N0 41 “Entre Sombras y Lluvia: Memorias de un Alma Errante"

"Entre Gotas y Recuerdos: Exilio Interior"

Los días en Montreal caen sobre mí como gotas de lluvia, cada una cargada con el peso de una pregunta sin respuesta. Desde la ventana de mi pequeño apartamento, observo cómo resbalan por el cristal, dejando rastros casi imperceptibles, como las huellas de mi pasado que se desvanecen lentamente.

En este lugar de incertidumbre entre dos mundos, me he convertido en un espectador de mi propia existencia. Los conflictos que dejé atrás, todavía resuenan dentro de mí, mientras que la calma de Montreal parece un lujo al que aún no puedo acceder. Estoy como un alma en transición, atrapado entre recuerdos que se desvanecen y un futuro que se niega a tomar forma.

La lluvia, en su danza silenciosa, se ha convertido en mi única compañera constante. Cada gota que toca el suelo es un beso frío del cielo, una reconciliación entre la tierra y el firmamento. En su caída, encuentro una extraña similitud con mi propio descenso: vulnerable, solitario, pero lleno de una belleza que solo se revela en el silencio y la soledad.

A veces, cuando el sueño me elude y los recuerdos se agolpan como olas furiosas contra los acantilados de mi mente, me pregunto si esta lluvia podría lavar las tristezas que he acumulado. ¿Podría borrar el aroma del café de las mañanas, la risa de mi madre, el verde vibrante de los campos que dejé atrás? ¿O acaso estos recuerdos son lo único que me queda, lo que me mantiene anclado a quien fui alguna vez?

En mis días de mayor claridad, comprendo que el exilio no es solo un estado físico, sino una fractura del alma. Es un desprendimiento doloroso de todo lo que alguna vez nos definió. Y sin embargo, en esta ciudad de extraños, he encontrado un refugio inesperado. Las clases de francés con "Marie-Andrée" se han convertido en mi tabla de salvación, una ilusión de que aún puedo crecer, aprender, transformarme.

La espera, ese espectro sin rostro que ha invadido cada rincón de mi ser, ya no me aterroriza como antes. He aprendido a verla como un ritual sagrado, un puente entre lo que fui y lo que algún día seré. En la serenidad de la lluvia mansa de Montreal, encuentro una aceptación resignada de lo que no puede cambiarse, una melancolía tranquila que se asienta en los rincones más oscuros de mi ser.

Mientras la lluvia sigue cayendo y los días se convierten en semanas, las semanas en meses, me aferro a la idea de que algún día encontraré un hogar en este lugar extraño. Quizás el hogar no sea un lugar físico, sino un estado del alma, un punto de equilibrio donde las tempestades internas finalmente se calman.

Desde mi pequeña ventana, observo cómo la lluvia cae sin cesar, su canto se funde con mis pensamientos. En la distancia, entre las nubes grises, un lucero brilla con fuerza. No sé si es una ilusión o una promesa, pero me aferro a él como si fuera un faro en la oscuridad. Es un indicio de que, incluso en esta tierra desconocida, algo me espera, algo que me llama hacia un futuro lleno de posibilidades. Cada gota, cada roce del viento, parece susurrar la promesa de un nuevo amanecer. Y aunque el camino sea largo y la noche parezca interminable, sé que este cielo, que poco a poco empieza a formar parte de mí, me acogerá un día como a uno de los suyos.

El Crisol del Exilio: Lágrimas del Cielo, Lágrimas del Alma

Los días se deslizaban como gotas de lluvia por el cristal de mi existencia, cada uno cargado con el peso de un mundo dejado atrás y otro aún por descubrir. El cielo gris de esta nueva tierra parecía reflejar el estado de mi alma, nublada por la incertidumbre y la nostalgia. Casi un año había transcurrido desde mi llegada a esta tierra de inviernos eternos y veranos fugaces, un año en el que mi alma había vagado por los laberintos de la incertidumbre, agotando no solo mis ahorros sino también las reservas de mi espíritu.

