No 28 "Cuentas y Cuentos: Las Anécdotas Más Divertidas del Banco"
Capítulo 28
Cuentas y Cuentos: Las Anécdotas Más Divertidas del Banco
Los ochenta pasaron de moda más rápido que un pantalón de bota campana empolvado en el fondo del armario, más fugaces que el rastro de Paco Rabanne en el cuello de un ejecutivo despeinado por el viento de la tarde. Pero dejaron historias, esas que uno cuenta cuando el tiempo ha limado las aristas y solo queda la risa, el asombro, la incredulidad dulce de haber vivido aquello.
El banco era, en esencia, una discoteca en potencia. De hecho, años después consumaría esa metamorfosis, como si el destino arquitectónico de sus pisos siempre hubiera estado escrito en la vibración subterránea de los viernes culturales. Cambiaba de nombre con la misma frecuencia errática con que yo cambiaba de peinado: del señorial Banque Nationale de Paris pasó al más criollo Banco Mercantil, luego al solemne Banco de Crédito y Comercio, hasta convertirse en Banco Andino en 1993, época que ya no me tocó presenciar pero de la que oí hablar como quien oye leyendas.
¿Por qué tantos cambios? Quizás para confundir a los ladrones, o más probablemente porque los dueños padecían de una indecisión crónica similar a la mía frente al catálogo infinito de Netflix. Pero en ese banco —con su identidad líquida y sus muros que olían a tinta, a billetes contados mil veces, a café recalentado— no solo se contaba dinero: se tejían historias. Éramos personajes de García Márquez en versión paisa, inmersos en una realidad que desbordaba cualquier ficción, aunque sin el consuelo poético del realismo mágico. Aquello era realismo a secas, crudo, hilarante, a veces cruel.
Desempolvemos ahora esas perlas que quedaron ocultas en el baúl de las nostalgias, brillando todavía con luz propia bajo el polvo de los años.
El Joven Hippie y el Gerente Suspicaz: El Interrogatorio de Don Lucas
Mi primera anécdota fue tan directa que me dejó flotando entre la incomodidad y el rubor involuntario, como cuando alguien te pregunta tu peso en público. Recién llegado al banco, flacuchento y con pinta de hippie descafeinado —cabello largo, ropa colorida pero sin excesos, que conste—, tuve que entregarle un sobre directamente a Don Luis Carlos, el gerente, en la privacidad intimidante de su oficina. Aprovechó la situación para lanzarme una pregunta sin anestesia previa, tan filosa como navaja de afeitar recién afilada:
—¿Cómo le va, joven? Cuénteme... ¿usted consume marihuana?
Me quedé más helado que el hielo de paletero, ese que echa humito blanco y se derrite entre los dedos. Don Lucas —así le decían con cariño mezclado de respeto— debió pensar que yo era más mariguano que Karolo, el mismo que organizó el festival de Ancón por esos tiempos, o que le echaba ciriguaya a los frijoles para darles ese toque especial que nadie pedía.
No sé de dónde brotó la inspiración —tal vez del mismo pozo turbio de donde los políticos sacan sus frases más memorables—, pero le respondí con la convicción de un evangelista en plaza pública:
—No, señor. Yo ni licor consumo. Lo único que tomo es juguito de maracuyá.
El viejo sonrió con esa mezcla de incredulidad y benevolencia que tienen los abuelos cuando los nietos mienten descaradamente pero con gracia. Probablemente pensó que mi cerebro estaba más torcido que un cigüeñal de camión viejo. Tuve la fortuna de que no me ordenara un test de sangre, porque habría perdido el año sin apelación. El resultado habría revelado que encontraron un poco de sangre en mi torrente alcohólico, no al revés.
Pero verá usted, estimado lector, las mentiras piadosas hay que soltarlas cuando la ocasión lo demanda, con la soltura de quien tira una moneda a la fuente pidiendo un deseo. En aquellos tiempos, cuando la marihuana —o maracachafa, como también la llamaban— era más común que la arepa en el desayuno, mi apariencia de Jesucristo en Woodstock levantaba más sospechas que un maletín abandonado en el aeropuerto haciendo tic-tac. Pero yo, fiel a mi estilo de vida supuestamente saludable, solo me drogaba con el ácido benévolo de mi jugo de maracuyá. Que los hippies de verdad me perdonen por ser tan light, tan aguado en mis rebeldías.
Así sobreviví, en un banco que cambiaba de identidad más rápido que un agente secreto, a mi primer interrogatorio existencial. Don Lucas, satisfecho o resignado con mi respuesta frutal, me dejó seguir en mi puesto. Después de todo, en una época donde el dinero crecía más rápido que la inflación —y eso ya es decir algo—, un hippie tomando jugo de maracuyá era quizás lo más normal que podrías encontrar en esas oficinas donde lo anormal era la norma y la cordura, un bien escaso.
De Banco a Discoteca: Un Baile con la Nostalgia
La Metamorfosis de un Recuerdo
Tiempos aquellos, cuando uno era joven y los bancos eran bancos, no discotecas con luces de neón palpitando como corazones electrónicos y pistas de baile donde antes se firmaban pagarés con tinta azul y dedos temblorosos. Pero así es la vida: cambiando siempre, como camaleón en arcoíris, adaptándose a colores que nunca pedimos pero que terminamos usando.
Me encontraba en una de mis escapadas habituales de viernes por la noche, buscando ese lugar donde la música fuera buena, la compañía mejor, y los recuerdos... bueno, eso dependía enteramente del lugar y de cuántos tragos llevara encima. La sorpresa me golpeó cuando, al pasar por donde antes se erguía con solemnidad comercial la Banque Nationale de Paris, me topé con una discoteca. Sí: donde antes se guardaba oro ahora se guardaban los pasos de baile más extravagantes que la dignidad humana puede tolerar.
"¡Pero bueno!", exclamé con esa mezcla de asombro y curiosidad que solo produce el absurdo hecho realidad. "¿Qué pasó aquí? ¿Los cajeros ahora sirven mojitos en vez de billetes?"
No pude resistir la tentación. Entré como quien entra a un sueño o a una pesadilla, todavía sin decidir cuál. El ascensor, ese que tantas veces me había transportado a la oficina del gerente con la resignación de quien sube al patíbulo, ahora me elevaba hacia un universo de luces estroboscópicas y música que hacía temblar las paredes. Al llegar al tercer piso —donde antes se tomaban decisiones financieras trascendentales que afectaban vidas enteras—, ahora se tomaban decisiones mucho más urgentes: ¿salsa o merengue? ¿Daiquiri o guaro doble?
