No.13 “La fuerza del destino: La luz al final del túnel”

CAPITULO 13 “La fuerza del destino: La luz al final del túnel” El año 1964 se despidió de la familia Salazar envuelto en los tonos grises de la melancolía, dejando tras de sí el sabor amargo de la ausencia. La muerte de Alfonso,  con apenas 22 primaveras a su haber, tendió sobre nosotros un manto de duelo, oscureciendo cada rincón de nuestro hogar. Su figura, más paternal que fraterna, se erigía como una luz para nuestras almas errantes, ofreciendo un refugio de amor y seguridad en el árido desierto de nuestra realidad.

Con la llegada del año 65, la vida, en su danza incesante, nos empujó hacia adelante, entretejiendo el luto con la rutina del día a día. A pesar del vacío, los hermanos nos preparamos para enfrentar los nuevos retos académicos, excepto Leticia y Rocío, quienes estaban destinadas a ser las guardianas del hogar. Yo, en la flor de mis 13 años, me inscribí en la Escuela Simón Bolívar, en el barrio del mismo nombre.

Inexplicablemente, y sin documentos que acreditaran mis años de estudio previos, me inscribieron en cuarto grado. Para mí, que había vivido una infancia llena de dificultades y con años escolares incompletos, este nuevo escenario se convirtió en una pesadilla. Me encontraba totalmente desadaptado, en un mundo que me era ajeno. Como era de esperar, mi rendimiento académico estaba a la altura, lo que me llevó a ser relegado a tercer grado, algo que me afectó demasiado.




La adaptación fue una batalla cuesta arriba, en un terreno desconocido y esquivo. Como un pez fuera del agua, mi desempeño académico tropezó, llevándome a una humillante relegación a tercer grado.
Sin embargo, aquel año, que había comenzado con la incertidumbre de un nuevo comienzo y que luego se había convertido en un camino empedrado de esfuerzo y superación, finalmente llegó a su fin.

A pesar de las dificultades, de los tropiezos y los momentos de flaqueza, había logrado llegar hasta aquí. Lo había conseguido, había cumplido con mis metas y expectativas. Y ahora, mientras observaba cómo las últimas luces del día se apagaban en el horizonte, no podía evitar sentir una mezcla de emociones: satisfacción por lo logrado, nostalgia por lo que se dejaba atrás y, sobre todo, una enorme expectación por lo que estaba por llegar.

La casa de Itagüí, testigo mudo de tantas penurias, también clamaba por un nuevo horizonte. Vieja y agrietada, con sus muros desgastados por el tiempo y sus techos filtrando la lluvia, parecía susurrar la necesidad de un cambio. Gonzalo, nuestro hermano mayor, emergió una vez más como el arquitecto de esperanzas, capaz de vislumbrar luz en la más profunda oscuridad. La venta de la humilde morada en San Carlos, sumada a las compensaciones por el infortunio de Alfonso, nos brindó un atisbo de futuro, una posibilidad de renacer de nuestras cenizas.

La astucia de Gonzalo nos llevó  hacia un lote en el barrio Guayabal Cristo Rey, marcado por la promesa y el desafío de su geografía complicada. La mitad sumergida bajo una laguna, el terreno desafiaba al destino con su ubicación en una esquina, augurando una eventual demolición en un futuro para dar paso a la vía que nuestra casa obstruía. Sin embargo, bajo la sombra de la adversidad, Gonzalo vio una oportunidad, un sueño a construir sobre cimientos inciertos.

Don Jesús Mejía, nuestro arrendador en Itagüí, se convirtió en el ángel guardián de este proyecto, aportando su sabiduría y generosidad en los momentos más cruciales. Su intervención fue un faro de luz, guiándonos hacia la construcción de un hogar en Cristo Rey, erigido en un tiempo récord de unos seis meses, a pesar de los obstáculos que amenazaban con desmoronar nuestras esperanzas.

El casco de la casa, aunque despojado de lujos y comodidades, se erguía orgulloso como un bastión de resistencia y perseverancia. Sin ventanas que miraran al mundo, sin puerta que nos resguardará, sin piso y con un sanitario que era poco más que una promesa de privacidad, el hogar de Cristo Rey se convirtió en el escenario de nuestros nuevos comienzos. Los cimientos de la nueva casa, con sus columnas de amor y sus paredes de perseverancia, se erigían sobre los escombros de la tragedia. Y aunque el camino estaba sembrado de obstáculos, el destino nos concede la gracia de un hogar propio, un refugio seguro donde anclar los sueños y las ilusiones.

Y así, bajo el firmamento que una vez más se alineaba a nuestro favor, la esperanza florecía en la familia Salazar. Sobre las cenizas de la tragedia, los cimientos de un nuevo hogar, tanto físico como emocional, se levantaban con la promesa de un futuro repleto de luz. La vida, con su inquebrantable marcha, nos recordaba que, incluso en los momentos más oscuros, el amanecer está siempre al alcance de aquellos que se atreven a soñar.

En este nuevo hogar, la familia Salazar encontraría la fuerza para reconstruirse y seguir adelante. El dolor de la pérdida no se borraría, pero la esperanza de un futuro mejor les daría la fuerza para afrontar cada nuevo día.

