No 32 «Sinfonía de Luz y Oscuridad: Medellín entre la Nostalgia y el Temor»
Capítulo 32 Reescrito
«Sinfonía de Luz y Oscuridad: Medellín entre la Nostalgia y el Temor»
En la Medellín de los ochenta, los amaneceres mentían. Llegaban rojos—siempre rojos, como si el cielo también sangrara—, y uno abría los ojos no con esperanza sino con recuento: ¿quién falta hoy?, ¿quién no llegó a casa?, ¿de quién tendré que despedirme sin haberlo sabido ayer? El café se volvía amargo antes de probarlo. Las noticias, más amargas aún. Y en la boca, ese sabor que ningún cepillo borraba: metal oxidado, miedo viejo, la certeza de que este día también tendría su cuota de lágrimas ajenas que terminarían siendo propias.
Medellín de los ochenta, pensaba mientras caminaba hacia el banco, ciudad que me dio tanto y me quitó tanto. Las palabras resonaban en mi cabeza como letanía, como oración sin dios que escuche. Cada paso era un acto de valentía—o de estupidez, nunca supe distinguirlos bien—. Cada esquina un posible adiós. La ciudad se había vuelto una amante de doble filo: la amaba con fervor de neófito, la odiaba con rencor de traicionado. Cada esquina guardaba un beso y una herida.
Era hermosa aún, eso nadie podía negarlo. Sus montañas seguían abrazándola como brazos gigantes de piedra verde, pero ahora eran testigos mudos de una tragedia que se desarrollaba en sus faldas. Una ciudad que me enseñó a amar y a odiar con la misma intensidad. A vivir sabiendo que la muerte caminaba del brazo con uno, silbando canciones de Gardel con descaro.
—Una ciudad que sigue siendo parte de mí —murmuraba para nadie—, que sigue latiendo en mi pecho como eco de un pasado que no quiero olvidar, aunque me duela recordarlo.
El dinero fluía por las calles como ríos de tinta negra, manchando todo lo que tocaba, convirtiendo en oro lo que era barro, en barro lo que había sido oro. La rumba desenfrenada era intento desesperado de olvidar, de ahogar en música y aguardiente el grito silencioso de una sociedad que se desmoronaba sin admitirlo. Las discotecas palpitaban con energía frenética de quienes bailan al borde del abismo, como si cada noche fuera la última—y para algunos lo era, vaya que lo era.
Todavía tengo las cicatrices. El sol no las ha borrado. El tiempo tampoco. No hay lugar en el que me sienta verdaderamente en casa: Medellín me expulsa con su violencia, pero me retiene con sus recuerdos. El día aún no ha terminado, pero siento que ha pasado una eternidad desde que desperté. Mi humanidad se fue por el desagüe hace rato, o quizás sólo se esconde, agazapada, esperando tiempos mejores. Porque detrás de cada cosa hermosa en esta ciudad, hay cierto tipo de dolor. Siempre. Inevitablemente.
En medio del caos buscaba refugio en los libros y los pinceles. La pintura se convirtió en mi confesionario sin cura que absuelva: cada trazo era oración silenciosa por la paz que parecía tan lejana como Marte. Los lienzos se llenaban de colores vibrantes que contrastaban con la gris realidad circundante. Era mi forma de gritar en silencio, de mantener viva la llama de la esperanza en un mundo empeñado en apagarla.
Las noches eran caleidoscopio de emociones contradictorias. Por un lado el miedo arrastrándose por las calles como niebla espesa que todo lo cubre; por otro la música emanando de bares y discotecas, sinfonía de vida negándose a ser silenciada. Era como si la ciudad tuviera dos corazones: uno latiendo con ritmo frenético de salsa y vallenato, otro desangrándose lentamente con cada bala perdida que encontraba carne inocente.
—¿Hasta cuándo, Medellín? —me preguntaba en voz alta mirando el reflejo de una ciudad irreconocible en el espejo—. ¿Cuándo volverás a ser la ciudad de la eterna primavera, y no este infierno disfrazado de paraíso?
