No 33 «Alas desplegadas al viento del destino: La odisea de la familia Salazar Suárez»

CAPÍTULO 33

Alas desplegadas al viento del destino: La odisea de la familia Salazar Suárez

En el ocaso de los setenta, cuando los días se desvanecían como suspiros dorados entre las montañas, la residencia de los Salazar Suárez se erguía cual santuario donde trece almas —número místico que resonaba en los pasillos— compartían bajo un mismo techo las risas y los secretos, aquellos cimientos invisibles que tejen los hogares verdaderos.

Pero el viento del cambio llegó, sutil y directo como un suspiro que se vuelve vendaval. Uno tras otro alzamos el vuelo con alas propias hacia rumbos desconocidos, y la familia se dispersó como hilos de un tapiz viejo que alguien sacude con demasiada fuerza. Las sillas quedaron vacías. Los rincones comenzaron a resonar únicamente con ecos de risas pasadas, fantasmas sonoros que habitaban ahora la casa como inquilinos permanentes.

Nuestra madre, Otilia, permanecía en el umbral —siempre el umbral, ese espacio entre quedarse y partir— con mirada triste y manos que ya no tejían cuentos para retener lo que se escapaba. Sus ojos, dos luceros que habían visto nacer y crecer a cada retoño, se nublaban al vernos partir. Los hijos son como las aves, susurraba con voz quebrada por la nostalgia, un día alzarán el vuelo, pero siempre llevarán un pedazo de su nido en el corazón. ¿Lo creía realmente? ¿O era solo el consuelo que una madre se regala a sí misma cuando comprende que la separación es inevitable?

Las ventanas, como ojos entrecerrados de un gigante adormilado, seguían nuestros pasos mientras nos alejábamos. El hogar, con sus paredes cargadas de recuerdos —fotografías que envejecían, manchas de humedad que contaban historias silenciosas—, se volvía más pequeño con cada despedida. ¿Qué quedaba atrás? Los muebles desgastados que guardaban la forma de nuestros cuerpos, los retratos en blanco y negro donde éramos otros, los aromas de la infancia mezclados con el olor de la madera vieja. Y ella, nuestra madre, con su silencio como un nudo en la garganta que ninguna palabra lograba desatar.

El camino nos llevaba hacia destinos inciertos, trazados en mapas que solo existían en nuestras imaginaciones. Los hermanos partían con maletas llenas de sueños y miedos, como cometas que buscan nuevos cielos sin saber si el viento los sostendrá o los dejará caer. ¿Qué nos esperaba más allá del horizonte? ¿Qué historias escribiríamos en las páginas en blanco de la vida, esas hojas que nos observaban con su blancura aterradora?

La casa de rústica construcción se desvanecía en la distancia, volviéndose primero pequeña, luego borrosa, finalmente invisible. Las risas de la infancia, como ecos en el viento, se mezclaban con el canto de los pájaros que no conocían fronteras ni despedidas. ¿Volveríamos algún día? ¿O seríamos como las semillas que el viento lleva consigo, germinando en tierras lejanas, echando raíces donde el destino nos depositara?

Nuestra madre Otilia, con su abrazo invisible —esa sensación que nos acompañaba incluso a kilómetros de distancia—, nos seguía en el viaje. Sus palabras, como susurros en la brisa, nos guiaban cuando perdíamos el rumbo. ¿Qué nos decía en silencio? ¿Qué secretos guardaba en su corazón, cerrado como un cofre que solo ella poseía la llave? Únicamente ella sabía que el enjambre de almas, aunque disperso por la geografía y las circunstancias, seguía latiendo como un solo corazón que se negaba a dejar de bombear sangre común.

Y así, con el viento como testigo mudo de nuestras partidas, nos alejamos. Las lágrimas, como gotas de rocío en las hojas, se evaporaban en el aire antes de tocar el suelo. ¿Quién sería el primero en echar raíces en tierra ajena? ¿Quién llevaría consigo el eco de la casa, el aroma de las tardes de lluvia golpeando el zinc, la risa de la abuela que ya no estaba pero seguía habitando los rincones?

En cada espacio quedaba un pedazo de nosotros, fragmentos de almas que se adherían a las paredes como el musgo. En la cocina, el aroma a arepas recién hechas nos abrazaba como un recuerdo cálido que se negaba a desvanecerse. En el jardín, las mariposas seguían danzando su ballet eterno, como si llevaran mensajes cifrados de los que ya no estaban. Y en el corazón de la casa, el tapiz de los recuerdos se tornaba más nostálgico con cada hilo que se soltaba, dejando agujeros por donde se colaba el tiempo.


Rocío fue la primera en alzar el vuelo hacia el horizonte del matrimonio, dejando tras de sí un eco de promesas y sueños envueltos en tul blanco. Leticia, Francisco y Martha no tardaron en seguir sus pasos, sus alas impacientes por explorar nuevos cielos, por descubrir si más allá de las montañas existía algo diferente o si todo era, al final, la misma canción tocada con instrumentos distintos. Gonzalo, nuestro hermano mayor, partió con una maleta llena de sueños hacia las tierras del maple, ese país del norte donde el frío mordía pero las oportunidades —o eso decían— crecían como hongos después de la lluvia.