Las puertas del ascensor se abrieron sobre un espectáculo que desafiaba mi memoria: todo el piso convertido en discoteca, sumergido en penumbra estratégica, con destellos de colores que cortaban la oscuridad como cuchillos de luz, y una energía palpitante que hacía vibrar el piso bajo mis pies. El bar ocupaba exactamente el lugar donde estuvo la oficina de Don Lucas, y la pista de baile se extendía sobre lo que fue el santo sanctorum de la administración.
"¿Esto es real?", me pregunté en voz alta, mientras una camarera sonriente —como si la hubieran entrenado para sonreír incluso en sus pesadillas— me entregaba un trago que yo no había pedido pero acepté con el pragmatismo del que no rechaza regalos del destino.
—Esto sí que es inesperado —comentó un hombre a mi lado, con una sonrisa tan nostálgica como la mía, ambos reconociéndonos instantáneamente como náufragos del mismo naufragio—. ¿Tú también trabajaste aquí?
—Sí, claro. Pasé años en este lugar. Mi nombre es Hugo Jiménez. Luz Mery Duque, mi cuñada, también trabajaba aquí, detrás de esos escritorios que ahora son parte del bar —respondí, señalando con el vaso como quien señala ruinas de una civilización perdida—. Parece que no soy el único que vino a ver en qué se convirtió todo esto.
—Oh, yo también trabajé aquí, aunque hace mucho. ¡Qué tiempos aquellos! —dijo, y ambos reímos con esa complicidad instantánea que solo comparten quienes nadaron en las mismas aguas turbias del pasado.
La noche avanzó entre risas y recuerdos que brotaban como manantiales cada vez que el alcohol aflojaba las compuertas de la memoria. A cada trago, las anécdotas del banco cobraban vida, se inflaban, adquirían colores que tal vez nunca tuvieron pero que ahora parecían más reales que la realidad misma. Recordé mi primer día, aquel nerviosismo que me hacía sudar bajo la camisa al cruzar el umbral de la Banque Nationale de Paris, sin sospechar que aquellos pasillos serían testigos de tantas historias, de tantas vidas entrelazadas. Las reuniones con Don Lucas, siempre tan serio que parecía que se había tragado un reglamento bancario al nacer, y los días interminables en la administración donde el tiempo se arrastraba como caracol cuesta arriba.
—¿Te acuerdas de Rosa Inés? —preguntó mi nuevo compañero de nostalgia, señalando el antiguo rincón de las fotocopiadoras, ahora inundado de luces de colores y humo artificial que parecía salido de una película de ciencia ficción barata.
—¡Cómo olvidarla! Siempre tan estricta con el archivo, pero con un corazón de oro escondido bajo esa fachada de sargento prusiano —respondí, riendo ante la imagen surrealista de Rosita bailando salsa en ese mismo espacio donde antes reinaba el orden alfabético y el olor a papel viejo.
La pista de baile era un torbellino de movimiento donde los cuerpos se mecían como algas bajo el agua, y en medio de esa noche que tenía algo de mágico y mucho de imposible, una hermosa compañía me envolvió en un abrazo que parecía salido de otra dimensión temporal. Los recuerdos se agolpaban —tristes y melancólicos como viejas fotografías descoloridas, pero también llenos de vida y risas—, creando una mezcla embriagadora más potente que cualquier licor.
Mientras la música nos envolvía como niebla sonora, comprendí algo que antes no había visto con claridad: aunque el banco había cambiado, su esencia seguía viva en nosotros, en esos recuerdos que compartíamos como quien comparte pan. El pasado y el presente se fusionaban en una danza extraña de luces y sombras, tejiendo una noche inolvidable, cargada de nostalgia pero también de nuevas memorias que se grababan en tiempo real.
—A veces los cambios no son tan malos, ¿verdad? —dije, mientras el último trago de la noche descendía por mi garganta, dejando un sabor agridulce que era mitad alcohol, mitad melancolía.
—No, no lo son —respondió él, con una mirada que reflejaba el mismo torbellino de emociones que yo sentía.
Y así, en esa discoteca insólita que fue banco y ahora era templo del olvido temporal, celebramos el ayer y el hoy con la certeza de que algunos lugares nunca mueren realmente: solo se transforman, mutan, adoptan nuevas máscaras pero conservan algo esencial bajo la superficie. Como nosotros mismos.
El Pintoresco Viejo Man del Banco
Los personajes del banco eran tan variopintos y folclóricos que parecían arrancados de las páginas de Condorito, cada uno con su exageración particular, su don para el absurdo cotidiano. En ese carnaval de caricaturas humanas, no podía faltar Jairo Giraldo, mejor conocido como "el viejo man", un apodo que se le pegó con la tenacidad de una canción pegajosa que no puedes sacarte de la cabeza.
¿Y por qué ese apodo tan peculiar? Por su saludo característico, ese "¿Hola, viejo man?" que soltaba con la naturalidad de quien respira, una frase que se contagiaba más rápido que un vallenato en diciembre. Más tarde, por algún giro del destino —o tal vez por una noche de tragos donde las palabras se tuercen y adquieren vida propia—, pasó a ser conocido como "el viejo mandrágoras", un título que le sentaba todavía mejor, como traje hecho a medida.
Nuestro viejo man era un espécimen particular: en edad no llegaba siquiera a la treintena, pero aparentaba más años que un roble centenario, con esa pinta de haber vivido varias vidas paralelas, más que Matusalén y su cohorte de patriarcas bíblicos. ¿La razón de su envejecimiento prematuro? Unas cicatrices en el rostro, recuerdos imborrables de un acné juvenil tan rebelde como el temperamento de su dueño. Además, usaba lentes con cristales gruesos porque era más cegato que topo perdido en discoteca, navegando a tientas entre luces que no alcanzaba a descifrar. Era como si la vida le hubiera dado un combo promocional sin pedirlo: lleve sus cicatrices y de ñapa le regalamos la miopía. Dos por uno, oferta imperdible.
Los Sábados Futboleros: El Portero Ciego
Los fines de semana, después de los obligados guarilaques del viernes —esas reuniones etílicas que dejaban el hígado pidiendo tregua—, llegaban los sábados futboleros. Ya se imaginarán el rendimiento deportivo de estos etílico-deportistas, arrastrando resacas como cadenas invisibles. Nos reuníamos a jugar fútbol en la cancha de Crown Litometal, justo frente al zoológico Santa Fe, donde el viejo man vivía al lado, una proximidad geográfica que facilitaba su participación aunque no mejorara su desempeño.