Pero entre las sombras también florecían sueños. Sueños de escapar hacia horizontes más claros, más lejanos, más ajenos a esta locura. El sueño se volvía cada vez más tangible, tabla de salvación en mar embravecido. Australia, Estados Unidos, Canadá—cualquier lugar parecía mejor que este laberinto de violencia donde hasta el aire sabía a pólvora. Y sin embargo algo me ataba a esta tierra con cadenas invisibles pero inquebrantables: la certeza de que la Medellín de mis recuerdos no estaba muerta, sino dormida bajo capas de miedo.
Mientras tanto la vida continuaba su curso implacable, indiferente. Los guayacanes y jacarandás seguían floreciendo cada primavera, ajenos al drama humano desarrollándose bajo sus ramas. El Parque Lleras, antes símbolo de alegría paisa, se había convertido en escenario surrealista donde la opulencia más descarada bailaba codo a codo con la miseria más absoluta. Qué irónico: los ricos celebraban su riqueza en los mismos lugares donde los pobres mendigaban sobras.
Una tarde, mientras caminaba por el Parque Bolívar, vi a un grupo de niños de la calle jugando con pelota desinflada. Gamines, les llamábamos con esa mezcla de lástima y desprecio que caracteriza a quienes miran sin ver.
—¡Pásala, Pipe! —gritó uno de ellos, chiquillo de no más de ocho años con pies descalzos y ropa raída que alguna vez fue blanca.
Pipe, niño de ojos vivaces y sonrisa desafiante, pateó la pelota con fuerza.
—¡Gol! —exclamó levantando los brazos en triunfo como si hubiera ganado el campeonato mundial.
Me acerqué a ellos, intrigado por su alegría en medio de tanta desolación. O quizás sólo necesitaba recordar que aún existía la alegría, que no todo era ceniza y llanto.
—¿Cómo se llaman, muchachos?
El más pequeño, de unos seis años, me miró con desconfianza ancestral, esa que se aprende en la calle antes de aprender a leer.
—Yo soy el Pulga —dijo—, y este es mi hermano, el Flaco.
—¿Dónde viven?
El Flaco, que no tendría más de ocho años pero cuya mirada era de anciano cansado, soltó carcajada amarga.
—Vivimos donde nos agarra la noche, señor. A veces aquí, a veces en los puentes, a veces en ningún lado.
Sus palabras me atravesaron como astillas de hielo. Estos niños, nacidos en el seno de mi amada y odiada Medellín, eran testimonio vivo de nuestro fracaso como sociedad. Éramos nosotros—todos nosotros—los culpables de que estos críos durmieran en las calles mientras nosotros soñábamos en camas tibias.
—¿Y sus padres?
Pipe, el de la sonrisa desafiante que ahora se había tornado en mueca, escupió al suelo.
—Los míos se fueron pal cielo en una balacera. Los del Pulga y el Flaco... quién sabe. Se perdieron en el basuco hace rato.
Sentí cómo los ojos se me humedecían. Estos niños con rostros sucios y almas más limpias que las nuestras eran los hijos bastardos de nuestra Medellín, los que pagaban el precio más alto por nuestros pecados colectivos, por nuestra indiferencia bien vestida.
—¿Quieren que les compre algo de comer?
Los ojos de los niños se iluminaron como faroles en noche oscura.
—¿Eh, cucho nos va a invitar a Presto o qué? —preguntó el Pulga, y en esa ilusión había algo que me partió el alma en pedazos pequeños.
—Claro que sí, campeón.
Caminamos hacia el restaurante como si fuéramos una familia extraña: yo con mi corbata de bancario y ellos con sus pies descalzos dibujando mapas de miseria en el pavimento. La gente nos miraba. Esa mirada que conozco bien: la que juzga y se aparta, la que condena sin preguntar. Pensé en mis propios hijos—los que nunca tuve, los que decidí no traer a este mundo roto—y sentí algo parecido a la vergüenza. No por caminar con estos niños. Por no caminar con ellos todos los días.