Nuestra madre Otilia, pilar inquebrantable del hogar, era como un roble centenario cuyas raíces se hundían profundamente en la tierra del sacrificio. Bajo el cielo estrellado de nuestras vidas, avanzaba sola, cargando un fardo pesado que era únicamente suyo, que nadie más podía compartir aunque quisiéramos. Como Atlas, condenado a sostener el mundo sobre sus hombros por toda la eternidad, así sostenía ella su carga, sin rendirse jamás, sin permitirse el lujo de la queja.

Con manos fortalecidas por el trabajo —manos de lija, manos de piedra suave pulida por los años— y un corazón que latía al compás de nuestras necesidades, ella construía día tras día el escudo protector que nos resguardaba de las inclemencias del mundo. En su humilde cocina, bañada por la luz temblorosa del amanecer, nuestra madre se convertía en una verdadera alquimista. Sus manos, marcadas por el tiempo y la harina como un mapa de su vida, se deslizaban sobre la masa como si descifraran secretos ancestrales escritos en un idioma que solo las madres comprenden.

Rebuscarse el pan diario —¿no era eso lo que nuestra madre hacía todos los días sin aspavientos ni lamentos? No con palabras mágicas ni conjuros de cuento de hadas, sino con la paciencia infinita de quien entiende que la verdadera magia está en los gestos cotidianos, en la repetición transformada en arte. La arepa, en sus manos sabias, se convirtió en símbolo del amor y del sustento diario de todos sus hijos. Cada una era una manifestación de su amor incondicional, una pequeña oración circular que horneaba para nosotros, una muestra de que, a pesar de todo —de la pobreza, del cansancio, de las noches sin dormir—, siempre encontraríamos consuelo en su mesa.

Y entonces, cuando la casa quedaba en silencio y la sombra de la soledad se sentaba a su lado junto al fuego del hogar como una compañera no invitada, Otilia cerraba los ojos y nos veía de nuevo. Nosotros, esos traviesos fantasmas que una vez corrimos por sus venas como sangre joven, no volveríamos a ser aquellos piratas de salón, ni llenaríamos de risas el portal, ni lanzaríamos cometas que desafiaran al viento con su fragilidad orgullosa.

Quizás la visitemos en Navidad, si la vida nos concede una tregua en su calendario implacable. Pero bien sabe, madre, que nos iremos nuevamente, como se van los sueños al despertar, evaporándose en la luz cruel de la mañana. Y ella se quedará, como siempre, abrigando nuestras memorias con el calor de su presencia solitaria, mientras el viento sigue soplando, llevando sus semillas hacia el horizonte donde el cielo se encuentra con el mar en un beso que nunca termina de consumarse.

Al caer el crepúsculo de los años setenta, comprendimos —o al menos intuimos— que la familia no siempre representa un espacio estático, sino más bien un vuelo que se emprende juntos antes de que cada quien tome su propia dirección. Cada uno siguió su camino trazado en el aire, pero llevamos con nosotros los lazos invisibles que nos unieron, hilos que ni la distancia ni el tiempo logran cortar completamente. Y cuando el viento del cambio soplaba —y siempre soplaba—, sabíamos que éramos parte de algo más grande que nuestras individualidades, como las estrellas que brillan en la noche, aunque estén separadas por millones de años luz, compartiendo la misma oscuridad infinita.


Edilma y Nohemí se adentraron en el mundo laboral como secretarias, con sus dedos deslizándose ágilmente sobre las teclas de las máquinas de escribir como pianistas interpretando sinfonías de correspondencia y números. Sus esfuerzos, como gotas de rocío en el desierto de nuestras necesidades, resultaron esenciales para concluir los arreglos pendientes en el hogar. Este primer empleo fue decisivo para liberar la carga de responsabilidad que recaía sobre los hombros cansados de nuestra madre.

Gracias al apoyo de sus hijas, la carga se hizo más ligera por primera vez en décadas. Así, nuestra madre pudo, milagrosamente, tomar un descanso y volar hacia San Andrés, esa joya del Caribe que le ofreció un soplo de libertad salada. Durante ese viaje —su primer viaje verdadero en años—, logró soltar temporalmente la carga invisible que llevaba atada a la espalda, disfrutando de un bien merecido descanso bajo el sol caribeño que bronceaba su piel y aligeraba su alma.

Francisco, unido en el sagrado lazo matrimonial con Olga Cuartas, encontró su lugar en La Compañía de Empaques. Allí, durante una década completa, sus manos moldearon no solo cartón y papel, sino también el futuro de su propia familia, construyendo con paciencia lo que nosotros habíamos dejado atrás.

Gilberto y Manuel, después de ver sus sueños empresariales desplomarse como cometas deshilachados que pierden el viento, volvieron con humildad —esa humildad que cuesta sangre y orgullo— a su trabajo previo en la empresa Superbus. Como fénix que resurgen de las cenizas de sus fracasos, retomaron el tejido de sus vidas con hilos de perseverancia y esperanza, aprendiendo que a veces regresar no es retroceder sino reorganizarse para avanzar de otra manera.


