No 25 "Momentos Inolvidables: Memorias de un Empleado Bancario"
Capítulo 25
Memorias de un empleado bancario: Nostalgias, tumultos y reconocimientos inesperados
Los recuerdos llegan con la suavidad de una brisa que arrastra consigo el polvo de los años, y también con el peso de lo que ya no regresará. En 1977, La Banque Nationale de Paris —ese nombre que para mí era una melodía susurrada en un idioma lejano— se transformó en el Banco Mercantil. Para algunos, aquello no fue más que un giro administrativo, un trámite corporativo ejecutado con frialdad burocrática; pero para mí fue el primer desgarro de un sueño que había alimentado en silencio durante años.
Aquel nombre francés, con su elegancia discreta y su promesa exótica, había sido siempre una ventana abierta hacia mundos imaginados. Yo soñaba con caminar algún día por las calles empedradas de Montmartre, respirar el aire húmedo del Sena, perderme en librerías antiguas donde los volúmenes olían a tiempo detenido. El francés fluía en mi mente como un río manso y transparente, sin esfuerzo, como si mi lengua hubiese nacido para pronunciar esas vocales redondeadas y esas consonantes suaves. El inglés, en cambio, se erguía ante mí como una cordillera hostil: por más que escalara sus laderas con tesón redoblado, siempre quedaba una cumbre más alta, un acento esquivo, una sintaxis que se me resbalaba entre los dedos.
Cuando el banco cambió de nombre, sentí un pellizco en el pecho —no de dolor agudo, sino de esa melancolía difusa que precede a las despedidas inevitables—. Era como si cerraran una puerta en la casa de mis anhelos, aunque al mismo tiempo —y esto es lo extraño de los cambios— otra puerta crujiera al abrirse hacia horizontes aún sin nombre. Mi destino seguía siendo una incógnita, pero el cambio de razón social era apenas el preludio de un viaje lleno de vueltas inesperadas.
Quién sabe qué aventuras me esperaban. Pero una cosa era segura: seguiría persiguiendo mis sueños con la misma intensidad, aunque ahora el paisaje fuera otro y el francés que tanto amaba quedara relegado a un rincón de mi imaginación, como esos libros que uno guarda con cariño pero ya no abre.
Las tardes de aquellos años en La Banque Nationale de Paris estaban impregnadas de un espíritu juvenil vagamente revolucionario —aunque no precisamente por parte de los empleados del banco—. Los años setenta, vibrantes y convulsos, nos trajeron más de una sorpresa, y no todas tenían que ver con balances contables o fluctuaciones cambiarias.
Los viernes no solo anunciaban el fin de la semana laboral, sino también el preludio de alguna que otra revuelta estudiantil. Como si el aumento de volumen de trabajo no fuera suficiente, nos tocaba lidiar con el canje de divisas mientras el olor penetrante de los gases lacrimógenos se colaba por cada rendija del edificio, impregnando las cortinas, adhiriéndose a nuestras ropas, irritando nuestras gargantas como un recordatorio químico de que la ciudad hervía en las calles. Pero hubo un día en que la situación escaló a niveles cinematográficos —y no precisamente del género que termina con atardeceres apacibles—.
Eran pasadas las siete de la noche. La mayoría de los empleados ya había abandonado el edificio, excepto Carlos González, el celador, y yo, que aún terminaba con mis labores. La tranquilidad rutinaria fue interrumpida de golpe cuando un grupo de estudiantes decidió que nuestro banco era el escenario perfecto para una demostración de su descontento político.
Con una precisión digna de un mal tirador de béisbol, lanzaron varias piedras de considerable tamaño contra las grandes puertas de vidrio del banco. El estruendo de los cristales rompiéndose fue apenas el preludio: una bomba casera —un cóctel molotov improvisado— voló por el aire con la intención de convertir nuestro tranquilo refugio financiero en una antorcha. Por suerte, el lanzador parecía tener más entusiasmo que puntería: la botella llena de gasolina apenas medio logró entrar por el hueco recién formado, evitando por centímetros que las cortinas ardieran en llamas.
Pero el toque verdaderamente cómico —esa ironía que solo la prensa sabe ofrecer— lo puso El Colombiano al día siguiente. El titular proclamaba con solemnidad desproporcionada: «Atacado por vándalos el Banco Nationale de Paris con bomba molotov; su gerente, Carlos González, se encontraba en el lugar junto con otro empleado, cuyo nombre se reservó». Nuestro celador había sido ascendido momentáneamente a gerente por obra y gracia del periodismo apresurado. A mí, en cambio, jamás me preguntaron nada —quizás para proteger mi incipiente carrera como «empleado anónimo» en tales actos de reportaje—.
