No 29 «Cuando el Banco se Convierte en tu Segundo Hogar»:
Capítulo 29
Cuando el Banco se Convierte en tu Segundo Hogar
En los pasillos del banco —esos corredores donde la formalidad del traje y corbata se desdibujaba como tinta bajo la lluvia— la vida transcurría con una levedad insospechada. Atrás quedaron los días en que solo importaban números y balances; ahora cada jornada era una oportunidad para tejer otro hilo en el tapiz de los recuerdos compartidos.
Las bromas espontáneas, los cumpleaños celebrados con tortas improvisadas, los paseos a Pereira y Cali, aquellos reinados de belleza masculina que habrían hecho sonrojar a cualquier comediante serio, los partidos de ping-pong donde se apostaba más orgullo que dinero… Todo se convertía en material para el libro invisible que escribíamos juntos, página a página, día tras día.
Los lazos se fortalecían no solo a través del trabajo compartido, sino en el rico tejido de las interacciones personales que llenaban nuestras horas y enriquecían nuestras vidas. Nos reíamos de los errores pasados —aquellos que en su momento nos habían parecido catástrofes—, planeábamos futuras travesuras con la conspiración juguetona de adolescentes, y aprendíamos lecciones invaluables de cada uno. Consolidábamos así no solo una red profesional, sino una verdadera familia extendida, esa que uno elige y no la que le impone la sangre.
Bellezas Bancarias: Entre la Estética y la Ética
Las Anécdotas de Gloria Orozco
Permítanme raspar esta olla de los recuerdos con la cuchara de la nostalgia y servir en tu plato una anécdota exquisita, sazonada con el más fino humor bancario. Prepárate para un festín de ocurrencias que te harán reír, suspirar y, quizás, reflexionar un poco sobre cómo era el ambiente en aquellos días.
Corría el año… bueno, eso carece de importancia. Los años pasaban entonces con la misma indiferencia con que pasan ahora, arrastrando consigo promesas y decepciones por igual. Lo que importa es que el banco era un templo de la belleza femenina. No es que uno fuera un mirón —¡Dios me libre!—, pero de vez en cuando había que darle gusto al ojo, ¿no? Y en ese santuario de cifras y chequeras, las empleadas eran el verdadero capital, el único que no sufría devaluación con el paso del tiempo.
Era un día más en el banco, o al menos eso queríamos creer mientras nos dedicábamos a la ardua tarea de admirar no solo los números en nuestros listados, sino también la incuestionable belleza de nuestras colegas. El banco era un auténtico desfile de modas, un catálogo viviente donde cada pasillo se convertía en pasarela improvisada. Las empleadas del banco eran, sin excepción, todas muy pispas, y las que no alcanzaban esa categoría, al menos eran amañadoras, con ese don especial para hacer más llevadero el peso de las horas.
Entre estas bellezas bancarias brillaba con luz propia Gloria Orozco. ¡Ave María Purísima! Esa mujer era una mezcla imposible de Grace Kelly y Angelina Jolie, pero más hermosa aún, si es que tal cosa podía concebirse. Cuando caminaba por los pasillos del banco, hasta los billetes parecían hacerle la venia. Pero —ojo— era una señora casada, más respetable que un gerente que sabe recordar todos los nombres de sus clientes, una rareza en sí misma.
Un día estábamos un grupo de compañeros apiñados alrededor de Gloria como abejas alrededor de la miel. Ella, con esa gracia que algunos reciben al nacer y otros buscan en vano toda la vida, nos contaba historias que nos tenían más embelesados que niños frente a un helado de tres bolas. Nosotros, pobres mortales muriendo de sed junto a la fuente, la escuchábamos con más atención que si estuviera revelando los secretos del éxito en la bolsa. Y, de paso, no podíamos evitar darle de comer al ojo, hipnotizados por su encanto y su belleza, conscientes de que admirar era todo lo que se nos permitía.