Y de repente —como flores emergiendo después de una lluvia de primavera que nadie esperaba—, aparecieron los sobrinos. Pequeños brotes de vida que, durante las décadas de los setenta y ochenta, llenaron nuestro árbol genealógico de colores nuevos y brillantes. Liliana, con su risa melodiosa que tintineaba como campanillas; Nelson, con su mirada inquisitiva que todo lo cuestionaba; Osvaldo, el eterno travieso que convertía cada momento en aventura; Johnny, el emprendedor soñador que hacía planes desde los cinco años; Ángela, tan dulce como la miel que se derrama lentamente; y Lina Marcela, con su espíritu indomable que desafiaba toda autoridad.

Todos ellos habían nacido en nidos apartados, extendiendo las ramas de nuestra familia hacia nuevos horizontes geográficos y emocionales. Sin embargo, Diego Alejandro fue la excepción luminosa, el único que permaneció en la casa familiar como un guardián involuntario de la memoria. Sus padres, Martha y Darío, como pájaros que deciden no migrar cuando llega el invierno, se quedaron en el hogar familiar, añadiendo su propia melodía a la sinfonía de nuestra casa. Y cuando ya creíamos que nuestro jardín familiar estaba completo, que no habría más sorpresas, Pablo llegó como un brote tardío después de los noventa, recordándonos que la primavera de nuestra familia aún tenía sorpresas por revelar, que la vida siempre encuentra grietas por donde colarse.

Algo en la mirada de Diego Alejandro y en su risa contagiosa —esa risa que brotaba espontánea como agua de manantial— hizo que desarrollara una hermosa amistad con él que trascendía la relación típica entre tío y sobrino. Compartíamos secretos durante largas caminatas por el barrio, explorábamos juntos los rincones mágicos de nuestra casa como si cada esquina ocultara un tesoro esperando ser descubierto. Diego Alejandro se convirtió en mi confidente improbable, mi compañero de aventuras imaginarias y en el hijo que el destino me concedió durante aquellos años de dificultades emocionales que amenazaban con tragarme entero.

Así, nuestra familia, cual bandada de pájaros multicolores dibujando patrones en el cielo, se dispersó y creció simultáneamente. Cada uno encontró su propia rama en el árbol de la vida, pero nuestras raíces, entrelazadas en el suelo fértil del amor y la sangre compartida, nos mantuvieron unidos a pesar de la distancia que medía kilómetros pero no afectos. Teníamos nuestros caminos y los exploramos con curiosidad o desesperación; teníamos alas, las abrimos y comenzamos a volar, pero siempre con el corazón anclado en el nido que nos vio nacer, en esa casa de Cristo Rey que seguía existiendo aunque solo fuera en nuestra memoria colectiva.

La incorporación de los nuevos miembros trajo una inmensa alegría a la familia que había estado sumida en cierta melancolía. Cada visita se convertía en una fiesta de risas y juegos, llenando la casa con un bullicio que rebosaba energía infantil y revitalizaba el aire mismo. Recuerdo con claridad cinematográfica que, al regresar a casa después de jornadas extenuantes, los sobrinos —efervescentes y alegres como burbujas de champán— me corrían a recibir con brazos abiertos y risas que tintineaban en el aire como campanas de una iglesia invisible. Cada encuentro se convertía en un acontecimiento inolvidable, una verdadera festividad de la vida que nos recordaba por qué vale la pena seguir adelante.

Nunca antes habíamos experimentado tanta felicidad concentrada en nuestro hogar, una felicidad que resaltaba de forma casi obscena frente a las oscuras nubes que se cernían sobre Medellín durante esos años sombríos. La ciudad, sumida en un vórtice de violencia y temor que la prensa documentaba diariamente, parecía distante del santuario cálido y seguro que habíamos creado juntos entre esas cuatro paredes. Las crónicas de la calle, que sonaban a relatos de horror que nadie quería escuchar pero todos conocían, se disipaban al cruzar el umbral de nuestro hogar, donde la realidad adoptaba los matices del amor y la esperanza en lugar del miedo y la sangre.

Nuestra madre observaba todo con una mezcla de orgullo y nostalgia que se reflejaba en cada gesto. Sus ojos, que habían sido testigos de innumerables dificultades y habían llorado lágrimas que nadie contó, ahora brillaban con una luz renovada, reflejando la alegría que le brindaban sus nietos como espejos de una felicidad que creía perdida. Cada risa, cada abrazo torpe de manos pequeñas, cada juego improvisado actuaban como un bálsamo para su alma cansada, recordándole que, a pesar de todo —de las pérdidas, de los abandonos, de las noches en vela—, la vida sigue adelante con su fuerza inquebrantable e incomprensible.

Los días pasaban entre historias y anécdotas que se repetían y se embellecían con cada narración, entre juegos y canciones que los niños inventaban con la creatividad ilimitada de quien aún no conoce las reglas. Los sobrinos crecían —como crecen todos los niños, demasiado rápido para nuestro gusto—, y con ellos, nuestra familia se fortalecía en su fragilidad. Cada miembro aportaba su granito de arena al castillo colectivo, y juntos construíamos un legado de amor y resiliencia que perduraría más allá de los tiempos difíciles, más allá incluso de nuestras propias vidas.