Así transcurrían nuestros días en el banco: entre transacciones financieras y esquivando los efectos colaterales de la efervescencia social de la época. Ciertamente, era un trabajo que mantenía a uno en alerta, no solo por las cifras, sino por las piedras y los cócteles molotov fallidos.
Algo que llamaba la atención cuando caía la noche era la cantidad de niños de la calle —gamines, como se les llamaba con ese galicismo cruel que en francés significa simplemente «niño», pero que en Colombia cargaba todo el peso de la marginación— que merodeaban en los alrededores del banco. Niños entre cuatro y siete años. Algunos dormían pegados a la reja plegadiza, esperando que el celador la bajara de una vez para que después no los despertara con el ruido metálico de subirla o bajarla. En la mañana, cuando la abrían, interrumpían su sueño y su resaca de sacol.
Justo frente a la gran puerta de entrada, en la acera, había una rejilla que daba al subterráneo de la energía eléctrica, donde probablemente hacía más calor. Allí descendían ellos a pasar las noches frías. Entre los niños se encontraba una niña de la misma edad. Cuando abrían la reja, iban bajando uno a uno ante la mirada del celador, a quien le deseaban una buena noche con voces rasposas, como si fueran adultos diminutos prematuramente envejecidos.
Era motivo de dolor ver a estos niños sin futuro ante la indiferencia generalizada, sobreviviendo en las calles con una dignidad que no merecían tener que sostener. Una realidad cruda que contrastaba con la opulencia y el ajetreo del mundo bancario en el que yo me encontraba inmerso. Mientras yo soñaba con viajar y explorar horizontes lejanos, ellos luchaban por sobrevivir un día más en las calles de Medellín, con el sacol como única anestesia contra el frío y el abandono.
Recuerdo haber compartido mis inquietudes con algunos compañeros, quienes, aunque comprensivos, parecían haber desarrollado una especie de indiferencia ante esta situación tan común en nuestra ciudad. «Es la realidad que nos toca vivir», decían, encogiéndose de hombros y volviendo a sus tareas diarias con esa resignación que a veces se disfraza de pragmatismo.
Pero para mí era imposible ignorar esas pequeñas caras sucias y esos ojos cansados que me miraban desde las sombras. Me preguntaba qué circunstancias los habían llevado a esa situación, qué sueños habrían tenido alguna vez y cómo habían terminado deambulando por las calles, buscando refugio en los rincones más insospechados de la ciudad.
En esos momentos, mi deseo de viajar y explorar nuevos horizontes se veía opacado por la cruda realidad que me rodeaba. ¿Cómo podía soñar con aventuras lejanas cuando había tanto sufrimiento y necesidad a mi alrededor? ¿No sería más valioso intentar cambiar las cosas desde adentro, desde mi propia ciudad y mi propia comunidad?
Estas preguntas me atormentaban mientras observaba a los niños de la calle, y me hacían replantearme mis prioridades y mis sueños. Porque, al final, ¿de qué servía alcanzar metas personales si no podía contribuir a mejorar la vida de aquellos que más lo necesitaban? Eran preguntas sin respuesta, o con demasiadas respuestas, que es lo mismo.
El año 1977 no solo marcó el cambio de nombre de la institución bancaria, sino también un significativo traslado de ubicación, lo que añadía otra capa a mi ya nostálgico sentir. Nos trasladamos de las oficinas en la esquina de la calle Colombia con Sucre al Parque de Berrío, un lugar que había albergado históricamente la sucursal principal del Banco Cafetero. Este movimiento no era solo un cambio de dirección: era un paso hacia una nueva identidad, en un espacio que respiraba historia y tradición.
El edificio elegido para esta nueva etapa fue objeto de una remodelación integral. Recuerdo vívidamente cómo el interior del antiguo edificio fue transformado. Las burdas cajas enrejadas —que parecían más jaulas para pollos que parte de un banco— fueron desmanteladas para dar paso a un diseño más digno y adecuado para una institución financiera moderna.
Mientras tanto, el exterior del edificio también experimentó cambios dramáticos. Valiosas e históricas esculturas, que alguna vez adornaron el muro exterior, fueron retiradas sin mayor ceremonia. Estas esculturas, en forma de lajas, no solo eran piezas de arte valiosas, sino también parte del patrimonio cultural de la ciudad. Su remoción fue motivo de críticas en la prensa local, una controversia que resonó en los corredores del banco y en las calles de la ciudad. Las esculturas, retiradas y olvidadas, quedaron relegadas al almacenamiento en la cava del banco, un destino tristemente irónico para tales obras de arte —como si el dinero pudiera guardarse junto con la belleza, pero solo el primero tuviera valor contable—.