Siempre jugaba de portero. ¿La razón? No era por sus habilidades felinas ni por ningún talento deportivo oculto, sino porque siempre estaba con una resaca monumental, enguayabado hasta las pestañas. El deporte —y mucho menos el fútbol— no eran precisamente su virtud. Su única estrategia consistía en ocupar espacio bajo los tres palos y rezar para que el balón no fuera en su dirección.
Pero lo verdaderamente cómico era su ritual de portero. Por temor completamente lógico a recibir un balonazo en pleno rostro, se quitaba los lentes y los dejaba cuidadosamente en la base del palo de la portería, como quien deposita una reliquia sagrada. ¿Cómo la ven? Un portero que prefería no ver, que elegía la ceguera voluntaria antes que arriesgarse a perder sus únicos ojos funcionales. Pero cuando el equipo contrario se acercaba peligrosamente a su arco, amenazando con romper el precario equilibrio del marcador, el viejo man corría torpemente a ponerse los lentes, creando un espectáculo digno de Chaplin: verlo dudar entre atajar el balón o ajustarse las gafas, como si la vida le presentara una disyuntiva existencial imposible de resolver.
La Irresponsabilidad Personificada: La Fiesta Épica
La responsabilidad no era su fuerte. Era tan ajeno a ese concepto como un gato al agua, como un pez al desierto. Alberto Ochoa, con su humor más ácido que limón concentrado, solía decir con esa crueldad cariñosa que solo permiten las amistades verdaderas:
—El viejo man es tan irresponsable que si le dieran una finca para manejarla, sería capaz de chocarla.
Como si una finca fuera un Renault 4 desbaratado. También bromeaba con ponerlo a administrar una casa de citas. ¿Se imaginan al viejo man sacando cuentas, llevando registros, organizando turnos? Era como pedirle a un huracán que ordenara una biblioteca.
Pero no se dejen engañar por su aspecto bonachón y su sonrisa perpetua, porque detrás de esa fachada amigable se escondía un desastre con patas, una catástrofe ambulante buscando dónde manifestarse. La joya de la corona —el colmo supremo de su irresponsabilidad— llegó cuando su hermano, el profesional de la familia (con todos los atributos morales que no le dieron al viejo man, como diría nuestro querido reyecito), se fue de vacaciones a la costa con su familia. En un acto que desafiaba toda lógica humana y divina, le dejó encargada su casa en Bello al viejo man. Sí, le confió las llaves de su hogar al mismo tipo que podría estrellar una finca contra un árbol. Era como amarrar un perro con longaniza y esperar que la longaniza sobreviviera.
¿Y qué hizo nuestro héroe en esa respetable casa residencial que le confió su hermano con ingenuidad suicida? Pues lo que cualquier ciudadano irresponsable haría en su lugar: organizó una fiesta épica, una parranda tan monumental que hasta Gabriel García Márquez la habría incluido en Cien años de soledad como el evento apocalíptico que finalmente destruye Macondo y borra del mapa toda esperanza de redención.
La fiesta fue tan descomunal, tan desbordada en su caos festivo, que la casa terminó sellada por las autoridades por uso indebido de una vivienda residencial. Imagínense a la policía llegando al amanecer, entre botellas rotas y cuerpos dormidos en posiciones imposibles, diciendo con voz oficial:
—Esta casa ha sido más maltratada que la Constitución Nacional. Queda clausurada hasta nuevo aviso.
El viejo man convirtió la residencia de su hermano en algo entre discoteca clandestina y casa de dudosa reputación, un híbrido monstruoso que ni las autoridades sabían cómo clasificar. Me ruborizo al admitir que fui uno de los irresponsables asistentes a aquel aquelarre. Sí, señores, yo mismo estuve allí, y me pongo colorado solo de recordarlo, sintiendo todavía en la piel el olor a exceso y arrepentimiento futuro. Pero ¿qué le vamos a hacer? Así era él: un desastre ambulante pero con un corazón fiestero que adoraba la recocha, el desmadre organizado. Y aunque sus aventuras nos sacaban canas verdes y nos envejecían prematuramente, siempre terminábamos riéndonos de sus imprudentes pilatunas, porque la risa era la única forma de digerir semejante cantidad de absurdo.
En fin, el viejo man era la personificación viviente de la irresponsabilidad en un país donde, durante los ochenta, esta cualidad parecía ser un requisito indispensable para sobrevivir. Un tipo que no llegaba a los treinta pero vivía como si cada día fuera el último, un portero que prefería no ver antes que ver su derrota, y un cuidador de casas que organizaba fiestas dignas de película de Hollywood —de esas que terminan con la policía y el arrepentimiento—.
En ese Medellín de los ochenta, donde el banco cambiaba de nombre como de camisa y la responsabilidad era un concepto tan extraño como la paz duradera, el viejo man no era la excepción sino la regla encarnada. Un personaje que en cualquier otro lugar hubiera sido una caricatura exagerada, pero en nuestro banco y en nuestro país era tan normal como tomar jugo de maracuyá para demostrar que no fumabas marihuana. ¡Ah, mi bella ciudad, tierra donde la realidad supera cualquier ficción con pasmosa facilidad! Qué tiempos aquellos, cuando la cordura era opcional y la locura, un estilo de vida.
Los Viernes Culturales
Los mal llamados "viernes culturales" del banco eran como un oasis en medio del desierto laboral, un respiro de alegría y desenfreno que comenzaba puntualmente a las cuatro de la tarde, cuando las puertas se cerraban para el público y el ambiente se transformaba completamente, llenándose de buen humor y expectativa. Una tradición tan obligatoria como el himno nacional en un partido de la Selección Colombia, esa ceremonia que nadie se atrevía a cuestionar.
En ese escenario festivo, Juan Javier, el jefe de extranjero, era el maestro de ceremonias indiscutible, el encargado de organizar las famosas "bebetas" —esas reuniones informales donde el licor fluía con la generosidad de río crecido y se bebía con la premura desesperada de maratonista en los últimos kilómetros—.
¿Y quién creen que era el primero en ofrecerse para recolectar el dinero de la vaca? Pues el más ingenuo del lugar, nuestro querido viejo man. Era como poner a un zorro a cuidar el gallinero, pero en este caso, a un irresponsable notorio a administrar el fondo común. Él hacía la colecta con una seriedad que ya quisieran los del DANE en sus censos más rigurosos, pasando de escritorio en escritorio con aire de recaudador oficial.
