No 18 "La Noche de la Macarena: “El teacher” y yo dos Presos de la Injusticia"

Capítulo 18

La Noche de la Macarena: Dos Presos de la Injusticia

Me leíste el pensamiento esta tarde, Evelio, sin saber que yo también descifraba en tu mirada el mismo presentimiento—como si ambos hubiésemos pactado sin palabras que aquella tarde de 1971 no terminaría en la tibieza conocida de nuestras casas. Estábamos sentados bajo la penumbra que proyectaba la tienda de don Efraín, en Cristo Rey, ese barrio de Guayabal donde las tardes olían a fritanga y polvo de ladrillo, y la brisa jugueteaba con las hojas de los almendros como si quisiera arrancarnos de nuestra concentración, de esas fórmulas de física que se nos escurrían entre los dedos igual que fantasmas evasivos.

Eran las cinco cuando el mundo se partió en dos.

Un soldado—su fusil apuntándonos con la precisión de quien ha aprendido que la vida de otro no pesa más que un segundo de duda—nos arrancó de golpe de nuestro universo de ecuaciones y teoremas. «¡Alto ahí, par de H.P.s!», gritó, y el sonido metálico de su arma preparándose para disparar resonó en el aire denso de la tarde como una campana que anuncia el final de algo. Las sombras jugaban en su rostro, oscureciéndolo todo: su mirada, sus intenciones, el futuro inmediato.

Evelio—mi amigo, mi vecino, ese muchacho de San Rafael, Antioquia, que todavía llevaba en la piel la frescura de los campos y en la mirada la determinación de quien está destinado a cosas más grandes que las que caben en un barrio como el nuestro—me miró entonces con esa risa franca que ya empezaba a desdibujarse en la incertidumbre. Su inteligencia, su carisma, esos destellos de claridad que lo hacían brillar incluso cuando estudiábamos ecuaciones imposibles, ahora chocaban contra el absurdo más primitivo: un hombre armado decidiendo nuestro destino por el simple hecho de estar sentados en el lugar equivocado a la hora equivocada.

Y fue entonces, en ese instante suspendido entre la tarde y la noche, cuando me di cuenta de que el azar—ese dios ciego y caprichoso—podía convertirse en el peor de los tiranos.

El soldado Cuesta (su nombre estaba bordado en el uniforme, como si necesitara recordarse a sí mismo quién era) nos obligó a caminar. Evelio iba en chanclas—unas chanclas gastadas que el soldado le ordenó dejar atrás—, y lo vi avanzar descalzo por las calles que conocíamos de memoria, pero que ahora se nos presentaban extrañas, hostiles, como si la ciudad misma nos hubiera dado la espalda. «¡Rápido, no hay tiempo que perder! ¡Muévanse! ¡Al trote mar!», gritaba Cuesta con una voz que no admitía réplica, y nosotros—dos estudiantes, dos muchachos que apenas una hora antes discutíamos sobre vectores y aceleraciones—marchábamos como prisioneros de guerra en nuestro propio barrio.

«¿Qué está pasando?», preguntó Evelio, y su voz temblaba. El soldado lo cortó con una mirada: «¡No es asunto suyo! Sigan caminando y mantengan la boca cerrada si no quieren más problemas».

El silencio se convirtió en nuestro único refugio.

El sol—avergonzado, me pareció—se ocultaba lentamente, como si no quisiera ser testigo de lo que estaba ocurriendo. Las botas del soldado marcaban un ritmo siniestro contra el pavimento, y ese eco se me metió en el pecho como un latido extraño, un segundero que contaba no el tiempo sino el peso de un destino incierto. Evelio caminaba con la mirada perdida en el horizonte, el ceño fruncido, y yo sabía—lo sabía sin necesidad de palabras—que en su interior algo estaba cambiando, que una semilla de rebeldía acababa de ser sembrada con violencia en la tierra fértil de su indignación.