Sin embargo, a pesar de las críticas y los cambios, el nuevo Banco Mercantil emergió como un fénix. Conservando un poco del estilo antiguo, las columnas forradas en mármol se mantuvieron como un homenaje a la historia y la elegancia de épocas pasadas. Este equilibrio entre lo nuevo y lo viejo se reflejaba en cada rincón del edificio renovado, simbolizando nuestra transición hacia una nueva era mientras honrábamos nuestro rico pasado.
Entre polémicas y cambios, el banco no solo cambiaba de nombre y ubicación, sino también de identidad. Nos estábamos transformando, adaptándonos a los nuevos tiempos y a las nuevas necesidades de los clientes, manteniendo siempre un pie en la rica historia que nos había traído hasta aquí. Y en ese proceso, yo seguía soñando y construyendo mi camino, recordando cada día que cada cambio, por grande o pequeño que fuera, era una pieza más en el vasto rompecabezas de mi vida.
Así que, mientras continuaba desempeñando mis labores en el Banco Mercantil, una nueva semilla de inquietud comenzó a germinar en mi interior. Una semilla que, con el tiempo, daría frutos inesperados y me llevaría por caminos que jamás habría imaginado.
El día de la mudanza fue, como todo en la vida de un banco, un episodio lleno de logística meticulosa y algún que otro toque de caos controlado. Se nos había instruido a cada uno de los empleados para que recogiéramos nuestros efectos personales de nuestros puestos de trabajo, y allí estábamos, un sábado por la mañana, preparados para el gran traslado.
El banco estaba cerrado para operaciones normales, claro, pero eso no impidió que el día tuviera su cuota de aventuras inesperadas. Los bancos por aquel entonces no abrían los fines de semana y, desde luego, los cajeros automáticos eran tan solo un sueño futurista. Pero esto no parecía ser de conocimiento común, como pronto descubriríamos.
Mientras nos encontrábamos reunidos en un círculo, compartiendo risas y comentarios sobre el traslado, una señora, desprevenida y claramente confundida por la actividad inusual, se aventuró a entrar en el banco, cuya puerta estaba abierta. Con la sinceridad de quien no espera encontrarse con un edificio en pleno proceso de evacuación, se acercó directamente a Bernardo Rivera y le preguntó:
—¿Señor, podrían cambiarme este cheque?
Bernardo, que nunca fue de los que se quedaban sin palabras, la miró como si ella hubiese propuesto cambiar el curso del río Medellín. Con una expresión que podría haber parado un tren en seco, le informó con esa voz suya, tan seria como la de un juez de la Corte:
—Los fines de semana no se ofrecen servicios bancarios, señora.
La pobre mujer, sin saber muy bien cómo reaccionar ante la situación y la cara de póker de Bernardo, se retiró con más dudas que cuando entró.
Cuando la señora se marchó, Bernardo no perdió el tiempo para compartir su humor irreverente con los presentes, lanzando un comentario que nos hizo soltar carcajadas a todos:
—¡A tantas inocentes vaquitas que les caen rayos y no caerle uno a esta señora!
Fue la anécdota perfecta para romper cualquier tensión del día y recordarnos que, incluso en medio del caos de una mudanza, siempre había espacio para un poco de humor bancario. Y así, entre bromas y risas, continuamos empaquetando nuestras vidas, listos para comenzar un nuevo capítulo en el recién remodelado Banco Mercantil.
En 1977, un evento trascendental reunió a todos los empleados bancarios de Medellín: los «II Juegos Bancarios Medellín 1977». Fue un tiempo de entusiasmo desbordante y una excelente organización, tanto por parte de cada banco participante como del Banco de la República, que fungió como el gran orquestador de esta fiesta deportiva. Para mí, esos juegos representaron algunos de los mejores momentos de mi vida laboral en el banco —momentos en los que el trabajo dejaba de ser transacciones y se convertía en camaradería, en sudor compartido, en gritos de aliento que resonaban en canchas improvisadas—.
Nuestra delegación participó en varias disciplinas, entre ellas el fútbol y el tenis de mesa. Además, tuve la oportunidad de exponer mi talento en la exposición de pintura libre. En fútbol, aunque éramos un banco pequeño y no llegamos muy lejos, tuvimos un equipo excepcionalmente bueno; pero la competencia era desventajosa para nosotros. Bernardo Rivera, nuestro estratega, conocía el fútbol como la palma de su mano y nos motivaba con su conocimiento y entusiasmo. Sin embargo, competíamos contra bancos más grandes que podían escoger entre una vasta cantidad de empleados para formar sus equipos, lo que nos puso en una desventaja natural —una de esas ironías del sistema en las que el tamaño importa más que el talento—.