Pero aquí viene lo bueno, la parte donde su genio para la supervivencia brillaba: al final de cuentas, el viejo man salía más beneficiado que político en periodo electoral. No daba su cuota para la vaca, se emborrachaba generosamente a cuenta de sus colegas, y para colmo de la impunidad, hasta le sobraba dinero para el taxi de vuelta a casa. Era un genio financiero a su manera, un Warren Buffett del aguardiente: invertía cero pesos y obtenía dividendos abundantes en forma de guayabo cortesía de la casa y transporte gratis.
El Galán de los Piropos Trasnochados
Pero esperen, que la cosa se pone todavía mejor, más surrealista. La mamá de Ligia Isabel, doña Ligia, de vez en cuando visitaba el banco para ver a su hija. Una señora siempre muy propia y bien arreglada, como si en vez de ir a un banco estuviera asistiendo a misa de doce. Como era lógico y previsible, Ligia Isabel casi siempre estaba ocupada atendiendo clientes o hundida en papeles, así que a la mamá le tocaba esperar sentada en la recepción, observando el ir y venir de la gente con paciencia de santa.
Entraba entonces en escena nuestro amigo viejo man, que no tenía ni la más remota idea del parentesco que existía entre ambas mujeres. Para él, cualquier ser con falda era una potencial conquista, incluso si esa falda estuviera puesta en una escoba. Ver a doña Ligia sentada ahí, elegante y sola, era como mostrarle un ratón a un gato: se le activaban todos los instintos cazadores de forma automática.
Así que ahí iba nuestro Romeo de segunda, tirándole los perros a doña Ligia sin el menor asomo de pudor o autocrítica. Sus técnicas de coqueteo eran tan anticuadas como su apodo, reliquias de otra época, pero él las usaba con la confianza ciega de un vendedor de elixires milagrosos en plaza de mercado. Le lanzaba piropos que seguramente había aprendido viendo películas de Cantinflas un domingo aburrido:
—¿Qué hace una estrella volando tan bajito?
—Con un bombón como usted, no me importaría ser diabético el resto de mis días.
Doña Ligia, lejos de ofenderse o escandalizarse, se divertía como en una comedia de teatro de barrio. Más tarde, entre risas que le sacudían todo el cuerpo, le contaba a su hija las aventuras del galán equivocado, del pretendiente que no sabía que estaba cortejando a la suegra potencial de alguien más.
—Hija, ¿te imaginas? ¡Ese muchacho me estaba echando los perros! Debe pensar que soy Elizabeth Taylor en sus buenos tiempos.
Y es que, seamos honestos y piadosos, para el viejo man cualquier mujer mayor de cuarenta era una diva de Hollywood esperando ser descubierta, una estrella apagada que solo necesitaba el reconocimiento de su mirada experta para volver a brillar.
Este episodio —lejos de ofender o molestar— le subía el ego a doña Ligia más que un ascensor en el edificio Coltejer. Era como si el viejo man, sin saberlo y sin proponérselo, le hubiera regalado un lifting facial gratis, una inyección de juventud verbal. Ella se sentía rejuvenecida, como en sus veinte otra vez, todo gracias a los piropos trasnochados de nuestro Don Juan de pacotilla que repartía halagos con la generosidad del que no tiene nada que perder.
Ese era el viejo man en toda su compleja dimensión. Un tipo que no podía ver una escoba con falda porque se le tiraba en plancha, como Higuita en sus mejores tiempos ejecutando el escorpión imposible. No importaba si la escoba era la mamá de una compañera, una clienta despistada o la señora de la limpieza: para él, toda mujer merecía sus galanterías añejas, sus cumplidos polvorientos pero sinceros. Él mismo pregonaba su filosofía de vida sin vergüenza:
—De mosca pa arriba, todo es cacería legítima.
En un banco donde los viernes se volvían culturales —léase etílicos sin eufemismos—, donde la vaca para el trago la manejaba el más irresponsable del equipo, y donde un empleado le coqueteaba descaradamente a las mamás de sus colegas sin saber que eran mamás de sus colegas, cualquier cosa era posible. Eran tiempos en que la cordura se iba de vacaciones cada fin de semana sin avisar, y personajes como el viejo man nos recordaban con su sola existencia que en Medellín la realidad siempre tiene un toque de García Márquez, un chorrito generoso de aguardiente antioqueño, y un trasfondo inevitable de vallenato tocando en alguna parte.
Y como si los viernes culturales —esos torneos de resistencia etílica donde los hígados competían por ver cuál aguantaba más— no fueran suficiente castigo para nuestros maltratados órganos internos, los sábados por la mañana, con el guayabo a cuestas más pesado que una hipoteca a treinta años y el cuerpo pidiendo clemencia como cliente desesperado en fila interminable de banco, nos reuníamos en la misma cancha frente al zoológico Santa Fe para jugar un partido de fútbol que nadie en su sano juicio hubiera organizado. ¡Qué irresponsables éramos, qué gloriosamente irresponsables! Pero qué le vamos a hacer: así era la vida en esos tiempos, una mezcla embriagadora de juerga y deporte amateur, de risas alcohólicas y cansancio acumulado, como un balance contable donde las fiestas eran los activos y el guayabo, los inevitables pasivos.
Goles Olímpicos y Decepciones en la Cancha
Sucedía a veces —no siempre, pero con frecuencia suficiente para alimentar nuestras ilusiones— que las chicas más entusiastas del banco, esas mismas que nos veían luchar con calculadoras prehistóricas y los cuadros cuadrados del canje durante toda la semana, se animaban a venir a vernos jugar los partidos sabatinos. Era como tener porristas en un partido de la Selección, pero en vez de representar la tricolor nacional, nosotros representábamos con dudoso honor al equipo Guayabo F.C., un nombre no oficial pero perfectamente descriptivo de nuestro estado general.
Su presencia femenina nos daba un impulso extra, una motivación adicional para lucirnos en la cancha polvorosa, como si cada gol pudiera ser un ascenso laboral y cada gambeta exitosa, un bono de productividad. Queríamos impresionarlas, demostrarles que éramos verdaderos cracks del balón, tan hábiles con los pies como supuestamente lo éramos con los números —aunque ambas afirmaciones fueran bastante discutibles bajo la luz cruda de la realidad—.
Un día en que las chicas hacían acto de presencia en las improvisadas tribunas, la suerte me sonrió de una manera tan inesperada que todavía me cuesta creerlo. Desde mi posición en la punta derecha, casi pegado al banderín de córner, más lejos de la portería rival de lo que cualquier entrenador cuerdo recomendaría, lancé un centro con la intención básica de que alguno de mis compañeros lo rematara con fortuna. Sin embargo, el destino —ese mismo que a veces te despeina el peinado de toda la semana solo por diversión— tenía otros planes escritos en su libro invisible.