Imaginen la escena: cinco hombres vestidos de gris como palomas en el parque de Berrío, pendientes de cada palabra de Gloria. Ella, con esa inteligencia que le brotaba como agua de manantial, sabía perfectamente que no solo estábamos escuchando sus palabras, sino también divirtiendo la vista, como decimos por acá. Era consciente del efecto que causaba y, lejos de molestarse, parecía divertirse con nuestra evidente fascinación.
De repente, Gloria nos mira con esos ojazos y dice:
—Bueno, caballeros, ¡me les voy porque hoy sí me van a echar de la casa!
Todos nos quedamos mudos, suspendidos en el aire como polvo en un rayo de sol. ¿Qué había querido decir? Pero ella, ni corta ni perezosa, remata con una sonrisa que contenía toda la sabiduría del mundo:
—Y ninguno de ustedes me va a dejar dormir en su casa, ¿verdad?
¡Virgen Santísima! Las risas estallaron como cohetes en Año Nuevo. Todos los que habíamos subido al cielo con sus relatos aterrizamos de golpe entre carcajadas. Era como si Gloria nos hubiera dado un empujoncito cariñoso para recordarnos que, por muy embelesados que estuviéramos, ella era como la luna: hermosa de admirar desde la distancia, pero nada más. Inalcanzable y perfecta en su lejanía.
Y así terminó aquel día en el banco. Una anécdota simple, dirán algunos, pero que nos recuerda que la vida está hecha de estos momentos: risas compartidas, belleza admirada desde lejos y la sabiduría de saber cuándo es hora de irse a casa. Porque al final del día, ¿qué es la vida sino una colección de estas pequeñas joyas? Momentos que, como las anécdotas en esta olla de recuerdos, solo necesitan un poco de fuego y el toque maestro de un buen narrador para volver a brillar con todo su esplendor.
Después, cada uno se fue a su casa con la imagen de Gloria grabada en la retina. Y sí, esa noche más de uno tuvo problemas para conciliar el sueño, perseguidos por sueños donde las cifras bancarias se mezclaban inexplicablemente con sonrisas imposibles.
Reflexión:
A veces la belleza es un instrumento de doble filo. Gloria, sin proponérselo, nos había seducido a todos. Pero no con sus encantos físicos únicamente, sino con su inteligencia y su chispa. Nos había recordado que las mujeres son mucho más que una cara bonita. Son seres completos, capaces de hacernos reír, pensar y, por qué no, soñar con imposibles que sabemos inalcanzables pero que nos mantienen vivos.
Bromas Bancarias: Cuando el Humor es la Mejor Inversión
Carmen Alicia, la Musa del Conmutador
Hoy les traigo una historia que huele a café recién colado, a tinta de bolígrafo azul y a las risas que solo se escuchan en los pasillos de un banco cuando la guardia baja y la humanidad aflora. Una historia que nos enseña que el ingenio y la perseverancia pueden florecer en los lugares más inesperados, incluso entre formularios y sellos de goma.
Nuestra protagonista es Carmen Alicia Álvarez, una mujer cuya belleza solo era superada por su inteligencia —y vaya que decir esto no era poca cosa—. Mientras nosotros, simples mortales, nos quemábamos las pestañas en las fiestas del fin de semana, ella se dedicaba a devorar libros y a conquistar el mundo académico con la determinación silenciosa de quien sabe exactamente lo que quiere. ¡Y vaya que lo logró! En un abrir y cerrar de ojos pasó de su puesto en el conmutador —ese lugar donde recibía llamadas con paciencia infinita— a un puesto importante en el banco, dejando a más de uno con la boca abierta y una mezcla de admiración y envidia sana.