Cada mañana, me despertaba con la esperanza de que ese día fuera diferente, de que el sol finalmente atravesara las nubes de mi desconcierto. Pero invariablemente, al caer la noche, me encontraba de nuevo en el mismo punto de partida, atrapado en un limbo entre dos mundos, sin pertenecer realmente a ninguno. Los recuerdos de mi tierra natal se mezclaban con los sueños de un futuro incierto, creando un cóctel agridulce que saboreaba en la soledad de mis noches.

Las calles de esta ciudad, que al principio me parecían un laberinto indescifrable, poco a poco se fueron convirtiendo en el escenario de mi lucha diaria. Cada esquina guardaba la promesa de una oportunidad, cada rostro desconocido podría ser el portador de buenas noticias. Sin embargo, día tras día, esas promesas se desvanecían como la niebla matutina, dejándome con las manos vacías y el corazón pesado.

Entonces, de repente, como un destello de luz en la oscuridad de mi espera, recibí el permiso de trabajo. Ese documento, más valioso que el oro para alguien en mi situación, se convirtió en mi protector, en la llave que abriría las puertas hacia una vida nueva. Con manos temblorosas, lo sostuve frente a mis ojos, apenas creyendo que ese papel pudiera contener tanto poder, tanta esperanza.

El permiso de trabajo no solo me otorgaba el derecho a ganarme la vida, sino que también me devolvía algo que había perdido en el camino: mi dignidad. Ya no era un fantasma vagando entre dos mundos, sino un ser humano con el derecho a construir su propio destino. Con él en mis manos, por fin pude dejar atrás el sombrío sótano que había sido mi único refugio y empezar a vivir en un lugar más digno.

Mientras empacaba mis escasas pertenencias, cada objeto me recordaba el viaje que había emprendido. La vieja maleta que me acompañó desde mi tierra natal, ahora desgastada por el tiempo y las circunstancias, parecía sonreírme, como si supiera que nuestro viaje juntos estaba lejos de terminar. Las fotografías de mi familia, testigos silenciosos de mi lucha, brillaban con una luz renovada, como si compartieran mi triunfo.

Al cerrar la puerta de aquel sótano por última vez, sentí que también cerraba un capítulo de mi vida. El futuro, aunque todavía incierto, ya no me parecía un abismo oscuro, sino un horizonte lleno de posibilidades. Las lágrimas que había derramado durante ese año, mezcla de lluvia y dolor, ahora se convertían en el agua que regaría las semillas de mi nueva vida.

Salí a la calle con paso firme, respirando profundamente el aire de la libertad recién adquirida. El cielo, que tantas veces había visto gris, me pareció de repente más azul, más acogedor. Y aunque sabía que el camino por delante no sería fácil, sentí que por fin tenía las herramientas para enfrentarlo. El crisol del exilio me había forjado, transformando mis lágrimas en la fuerza que necesitaba para seguir adelante.

"La fábrica de los Bash: Ecos del pasado"

En mi primer trabajo legal, la fábrica de los Bash en la calle Chabanel se alzaba ante mí como un enigmático monumento a la resistencia humana. Sus muros grises y ventanas empañadas parecían guardar secretos de vidas marcadas por experiencias que solo podía imaginar. Al cruzar sus puertas cada mañana, sentía como si el tiempo se ralentizara, envuelto por el peso de historias nunca contadas.

Madame Bash, la propietaria, dominaba este espacio con una presencia que iba más allá de la mera autoridad empresarial. Su mirada, penetrante y fría como el acero, y sus labios perpetuamente fruncidos, hablaban de una vida que había conocido la dureza. Aunque nunca tuve certeza de su pasado, su origen, su avanzada edad y su carácter inflexible me hacían especular sobre posibles conexiones con los horrores del régimen nazi.

En mis tiempos de colegio, había leído varios libros sobre el Holocausto, y la atmósfera de la fábrica a menudo me transportaba a esas lecturas. En particular, recordaba "La Hora 25" de Constantin Virgil Gheorghiu, donde las vidas de los personajes, marcadas por el horror y la desesperanza, resonaban con lo que percibía en los ojos de Madame Bash. En ellos veía no solo la dureza del carácter, sino también el reflejo de un dolor profundo, como si cada mirada fuera un indicio silencioso de un pasado traumático que trascendía el tiempo y el espacio.