Con el viento a mi favor como en la canción aquella, saqué un centro que se elevó por los aires con una elegancia inesperada, describiendo una parábola perfecta que iba ganando altura, y luego, en un giro dramático digno de película, descendió suavemente hasta colarse en el fondo de la red contraria. ¡Un gol olímpico! ¡Un golazo de antología que hubiera hecho llorar a James y replantearse toda su carrera futbolística!
Salí corriendo a celebrar, más eufórico que inversionista en día de ganancias extraordinarias, los brazos alzados en V de victoria. En mi mente ya me veía en las portadas de El Colombiano: "Ex banquero anota gol de película en cancha del zoológico". Esperaba la ovación ensordecedora de las chicas que estaban en la tribuna improvisada, las imaginaba gritando mi nombre con devoción, pidiéndome autógrafos, tal vez hasta mi número telefónico.
Pero oh, destino cruel y burlón. ¡Estaban todas completamente distraídas! Ni siquiera miraban hacia la cancha donde acababa de ocurrir el milagro deportivo. Estaban pegadas a la malla del zoológico como moscas a la miel, mirando pasar los buses por la avenida con la concentración de científicos observando un fenómeno raro.
¿Y por qué semejante distracción colectiva? ¡Trataban de ver a Agripina, el famoso chimpancé, la atracción estrella del zoológico!
Qué decepción tan monumental, qué golpe tan duro para el ego masculino. Mi gol del siglo, ese que hubiera merecido un bono de productividad en cualquier equipo serio, había pasado más desapercibido que una cláusula en letra pequeña al final de un contrato bancario. Eclipsado completamente por la curiosidad morbosa de las chicas por un primate enjaulado que probablemente en ese momento estaba rascándose las axilas sin ninguna gracia particular.
En ese instante de claridad dolorosa, entendí con nitidez cruel que en la escala de atracciones de un sábado por la mañana en Medellín, yo estaba varios peldaños por debajo de un chimpancé aburrido. Mi gol olímpico había resultado menos emocionante que ver a Agripina rascarse la espalda o comerse un plátano con parsimonia.
Así era la vida en el banco y sus alrededores: llena de sorpresas inesperadas y desengaños previsibles, pero siempre con una dosis generosa de humor para sobrellevarlo todo, como un vaso grande de jugo de maracuyá para lavar el sabor amargo de una transacción fallida o de una jugada magistral ignorada. Y aunque mis compañeros se burlaron de mí durante días interminables, diciéndome con saña amistosa que hasta un chimpancé tenía más fans que yo, me quedé con la satisfacción secreta de haber marcado el gol más extraño, improbable y divertido de mi vida.
En una Colombia donde los bancos celebraban bebetas etílicas los viernes, donde el guayabo de dos pisos no impedía jugar fútbol los sábados como gladiadores modernos, y donde una mona era infinitamente más famosa que un goleador accidental de resaca crónica, cualquier cosa podía pasar y de hecho pasaba. Era un país donde la realidad, como ese balón impulsado mágicamente por el viento, siempre te sorprendía cuando menos te lo esperabas, y a veces —solo a veces, en raras ocasiones de gracia—, entraba directo al arco sin que nadie lo viera.
Y así, en esa cancha polvorienta frente al zoológico, con mis compañeros del Guayabo F.C. riéndose de mi gol invisible y las chicas más interesadas en un primate que en cualquier hazaña humana, aprendí una lección valiosa que me acompaña hasta hoy: no importa cuán brillante o espectacular sea tu jugada en la vida, siempre habrá un chimpancé —literal o metafórico— listo para robarte el protagonismo sin siquiera intentarlo.
En el banco, en la cancha o en la vida misma, Colombia siempre tiene una Agripina esperando para eclipsarte. Y eso, amigos, es más colombiano que un gol olímpico en una cancha de barrio, con guayabo de dos pisos bien cargado y todo el público mirando deliberadamente hacia otro lado, buscando al mono mientras el gol se celebra en soledad.
El Festival de Tango y el Taxista
¡Ah, el viejo mandrágoras! Un verdadero maestro consumado en el arte milenario de la picardía y las mañas callejeras, un doctor honoris causa en pillatunas. Y yo, su fiel escudero Sancho Panza en más de una aventura quijotesca que rayaba en lo delirante.
Imagínense la escena con todo detalle: una noche cualquiera —aunque ninguna noche con el viejo man era realmente cualquiera—, regresábamos de una juerga épica por los lados de Manrique, ese barrio con alma de tango y corazón de milonga. Habíamos estado en un festival de tango, de esos que te dejan el alma vibrando a ritmo de dos por cuatro y el hígado pidiendo auxilio con señales de humo.
La noche había sido larga y extraordinariamente generosa en libaciones alcohólicas. Entre tango y tango, los tragos no faltaban jamás, como si el alcohol fuera el aceite necesario para que nuestras articulaciones oxidadas siguieran el compás imposible de la música. Ya entrada la madrugada —esa hora indefinida donde la noche muere y el día todavía no nace—, con más música que comida en el estómago y el vacío rugiendo como bestia hambrienta, el apetito nos atacó a dúo con ferocidad inesperada. No cualquier antojo común y corriente: a esa hora ingrata, el cuerpo nos pedía a gritos unos ricos pasteles de pollo del afamado y tradicional Pollo Dorado, esa institución gastronómica que ha salvado más madrugadas que todos los santos del calendario juntos.
Tomamos un taxi en el barrio Manrique cuando ya la noche iba de salida. Era un viaje largo, de polo a polo geográfico: el viejo man vivía en el barrio Santa Fe y yo en Cristo Rey, Guayabal, así que compartíamos ruta en un tramo considerable. Cuando pasábamos por el centro —ese corazón nocturno de la ciudad que nunca duerme del todo—, justo en esa esquina mítica de la calle Maturín con Palace donde se erige como faro para náufragos el legendario Pollo Dorado, el aroma inconfundible a masa frita y pollo condimentado nos activó las papilas gustativas como alarma de incendios.
Este restaurante, hay que decirlo con justicia, es una verdadera institución. Sus pasteles eran tan grandes y generosos en su relleno que a esa hora de la madrugada no eran simplemente comida: ¡eran salvavidas, botes de rescate, anclas de salvación para náufragos del alcohol!