Pero no crean que todo fue color de rosa. Carmen Alicia tuvo que sortear obstáculos dignos de telenovela: madrugadas que dolían en los huesos, jornadas laborales interminables y un transporte público que parecía diseñado para probar la paciencia de Job. Pero ella, con su espíritu indomable y una voluntad de hierro, logró salir victoriosa. ¡Un aplauso para esta heroína moderna que nos enseñó que el ascenso social no es un mito sino una posibilidad real para quien se atreve a perseguirlo!
El Duelo de Ingenio entre Carmen Alicia y Carlos Ospina
Y como en toda buena historia, no podía faltar un antagonista. En este caso, el papel recae en Carlos Ospina, un empleado bonachón y dicharachero que tenía un don especial para meterse en líos con su lengua afilada como cuchillo de carnicero. Un día, Carmen Alicia le pidió que le avisara cuando llegara un cheque importante a su cuenta —uno de esos que prometen cambiar, aunque sea temporalmente, la precaria situación del asalariado común—.
Carlos, con su humor corrosivo y esa capacidad innata para encontrar el lado cómico de cualquier situación, le respondió:
—Tranquila, mi querida Carmen Alicia. Yo le avisaré cuando llegue su cheque para que no se le vaya a estrangular su úlcera.
Carmen Alicia, con su característico desparpajo y sin dejarse amedrentar ni un segundo, replicó:
—¡Ay, maldingo pendejo! ¡Animal de monte! ¡Hasta eso que yo no tengo úlcera!
Y Carlos, sin perder el ritmo ni la compostura, como un maestro del contrapunto verbal, remató:
—Si no la tiene, aquí con mucho gusto se la sacamos.
Las carcajadas resonaron en todo el banco como campanas de iglesia en domingo de fiesta. Y es que, a pesar de las diferencias y los roces ocasionales, siempre había un ambiente de camaradería y buen humor que convertía incluso los insultos en expresiones de cariño disfrazado.
Reflexión Final:
La historia de Carmen Alicia y Carlos Ospina nos recuerda que la vida es una mezcla extraña de risas y lágrimas, de triunfos pequeños y fracasos monumentales. Y que, al final del día, lo más importante es mantener el buen humor y la capacidad de reírnos de nosotros mismos, porque quien pierde el sentido del humor pierde el rumbo en esta travesía absurda que llamamos existencia.
¡Así que alcemos nuestras tazas de café —ese néctar negro que nos mantiene despiertos ante las obligaciones— y brindemos por Carmen Alicia, por Carlos Ospina y por todos aquellos que, como ellos, nos enseñan a vivir con alegría y pasión incluso en medio de la rutina más gris!
Doña Emi: Espíritu Inquebrantable
En el corazón de la oficina bancaria, donde los números bailaban al son de la calculadora y las teclas chasqueaban como castañuelas en verbena andaluza, trabajaba doña Emilse Uribe, la secretaria de gerencia con una sonrisa tan radiante como el sol del trópico y una energía que desmentía los años acumulados en su carnet de identidad.
Veterana de mil batallas bancarias, doña Emi había visto pasar presidentes, gerentes y hasta un par de reformas monetarias que prometían el cielo y entregaban apenas nubes pasajeras. Pero su temple y buen humor permanecían intactos, como esos árboles antiguos que resisten huracanes y sequías sin perder la gracia de sus ramas.
Un viernes por la tarde, mientras el ocaso se asomaba tímidamente por las ventanas —ese momento del día en que la luz se vuelve dorada y melancólica—, Carlos Ospina, siempre dispuesto a colaborar y también a meter la cuchara donde no lo llamaban, se acercó a doña Emi para confirmar los planes del fin de semana.
—Doña Emi, ¿recuerda que habíamos quedado en ir juntos a ese lugar el fin de semana? —preguntó Carlos con una sonrisa pícara que revelaba intenciones dudosas.
Doña Emi, con su característico paso ligero —ese caminar que parecía más un baile que una simple locomoción— y una sonrisa que iluminaba la oficina mejor que cualquier lámpara fluorescente, le respondió:
—¡Claro que sí, Carlitos! Pero resulta que no vas a necesitar ir. Mi querido Sergio, mi esposo, me va a llevar.