En ese momento el amor por Medellín se transformó en algo más profundo y doloroso. Era amor mezclado con vergüenza, con rabia sorda, con determinación feroz de que las cosas tenían que cambiar. Tenían que cambiar o moriríamos todos, física o espiritualmente, daba igual.
Medellín, mi bella y cruel amante, me enseñaste que el amor y el odio son dos caras de la misma moneda oxidada. Me mostraste la belleza en medio del horror, la esperanza en el corazón de la desesperación. Y aunque soñaba con escapar de tu abrazo asfixiante, sabía que una parte de mí—la parte que importaba—siempre te pertenecería.
Las calles que antaño resonaban con risas y el traqueteo de los tranvías ahora se ahogaban en silencio espeso, interrumpido sólo por eco lejano de disparos y sirenas. La noche caía como manto de incertidumbre sobre los barrios, y el miedo se colaba por las rendijas de las puertas, infiltrándose en los hogares como gas venenoso invisible.
Cada mañana al dirigirme al banco observaba cómo los rostros de mis conciudadanos se iban transformando. Las sonrisas se marchitaban como flores en sequía, reemplazadas por miradas furtivas y labios apretados. La desconfianza germinaba en el corazón de la ciudad como flor maldita, nutrida por la sangre de los inocentes que caían cada noche sin entender por qué.
En las arcas del banco los billetes susurraban historias de codicia y desesperación. Los cajeros los contaban mecánicamente mientras mi mente vagaba por las calles de una Medellín que ya no reconocía. Qué curiosa aritmética la nuestra: sumábamos billetes con la misma dedicación con que restábamos vidas. La ecuación siempre en equilibrio, siempre perfecta en los libros. Nunca en las calles.
Los acontecimientos que marcaron esa época no llegaron con estruendo de tambores ni trompetas, sino que se deslizaron silenciosamente por la puerta trasera de nuestra existencia. El auge del narcotráfico, el surgimiento del sicariato, el nacimiento de los grupos de autodefensas—todos entraron en nuestras vidas casi sin que nos diéramos cuenta, como ladrones en la noche.
La música de los carritos de helados se mezclaba con el rugir de las motocicletas, creando sinfonía discordante que resonaba en mis oídos mucho después de que el sol se ocultara. Los parques, antes llenos de niños y ancianos, se vaciaban al caer la tarde, convirtiéndose en territorios de nadie donde sólo los valientes o los insensatos se atrevían a pisar.
Y sin embargo, en medio de este caos, Medellín palpitaba con vitalidad feroz. Como si la ciudad misma se negara a sucumbir, resistiendo con uñas y dientes a la oscuridad que amenazaba con engullirla. En los ojos de las madres protegiendo a sus hijos, en las manos callosas de los obreros que seguían construyendo, en la risa desafiante de los jóvenes que se atrevían a soñar—allí estaba la esencia indomable de nuestra tierra.
Yo, simple espectador de este drama urbano, sentía cómo cada día una parte de mí moría y renacía. La nostalgia por lo que fuimos, por aquellos días de risas en las calles que ahora eran campos de batalla, se entremezclaba con temor visceral por lo que podríamos llegar a ser. ¿Nos transformaríamos en meros espectros vacíos en esta danza macabra de destrucción?
La vida es como hoja que se mueve en el agua, pensaba en las noches de insomnio cuando los ecos de los disparos aún resonaban en mis oídos. Su destino es ir hacia donde el agua la lleve. Y me preguntaba: ¿sobreviviremos a esta tormenta?, ¿qué quedará de nosotros cuando el humo se disipe y las balas callen? Los futuros no realizados, los sueños rotos, son sólo ramas secas del pasado, testigos mudos de lo que pudo haber sido y no fue.
En medio de la oscuridad recordaba las palabras de un viejo amigo: donde no hay esperanza debemos inventarla. Y así, con esa chispa de resiliencia encendida en mi corazón, me aferraba a la convicción de que incluso en los momentos más oscuros siempre hay espacio para la esperanza, para la reconstrucción, para un nuevo amanecer que no mienta.