Con la boca literalmente hecha agua —y probablemente la del pobre taxista también, contagiado por nuestro entusiasmo gastronómico—, le pedí que me esperara más adelante donde pudiera estacionar sin problemas mientras yo compraba los ansiados pasteles. Le pinté el panorama tentador de unos pasteles humeantes recién salidos del aceite, y el hombre, que seguramente también arrastraba su propia trasnochada y entendía el lenguaje universal del hambre a las tres de la mañana, accedió sin mayor resistencia. Imagino que ya se veía participando de ese improvisado festín nocturno, tal vez esperando su propia recompensa.
Me bajé rápidamente del taxi, dejando al viejo man sentado atrás como rehén involuntario, una prenda de confianza que garantizaba mi regreso. ¿No?
La esquina del restaurante estaba más concurrida que concierto de Juanes en su mejor momento. La calle era un hervidero humano de bebedores habituales que, como nosotros, salían tambaleantes de sus respectivas parrandas en busca de algo sólido que les recordara que todavía tenían estómago funcionando. Mientras yo hacía la fila interminable con la paciencia del que no tiene alternativa, apareció de repente el viejo man a mi lado, materializado de la nada. Venía con esa prisa característica de quien huye de la escena del crimen antes de que lleguen las sirenas.
—¡Vámonos, vámonos! —me apuró con urgencia sospechosa—. ¡El taxista ya se fue! Ya le cancelé la carrera. Mira, justo aquí está el paradero de los buses y colectivos de Itagüí.
Confié en sus palabras con la ingenuidad del borracho cansado que solo quiere llegar a casa. Lo miré con algo de sospecha —conocía de memoria la capacidad infinita de nuestro genio del engaño para inventarse realidades alternativas—, pero el cansancio pesaba más que la suspicacia.
Nos montamos en el bus colectivo, pasteles calientes en mano, su aroma llenando el espacio como promesa cumplida. Pero algo no cuadraba en la ecuación. El viejo mandrágoras tenía una risita específica, de esas que delatan una travesura recién horneada, todavía caliente como los pasteles que cargábamos. La pillé al vuelo, porque después de tanto tiempo uno aprende a leer las señales.
—Viejo man, ¿vos le pagaste al taxista? —le pregunté directo, sabiendo la respuesta con la misma certeza con que sé que el aguardiente arde al bajar.
Me respondió entre risas apenas contenidas, orgulloso de su hazaña:
—Viejo Abel, nos acabamos de ahorrar la mitad de la carrera. Para nuestros bolsillos flacos, eso era como pagar la cuota inicial de un apartamento en El Poblado.
No había que ser Sherlock Holmes ni ningún detective de Scotland Yard para deducir lo evidente. Lógicamente, no le había pagado ni un peso al taxista. Le había dicho al pobre hombre que esperara un momento, que iba al baño a resolver una urgencia fisiológica. ¡Ja! El único baño que visitó fue el metafórico de su conciencia —si es que tenía una—, donde se lavó las manos como Pilatos, declarándose inocente de toda culpa.
Ese era el viejo mandrágoras en su esencia más pura. Un pícaro de estirpe antigua, descendiente espiritual de aquellos pícaros españoles que poblaban las novelas del Siglo de Oro, capaz de sacarle jugo nutritivo a una piedra árida y de convencer a un taxista de que un paseo inexistente al baño era parte integral del servicio contratado.
En el banco éramos colegas respetables durante las horas de oficina, hombres serios de números precisos y cuentas claras que sumaban y restaban con responsabilidad. Pero en las calles nocturnas de Medellín, después de una noche intensa de tango y tragos que nublan el juicio, nos convertíamos en personajes sacados de una comedia de Cantinflas, improvisando guiones absurdos donde la astucia callejera y la escasez crónica se daban la mano fraternalmente.
Mientras el bus nos llevaba a casa dando tumbos por calles vacías, entre mordiscos hambrientos a esos pasteles que sabían a victoria ilícita, yo miraba al viejo man de reojo y pensaba: "Este tipo es un caso serio, un fenómeno digno de estudio. Si Newton se descuida dos segundos, es capaz de darle la vuelta completa a la ley de la gravedad y convencernos de que arriba es abajo".
"Un día de estos", me decía yo mismo con la clarividencia profética del borracho filosófico, "sus mañas lo van a meter en un lío del que ni siquiera su ingenio podrá sacarlo". Pero esa noche específica, con el estómago finalmente lleno de masa y pollo, y la billetera milagrosamente intacta gracias a su dudosa gestión, solo podía admirar su ingenio torcido con una mezcla de horror y respeto.
Después de todo, en esta ciudad donde todo es posible y nada sorprende, a veces la picardía es el único capital real que uno tiene, el único saldo positivo en la cuenta bancaria de la supervivencia. Y el viejo man, con todos sus defectos y sus virtudes cuestionables, era el gerente general de ese banco informal.
Las Aventuras Nocturnas del Viejo Man en Casa de Melania
El Viejo Man y su Cheque Fosforescente: Una Noche de Placer a Crédito
Aquí va otra historia antológica de nuestro personaje, ese al que llamábamos "el viejo mandrágoras" o simplemente "el viejo man" según el grado de afecto o exasperación del momento. Este colega, Jairo Giraldo de nombre oficial y legal, era genuinamente famoso por su inventiva torcida que, como fuimos descubriendo con asombro creciente, no conocía fronteras morales ni geográficas.
En aquellos tiempos pretéritos pero memorables, nuestros salarios se pagaban con cheques físicos que venían acompañados de un desprendible o colilla de pago, casi idéntico en tamaño y apariencia engañosa al cheque mismo. Este desprendible detallaba meticulosamente toda la información relevante: valor exacto, nombre completo del beneficiario y demás datos bancarios. Fue precisamente este papel aparentemente inocente el que inspiró al viejo man en una de sus más ingeniosas —aunque moralmente reprobables— travesuras nocturnas.
Una noche como tantas otras —aunque ninguna noche en la vida del viejo man era realmente como las otras—, nuestro protagonista incansable se encontraba en la ya famosa casa de lenocinio de Melania, la madame con corazón de empresaria. Un lugar pintoresco donde las chicas te llaman "mi amor" sin haberte visto antes en la vida y donde el dinero se esfumaba a la velocidad supersónica del rayo, como agua entre los dedos, como humo al viento.
Pero el viejo man, siempre recursivo como MacGyver criollo, no se inmutó ante la escasez temporal de efectivo. En un momento de inspiración diabólica —o genialidad perversa, según se mire—, sacó el desprendible de su cheque de pago y lo usó audazmente como medio de pago legítimo. Las condiciones ambientales eran perfectas para el engaño: las casas de placer siempre operaban a media luz estratégica, creando una atmósfera de penumbra cómplice, y bajo esa iluminación tenue y romántica, el desprendible incluso adquiría un aspecto fosforescente, brillaba levemente como cheque legítimo bajo luz negra. ¡Nadie dudaría de su autenticidad en esas condiciones de poca visibilidad!
