullo discreto. "Cada uno representa años de esfuerzo y sacrificio".

Lecciones de Vida

Mientras trabajábamos, Wong compartía su sabiduría: "No te desanimes por el frío y la oscuridad. Montreal puede ser implacable, pero si logras adaptarte, esta ciudad te dará todo lo que necesitas para empezar de nuevo. La clave está en la paciencia y en no perder de vista el objetivo. Trabaja duro, pero también cuida de tu espíritu. No dejes que el frío se meta en tu corazón."

Su historia me llenó de admiración y me hizo reflexionar sobre mi propio viaje. "Wong", le dije, "tu historia es increíble. No puedo imaginar cómo sobreviviste a todo eso y llegaste tan lejos".

Él me miró con una sonrisa cansada pero cálida. "Sobreviví porque tenía que hacerlo. Y tú también lo harás. Recuerda, cada desafío que enfrentas te hace más fuerte. Mírame ahora, ayudando a otro inmigrante a establecerse. La vida da muchas vueltas".

 Un Nuevo Comienzo

Mientras terminábamos de instalar las últimas láminas, Wong me miró con una mezcla de orgullo y expectativa. "Recuerda", dijo, "tu historia apenas comienza. Escríbela con valentía, con compasión, y siempre con la certeza de que perteneces aquí tanto como cualquier otro".

Con esas palabras, sentí que estaba listo para enfrentar mi nueva vida en Montreal. Gracias a Wong, entendí que mi viaje como inmigrante no era solo una serie de obstáculos a superar, sino una oportunidad para reinventarme y crecer. El sótano se había convertido en mi refugio, un lugar humilde pero mío, donde podía pensar y planificar mi futuro. Wong me había dado más que un lugar donde quedarme; me había dado sabiduría, inspiración y la certeza de que, a pesar de las dificultades, siempre hay una manera de seguir adelante y prosperar.

El Viaje de "Wong": De Polizón a Propietario

Wong compartió su historia conmigo mientras trabajábamos en el sótano, instalando láminas de gyproc en los muros de cemento. Sus palabras pintaban un cuadro vívido de su llegada al viejo puerto de Montreal, 20 años atrás, como un polizón desesperado por una nueva vida.

"Sabes", comenzó Wong, su voz apenas un susurro, "cuando me escondí en la bodega de aquel carguero, mi corazón latía tan fuerte que temía que me delatara". Sus ojos se perdieron en el recuerdo mientras continuaba fijando las láminas al muro.

La decisión de huir había sido como aflojar una soga invisible que llevaba años apretando su cuello. La vida en su ciudad natal de China, una maraña de callejones estrechos y sombras opresivas, se había vuelto insoportable. Así que una noche, cuando la oscuridad era tan densa que parecía cubrir el mundo con un manto pesado, Wong abordó un barco que partía de la costa sur.

El viaje fue una prueba de resistencia física y mental. "El olor a sal y a pescado podrido impregnaba el aire, mezclándose con el hedor de la humedad y el óxido", recordó Wong. "Era un olor que se te metía en la nariz y no te abandonaba, ni siquiera en sueños."

En la bodega del barco, el espacio era apenas suficiente para estirarse. Los días y las noches se mezclaban en una sucesión interminable, donde el hambre y la sed se convirtieron en constantes torturas. El mar azotaba el casco con furia, y Wong se aferraba a la esperanza como un náufrago a un trozo de madera.

"Cada crujido del barco me recordaba lo frágil de mi situación", continuó. "No podía permitirme ser descubierto; mi vida dependía de ello."

Finalmente, tras un viaje que pareció eterno, Wong llegó a Montreal. Se escabulló entre las sombras del puerto y encontró refugio en el Barrio Chino, donde comenzó a trabajar en pequeños restaurantes. "La cocina fue mi salvación", dijo con una sonrisa. "Aprendí el oficio rápidamente, y poco a poco fui ahorrando cada centavo que ganaba".

Con el tiempo, Wong logró comprar su primer apartamento. "Fue difícil", admitió, "pero sabía que era el camino hacia la estabilidad". A lo largo de los años, su arduo trabajo y su habilidad para los negocios le permitieron adquirir más propiedades. "Ahora poseo cuatro apartamentos", dijo con un orgullo discreto. "Cada uno representa años de esfuerzo y sacrificio".

Mientras escuchaba a Wong, sentí una profunda admiración por su valentía y resistencia. Su historia me hizo reflexionar sobre mi propio viaje, que aunque difícil, parecía insignificante en comparación.

"Wong", le dije, "tu historia es increíble. No puedo imaginar cómo sobreviviste a todo eso y llegaste tan lejos".

Él me miró con una sonrisa cansada pero cálida. "Sobreviví porque tenía que hacerlo. Y tú también lo harás. Recuerda, cada desafío que enfrentas te hace más fuerte. Mírame ahora, ayudando a otro inmigrante a establecerse. La vida da muchas vueltas".

Mientras terminábamos de instalar las últimas láminas, Wong añadió: "Recuerda, tu historia apenas comienza. Escríbela con valentía, con compasión, y siempre con la certeza de que perteneces aquí tanto como cualquier otro".

Con esas palabras, sentí que estaba listo para enfrentar mi nueva vida en Montreal. Gracias a Wong, entendí que mi viaje como inmigrante no era solo una serie de obstáculos a superar, sino una oportunidad para reinventarse y crecer. El sótano se había convertido en mi refugio, un lugar humilde pero mío, donde podía pensar y planificar mi futuro. Wong me había dado más que un lugar donde quedarme; me había dado sabiduría, inspiración y la certeza de que, a pesar de las dificultades, siempre hay una manera de seguir adelante y prosperar.

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Comentarios

  1. Abelardo la historia de resiliencia de Wong es increíble y muy motivadora, te felicito a ti y al chino por haberse sobrepuesto a todos los inconvenientes que les tocó afrontar. ~Lina M.

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  2. Me encantaron todos los de tu pueblo, la llegada a Medellin.
    Todos los poemas. Los de Canadá me impresionaron mucho. Admiro tu capacidad de adaptación. Todos los capítulos van más allá de mis expectativas. Eres un verdadero escritor. Te felicito! ~Beatriz C.

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  3. Admirable la historia del chino, un ejemplo de vida muy oportuno en esos momentos .Siempre se nos presenta el angelito en los momentos difíciles en la vida.admiro mucho tu forma de narar tu historia tu memoria, y sobretodo tu deseo de superación. Ligia Isabel

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