Porque aunque las cicatrices de esta guerra marcarán nuestros cuerpos y nuestras almas—como agujeros por donde el alma ha intentado escaparse y ha sido obligada a volver, ha sido encerrada y cosida por dentro—, también son recordatorio de nuestra fortaleza, de nuestra capacidad para resistir y renacer. Las heridas se cosen con el hilo del tiempo, y no hay hilo que no vaya atado a una aguja. ¿Cómo no va a doler remendar el alma? Pero en ese dolor, en ese proceso de curación, encontramos la fuerza para seguir adelante.
Una tarde de esas que parecían eternas me encontré con Venancio González en una cafetería de Itagüí. El Mono Venancio, como todos le decíamos, con su cabello rubio casi blanco resplandeciendo como halo y sus eternas gafas de espejo ocultando lo que él llamaba cariñosamente la trabita.
—Venga le cuento, parcero, cómo fue que este Mono Venancio vivió el Festival de Ancón del 71 —comenzó, y el destello de sus lentes ocultó algo más que estrabismo—. Esa vaina fue más grande que las mentiras que yo echo cuando estoy entonado.
—Llegué montado en una chiva más colorida que mis pensamientos, con el pelo brillándome como bombillo. Apenas me bajé un hippie barbudito me dice: ey, gringo, welcome to paradise. Y yo, muerto de la risa, le contesto: gringo las pelotas, papá. Soy de Itagüí, pero albino y feliz.
Venancio hizo pausa dramática, como saboreando el recuerdo que aún le brillaba en algún rincón de la memoria.
—La música, mi hermano... cuando arrancó Pablus Gallinazus con su guitarra yo sentía que el corazón se me iba a salir. Me puse a bailar como loco gritando viva la música paisa. En esas un peludo me mira y me dice: mono, ¿quiere probar esto? Y me pasa un cigarrillo que olía raro. Yo, inocente como pollito recién nacido, le digo: claro, mi rey, pa las que sea.
El Mono soltó carcajada antes de continuar.
—Después de eso yo ya no sabía si estaba en La Estrella o flotando entre las estrellas. Veía colores que ni sabía que existían. La música se me metió por los poros y me bailaba por dentro. En un momento de lucidez—si es que se le puede llamar así—me encontré abrazado a un árbol diciéndole: papacito, usted sí que sabe echar raíces. Y el árbol, todo serio, ni mu me contestaba.
Venancio se puso serio de repente, algo inusual en él.
—Pero mire, viejo Abel, ese festival fue como el despegue de un cohete. Nos elevó a todos, nos hizo sentir libres, diferentes. Pero como todo lo que sube tiene que bajar, cuando se acabó la fiesta muchos no supieron aterrizar. Fue como si las drogas hubieran descubierto Medellín, y Medellín las hubiera recibido con los brazos abiertos. De repente lo que era diversión de fin de semana se volvió el pan de cada día para muchos.
Se quitó las gafas revelando unos ojos cansados pero aún chispeantes.
—Yo vi cómo la ciudad cambió, cómo los muchachos que antes soñaban con ser doctores o ingenieros ahora soñaban con el próximo viaje. Ancón fue hermoso, fue mágico, pero también fue el comienzo de algo más oscuro. A veces pienso que si hubiéramos sabido lo que venía tal vez habríamos bailado un poco menos y pensado un poco más. Pero bueno, como decía mi abuelita: a lo hecho, pecho.
Justo en ese momento la puerta de la cafetería se abrió dando paso a Manuel González, el hermano de Venancio. A diferencia de su hermano Manuel tenía aire serio, casi sombrío.
—Hablando de cosas que nadie se imaginaba —dijo sentándose junto a nosotros—. ¿Se acuerdan de ese titular de 1976? Capturado el Patrón con treinta y nueve kilos de coca.
El ambiente cambió instantáneamente. El Mono Venancio se enderezó en su silla, su sonrisa desvaneciéndose como humo.
—Uy, hermano, ¿por qué tiene que traer esas vainas a la mesa?