Carlos, sorprendido pero sin perder el ritmo ni la oportunidad para una broma más, no pudo evitar decir:
—¡Ah, caramba, doña Emi! ¿Y cómo así que va a poner a choferiar al pobre Sergio? ¿No le da un poco de lástima?
Doña Emi, soltando una carcajada que contagió de alegría a toda la oficina y que pareció hacer vibrar hasta los archivadores metálicos, exclamó:
—¡Uy, Carlitos, tú siempre con tus bromas! No seas malo, Sergio está encantado de llevarme. Además, tú sabes que yo no soy de las que se dejan mandar. ¡Si él no quiere, ya verá lo que le espera!
Carlos, contagiado por la energía de doña Emi y derrotado en su propio juego, no pudo evitar reír a carcajadas con esa risa franca que solo nace de la derrota aceptada con gracia.
—¡Jajaja, lo sé, lo sé, doña Emi! Usted es una mujercita dura como un roble antioqueño. Pero bueno, me alegra saber que ya tiene transporte. Que la pasen de maravilla el fin de semana.
Doña Emi, con un último gesto amable —ese que solo tienen las personas verdaderamente buenas—, se despidió de Carlos y se dirigió hacia la salida, dejando atrás una estela de alegría y buen humor que persistía en el aire como perfume de flores silvestres. Carlos la observó marcharse, contagiado por su energía inagotable, y no pudo evitar sonreír con esa sonrisa medio triste de quien reconoce en otros la vitalidad que uno mismo va perdiendo.
Doña Emi, con su sonrisa inquebrantable y su espíritu que ningún año conseguía doblegar, era un faro de alegría en la oficina bancaria, un recordatorio viviente de que, incluso entre números fríos y balances inexorables, la vida siempre tiene un toque de humor y color para quien sepa buscarlo.
Ligia Isabel: El Alma de los Alegres Parranderos y su Legado de Unión
¡Ah, los Alegres Parranderos, el grupo de amigos más divertidos que jamás haya existido en el banco! Era como si la vida misma nos hubiera extendido una invitación permanente a una fiesta sin fin, un carnaval perpetuo donde la única regla era disfrutar al máximo cada momento antes de que la vejez o la muerte —esas dos ladronas implacables— nos arrebataran la capacidad de hacerlo.
En el centro de todo, como el sol alrededor del cual giraban los planetas, estaba Ligia Isabel Arias, la reina de la coordinación y la organización, siempre lista para planificar el próximo fin de semana de aventuras y risas, con esa energía inagotable que parecía desafiar las leyes básicas de la física y el cansancio humano.
Era un viernes cualquiera en el banco —aunque en realidad ningún viernes era realmente cualquiera para nosotros—, y como todos los viernes, los ánimos se encendían en los Alegres Parranderos. Este selecto grupo, compuesto por los más parranderos del banco, se autoproclamaba experto en la noble y antigua tradición del gozo semanal. Los fines de semana eran sagrados, territorios reservados para excursiones a pintorescos pueblos, siendo Alejandría, en el oriente antioqueño, nuestro destino predilecto, ese lugar que conocíamos mejor que nuestros propios barrios.
Ligia Isabel Arias, la gran organizadora y coordinadora de nuestras escapadas, tenía el don innato de la convocatoria. Con solo un grito de guerra —«¡Hola a todos, este sábado nos vamos para Alejandría! ¿Quién se apunta?»— en cuestión de minutos lograba armar un plan y reunir un grupo dispuesto a seguirla hasta el fin del mundo… o al menos hasta el próximo pueblo con tienda y cantina decente.
A Ligia se unían los más puntuales: Patricia Álvarez y sus hermanos, Hernando Balvin, Luz Marina Gómez, Luz Elena Suárez, Juan Arias, Ángela Posada y este servidor, que no se perdía una sola aventura por nada del mundo, consciente de que estos momentos eran el verdadero tesoro que acumulábamos en nuestras vidas.