La frescura y la tranquilidad eran otras de sus cualidades innatas, dones naturales. Con una calma budista que no levantaba la menor sospecha, entregó el falso cheque como si nada extraordinario estuviera ocurriendo, como quien paga la cuenta del restaurante un martes cualquiera. Sabía perfectamente que eventualmente lo identificarían sin dificultad y darían con su paradero laboral —no era precisamente un genio criminal tapando huellas—, pero eso no le importaba en lo más mínimo. Al menos esa noche específica la pasaría a cuerpo de rey absoluto y se pegaría una buena despelucada, como él solía decir con esa franqueza que rayaba en lo obsceno.
El lunes siguiente, inevitable como el amanecer después de la borrachera, la realidad tocó a nuestra puerta con los nudillos duros. Llegaron al banco preguntando específicamente por Jairo Giraldo, y la sorpresa fue mayúscula entre todos nosotros al descubrir semejante acto de irresponsabilidad creativa. Por supuesto, el viejo man ya había tenido tiempo suficiente durante el fin de semana para rebuscar el dinero necesario y pagar su deuda de honor —o deshonor—, evitando así que el escándalo escalara a proporciones catastróficas. ¡Imagínense si el asunto hubiera llegado a oídos del severo gerente Don Lucas! Hubiera sido su fin laboral inmediato, su despido fulminante.
Esta anécdota se convirtió rápidamente en leyenda urbana entre nosotros, en mito fundacional. El viejo man, con su astucia moralmente dudosa pero innegablemente efectiva y su carisma innegable de pícaro simpático, logró una noche de placer a crédito improvisado, usando nada menos que un desprendible de pago como moneda de cambio. Una hazaña que, aunque completamente reprobable desde cualquier ángulo ético, nos dejó a todos con una mezcla turbulenta de asombro, admiración involuntaria y risa contenida que explotaba en las pausas del café.
Jubilados al Ataque: Aventuras, Risas y Sugar Daddies en el Banco
En aquellos tiempos que ahora parecen pertenecer a otra galaxia, los viernes eran días especiales en el banco, marcados en rojo en el calendario invisible de las costumbres. Era cuando llegaban los viejitos jubilados de Cajanal a cobrar sus pensiones mensuales, ese dinero ganado con décadas de trabajo que ahora llegaba con cuentagotas. Nos moríamos de risa —una risa compasiva pero inevitable— al observar las ingeniosas artimañas que utilizaban para proteger su dinero recién cobrado de los peligros de la calle. Algunos se metían los billetes donde nunca da el sol, en lugares que la decencia prohíbe nombrar, y se agarraban la pretina de los pantalones con una cabuya gruesa, como si fueran auténticos guardianes medievales de un tesoro incalculable.
Fernando Castañeda, cajero veterano, cronista no oficial y compañero inseparable de la vieja guardia, tenía desde su puesto de trabajo la vista privilegiada de todo el espectáculo humano. Nos cuenta ahora con un humor que rivaliza con el de cualquier columnista sagaz las mejores anécdotas de los viejitos jubilados de Cajanal, quienes, víctimas perpetuas de la burocracia kafkiana y del eterno mes de espera angustiosa por su pensión, se veían involucrados en las situaciones más pintorescas que uno pueda imaginar.
—Era un espectáculo digno de verse —nos dice Fernando recordando con una sonrisa que le arruga toda la cara—, ver cómo algunos escondían su dinero entre las partes nobles del cuerpo, asegurándose con paranoia justificada de que no se les escapara ni un peso, amarrando la pretina de sus pantalones con cabuya como si fuera un tesoro pirata recién desenterrado en isla desierta.
Otro clásico recurrente eran aquellos ancianos que llegaban acompañados de dos o tres familiares oportunistas, todos listos como atletas en posición de salida para cobrar el cheque en cuanto lo tuvieran físicamente en sus manos temblorosas. Cada familiar con su propia idea preconcebida de cómo gastar ese dinero antes incluso de que fuera oficialmente cobrado, discutiendo en susurros sobre prioridades contradictorias.
Pero sin duda alguna, la historia que más risas colectivas generaba entre nosotros —risas que teníamos que disimular detrás de los escritorios— era la del viejito que llegaba invariablemente acompañado de su moza, una chica joven, muy joven, y mucho más viva y despierta que él, que no solo lo acompañaba con devoción sospechosa sino que tomaba las riendas completas de toda la operación financiera.
—Era la tesorera, la contadora, la administradora y la reina absoluta de su corazón senil, todo en uno —comentaba Fernando entre carcajadas apenas contenidas—. No lo sabíamos entonces, pero estábamos presenciando en tiempo real el nacimiento de los modernos sugar daddies, aunque en aquel tiempo arcaico los conocíamos con nombres menos elegantes: viejos verdes o viejos morbosos.
Por cierto, añadía Fernando con genuina curiosidad filosófica, ¿alguien sabe por qué lo de "verdes" específicamente? Siempre me lo he preguntado sin encontrar respuesta satisfactoria. ¿Será por envidia? ¿Por inmadurez? ¿Por el color de los billetes? El misterio persiste.
La Anécdota del Negro Balvin y Nancy Cifuentes
Una de las anécdotas más memorables y repetidas —que todavía nos hace reír cuando la recordamos décadas después— fue la del negro Balvin cuando hacía el puesto de visador. Era estricto hasta la médula, irreverente por naturaleza, y se caracterizaba por su severidad inflexible en la aplicación de las normas y reglas de seguridad exigidas en el banco. Nada pasaba por su escritorio sin la debida inspección minuciosa.
Balvin como visador era el guardián implacable encargado de verificar meticulosamente si los cheques tenían fondos suficientes y estaban debidamente firmados por el beneficiario legítimo. Un día cualquiera —que se volvería memorable—, llegó un anciano de aspecto humilde a cobrar un cheque extendido a nombre de Nancy Cifuentes, un nombre inequívocamente femenino, sin ambigüedad posible.
Balvin lo llamó con voz de autoridad:
—Señor, este cheque está a nombre de una mujer claramente. Debe ser la beneficiaria en persona quien lo cobre. Son las reglas.
El viejito, completamente extrañado por la objeción, respondió con naturalidad:
—¡Yo soy Nancy!