La fábrica misma parecía impregnada de esta historia no contada. Cada rincón, cada máquina, cada prenda confeccionada llevaba consigo el eco de experiencias que, aunque nunca mencionadas abiertamente, se sentían en el aire como una presencia constante. Era como si los muros mismos guardaran sus propios secretos, testigos mudos de vidas reconstruidas tras el fuego que todo lo destruye.

Tener un empleo en ese sitio significaba mucho más que trabajar; era entrar a diario en un santuario dedicado a la supervivencia humana. La resistencia de los Bash, especialmente de Madame Bash, no solo se reflejaba en la gestión del negocio, sino en cómo su sola presencia desafiaba al pasado como espectros atormentados pero resistentes.

Reflexionando ahora, entiendo que mis impresiones estaban fuertemente influenciadas por mis lecturas y mi propia imaginación. No tenía pruebas concretas de las experiencias de los Bash durante la guerra, pero la atmósfera de la fábrica y el comportamiento de sus dueños alimentaban estas especulaciones. Era mi forma de intentar comprender las complejidades de la historia humana a través de las personas que me rodeaban en mi primer trabajo.

Esta experiencia me enseñó a ser más consciente de cómo el pasado puede moldear el presente de maneras sutiles pero profundas. Me hizo reflexionar sobre cómo el trauma histórico puede manifestarse en la vida cotidiana y en el comportamiento de las personas, incluso cuando no se habla abiertamente de ello. La fábrica de los Bash, con todos sus misterios y su atmósfera cargada, se convirtió en mi primera lección real sobre la complejidad de la experiencia humana y la fuerza del espíritu de supervivencia.

"Ecos del pasado y un nuevo comienzo"

Montreal, con su viento helado y su lengua extraña, me ofrecía un limbo entre dos mundos. En la fábrica de los Bash, el inglés y el francés se entremezclaban en una sinfonía cacofónica que me hacía sentir perdido, y sin embargo, a la vez, me encontraba a mí mismo en ese desconcierto. Aprender el idioma, comprender a mis compañeros, era un acto de valentía, como nadar contra una corriente imparable. Sentía que con cada palabra nueva que lograba pronunciar correctamente, avanzaba un paso más en la senda hacia mi nueva identidad.

Las noches eran mi refugio. En la soledad de mi pequeña habitación, los recuerdos de Colombia venían a buscarme. Los rostros de mi familia, las calles de mi pueblo, todo lo que había dejado atrás danzaba frente a mí como espectros que se desvanecían con el tiempo. Y sin embargo, en esa misma soledad, encontraba una fortaleza inusitada. Era como si el vacío que me rodeaba se convirtiera en un lienzo en blanco, un espacio donde podía dibujar las líneas de mi nueva vida.

Cada día en la fábrica, cada caminata bajo el frío cortante de Montreal, cada palabra nueva que aprendía, era un paso más en mi viaje interior. Me daba cuenta de que no buscaba un destino concreto, sino que el verdadero propósito era el viaje mismo, la metamorfosis que estaba experimentando. En el crisol del exilio, me forjaba de nuevo, descubriendo facetas de mí mismo que nunca hubiera imaginado en la seguridad de mi hogar.

Entre el calor asfixiante del horno y el frío implacable de las calles, entre el inglés torpe y el francés aprendido a trompicones, entre un pasado que se desdibujaba y un futuro que apenas empezaba a tomar forma, seguía caminando hacia lo desconocido. Montreal, con su dureza y su belleza oculta, se convertía poco a poco en el escenario de mi renacimiento. Quizás algún día, me decía, podría reconciliar esas múltiples versiones de mí mismo y encontrar, al fin, no solo un lugar al que llamar hogar, sino también la paz que tanto anhelaba mi alma errante.

Madame Bash, su esposo, y la fábrica misma eran parte de ese proceso, piezas esenciales de un rompecabezas que aún no lograba comprender del todo. Mientras me esforzaba, día tras día, bajo su mirada severa, sabía que no solo estaba trabajando para ganarme la vida; estaba, en esencia, cosiendo las piezas de mi propio ser, uniendo las costuras rotas que la vida había deshilachado con el tiempo.