En medio de la adversidad que rugía afuera como una bestia hambrienta, la familia encontró en la unión y la alegría la clave para seguir adelante, demostrando que, incluso en los momentos más oscuros —cuando la oscuridad parece absoluta e interminable—, siempre hay lugar para la luz si sabemos dónde buscarla.


Entre pinceles y sombras

En la turbulenta década de los ochenta, cuando los vientos del cambio soplaban con fuerza sobre Medellín trayendo consigo aromas de dinero fácil y muerte temprana, yo había logrado aferrarme a una rama de estabilidad en el banco. Fue entonces cuando el tan ansiado préstamo de vivienda cayó en mis manos como una fruta madura que se desprende del árbol en el momento preciso, otorgándome una seguridad que, aunque insuficiente para calmar todas mis ansiedades, me permitió adquirir un pequeño apartamento en el Barrio La Floresta.

De todas las veces que algo me destruyó en el pasado —y fueron muchas, tantas que perdí la cuenta—, siempre me volví a reconstruir en soledad, pieza por pieza, como quien arma un rompecabezas sin tener la imagen de referencia. El problema fue que cada vez me faltaban más piezas, y algunas de ellas ya no las pude recuperar por más que las busqué en los escombros de mi existencia. Este proceso de reconstrucción perpetua era como una gota de agua en un desierto de insatisfacción que se extendía hasta el horizonte sin encontrar oasis.

Mi fracaso escolar, cual fantasma invisible que me seguía a todas partes, había marcado mi alma con tinta indeleble, convirtiéndose en una de esas piezas perdidas que nunca pude recuperar completamente, por más que lo intentara. El horizonte de mis posibilidades se difuminaba en una bruma de dudas espesas, mientras el estancamiento y la rutina se enroscaban a mi alrededor como serpientes perezosas que no matan pero tampoco dejan vivir plenamente. Las largas jornadas laborales del banco, con sus madrugadas interminables que comenzaban cuando la ciudad aún dormía y sus noches eternas que terminaban cuando ya había cenado, eran cadenas invisibles que me ataban, impidiéndome volar hacia mis sueños académicos y recordándome constantemente las piezas que me faltaban para sentirme completo, para sentirme entero.

Los hombres no sucumbimos a las grandes penas ni a las grandes alegrías —esto lo sé ahora, aunque entonces lo intuía vagamente—, y es porque esas penas y esas alegrías vienen disimuladas en una inmensa niebla de pequeños incidentes que se acumulan como polvo. Y la vida es esto, precisamente: la niebla. La vida es una nebulosa, una sucesión de momentos que se entrelazan en una danza de incertidumbres y certezas efímeras, donde nunca sabemos con seguridad si avanzamos o retrocedemos. En medio de esta nebulosa existencial, mis intentos de reconstrucción se mezclaban con la rutina opresiva del banco, creando un paisaje de luces y sombras que definía mi existencia como un cuadro de claroscuro mal pintado.

A pesar de todo —de los fracasos, del cansancio, de la sensación constante de estar nadando contra la corriente—, conseguí completar mi último año de bachillerato, intentando reparar los años perdidos en una juventud mal empleada. Sin embargo, el diploma de bachillerato, en lugar de ser un trofeo que exhibir con orgullo, se sentía en mis manos tan liviano como una hoja seca, casi despreciable en su insignificancia. Mi experiencia en el colegio nocturno fue un carnaval de risas y amistades superficiales, un desfile de chicas encantadoras que aparecían y desaparecían como mariposas, y fiestas inolvidables donde el rendimiento académico siempre quedaba relegado al último lugar por la diversión inmediata. Sentí, con una certeza dolorosa, como si no hubiese logrado nada sustancial, como si simplemente hubiera acumulado otro papel más en el archivo de mi mediocridad.

Mientras la década avanzaba inexorablemente hacia su final, la ciudad se sumergía en una oscuridad cada vez más densa que podía tocarse con las manos. La inseguridad y el peligro crecían como maleza en un jardín abandonado, sus raíces extendiéndose por cada rincón de Medellín, envenenando el suelo donde habíamos jugado de niños. En medio de este caos urbano que transformaba la ciudad en un campo de batalla, yo me sentía como un barco a la deriva, anclado a un trabajo estable pero sin rumbo claro, navegando en aguas turbulentas de incertidumbre y anhelos incumplidos que me susurraban al oído durante las noches de insomnio.


Después de haber obtenido el cartón de bachiller —ese papel que certificaba mi mediocridad más que mi conocimiento—, me presenté al Instituto de Bellas Artes, buscando un desahogo a mi frustración de no poder ir a una universidad a estudiar una carrera que tal vez, ni siquiera me gustara pero que al menos me daría un propósito. En Bellas Artes todo fue color de rosa inicialmente: nuevos compañeros que compartían mi pasión, un ambiente cordial que contrastaba con la frialdad del banco, y un hermoso grupo de alumnos que veían el arte como salvación. A todo eso se sumaba que ya tenía buen conocimiento del dibujo —una de las pocas cosas que dominaba—, lo que facilitó mi adaptación al ritmo y las exigencias del instituto.