Ligia Isabel tenía una chispa especial para hacer bromas, ese don que algunas personas poseen de encontrar el punto exacto entre el humor y la crueldad, manteniéndose siempre del lado correcto de la línea. Recuerdo especialmente su dinámica con Alberto Ochoa. Alberto, con su calvicie reluciente que brillaba bajo las luces fluorescentes como faro en noche de tormenta y sus ojos azules de tipo gringo rubio, era un blanco perfecto para las bromas de Ligia.
Una vez, en plena planificación de una de nuestras escapadas, Ligia se volvió hacia él con una sonrisa pícara que anticipaba la broma y le dijo:
—Alberto, no se ponga camisas amarillas. ¡Que queda de fondo entero!
Todos reímos, incluyendo a Alberto, que ya estaba acostumbrado a las bromas de Ligia y las recibía con la resignación del que sabe que resistirse es inútil. Pero no era el único en la línea de fuego de su humor afilado. Edgardo Echeverry, que tenía su cabeza como bola de billar por su calvicie avanzada, también era un blanco frecuente de sus ocurrencias.
—Edgardo —le dijo una vez Ligia mientras preparábamos una salida—, si te veo a una cuadra de distancia no sé si vienes o vas.
El pobre Edgardo, con su característica risa contagiosa que le sacudía todo el cuerpo, no pudo más que unirse a las carcajadas del grupo. Ligia siempre tenía algo bajo la manga, como mago que nunca revela sus trucos.
—Usted es como la carne, Edgardo —continuó Ligia sin piedad—. ¡Cada día más cara! —haciendo referencia a la calvicie que avanzaba inexorable como el tiempo mismo.
Estas salidas no eran solo paseos; eran una terapia de risas y buena compañía, un antídoto contra el veneno lento de la rutina y las obligaciones. Cada fin de semana el grupo se embarcaba en una nueva aventura, siempre con el espíritu alegre y bromista que nos caracterizaba y nos diferenciaba de los demás empleados que pasaban sus fines de semana encerrados en sus casas, viendo pasar la vida por la ventana.
Y así, con cada broma, cada carcajada y cada recuerdo compartido, los Alegres Parranderos seguíamos escribiendo nuestra propia historia de camaradería y diversión, inconscientes entonces de que estábamos creando un patrimonio de memorias que nos acompañaría hasta el final de nuestros días.
Ligia Isabel, la reina del corazón de los Alegres Parranderos, era la que nos hacía sentir que la vida es una gran fiesta y que la amistad es la mejor música que podemos escuchar. Era como si la vida misma nos hubiera dado una oportunidad para vivir y disfrutar de cada momento, y nosotros la aprovechábamos con el fervor de quien sabe que todo es efímero y precioso precisamente por eso.
Después del cierre del banco Andino en 1993 —ese año que marcó el fin de una época y el comienzo de la dispersión—, Ligia Isabel siguió siendo el pilar que mantuvo unido al grupo. Era como si la unión del grupo fuera más fuerte que cualquier obstáculo, más poderosa que la distancia o el paso del tiempo. Yo tuve la suerte de asistir a dos de esas reuniones, en 1998 y 2001, y fue como viajar en el tiempo, como si alguien hubiera abierto un portal hacia el pasado.
Allí estaban personas que hacía tiempo se habían retirado del banco, inclusive empleados que habían laborado desde sus comienzos en los setenta: Nelly Hernández, Hugo Jiménez, Gustavo Jaramillo. Era como si el tiempo se hubiera detenido y todos hubiéramos vuelto a ser jóvenes y locos nuevamente, recuperando por unas horas esa vitalidad que los años nos habían ido robando poco a poco.