Esta experiencia en la fábrica de los Bash, enmarcada en el contexto más amplio de mi adaptación a Montreal, se convirtió en mucho más que mi primer trabajo legal. Fue una inmersión profunda en la complejidad de la experiencia humana, un testimonio de la resiliencia frente a la adversidad, y un viaje de autodescubrimiento. La fábrica, con su atmósfera cargada de historias no contadas, y Montreal, con sus desafíos y oportunidades, se entrelazaron para formar el tapiz de mi propia historia de supervivencia y transformación.

La noche avanza, y con ella, la lluvia se intensifica. El repiqueteo contra el cristal se vuelve más insistente, como si el cielo quisiera asegurarse de que escucho su mensaje. En este momento de quietud, siento que la ciudad entera contiene la respiración, esperando junto conmigo.

Las sombras en mi pequeño apartamento se alargan, danzando al ritmo de las gotas que caen. En este juego de luces y oscuridad, veo reflejada mi propia existencia: un constante vaivén entre la esperanza y la desesperación, entre el deseo de pertenecer y el miedo a ser rechazado.

Pienso en Marie-Andrée, en cómo sus clases de francés se han convertido en un ancla en medio de esta tormenta emocional. Sus palabras, aunque aún extrañas en mi lengua, son como pequeñas islas de certeza en un mar de dudas. Me pregunto si ella puede ver, detrás de mis torpes intentos de pronunciación, el agradecimiento que no puedo expresar.

El recuerdo de Wong, con su sabiduría nacida de la adversidad, se mezcla con el sonido de la lluvia. Sus consejos resuenan en mi mente: “No dejes que el frío se meta en tu corazón”. Me aferro a estas palabras como un viajero perdido a su brújula en la tormenta.

Cierro los ojos y, por un momento, me permito imaginar un futuro. Veo las calles de Montreal, no como un laberinto de incertidumbre, sino como caminos que me llevan a un destino aún desconocido pero lleno de promesas. Veo rostros que ya no son extraños, sino amigos. Escucho una lengua que ya no suena ajena, sino como una melodía familiar.

La lluvia, en su constancia, me recuerda que todo fluye, que nada permanece estático. Incluso este momento de espera, que a veces parece eterno, es solo un paso más en el camino. Cada gota que cae es un segundo que pasa, acercándome a ese futuro que tanto anhelo.

En la oscuridad de la noche, con la ciudad dormida bajo el manto de agua, siento que algo dentro de mí comienza a cambiar. La nostalgia por lo que dejé atrás ya no duele tanto; se ha transformado en una suave melancolía que colorea mis recuerdos sin nublar mi visión del presente.

Abro los ojos y miro nuevamente por la ventana. La lluvia ha disminuido, y entre las nubes que se dispersan, veo brillar con más fuerza aquel lucero solitario. Su luz parece más cercana ahora, como si quisiera recordarme que, incluso en las noches más oscuras, siempre hay una luz que guía nuestro camino.

Mañana será un nuevo día. La lluvia habrá lavado las calles, y con ellas, quizás, algunas de mis dudas. Saldré a enfrentar este mundo que aún me resulta extraño, pero lo haré con la certeza de que cada paso que doy me acerca más a encontrar mi lugar en él.

Por ahora, me permito un último momento de contemplación. Escucho el susurro de la lluvia que se aleja, como una nana que arrulla mis temores. Y en este instante, entre el sueño y la vigilia, siento que Montreal y yo comenzamos, lentamente, a entendernos.

Al caminar por las calles nevadas de Montreal, envuelto en un abrigo que parecía más pesado que mis propios recuerdos, sentía que la ciudad me devoraba lentamente, como si cada paso que daba se hundiera en un abismo de ausencias y soledad. Las avenidas, largas y rectas como un destino inevitable, se extendían frente a mí, pero no lograba ver más allá de la bruma invernal que cubría todo con su manto gris. Aquel frío, tan distinto al calor abrasador de mi tierra natal, se me metía en los huesos, pero más que eso, me calaba en el alma, endureciendo poco a poco las fibras de mi ser.

A veces, al cruzar la avenida Saint-Laurent, me detenía a contemplar el horizonte, donde el sol apenas lograba asomar su rostro pálido. Sentía que aquella luz, tan débil y distante, era un reflejo de mi propia existencia en este lugar desconocido. Me preguntaba si alguna vez lograría encontrar en Montreal algo más que sombras, si alguna vez esa luz sería lo suficientemente fuerte como para iluminar el camino que me aguardaba.