El Instituto de Bellas Artes se convirtió en un oasis de creatividad y libertad en medio del desierto de mi existencia bancaria, donde cada pincelada era un suspiro de alivio, cada trazo una caricia al alma maltratada. Los días se llenaban de colores y formas que danzaban en los lienzos, y en cada rincón del aula se respiraba un aire de camaradería y entusiasmo que me había faltado durante años. Mis compañeros, con sus risas genuinas y conversaciones sobre arte y vida, eran como notas musicales que componían una sinfonía de juventud y esperanza, recordándome que aún existía belleza en el mundo.

Por ese mismo tiempo, movido por un viejo anhelo de tener tiempo para mi preparación artística, había pasado del departamento de cuentas corrientes —mi lugar de trabajo acostumbrado donde conocía cada rincón y cada procedimiento— al departamento extranjero, donde los horarios laborales eran más flexibles y fijos, prometiendo una estructura que me permitiría equilibrar trabajo y arte. Sin embargo, este cambio, que en principio parecía una bendición enviada por alguna deidad compasiva, pronto se reveló como una prueba de resistencia que no estaba preparado para enfrentar.

El departamento extranjero era un lugar frío y distante para mí, donde las miradas eran esquivas y los saludos, escasos y protocolarios. Me sentí como un pez fuera del agua que se asfixia lentamente mientras todos observan sin mover un dedo. Cada día, al cruzar la puerta de ese departamento, sentía cómo una sombra se cernía sobre mí, recordándome con crueldad silenciosa que no era bienvenido, que era un intruso en territorio ajeno. Las horas pasaban lentas como siglos, y el ambiente se volvía cada vez más opresivo, como un cielo nublado que amenaza tormenta pero nunca descarga, manteniéndote en tensión constante.

Un año estuve en ese departamento, un año que solo sirvió para aflorar mis inseguridades más profundas y comprobar que las bases mal fundadas de mi educación pesaban sobre mí como lápidas invisibles. Abrumado por no sentirme bien en un lugar donde parecía sobrar, donde mi presencia era tolerada pero nunca celebrada, decidí regresar a cuentas corrientes, donde, a pesar de las largas jornadas que agotaban el cuerpo, era mi hábitat natural, el lugar donde conocían mi nombre y mi historia.

El regreso a cuentas corrientes dejó en mi boca un sabor agridulce, como el de una fruta que madura demasiado pronto y comienza a pudrirse antes de ser consumida. Era un fracaso más en mi colección personal, una confirmación adicional de mis debilidades que se clavaba en mi pecho como una espina persistente que no lograba extraer. En ese momento de lucidez dolorosa, comprendí con claridad cristalina el valor inconmensurable del apoyo y la confianza; son estos los cimientos sobre los que se construye el éxito verdadero, las alas que nos permiten elevarnos por encima de nuestras limitaciones naturales.

Volver a cuentas corrientes fue como regresar a un hogar conocido pero con el peso del fracaso sobre mis hombros encorvados. Era un refugio, sí —un refugio necesario—, pero uno que me recordaba constantemente mis propias insuficiencias, mis propias limitaciones que parecían multiplicarse con cada intento de superación.


En aquellos tiempos turbulentos, el dinero fluía por Medellín como un río desbordado que todo lo arrastra a su paso. Los cheques aumentaban su valor de forma vertiginosa y aparentemente irracional, y nuevos rostros adinerados aparecían en escena cada semana, trayendo consigo el aroma embriagador de la opulencia mezclado con el olor metálico del peligro. Sus generosas propinas —fajos de billetes que entregaban con la misma facilidad con que uno da las gracias— eran como gotas de oro que caían en nuestras manos, un beneficio inesperado de su bonanza construida sobre cimientos de polvo blanco. Sin embargo, mientras algunos compañeros se dejaban seducir por estos cantos de sirena, en mi interior crecía una desconfianza visceral que me mantenía alerta.

Me preguntaba incesantemente, especialmente durante las noches cuando el insomnio me visitaba: ¿A dónde nos conducirá todo esto? La pregunta flotaba en el aire sin encontrar respuesta satisfactoria.

Mis fines de semana se convirtieron en un torbellino de fiesta y descontrol, una fuga desesperada de la realidad que solo lograba hacer más penosas las madrugadas del lunes. Era como si intentara ahogar mis dudas en un mar de excesos —alcohol, música, cuerpos anónimos—, pero estas siempre flotaban de vuelta a la superficie como cadáveres que se niegan a permanecer hundidos.

En medio de este caos existencial, comencé a tejer un nuevo plan de emigración, que sería el definitivo —o al menos eso me repetía como un mantra—. Ya había hecho dos intentos fallidos que terminaron en humillación y deudas, pero me aferraba a la esperanza irracional de que la tercera sería la vencida, como dicen los optimistas que creen en la magia de los números. Me repetía a mí mismo, frente al espejo cada mañana, que esta vez sería diferente, que este sería el intento definitivo que cambiaría el rumbo de mi vida y me alejaría de esta ciudad que se desangraba.