Marchamos encañonados por las calles que conocíamos de memoria: la tienda de don Efraín, la esquina donde jugábamos fútbol, la casa de doña Rosario. Los vecinos salían a sus puertas y nos miraban con horror, con compasión, con impotencia. Algunos gritaban, reclamaban nuestra liberación, pero sus voces se perdían en el vacío, ahogadas por el sonido implacable de la injusticia. Y nosotros—El Teacher y yo—nos convertimos en dos presos de la injusticia, unidos por un lazo que el tiempo y la adversidad solo conseguirían fortalecer.

Sombras de Injusticia

Cuando llegamos a la avenida Guayabal, el camión militar ya nos esperaba como un coloso de metal que se erigía bajo el cielo crepuscular. Soldados y un capitán de mirada férrea completaban la escena—presagio de una tormenta que apenas comenzaba.

El capitán se volvió hacia Cuesta con una furia que parecía consumirlo desde dentro: «¿Qué estaban haciendo este par de H.P.s?».

«¡Tirando piedra, mi capitán!», mintió el soldado, y con esas palabras desató un torrente de consecuencias que nos arrastraría en su caudal como hojas secas en un río desbordado.

El capitán se abalanzó sobre Evelio y le propinó una cachetada que resonó como un trueno. Cuando intentó replicar su violencia sobre mí, logré esquivar su mano—un acto reflejo, quizás, o tal vez el último vestigio de mi dignidad—, pero Evelio no tuvo esa suerte. El capitán lo agarró por el cabello largo y despeinado y lo arrastró hacia el camión con una brutalidad que me dejó sin aliento.

Yo fui el siguiente.

Adentro, la oscuridad nos tragó.

El camión se convirtió en una cárcel en movimiento, y nosotros—rodeados de soldados que nos insultaban y amenazaban—nos hundimos en la incertidumbre más absoluta. ¿Sería aquella la última noche de nuestras vidas? La pregunta flotaba entre nosotros sin encontrar respuesta, mientras el vehículo avanzaba recogiendo más almas desprevenidas en su camino: un hombre en Santa María, otro en Itagüí, rostros anónimos atrapados por el mismo azar cruel que nos había capturado a nosotros.

A mi lado, Evelio temblaba. No de frío—la noche era tibia, pegajosa—, sino de rabia contenida, de impotencia, de ese sentimiento que nace cuando descubres que el mundo no funciona como te enseñaron que debería funcionar. Un soldado, en un momento de humanidad inesperada, se acercó a él y le susurró: «Todo va a estar bien». Fueron las únicas palabras de consuelo en medio del caos.

El camión seguía la misma ruta que tantas veces habíamos recorrido hacia el colegio—una ironía amarga que no pasó desapercibida—, y cada curva, cada bache, nos acercaba más a nuestro destino final: la plaza de toros La Macarena.

Cuando llegamos, la bienvenida fue un ritual de humillación. Nos obligaron a avanzar en cuclillas por un corredor que llamaban «calle de honor»—qué ironía más cruel—, y cualquier intento de enderezarse era castigado con golpes. Evelio, descalzo, sufría especialmente. Lo vi arrastrarse por ese pasillo de dolor, y algo dentro de mí se rompió.

Pensé: así deben sentirse los animales antes del matadero.

La Vigilia

La plaza estaba abarrotada. Cientos de detenidos—la mayoría inocentes, atrapados por la casualidad o la mala suerte—llenaban las graderías. El hambre nos mordía las entrañas, y cuando apareció un vendedor con una olla pregonando «café caliente», todos nos abalanzamos hacia él con una desesperación que daba vergüenza. Pero no era café: era agua de panela tibia, apenas endulzada, servida en un vaso compartido que pasaba de mano en mano como un sacramento.

Evelio y yo bromeábamos—con ese humor oscuro que nace del dolor—comparándonos con prisioneros de campos de concentración. «Por lo menos no nos están gaseando», dijo él, y nos reímos sin ganas, porque la risa era lo único que nos quedaba para no derrumbarnos.

Yo me las rebusqué para construir un camastro con cartones y una lata que me sirvió de cabecera. Rendido por el estrés, el cansancio y el hambre, me quedé profundamente dormido—un sueño oscuro, sin imágenes, como caer en un pozo sin fondo.