En uno de esos momentos de pausa, contemplando un futuro tan amplio y luminoso como aquella avenida, por un instante pensé que no había más fantasmas allí que los de la ausencia y la pérdida. La luz que me sonreía parecía prestada, como si solo valiera mientras pudiera sostenerla con la mirada, segundo a segundo. Era una revelación agridulce: la promesa de un nuevo comienzo se entrelazaba con la conciencia de lo efímero de cada momento.

Me di cuenta de que mi existencia en Montreal era como esa luz prestada, valiosa pero frágil, dependiente de mi capacidad para mantenerla viva en medio de la vastedad de lo desconocido. Cada paso que daba por estas calles extrañas era un acto de fe, un intento de construir un futuro a partir de los fragmentos de mi pasado y las incertidumbres del presente.

Mientras reanudaba mi camino, sentí que la ciudad ya no me devoraba, sino que me desafiaba a encontrar mi lugar en ella. Los fantasmas de la ausencia y la pérdida seguían ahí, pero ahora los veía como compañeros en este viaje, recordatorios de lo que había dejado atrás y de lo que aún estaba por descubrir. La avenida se extendía ante mí, no ya como un abismo, sino como un lienzo en blanco, esperando a ser pintado con los colores de mi nueva vida.

 "Marie-Andrée: Un faro en la niebla de Montreal"

En medio de la incertidumbre y la nostalgia que marcaban mis días en Montreal, encontré un faro de esperanza en la figura de Marie-Andrée, mi profesora de francés. Más que una simple instructora, Marie-Andrée se convirtió en mi guía en este nuevo mundo, ofreciéndome no solo lecciones de idioma, sino también una ventana a la cultura quebequense.

Nuestros encuentros se transformaron en un oasis de aprendizaje y comprensión mutua. Por su ingeniosa sugerencia, adoptamos una dinámica única: ella me hablaba en español y yo le respondía en francés. Este intercambio no solo aceleraba nuestro aprendizaje lingüístico, sino que también creaba un puente entre nuestras culturas, permitiéndonos explorar las sutilezas de ambos idiomas y las historias que llevaban consigo.

Fue Marie-Andrée quien, una mañana fría de sábado, me extendió una invitación que cambiaría mi percepción de Montreal. "Te llevaré al Marché Jean-Talon," me dijo con una sonrisa cálida, "es un lugar que tienes que experimentar para entender realmente el alma de esta ciudad."

La promesa de esta visita despertó en mí una mezcla de emoción y ansiedad. Por un lado, la oportunidad de explorar un nuevo rincón de Montreal con alguien que conocía sus secretos me llenaba de expectación. Por otro, los recuerdos de mi tierra natal, con sus mercados bulliciosos y aromas familiares, amenazaban con abrumarme con una nueva ola de nostalgia.

"Un despertar sensorial en el Marché Jean-Talon"

El día de nuestra visita amaneció frío pero luminoso. Marie-Andrée me esperaba en la entrada del mercado, su entusiasmo contagioso disipando mis aprensiones. Al cruzar las puertas del Marché Jean-Talon, fui recibido por una explosión de vida que contrastaba drásticamente con el gris invernal de las calles de Montreal.

"Mira," señaló Marie-Andrée, guiándome hacia un puesto rebosante de frutas, "estas son las famosas manzanas de Quebec. Tienen un sabor único debido a nuestro clima." Tomó una manzana de un rojo intenso y me la ofreció. Al morderla, un sabor dulce y jugoso explotó en mi boca, despertando recuerdos de los huertos de mi infancia, pero con un toque nuevo y emocionante.

Mientras avanzábamos por los pasillos del mercado, Marie-Andrée se convirtió en mi narradora personal, tejiendo historias sobre cada producto que veíamos. Me explicó la importancia del "jarabe de arce" (Sirop d'érable) en la cultura quebequense, me hizo probar diferentes variedades de quesos locales, cada uno con su propia historia, y me presentó a vendedores que llevaban generaciones en el mercado.