Como si el destino quisiera añadir otra capa de complejidad a mi existencia ya suficientemente complicada, una novia —o más bien, una compañera de parrandas con quien compartía cama ocasionalmente— resultó embarazada. Movido por un sentido de responsabilidad que me sorprendió a mí mismo y el deseo confuso de proteger a la criatura por venir, decidí irme a vivir con ella en mi recién adquirido apartamento de La Floresta. Era como si intentara construir un hogar sobre arenas movedizas, esperando ingenuamente que la estructura se mantuviera en pie.

Sin embargo, la vida —esa maestra cruel que no perdona la ingenuidad— reservaba otros planes para nosotros. Tras los primeros meses de convivencia tensa, mi compañera sufrió un aborto espontáneo, un evento que estremeció los cimientos de nuestra relación, ya de por sí frágil como cristal. Y como era previsible en una unión forjada sobre bases tan endebles —atracción física, alcohol y miedo—, después de dos años de simulación, nuestro vínculo se disolvió sin más, desapareciendo como la bruma con el sol matutino, sin dejar rastro significativo en ninguno de los dos.


En el ocaso de mis días tumultuosos, cuando ya no sabía quién era ni qué quería, regresé al nido materno en el barrio Cristo Rey, como un pájaro herido que busca refugio en la rama que lo vio nacer, en el único lugar donde uno siempre es recibido aunque sea con reproches. Mi madre, cuyo corazón ya se había henchido con la ilusión de verme asentar cabeza —casado, responsable, adulto finalmente—, recibió mi retorno con una mirada de decepción que pesaba más que mil reproches verbales. Sus ojos, en otros tiempos llenos de esperanza cada vez que yo anunciaba un nuevo proyecto, ahora reflejaban el desencanto profundo de un sueño truncado, de una promesa que nunca se cumplió.

Cada vez que el licor nublaba mi juicio y empañaba mi alma —y esto ocurría con frecuencia alarmante—, ella, con voz trémula pero firme que salía de algún lugar profundo de su ser, me instaba a partir, a dejarla en la soledad de su desengaño. Vete, me decía sin mirarme a los ojos, y en esa simple palabra se condensaba todo el dolor de una madre que ve a su hijo perderse en los laberintos oscuros de la vida sin poder hacer nada para salvarlo. Sus palabras eran dardos envenenados que se clavaban en mi ya maltrecha voluntad, recordándome que mi presencia allí era tan efímera como las nubes de verano que cruzan el cielo y desaparecen sin dejar lluvia.

En medio de este páramo emocional, cuando la depresión me envolvía como una niebla espesa que dificultaba la respiración, apareció mi sobrino Diego Alejandro, cual rayo de sol que atraviesa las tinieblas y hace visible el camino. Lo llamaba cariñosamente «el conejito» por sus tiernos conjuntos de pijama que parecían dos tallas más grandes, y a sus escasos cinco o seis años, se convirtió en el faro que guiaba mi nave a la deriva en un mar de autodestrucción.

Nuestros días se tejían con hilos de complicidad y alegría inesperada. En el patio trasero —ese pedazo de tierra que era todo nuestro universo—, el balón de fútbol se convertía en el centro gravitacional de nuestro mundo, y nuestras risas eran la música que ahuyentaba los fantasmas de mi pasado, al menos temporalmente. Por las noches, cuando el peso de mis errores me arrastraba a casa en horas intempestivas, oliendo a alcohol y fracaso, él aparecía en la penumbra del pasillo como una visión etérea, su pijama blanca brillando en la oscuridad cual luna menguante que se niega a desaparecer completamente.

En esos momentos robados al sueño —porque él debería estar durmiendo y yo debería estar sobrio—, nos sumergíamos en un mundo paralelo de historias inventadas sobre la marcha, donde los dragones eran siempre derrotados y los héroes triunfaban sin importar las probabilidades en contra. Diego Alejandro, con su inocencia intacta que el mundo aún no había contaminado, era el bálsamo milagroso que curaba las heridas de mi alma atormentada, al menos durante esos minutos preciosos de conexión genuina.

Recuerdo con nitidez cinematográfica aquella mañana en que, con el corazón hecho jirones y los ojos anegados en lágrimas que me negaba a derramar frente a nadie, me disponía a partir hacia mi trabajo después de otra noche de excesos. La vergüenza —esa emoción que me acompañaba constantemente— me impidió despedirme de la familia, temeroso de que mi debilidad quedara al descubierto, de que vieran al hombre roto que se escondía detrás de la fachada. Más, al doblar la esquina sintiendo el peso del mundo sobre mis hombros, escuché el eco inconfundible de unos pasos apresurados de pies pequeños. Era él, mi pequeño conejito, que corría con los brazos abiertos como alas de ángel que quieren abrazar el mundo entero, para desearme un buen día con esa sonrisa que no conoce el cinismo ni la desilusión.

En ese abrazo torpe de niño —en ese gesto puro de amor incondicional que no pide nada a cambio—, encontré el alivio que mi espíritu deshecho anhelaba desesperadamente. Diego Alejandro, sin saberlo conscientemente, se convirtió en el ancla que me mantenía a flote en el mar embravecido de mis propios demonios, en la única razón por la que valía la pena levantarse cada mañana.