Balvin, absolutamente incrédulo ante semejante afirmación, pidió la cédula del señor y la examinó con cuidado. Al confirmar que efectivamente, legal y oficialmente, su nombre registrado era Nancy, soltó una carcajada tan estrepitosa que retumbó por toda la oficina como campana de iglesia.
—¡No jodás! —gritó el negro Balvin, todavía sacudido por la risa incontenible—. ¿Nancy de verdad? ¿Tu nombre es Nancy?
La carcajada contagiosa de Balvin resonó por todos los rincones del banco como onda expansiva, y fue tan irresistible que todos en la oficina terminamos sumándonos a la celebración de lo absurdo, incapaces de contener nuestra propia risa. Fernando, aprovechando la ocasión como buen comediante improvisado, bromeó con el viejito diciéndole con fingida seriedad:
—Don Nancy, la próxima vez háganos el favor de presentarse con falda y tacones altos para que le creamos más fácil lo de su nombre. Así evitamos confusiones innecesarias.
El anciano, lejos de ofenderse por las bromas a su costa, rió de buena gana con nosotros y explicó con paciencia la historia detrás de su nombre peculiar: era un capricho inexplicable de su padre, quien siempre había soñado con tener una hija y ponerle ese nombre. Al no llegarle nunca la hija anhelada, decidió imponerle el nombre a su hijo varón de todas formas, condenándolo a una vida de explicaciones eternas.
Así, entre risas compartidas, explicaciones inverosímiles y camaradería inesperada, la oficina entera vivió un momento de humanidad pura que nunca olvidaremos, uno de esos momentos que justifican levantarse cada mañana para ir al trabajo.
Reflexión Final: La Vida de los Viejitos
Estas historias repletas de humor involuntario y humanidad accidental nos hacían el día a día laboral más llevadero, más soportable. Sin embargo, no podíamos ni debíamos ignorar la realidad subyacente que vibraba debajo de las risas: llegar a viejo con limitaciones económicas severas no es asunto de risa en absoluto. A medida que los años pasan implacables, las risas de juventud se transforman imperceptiblemente en burlas crueles, y el dinero —ese papel que todo lo puede— se vuelve más esquivo que nunca, como mariposa que se escapa justo cuando crees tenerla entre las manos.
Reflexionando sobre estas historias con la distancia que dan los años, uno no puede evitar pensar en cómo la necesidad económica puede convertir el ingenio en un deporte de supervivencia pura. Los viejitos, con sus técnicas elaboradas para hacer que el dinero alcanzara hasta el próximo mes, y las mujeres jóvenes que aprenden temprano a sacar provecho estratégico de sus virtudes físicas —ese capital que se deprecia con los años como todo capital—, son simplemente actores forzados en un teatro mucho más grande de economía despiadada y supervivencia diaria.
—La vida no es fácil para nadie, pero ellos encuentran su manera particular de seguir adelante —reflexionaba Fernando en voz alta, con esa sabiduría que solo dan décadas de observar la condición humana desde detrás de una ventanilla de banco—. Cada quien usa las herramientas que tiene a su disposición, ya sea una cabuya resistente para sostener los pantalones donde guarda su pensión o una sonrisa coqueta calculada para asegurarse el cheque del mes y quizás algo más.
Al final del día, cuando se apagan las luces y se cierran las cortinas, todos buscamos esencialmente lo mismo: un poco de seguridad económica que nos permita dormir tranquilos, algo de cariño humano que caliente el frío de la soledad, y, si el destino es generoso —cosa que rara vez es—, alguien que ría con nosotros incluso cuando los bolsillos están vacíos y el futuro se ve oscuro.
En un mundo ideal que solo existe en las fantasías colectivas, el dinero no definiría el valor intrínseco de nuestras relaciones humanas. Pero en el banco de la vida real —ese donde todos somos clientes y deudores simultáneamente—, a veces es el dinero quien toma la última palabra, quien tiene el voto decisivo en el consejo directivo de nuestras vidas.
Y aunque el humor nos ayuda a sobrellevar la carga pesada de la existencia, aligerando momentáneamente el peso de la gravedad, el final del mes siempre llega puntual con su propia dosis implacable de realidad, como cobrador tocando a la puerta.
Ah, viejos tiempos del banco, entre cheques que prometían sueños y sonrisas que ocultaban miedos, cada día era simultáneamente una lección práctica de economía básica... y una clase magistral de humanidad en su expresión más cruda y verdadera.
--------------------------------------------------------- <<CAPITULOS DEL LIBRO >> —-------------------------------------------------------
- 0 - ROLOGO Pinceladas de Recuerdos
- 22 -Una Melodía de Anhelos y Desencuentros
26 -Del Humor al Recuerdo: Historias del Banco y Sus Personajes
- 29.-Cuando el Banco se Convierte en tu Segundo Hogar
- 30.-Historias de Amigos y Aventuras: Galería de personajes bancarios
- 31.-Raspando la «olla anecdótica
- 32.-El Pulso de una Ciudad: Medellín entre la Nostalgia y el Temor
- 33.-Semillas al viento: La odisea de la familia Salazar Suárez
- 34. -Medellín en los 80: Memorias de una Ciudad en Dualidad
- 35.-Maleta de Sueños: Crónica de un Viaje sin Retorno
- 36.-Quemando las naves del destino
- 37.-Aromas de esperanza: Renacimiento en el barrio griego de Montreal
- 38.-La Huella del Exilio: Entre el Frío y la Esperanza
- 39.-Danza de Recuerdos: Espejismos en la nieve
- 40.-Un Alma Suspendida entre Dos Mundos
- 41.-Entre Sombras y Lluvia: Memorias de un Alma Errante
- 42.-El Laberinto del Renacimiento: Un Viaje del Alma
- 43.-El Refugio de la Esperanza: La eternidad de un instante
- 44.-Entre risas y lágrimas: El dulce misterio de vivir
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Abelardo, que disfrute tan grande, la lectura de tus anécdotas, me reí demasiado. Me gustaría ver alguna foto, si es posible, del "viejo man" y del Dr. Luis Carlos.~Lina M.
ResponderBorrarDon Abel, estás anécdotas están de comprar boletas en palco, me reí todo el tiempo, tu manera d contarlas es genial y lo va llevando a uno como si estuviera en esos lugares jajajaja. ~Ligia Isabel
ResponderBorrarAbelardo hola… Te cuento que he estado leyendo tus historias, son espectaculares; cómo no nos habíamos dado cuenta antes que teníamos todo un genio para escribir. He disfrutado mucho. te felicito de corazón por escribir tan lindo todos esos recuerdos que nos hacer transportar a esas épocas. Un abrazo. ~Luz Marina~
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