"Aquí," dijo, deteniéndose frente a un puesto de hierbas aromáticas, "cierra los ojos y dime qué te recuerda este aroma." Inhalé profundamente, dejando que el aroma de la albahaca y el cilantro fresco llenara mis sentidos. Por un momento, me vi transportado a la cocina de mi abuela en Colombia, donde el olor a hierbas frescas siempre precedía a un festín familiar.

"Es como estar en casa," murmuré, abriendo los ojos para encontrarme con la mirada comprensiva de Marie-Andrée.

"Eso es lo hermoso del Marché Jean-Talon," respondió ella suavemente. "Tiene el poder de hacernos sentir en casa, sin importar de dónde vengamos."

"Lecciones más allá del idioma"

Nuestra visita al mercado se convirtió en una lección que iba mucho más allá del francés o el español. Marie-Andrée me enseñaba el arte de navegar entre dos mundos, de encontrar puntos de conexión entre mi pasado y mi presente. Con cada puesto que visitábamos, con cada historia que compartía, me mostraba cómo integrar mis recuerdos y experiencias en este nuevo capítulo de mi vida.

En un momento dado, nos detuvimos frente a un vendedor de "maple taffy", un dulce tradicional quebequense hecho de jarabe de arce sobre nieve. Marie-Andrée insistió en que probara esta delicia local. "Es parte de entender Quebec," me dijo con una sonrisa. Al saborear el dulce, sentí como si estuviera probando la esencia misma de mi nueva casa, dulce y reconfortante, pero también nueva y emocionante.

Mientras el día llegaba a su fin y las luces del mercado comenzaban a brillar con más intensidad, Marie-Andrée y yo nos sentamos en un pequeño café en el borde del mercado. Con tazas de café humeantes frente a nosotros, reflexionamos sobre nuestra jornada.

"¿Sabes?," comenzó Marie-Andrée, "el Marché Jean-Talon es como Montreal en miniatura. Es un lugar donde las tradiciones se encuentran con la innovación, donde lo local y lo global coexisten en armonía. Es un reflejo de lo que puedes llegar a ser en esta ciudad: alguien que honra sus raíces mientras abraza nuevas experiencias."

Sus palabras resonaron profundamente en mí. Miré a mi alrededor, observando la mezcla de idiomas y culturas que nos rodeaban, y por primera vez desde mi llegada a Montreal, sentí que podía pertenecer a este lugar sin abandonar quién era.

Salimos del mercado cuando ya había anochecido, nuestros brazos cargados con bolsas llenas de productos frescos y recuerdos aún más valiosos. El frío de Montreal nos recibió nuevamente, pero esta vez lo sentí diferente. Ya no era una barrera, sino un recordatorio de la nueva vida que estaba construyendo.

Mientras caminábamos hacia el metro, Marie-Andrée me dio un último consejo: "Recuerda, cada experiencia aquí, sea en la fábrica de los Bash o en el Marché Jean-Talon, es un paso más en tu viaje. No se trata solo de aprender un idioma o adaptarse a una cultura, sino de descubrir quién eres en este nuevo contexto."

Esa noche, de vuelta en mi pequeño apartamento, mientras guardaba las compras del día, sentí que algo había cambiado en mí. La nostalgia seguía ahí, como un eco lejano, pero junto a ella crecía algo nuevo: una sensación de posibilidad, de pertenencia en construcción. 

Comprendí que mi historia en Montreal estaba apenas comenzando, y aunque el camino seguía siendo incierto, cada experiencia, cada encuentro, cada lección aprendida con Marie-Andrée, me daba la fuerza para seguir adelante. Entre el frío de las calles y el calor de las nuevas conexiones, entre la nostalgia del pasado y la esperanza del futuro, estaba aprendiendo a tejer mi propia narrativa en esta tierra de contrastes.

Y así, con el aroma de las hierbas frescas del mercado aún en mis manos y las palabras de Marie-Andrée resonando en mis oídos, me dormí esa noche con una nueva determinación. Mañana sería otro día en la fábrica de los Bash, otro paso en mi viaje, pero ahora lo enfrentaría con una nueva perspectiva, sabiendo que en cada rincón de Montreal, incluso en los más inesperados, podía encontrar un pedacito de hogar.