La unión del grupo era palpable, casi tangible, como si Ligia Isabel hubiera tejido una red invisible de amor y amistad que no se rompía con el paso del tiempo ni con las circunstancias adversas. Era como si la vida misma nos hubiera dado una segunda oportunidad para revivir aquellos momentos de alegría y risas, un regalo inesperado en medio de la monotonía de la existencia adulta.
La Visita a Doña Teresita y la Adivina de Aranjuez
Mi querido grupo de intrépidos aventureros, siempre prestos para cualquier faena, no podía faltar a la cita cuando el Negro Balvin nos lanzó la propuesta. Esta vez la aventura era visitar a su madre, doña Teresita, allá por los lares de Aranjuez. Una señora encantadora, con una risa contagiosa y una chispa en los ojos que no se apagaba ni con un huracán. Se decía, con orgullo y una risita pícara, que todavía tomaba aguardiente y fumaba cigarrillos Pielroja —esos que te entran al cerebro y te desgarran el alma con cada calada—. No dejó esas costumbres hasta que se marchó de esta vida, entrada ya en sus ochenta y pico de años, desafiando hasta el final todas las advertencias médicas sobre la salud.
—¡Venga, vamos a ver a doña Teresita! —dijo el Negro Balvin con su usual entusiasmo, ese que convertía cualquier plan en una aventura épica.
Ligia Isabel, Ángela María y este servidor no lo dudamos ni un segundo. Y allí estábamos, sentados en la salita de doña Teresita, escuchando sus historias interminables, riéndonos a carcajadas con sus anécdotas sobre su vida en los Llanos del Cuiva, ese lugar mítico del que hablaba como quien habla del paraíso perdido.
En medio de las risas y el aguardiente que corría generoso como el agua de un río en invierno, doña Teresita y Hernando Balvin, su hijo, nos hicieron una propuesta inesperada:
—¿Por qué no van a que la vecina les lea la suerte? Es muy buena, dicen. Es experta en cafeomancia.
—¿Cafeomancia? —preguntó Ligia Isabel, intrigada y con esa expresión de escepticismo divertido que ponía cuando algo le parecía absurdo pero interesante.
—Sí —respondió Hernando con la seriedad de quien está revelando un secreto ancestral—, es una forma de adivinación que utiliza los posos del café, o sea, los residuos que quedan en la taza, para interpretar símbolos y mensajes ocultos.
—¿Leer la suerte en los posos del café? —dijo Ligia Isabel, con una ceja levantada y una sonrisa incrédula que revelaba todo su escepticismo citadino.
—Sí, sí, ¡es muy buena! —insistió Hernando, con esa convicción inquebrantable de quien cree en lo que dice—. Solo necesita una taza de café y un poco de paciencia.
La curiosidad pudo más que el escepticismo, como siempre sucede con las cosas prohibidas o extrañas, y decidimos probar. La casa de la vecina, una señora entrada en años con un chal de lana y una mirada profunda que parecía ver más allá de las apariencias, olía a incienso y café recién colado. Nos recibió con una sonrisa enigmática, como si nos hubiera estado esperando desde siempre, y nos invitó a pasar a una pequeña habitación iluminada por velas que parecía un santuario de la adivinación, un lugar fuera del tiempo y del espacio cotidiano.
Uno a uno fuimos entrando, con esa mezcla de curiosidad y nerviosismo que precede a lo desconocido. La señora, con movimientos lentos y precisos que parecían parte de un ritual antiguo, vertía el café en nuestras tazas y nos pedía que bebiéramos hasta dejar solo los posos. Luego, con una concentración casi mística, examinaba los restos de café en cada taza y comenzaba a desvelar nuestro futuro con voz grave y pausada.
Ángela María salió con los ojos como platos, brillantes de emoción contenida.
—¡Me dijo que me casaría pronto! —exclamó, con una mezcla de asombro y emoción que la hacía parecer una niña ante un regalo inesperado.