Manuel lo ignoró, sus ojos fijos en mí.
—Ese día cuando leí esa noticia sentí como si alguien me hubiera echado un baldado de agua fría. Pablo Escobar... nadie sabía quién era ese man en ese momento. Era sólo otro nombre en el periódico.
—Pero usted sabía que era diferente, ¿no? —pregunté intrigado por su tono.
Manuel asintió lentamente.
—Era como ver la primera grieta en una represa. Sabías que algo grande venía pero no podías imaginar qué tan grande. Treinta y nueve kilos... en ese tiempo parecía cantidad absurda. ¿Ahora? Ahora es como hablar de caramelos.
—Pero nadie le dio importancia en ese momento, ¿o sí? —intervino Venancio, su tono inusualmente serio.
—No, nadie. Era sólo otra noticia más. Cosa de gringos, decían algunos. Moda pasajera, decían otros. Pero yo... yo sentí que algo había cambiado. Era como si el aire de la ciudad se hubiera vuelto más pesado de repente.
Un silencio se instaló en nuestra mesa, cada uno perdido en sus pensamientos. Fue Venancio quien finalmente lo rompió, su voz recuperando algo de su habitual alegría.
—Bueno, pero no nos quedemos todos achantados. ¿Quién quiere otro tinto? Yo invito pero yo no tomo, porque se me pasa la trabita tan bacana que tengo.
Mientras el Mono Venancio se dirigía al mostrador intercambié una mirada con Manuel. En sus ojos vi reflejada la misma pregunta que me atormentaba: ¿cómo no vimos venir lo que se avecinaba?, ¿cómo pasamos de la inocencia del Festival de Ancón a la pesadilla que se desataría en los años siguientes?
Medellín, mi bella y contradictoria Medellín, guardaba sus secretos como esfinge. Y nosotros, simples mortales, apenas comenzábamos a descifrar el enigma que nos plantearía en las décadas por venir.
Itagüí a finales de los setenta era como el hermano menor de Medellín, creciendo a la sombra de la gran ciudad pero con identidad propia negándose a ser eclipsada. Las chimeneas de sus fábricas se alzaban como centinelas custodiando un paisaje en constante transformación.
El parque principal bullía de vida, especialmente los domingos después de misa. Doña Lucía con su carrito de obleas era institución en sí misma.
—¡Obleas, obleas fresquitas! —pregonaba con voz que parecía llevar el sabor dulce en cada sílaba.
Los jóvenes se reunían en las esquinas con ojos brillantes de sueños y expectativas. El futuro parecía promisorio: las fábricas ofrecían trabajo estable y la promesa de progreso flotaba en el aire como aroma del café recién tostado de la fábrica local.
Sin embargo incluso aquí, en este rincón aparentemente tranquilo del Valle de Aburrá, se podían sentir los primeros temblores de lo que estaba por venir. Los rumores corrían como ríos subterráneos, susurros sobre dinero fácil y nuevos empresarios que estaban cambiando las reglas del juego.
—¿Viste el carro nuevo de los Rodríguez? —comentaba una señora a otra mientras hacían fila para comprar el pan—. Dicen que el hijo mayor está metido en negocios raros.
La otra mujer chasqueaba la lengua, mitad desaprobación, mitad envidia mal disimulada.
—Mientras no se metan con uno...
La frase quedó inconclusa, cargada de significado que todos entendían pero nadie se atrevía a nombrar.
En las noches el Parque de las Chimeneas se llenaba de parejas de enamorados y grupos de amigos. La música de Fruko y sus Tesos se escapaba de las cantinas mezclándose con las risas y el tintineo de las botellas de aguardiente.
Don Ramón, el zapatero de la esquina, observaba todo desde su taller con ojos cansados pero alertas.
—Esto está cambiando, mijo —me dijo una tarde mientras le llevaba unos zapatos para arreglar—. Y no sé si pa bien o pa mal. Pero algo se está cocinando, y no es sólo en las ollas de las fábricas.