La casa de Guayabal no era solo un refugio físico, sino también un símbolo de la resiliencia y la capacidad de superación de la familia. Era un lugar donde podían empezar de nuevo, un lugar donde podían construir un futuro mejor.

Con el tiempo, la casa se iría llenando de risas, de sueños y de nuevas experiencias. La familia Salazar aprendería a vivir con el dolor de la pérdida, pero también a encontrar la alegría en las cosas pequeñas. Y en ese nuevo hogar, encontrarán la paz y la felicidad que tanto anhelaban. Amanecer en Guayabal es una historia de esperanza, de superación y de amor.
Guayabal Cristo Rey: Un viaje al corazón de la memoria En las entrañas de Medellín, donde el tiempo se detiene y los recuerdos florecen, se alza, Guayabal Cristo Rey, un barrio que respira historia en cada esquina. Nacido del éxodo y forjado con tenacidad, este rincón de la ciudad se erige como un testimonio vivo de la resiliencia humana. En sus inicios, cuando la caña brava y los tejares pintaban el paisaje, familias desplazadas por la violencia encontraron aquí un lienzo en blanco para pintar sus sueños. Don Arturo Vásquez Lema, figura casi mítica, tendió su mano generosa, permitiendo que muchos construyeran sus hogares ladrillo a ladrillo, con el sudor de su frente y la fuerza de sus anhelos. Las calles de Cristo Rey bullían de vida. Cafés y cantinas como El Bar Clarita y La Esquina del Tango se convertían en crisoles donde se fundían historias, risas y melodías. Curiosamente, las "Heladerías" como Los Dos Faros, La americana de don Gabriel Durango y El Palmar, a pesar de su nombre, no ofrecían helados, sino que se erigían como oasis de alegría y socialización. En el corazón palpitante de Guayabal, la industria y la vida comunitaria bailaban un tango eterno. El Zoológico Santafé, el antiguo Aeropuerto Olaya Herrera y empresas como La Nacional de Chocolates tejían el tapiz económico y social del barrio, transformándolo en un núcleo vibrante de Medellín. Hoy, aunque el progreso ha dejado su huella en el paisaje urbano, la esencia de Guayabal Cristo Rey permanece intacta. En sus calles aún resuena el eco de las historias de antaño, y en los corazones de sus habitantes se guarda celosamente la memoria de un pasado que los define y los une. A los quince años, en estas calles de adoquines gastados y farolas tenues, el mundo era un lienzo en blanco sobre el cual mis sueños pintaban futuros imposibles. Mi corazón latía con la fuerza de mil tambores, impulsado por una mezcla embriagadora de esperanza y miedo. Cada amanecer traía consigo la promesa de nuevas aventuras, mientras que las noches estrelladas susurraban secretos que solo mi alma inquieta podía descifrar. Me perdía en los laberintos de mi imaginación, creando mundos donde la magia y la realidad se entrelazaban como amantes eternos. En esos momentos, sentía que podía tocar el cielo con la punta de mis dedos, que podía cambiar el curso de los ríos con el poder de mis palabras. Pero también había sombras, oscuras y persistentes, que acechaban en los rincones de mi mente. El peso de las expectativas familiares, el temor a lo desconocido, la incertidumbre del futuro... Todas estas preocupaciones se mezclaban en un torbellino que a veces amenazaba con arrastrarme. Sin embargo, en medio de ese caos, encontré mi voz. Una voz que, aunque temblorosa al principio, fue ganando fuerza con cada historia que me atrevía a contar, con cada verdad que me atrevía a enfrentar. Y así, poco a poco, fui tejiendo el tapiz de mi destino, con hilos de coraje, pasión y una pizca de esa locura necesaria para soñar lo imposible. Guayabal Cristo Rey es más que un simple conjunto de calles y casas. Es un símbolo de la resiliencia humana, un microcosmos de la historia de Medellín. Fue mi barrio, mi hogar, el lugar donde mi corazón siempre encontrará bonitos recuerdos. En sus calles, en sus personajes y en sus tradiciones, encuentro no solo la historia de un lugar, sino la esencia misma de mi ser.

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Comentarios

  1. Don Abel, que recuerdos tan lindos, también me transporta a mi niñez, a mi juventud, donde fuimos muy felices con mis ocho hermanos gracias a Dios todos estamos bien y unos padres ejemplares, donde reinaba el amor. Ahora en muchas ocasiones nos reímos en la finca añorando todos esos momentos lindos de nuestra vida y con unas grandes anécdotas. También tuve grandes amistades, que todavía hoy conservamos y nos reunimos con frecuencia, cada vez contamos anécdotas y nos reímos de nuestra ingenuidad y lo rico que pasábamos y compartimos con tan poco. Somos un grupo llamado INFANCIA, donde lo integramos 15 hermanos, hemos celebrado la primera comunión, los quince, los cuarenta, los cincuenta, los sesenta y este año estamos programado la celebración de los 70 años. Es lindo recordar y veo la diferencia con la juventud de ahora donde no hay esa camaradería, ese sentirnos todos igual sin tratar de sobresalir, esa gran sincera amistad. Es rico evocar esos lindos recuerdos.
    ~Ligia Isabel~

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