"La Espera Infinita: El Refugio de la Incertidumbre"

A mediados de los años 90, tras seis meses de arduo trabajo en una fábrica de confecciones, logré lo que muchos recién llegados a Montreal consideraban un pequeño triunfo: el derecho que da el gobierno, un año de seguro por desempleo. Con un salario mínimo que apenas me permitía subsistir, invertía mis días en cursos de francés e inglés, esperando con una incertidumbre agobiante la audiencia que definiría mi futuro. La sombra de la deportación de algunos compañeros de estudio me hacía cuestionar la fragilidad de mi propia estadía. Sin embargo, encontraba un faro en el caos de mi vida en mi profesora de francés, cuya dedicación y empatía me brindaban un apoyo invaluable.

Donde quiera que me encuentre, no puedo evitar saber que el pasado es una ficción, un espejismo al que no se puede regresar. Los caminos de la memoria se desvanecen, y aquellas primaveras que viví, aunque tan reales en mis recuerdos, son irrecuperables. Incluso el amor más irracional y obstinado que he sentido no es más que una verdad efímera, destinada a desvanecerse con el tiempo. En ese punto, comprendí que estaba atrapado entre dos mundos: uno que me expulsaba sin piedad, y otro que aún no sabía si me acogería.

En el silencio de esta tierra extranjera, en Montreal, donde la nieve cae con la misma indiferencia que la burocracia, mis pensamientos luchan como sombras hambrientas en un laberinto interminable de incertidumbres. A veces, siento que la vida es tan trivial como los copos de nieve que se derriten al tocar el suelo, pero en medio de todo ese caos, encuentro pequeñas luces de resistencia, como la paciencia que he aprendido a desarrollar. El tiempo, en su sabiduría silenciosa, me invita a confiar en el proceso, a no apresurarme a juzgar mis propios actos. Cada día, descubro que mi valor no se mide por los éxitos inmediatos, sino por la perseverancia con la que afronto cada desafío.

En este limbo jurídico, me aferro a la esperanza como una hoja que se aferra a una rama en medio de una tormenta, con la certeza de que, aunque mis días transcurren entre la incertidumbre y la melancolía de un pájaro enjaulado, mi espíritu sigue luchando. Aun cuando todo parece desmoronarse a mi alrededor, sigo adelante, buscando en cada amanecer una nueva razón para resistir.

¿Qué me deparará el futuro en esta tierra de promesas y desafíos? ¿Logrará la audiencia de refugio brindarme la estabilidad que tanto anhelo, o me veré obligado a enfrentar nuevamente el espectro de la deportación? ¿Cómo transformará esta experiencia mi identidad, mis sueños y mis aspiraciones? Mientras la fecha de la audiencia se acerca, estas preguntas resuenan en mi mente, alimentando tanto mis esperanzas como mis temores.

La incertidumbre se cierne sobre mí como una niebla espesa, ocultando el camino que tengo por delante. ¿Encontraré en Canadá el hogar que he estado buscando, o este país seguirá siendo un enigma, un rompecabezas que nunca lograré resolver completamente? ¿Podré algún día reconciliar mis raíces  con esta nueva identidad que estoy forjando en el frío de Montreal?

Mientras aguardo el día de la audiencia, cada momento se convierte en una prueba de resistencia. ¿Tendré la fortaleza para enfrentar lo que sea que el destino me depare? ¿Serán suficientes mis esfuerzos por aprender los idiomas, por integrarme, por demostrar mi valía? Y si se me concede el refugio, ¿cómo cambiarán mis perspectivas, mis responsabilidades, mi visión del mundo?

Con cada paso que doy en las calles nevadas de Montreal, con cada palabra nueva que aprendo, con cada desafío que supero, me acerco más a ese momento crucial. La audiencia no solo decidirá mi estatus legal, sino que también marcará un antes y un después en mi vida. ¿Estaré preparado para lo que venga, sea cual sea el resultado?

El futuro se abre ante mí como un horizonte desconocido**, lleno de posibilidades y peligros por igual. Mientras me preparo para enfrentar este punto de inflexión en mi vida, no puedo evitar preguntarme: ¿Qué capítulos aún están por escribirse en esta historia de exilio, supervivencia y búsqueda de identidad?
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