Sus palabras resonaron en mi mente mientras caminaba de regreso a casa, el sol poniente tiñendo de naranja las fachadas. Itagüí con su mezcla de tradición industrial y aires de pueblo grande parecía estar en el umbral de una transformación. El olor a cuero de las talabarterías, el ruido de las máquinas de las fábricas textiles, el bullicio del mercado—todo seguía allí, familiar y reconfortante. Pero había algo más: corriente subterránea de cambio que se podía sentir en el aire, en las miradas, en las conversaciones a media voz.
Mientras cruzaba el puente sobre la quebrada Doña María me detuve un momento. Abajo el caudal turbio se arrastraba como serpiente enferma. Sus aguas sucias susurraban secretos tóxicos, testigo mudo de nuestra voracidad. Éramos nosotros los que la habíamos envenenado, nosotros los que bebíamos su veneno sin parpadear.
La quebrada en otros tiempos cristalina vena de la tierra ahora se ahogaba en su propia agonía, espejo turbio reflejando nuestra propia decadencia. Como ese flujo incesante Itagüí avanzaba hacia un futuro tan incierto como las aguas que lo atravesaban, llevando consigo sueños marchitos, temores sin nombre y esperanzas que ya no sabían si lo eran.
¿Qué nos depararía el mañana? ¿Lograríamos mantener la esencia de nuestro pueblo en medio de los cambios que se avecinaban? Sólo el tiempo lo diría. Por ahora Itagüí seguía siendo buen vividero, refugio, escenario de nuestras vidas cotidianas. Y sus habitantes se aferraban a esa normalidad como ancla en medio de la tormenta gestándose en el horizonte.
La quebrada Doña María seguía su curso, indiferente. Llevaba desechos de fábrica y desechos de alma con la misma parsimonia. Yo me quedé en el puente un momento más—apenas un momento—, sintiendo cómo Itagüí respiraba bajo mis pies: un pueblo que aún creía ser pueblo, una ciudad que ya era ciudad sin saberlo, un futuro que llegaba con pasos de ladrón, callado, inevitable.
Mañana volvería al banco. Mañana contaría billetes que olían a pólvora y a sueños rotos. Mañana Medellín seguiría siendo hermosa y terrible, amada y odiada, nuestra y ajena.
Pero esta noche, sólo esta noche, quería creer que aún podíamos salvarnos.
FIN DEL CAPÍTULO 30
--------------------------------------------------------- <<CAPITULOS DEL LIBRO >> —-------------------------------------------------------
- 0 - ROLOGO Pinceladas de Recuerdos
- 22 -Una Melodía de Anhelos y Desencuentros
26 -Del Humor al Recuerdo: Historias del Banco y Sus Personajes
- 29.-Cuando el Banco se Convierte en tu Segundo Hogar
- 30.-Historias de Amigos y Aventuras: Galería de personajes bancarios
- 31.-Raspando la «olla anecdótica
- 32.-El Pulso de una Ciudad: Medellín entre la Nostalgia y el Temor
- 33.-Semillas al viento: La odisea de la familia Salazar Suárez
- 34. -Medellín en los 80: Memorias de una Ciudad en Dualidad
- 35.-Maleta de Sueños: Crónica de un Viaje sin Retorno
- 36.-Quemando las naves del destino
- 37.-Aromas de esperanza: Renacimiento en el barrio griego de Montreal
- 38.-La Huella del Exilio: Entre el Frío y la Esperanza
- 39.-Danza de Recuerdos: Espejismos en la nieve
- 40.-Un Alma Suspendida entre Dos Mundos
- 41.-Entre Sombras y Lluvia: Memorias de un Alma Errante
- 42.-El Laberinto del Renacimiento: Un Viaje del Alma
- 43.-El Refugio de la Esperanza: La eternidad de un instante
- 44.-Entre risas y lágrimas: El dulce misterio de vivir
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Buen día, increíble cómo plasmas todo en el papel, se mete uno en la película como vas describiendo paso a paso lo que pasaba en nuestra bella ciudad. Gracias a Dios acá estamos, pero épocas muy duras ~Dolly~
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