Evelio, en cambio, no durmió. Toda la noche lo vi deambular por las graderías, arrastrando unas chanclas improvisadas de cartón amarradas con cabuya. Su inquietud era palpable: la rabia bullía en su interior como agua a punto de hervir. Creo que ya entonces estaba planeando la fuga, aunque no me dijo nada. O tal vez sí me dijo algo y yo estaba demasiado agotado para escucharlo.

En la madrugada, me desperté sobresaltado. Evelio estaba de pie junto a mí, con una mirada feroz en sus ojos.

«¡Despierte!», me gritó. «¿No te das cuenta? ¡Las puertas están abiertas, nos podemos escapar!».

Lo miré aturdido, sin entender. Entonces vi que las puertas de la plaza estaban apenas atrancadas por dentro con unos ganchos y tablones. Nadie más parecía haberse percatado, salvo Evelio, cuya perspicacia no tenía límites.

«¿Por qué no me avisaste antes?», le reproché, molesto.

Se encogió de hombros. «No habría una segunda oportunidad», murmuró, y se dio la vuelta para unirse al grupo de detenidos que ya empezaban a retirar los tablones.

En cuestión de segundos, la fuga estaba en marcha.

Evelio se alejó entre las sombras de la madrugada, dejándome atrás. Sentí una pequeña rencilla nacer en mi pecho—¿por qué no me había despertado antes?—, pero también comprendí que su decisión había sido la correcta. Si hubiera esperado más, nos habrían atrapado a todos.

Cuando los guardias se dieron cuenta del escape, el caos se desató. Pero ya era demasiado tarde: los fugados se habían dispersado entre los laberintos de la ciudad. Evelio había logrado huir, y yo no sabría más de él hasta semanas después.

Imaginé entonces su recorrido: caminando descalzo desde La Macarena hasta la autopista, con los pies expuestos al frío del amanecer y al áspero pavimento. ¿Cómo lograría llegar así hasta Cristo Rey?

La respuesta llegó semanas después, cuando por fin nos reencontramos.

«Fue una verdadera proeza para mis pies», bromeó, aunque su gesto reflejaba la dureza de la experiencia. Me contó cómo algunos automovilistas compasivos le habían ofrecido un aventón, y cómo finalmente llegó al refugio de su hermana Lilia, que lo recibió con el corazón palpitante de preocupación.

«No tuve opción, fue un impulso», se disculpó. «Si hubiera esperado más, nos habrían atrapado a todos».

Y tenía razón.

El Rescate

Yo permanecí en La Macarena dos días más. El hambre me carcomía las entrañas, y la incertidumbre era peor que el hambre misma. En la tarde del segundo día, cuando el sol comenzaba a ocultarse, vi una figura familiar entre la multitud que se agolpaba en la puerta: era mi hermano Gonzalo, siempre dispuesto a socorrernos.

Por entre las rejas me pasó una bolsa con un litro de leche fría y una caja repleta de arroz con pollo y tajadas de plátano maduro.

Nunca en mi vida había devorado una comida con tantas ansias. Los otros detenidos se arremolinaron a mi alrededor, contemplando embelesados cómo engullía las primeras cucharadas. Cuando mi estómago estuvo parcialmente saciado, repartí lo que quedaba entre aquellos pobres desafortunados que también morían de hambre.

El sábado al mediodía comenzaron a revisar los antecedentes de los detenidos. Aquellos que tenían algo pendiente con la justicia se quedaron encerrados. En mi caso, no tenía nada en mi historial, así que me dejaron salir.

Cuando por fin crucé las puertas de La Macarena, sentí cómo el peso de la opresión se desvanecía de mis hombros. Afuera, todo seguía igual—como si para el mundo exterior no hubiera pasado nada extraordinario—, pero para mí esos dos días se hicieron eternos.

La libertad nunca había tenido un sabor tan dulce, ni el aire un aroma tan puro. Caminé por las calles de Medellín con una nueva apreciación por cada paso que daba, cada rostro que veía, cada brisa que acariciaba mi piel.