Ligia Isabel, por su parte, que vivía en la eterna espera del «sí» sin fecha de entrega, también recibió su predicción:
—Me aseguró que Hernán, mi novio, por fin se decidirá a dar el gran paso. ¡Y que su madre, la suegra, me adorará eternamente! —dijo con una mezcla de ironía y esperanza que solo ella sabía dosificar.
Yo, el más escéptico del grupo, salí con una sonrisa burlona que intentaba disimular cierta inquietud interior.
—¡A mí me dijo que mi futuro está en otro país! ¡Y que un hombre de pelo blanco me ayudará a llegar allí! ¡Qué disparate! —dije, convencido de que todo aquello no era más que un juego de palabras vagas que podían aplicarse a cualquiera.
Los años pasaron, inexorables como siempre pasan, y las risas y bromas sobre aquella tarde en Aranjuez se fueron diluyendo en el recuerdo como azúcar en café caliente. Pero, para nuestra sorpresa y desconcierto, algún tiempo más tarde las predicciones de la adivina comenzaron a cumplirse una a una, con una precisión que desafiaba toda lógica y todo escepticismo.
Ángela María se casó con Jaime, un joven apuesto de los que venían de Bogotá a las auditorías, con ese aire de capital que impresionaba a las provincianas. Ligia Isabel, después de años de espera que parecían eternos, recibió el anillo de compromiso de Hernán y descubrió que su suegra era efectivamente un ángel caído del cielo, desmintiendo todos los estereotipos sobre las madres de los novios. Y yo, el incrédulo, el que se había burlado de todo aquello, al fin pude obtener una visa para Canadá. Mi hermano, con su inconfundible mechón blanco que le daba un aire distinguido, me ayudó a conseguir los papeles y a hacer las maletas para emprender el viaje que cambiaría mi vida para siempre.
(Ángela María duró unos años en su matrimonio, después se divorció —las predicciones al parecer tenían fecha de caducidad—. Ligia Isabel vive felizmente casada desde aquellos años, yo estoy en Canadá desde 1988, escribiendo estas memorias desde la distancia que todo lo suaviza y lo embellece.)
La vida, como siempre, nos tenía preparada una sorpresa. Y aquella tarde en Aranjuez, entre risas y café, habíamos vislumbrado un futuro que en aquel entonces parecía tan improbable como divertido, tan absurdo como inevitable.
Moraleja:
A veces la vida nos da lecciones inesperadas en los lugares más insospechados, en las circunstancias más inverosímiles. Y aunque el escepticismo sea nuestro escudo contra las decepciones, nunca está de más dejarse llevar por la magia de lo desconocido, por esa zona gris donde la realidad y el misterio se encuentran. Quién sabe, tal vez el destino nos tenga reservada una sorpresa tan agradable como una taza de café con un mensaje oculto, esperando pacientemente el momento de revelarse.
Así, entre risas, aguardiente, cigarrillos Pielroja y predicciones inesperadas que se cumplían contra todo pronóstico, los Alegres Parranderos continuaron su legado de amistad y alegría. Ligia Isabel, con su carisma y energía inagotable que parecía no conocer límites, siguió siendo el alma del grupo, organizando reuniones y manteniendo viva la llama de la amistad que los unía con hilos invisibles pero inquebrantables.
Años después, las anécdotas de aquellos días se convirtieron en leyendas que se contaban con cariño y nostalgia en las reuniones esporádicas. Las bromas de Ligia Isabel, las ocurrencias de doña Teresita y la misteriosa adivina de Aranjuez se quedaron en el recuerdo como símbolos de tiempos más simples, de risas y complicidad que nunca volverían pero que permanecerían para siempre en algún rincón del corazón.