Así, en la paradoja cruel de ser consolado por quien debería consolar, descubrí que a veces la redención llega en los paquetes más pequeños e inesperados. ¿Acaso no es la vida misma una sucesión interminable de momentos que nos sorprenden, que nos sacuden violentamente y nos recuerdan nuestra propia humanidad frágil cuando creíamos haberla perdido para siempre?

Mientras el futuro se dibujaba incierto en el horizonte como una línea borrosa, y la sombra de la partida se cernía sobre mí con mayor insistencia cada día, me aferraba a estos instantes de luz como un náufrago a su balsa improvisada. ¿Qué deparará el mañana? Solo el tiempo —ese juez implacable— lo dirá, pero por ahora, en los ojos inocentes de Diego Alejandro, encontraba la fuerza necesaria para enfrentar un nuevo amanecer, aunque fuera con los ojos hinchados y el alma magullada.


Así, me encontré una vez más solo frente al espejo, enfrentando un futuro incierto que se extendía ante mí como un desierto sin fin, con mis anhelos de un nuevo amanecer como la única luz temblorosa en el horizonte. Era como si la vida misma me hubiera despojado de todo lo superfluo, dejándome desnudo y vulnerable frente a mis propias ambiciones y miedos primarios. Las noches se alargaban como suspiros interminables, y yo, como un náufrago en un mar de incertidumbre que amenaza con tragarme, buscaba refugio en las estrellas que parpadeaban indiferentes a mi sufrimiento.

Ellas, testigos silenciosas de mi travesía errática, parpadeaban como faros en la oscuridad absoluta. Cada día era una lucha constante y agotadora por mantener viva la esperanza —esa llama pequeña que se niega a apagarse—, mientras el peso de la soledad se hacía más palpable, más físico, más insoportable. Sin embargo, en medio de la adversidad que me rodeaba por todos lados, encontraba fuerzas en los pequeños destellos de luz que la vida me ofrecía generosamente: la sonrisa de Diego Alejandro, una arepa caliente al amanecer, el sol que todavía salía cada mañana. Con el corazón lleno de sueños contradictorios y la mirada fija en el horizonte inalcanzable, seguía adelante, un paso tembloroso a la vez.

¿Qué me impulsaba a seguir en mi lucha cuando todo parecía perdido? ¿Era la esperanza genuina o simplemente la desesperación disfrazada? Quizás ambas emociones, trenzadas como hilos indistinguibles de un antiguo telar que teje destinos sin consultar a sus protagonistas.

Mis pies, cansados de caminar sobre tierra ajena que nunca sería mía, anhelaban la firmeza ilusoria de un destino propio. Pero el camino era un enigma que se negaba a revelarse, y yo, un verso sin rima buscando desesperadamente su lugar en el poema. Las maletas —esas compañeras constantes de mis fracasos— pesaban como los recuerdos acumulados, y cada paso era una plegaria silenciosa en busca de respuestas que el universo se negaba a otorgar.

A veces, el viento susurraba promesas vagas de un mañana mejor, de un lugar donde finalmente encajaría, y otras veces —las más frecuentes—, el silencio se convertía en mi único compañero fiel. Pero en cada amanecer que llegaba inexorablemente, encontraba una razón frágil para seguir, una chispa de fe que me impulsaba a no rendirme completamente. Y así, con el alma llena de cicatrices que contaban historias que nadie quería escuchar y el espíritu indomable que se negaba a quebrantarse, continuaba mi travesía solitaria, esperando contra toda lógica que, al final del camino tortuoso, encontraría el hogar que tanto anhelaba.

¿Dónde estaba la tierra prometida que me habían vendido en sueños? ¿En qué latitud geográfica o emocional se escondía mi destino verdadero? Las estrellas, como faros cósmicos que han guiado a navegantes durante milenios, guiaban mis pasos inciertos. Su luz viajaba desde lejanas galaxias durante años luz, como mensajes cifrados en el lenguaje incomprensible de los astros que solo los desesperados intentan descifrar.

¿Acaso también ellas soñaban con emigrar a otro lugar del universo? ¿O eran simplemente guardianas eternas de los que cruzábamos fronteras invisibles, testigos mudos de nuestras esperanzas y fracasos?

La soledad, como un abrazo frío que nadie desea pero muchos conocen, me envolvía cada noche. Las voces familiares —las de mi madre, mis hermanos, Diego Alejandro— se desvanecían en el viento como ecos que se vuelven cada vez más débiles, y yo, como un nómada sin tribu ni territorio, buscaba infructuosamente mi lugar en el mundo. Las lágrimas, como rocío en las hojas que el sol evapora sin piedad, eran mis compañeras nocturnas que me visitaban cuando creía que nadie me veía.

¿Quién sería el primero en recibir mis historias cuando finalmente llegara a alguna parte? ¿Qué idioma extranjero acogería mis suspiros en español, esta lengua materna que llevaba grabada en el alma?