Aquellos días de encierro habían agudizado mis sentidos y fortalecido mi resolución de nunca dar por sentada la libertad que tantos luchan por alcanzar.

Luis Evelio Hoyos Zapata: El Teacher (1952-2014)

Pocas veces en la vida uno tiene la fortuna de cruzarse con seres cuya luz interior brilla con tanta intensidad que ilumina el camino de quienes les rodean. Luis Evelio Hoyos Zapata—a quien todos conocíamos cariñosamente como El Teacher por su inmensa sapiencia—fue uno de esos seres excepcionales.

Desde los albores de nuestra juventud, Evelio demostró ser un espíritu destinado a dejar una huella indeleble. Aquel muchacho de mirada vivaz y mente brillante que conocí en las aulas del Liceo Enrique Vélez sobresalía con luz propia entre sus pares. Su insaciable curiosidad intelectual era un imán que atraía a todos a su órbita. Con palabras certeras y razonamientos lúcidos, cautivaba a propios y extraños en cualquier discusión o debate.

Pero Evelio no era únicamente un recipiente de conocimientos. Su grandeza radicaba en la nobleza de ideales que lo impulsaba a traducir los saberes en acciones transformadoras. Detrás de aquella mirada inquisitiva ardía una llama de rebeldía y compromiso social inextinguible.

Aun en nuestros años de adolescentes, cuando la vida transcurría entre payasadas y ensoñaciones, en Evelio latía una convicción preclara. Él ya vislumbraba su destino como paladín de los derechos humanos y la justicia social. Cualquier injusticia o atropello era un incentivo que avivaba sus ansias de cambio.

¿Fue aquella noche en La Macarena el catalizador de su espíritu revolucionario? No lo sé con certeza. Pero sí sé que algo cambió en él después de aquella experiencia. Una semilla de rebeldía germinó en su corazón, alimentada por la injusticia y el abuso de autoridad que habíamos presenciado.

Con el correr de los años, esa fuerza interior solo se acrecentó hasta convertirlo en un activista incansable y un jurista ejemplar. Como miembro fundador de Asonal Judicial Antioquia y luego su presidente nacional, Evelio libró innumerables batallas por las garantías de jueces y empleados judiciales. Su voz se alzó enérgica e indoblegable en cada tribuna y manifestación sindical.

Más tarde, al asumir como juez de la República y profesor universitario, su grandeza moral trascendió al plano académico y judicial. Formó varias generaciones de abogados comprometidos con los valores éticos y la vigencia del estado de derecho. Sus fallos estuvieron siempre guiados por la justicia y la defensa de los desposeídos.

Pero donde más brilló la excepcionalidad de Evelio fue en su lucha contra la impunidad y las atrocidades de los grupos armados ilegales. Fue un miembro destacado del comité de derechos humanos liderado por Héctor Abad Gómez, denunciando sin tregua la barbarie paramilitar y los crímenes de Estado.

Las amenazas y atentados en su contra fueron incontables, pero ninguna fuerza pudo doblegar su temple y coraje. El Teacher afrontó la adversidad con una entereza sobrehumana, manteniendo siempre su férreo compromiso con las causas más nobles de la humanidad.

Al final de su trayectoria vital, Evelio Hoyos Zapata se erigió como un faro de principios e integridad para iluminar el camino de las generaciones futuras. Su luz inextinguible sigue brillando con fuerza en cada rincón donde se luche por los derechos fundamentales y la dignidad humana.

Aquella noche en La Macarena, cuando éramos apenas dos muchachos asustados enfrentando la arbitrariedad del poder, no imaginé que mi amigo se convertiría en el héroe que fue. Pero mirando hacia atrás, comprendo que esa semilla de rebeldía que germinó en su corazón aquella madrugada—mientras yo dormía exhausto sobre un camastro de cartones—era el presagio de lo que vendría.

El Teacher no solo escapó de La Macarena aquella noche. Escapó también de la mediocridad, del conformismo, del miedo que paraliza a tantos. Y en ese escape descalzo por las calles oscuras de Medellín, encontró su verdadero destino.

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