Y aunque el tiempo pasó y la vida siguió su curso implacable —llevándose a algunos, dispersando a otros—, el espíritu de los Alegres Parranderos permaneció intacto en la memoria de quienes lo vivieron. Cada encuentro, cada reunión, era una oportunidad para celebrar la amistad, recordar las aventuras pasadas y crear nuevos recuerdos que perdurarían en el tiempo como fotografías mentales que el olvido nunca conseguiría borrar del todo.
Ligia Isabel, la eterna líder del grupo, siempre supo que la verdadera riqueza no se encuentra en el dinero ni en los bienes materiales que acumulamos y que la muerte nos arrebata sin piedad, sino en los lazos que nos unen a las personas que amamos. Con su ejemplo y su espíritu contagioso nos enseñó que la vida es un regalo que debemos disfrutar al máximo, rodeados de amigos y con una sonrisa de felicidad que desafíe la inevitable melancolía del tiempo que pasa.
Y así, querido lector, concluye esta crónica de los Alegres Parranderos, un grupo de amigos que, a través de risas, bromas y aventuras, encontraron la verdadera esencia de la amistad y la alegría de vivir, ese secreto que tantos buscan en vano y que estaba allí, simple y luminoso, en cada fin de semana compartido, en cada broma inocente, en cada momento robado a la monotonía de la existencia.-
--------------------------------------------------------- <<CAPITULOS DEL LIBRO >> —-------------------------------------------------------
- 0 - ROLOGO Pinceladas de Recuerdos
- 22 -Una Melodía de Anhelos y Desencuentros
26 -Del Humor al Recuerdo: Historias del Banco y Sus Personajes
- 29.-Cuando el Banco se Convierte en tu Segundo Hogar
- 30.-Historias de Amigos y Aventuras: Galería de personajes bancarios
- 31.-Raspando la «olla anecdótica
- 32.-El Pulso de una Ciudad: Medellín entre la Nostalgia y el Temor
- 33.-Semillas al viento: La odisea de la familia Salazar Suárez
- 34. -Medellín en los 80: Memorias de una Ciudad en Dualidad
- 35.-Maleta de Sueños: Crónica de un Viaje sin Retorno
- 36.-Quemando las naves del destino
- 37.-Aromas de esperanza: Renacimiento en el barrio griego de Montreal
- 38.-La Huella del Exilio: Entre el Frío y la Esperanza
- 39.-Danza de Recuerdos: Espejismos en la nieve
- 40.-Un Alma Suspendida entre Dos Mundos
- 41.-Entre Sombras y Lluvia: Memorias de un Alma Errante
- 42.-El Laberinto del Renacimiento: Un Viaje del Alma
- 43.-El Refugio de la Esperanza: La eternidad de un instante
- 44.-Entre risas y lágrimas: El dulce misterio de vivir
---------------------------------------------------------
Mi libro está disponible en Amazon por solo $0.99 USD. Quisiera invitarlos a que aprovechen esta oferta y me ayuden a alcanzar la lista de los más vendidos.
Cada compra no solo me acerca a este objetivo, sino que también es una oportunidad para que más personas conozcan mi trabajo. Además, cualquier reseña positiva que puedan dejar sería inmensamente apreciada y contribuiría enormemente a la visibilidad del libro.
¡Gracias de antemano por su apoyo y por acompañarme en este viaje literario!
Comprar Pinceladas de recuerdos aquí
--------------------------------------------------------

Abelardo 👏🏼👏🏼👏🏼
ResponderBorrarQue sorpresa leerte de esta manera, he disfrutado montones la narración de esos momentos vividos en nuestro paso por el Banco. Gracias por haberme tenido en cuenta en ésta narración. No te conocía ésta faceta. Felicitaciones!! Te seguiré. Un abrazo ~ Emi
Don Abel, tus relatos son tan reales que nos transportan a esos tiempos como si los estuviéramos viviendo hoy. Además muy agradecida con tus buenos comentarios, son un halago grande, que en estos momentos me levantaron altísimo el ego. Jajajaja.~Ligia Isabel~
ResponderBorrar