Y así, con mis sueños persistentes de emigración como la única luz vacilante en el horizonte oscuro, seguía mi camino tortuoso. No sabía si encontraría finalmente un puerto seguro donde anclar o si naufragaría sin testigos en la vastedad incomprensible del tiempo. Pero algo —intuición, fe, terquedad— me decía que las estrellas, como faros cósmicos indiferentes, seguirían guiándome hacia alguna parte. Y yo, como un verso sin rima que busca desesperadamente completar el poema, seguiría buscando mi lugar en este vasto texto llamado vida.

Mientras me alejaba emocionalmente de todo lo conocido, con el peso de las despedidas no pronunciadas y el eco fantasmal de las promesas no cumplidas resonando en mi mente como campanas rotas, una idea se afianzaba cada vez más en mi corazón maltratado: la necesidad urgente de partir, de buscar un nuevo horizonte en tierras lejanas donde nadie me conociera. La vieja canción melancólica de Serrat resonaba en mi mente obsesivamente, como una banda sonora de mi vida:

La Rosa de los Vientos me ha de ayudar...como un cometa de caña y de papel, me iré tras una nube, pa' serle fiel a los montes, los ríos, el sol y el mar. A ellos que me enseñaron el verbo amar. Qué más da aquí o allá… la la la...

¿Qué me aguardaba al otro lado del océano inmenso? ¿Sería capaz de dejar atrás mis miedos enquistados y fracasos acumulados, y construir una nueva vida desde cero como quien renace? Las preguntas se arremolinaban en mi mente como hojas secas en una tormenta de otoño que nunca termina. La incertidumbre era abrumadora, casi paralizante, pero también había una chispa diminuta de esperanza que se negaba a extinguirse, una promesa silenciosa de renovación y aventura que susurraba posibilidades.

Con el corazón dividido dolorosamente entre el temor paralizante y la esperanza frágil, me preparé para enfrentar el próximo capítulo de mi vida. El deseo de partir a otro país se convirtió en una llama que ardía con más fuerza cada día, iluminando el camino nebuloso hacia un futuro incierto pero lleno de posibilidades que brillaban como espejismos en el desierto.

¿Qué desafíos imprevistos y descubrimientos me esperaban en ese nuevo destino desconocido? ¿Sería capaz de encontrar finalmente mi lugar en el mundo, lejos de las sombras alargadas del pasado que me perseguían? Solo el tiempo —ese juez supremo e implacable— lo diría, pero una cosa era segura con la certeza de quien no tiene nada que perder: estaba listo para dar el salto al vacío y enfrentar lo desconocido con todo lo que implicara, con la esperanza irracional de que, al final del viaje tortuoso, encontraría la paz esquiva y la realización personal que tanto anhelaba.

Todo pasa y todo queda, pero lo nuestro es pasar, pasar haciendo caminos, caminos sobre la mar. Con esta verdad de Machado resonando en mi corazón como un mantra, me dispuse a escribir el próximo capítulo incierto de mi vida. El viento se convirtió en mi aliado invisible y la esperanza —esa terca compañera— en mi guía, mientras dejaba atrás las despedidas dolorosas y abrazaba el horizonte infinito de posibilidades que se desplegaba ante mí como un mapa en blanco. La Rosa de los Vientos me susurraba promesas de nuevos comienzos que tal vez serían reales o tal vez solo otra ilusión, y con el alma llena de sueños contradictorios, me lanzaría pronto hacia lo desconocido.

¿Moriré como una gota de mar en el mar inmenso, disolviéndome sin dejar rastro? ¿O seré lo que nunca he sido: uno completo, sin sombra y sin sueño imposible, un solitario que avanza sin camino trazado y sin espejo que le devuelva su reflejo? Estas preguntas existenciales me acompañaban mientras buscaba en los montes, los ríos, el sol y el mar, las respuestas que tanto anhelaba y que tal vez nunca encontraría.

No quería estar libre de peligros —esto lo comprendía con claridad—, solo ansiaba el valor para afrontarlos sin temblar.

Y así, con cada paso incierto, con cada decisión que tomaba sin saber si era la correcta, iba trazando mi propio camino sobre las aguas inciertas del futuro, consciente de que en este pasar continuo, en este hacer caminos sin mapa ni brújula, estaba la esencia misma de mi existencia: seguir adelante aunque no supiera hacia dónde.

--------------------------------------------------------- <<CAPITULOS DEL LIBRO >> —-------------------------------------------------------

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Comentarios

  1. Hola Abelardo, no sé qué me admira más, si tu estilo, o tu prodigiosa memoria o tu maravillosa forma de describir tu vida. Creo que todas me regresan al tiempo en que disfrutaba la lectura de los libros. Pero a decir verdad, tu estilo me parece de los mejores. Gracias por compartir tu talento. ~Beatriz~

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  2. Abelardo definitivamente Yo me identifico mucho con tus relatos, tienes una memoria prodigiosa para todo los nombres de los personajes, como describes todo a mi me encanta y te envío otro abrazo de 🐼, claro que si seguiré acá pendiente de tus escritos, ando muy atrasada jajaja andaba de paseo. Pero me pondré al día muy pronto. ~Dolly

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