El tenis de mesa, por otro lado, me ofreció una plataforma para brillar. Atrás, en el segundo piso del banco, teníamos una mesa donde pasaba horas practicando, perfeccionando mis movimientos y reflejos, anticipando trayectorias, calculando ángulos con una precisión casi obsesiva. Durante los juegos, disputé unos tres o cuatro encuentros y, para mi sorpresa, solo perdí uno. Llegué bastante lejos en el certamen, lo cual fue un logro significativo para mí, dado el nivel de competencia.
Una anécdota que recuerdo con especial cariño ocurrió durante uno de los últimos partidos de tenis de mesa, un enfrentamiento intensamente disputado —partido muy «ruñido», como diría Bernardo— en la sucursal de Envigado. Entre el público se encontraba Lina Montoya, una empleada de esa sucursal, con quien había tenido algunos coqueteos amorosos en el pasado. Al terminar el partido, en el cual logré salir victorioso, Lina saltó hacia mí con una alegría contagiosa, abrazándome y dándome un beso en la mejilla. Yo, empapado en sudor y ruborizado, no pude evitar sentirme un poco avergonzado pero al mismo tiempo halagado. Aunque nuestra relación no pasó de esos flirteos, ese momento quedó grabado en mi memoria como un dulce recuerdo —uno de esos instantes que brillan en la oscuridad de los años con luz propia—.
En general, esos Juegos Bancarios fueron una mezcla perfecta de competencia, camaradería y momentos inolvidables. Me sentí orgulloso de mi desempeño y de haber representado al banco con dignidad y entusiasmo. Fue una época en la que los días pasaban entre risas, esfuerzo y la satisfacción de formar parte de algo más grande que uno mismo. Y así, con el paso del tiempo, los recuerdos de esos días brillan con una luz especial, como testimonios de una juventud vivida con intensidad y pasión.
La exposición de pintura, en una sala del Banco de la República, en el marco de los «II Juegos Bancarios Medellín 1977», representó la cereza en el pastel para mí. Yo, un pintor artístico de pacotilla sin mucha experiencia formal, me atreví a participar con un cuadro titulado «Tradiciones».
Era grande la cantidad de participantes y cuadros expuestos en el Banco de la República, en pleno centro de Medellín. Llevé mi humilde cuadrito sin la menor esperanza, ya que eran muchos los concursantes —lo llevé solo por no dejar pasar la oportunidad, con esa mezcla de timidez y audacia que caracteriza a los artistas amateur—.
Cuál fue mi sorpresa cuando recibí la llamada de Blanca Restrepo, una amiga del Banco del Comercio, con una noticia emocionante. Me dijo:
—Anda, mira la exposición. Tu cuadro es «mención de honor» entre todos los participantes, ¡es como una especie de tercer puesto!
Pero no solo eso. Blanca también me hizo otro comentario halagador:
—La gente que mira la exposición dice que tu cuadro debía ser el primero.
Algo que yo mismo comprobé yendo de incógnito a mirar la exposición, que estuvo expuesta durante buenas semanas. Me mezclaba entre los visitantes, escuchando sus comentarios con el corazón en la boca, temiendo y deseando al mismo tiempo ser reconocido.
Para completar esta historia, mi entrañable amiga Ligia Isabel se quedaría con ese cuadro «Tradiciones», que aún conserva. Una pequeña obra que, más allá de su calidad artística, representa un momento de triunfo y reconocimiento en mi vida —un momento en el que el mundo me dijo, aunque fuera brevemente, que tal vez yo tenía algo valioso que ofrecer—.
Imagínense la emoción que debí sentir al recibir esa noticia. Yo, un pintor aficionado, siendo reconocido entre tantos artistas talentosos. Ese logro debió infundir una confianza renovada en mis habilidades creativas y en mi capacidad para destacar, incluso en ámbitos inesperados.
Más allá del premio en sí, ese reconocimiento debió ser un bálsamo para mi alma, una prueba de que mis sueños y talentos no estaban limitados por mi trabajo en el banco o por las expectativas de los demás. Fue un recordatorio de que siempre hay oportunidades para brillar, si me atrevo a explorar mis gustos y a poner el corazón en lo que hago.
Y el hecho de que mi querida amiga Ligia Isabel atesore ese cuadro le otorga un valor aún mayor. Ese cuadro no solo representa mi talento artístico, sino también los lazos de amistad y cariño que he forjado a lo largo de mi vida, lazos que perduran más allá del tiempo y las circunstancias.
Así que, mientras continúo mi camino en busca de nuevos horizontes y sueños por cumplir, recordaré siempre ese momento de triunfo en los «II Juegos Bancarios». Que sea un recordatorio de que soy capaz de lograr grandes cosas, incluso en los ámbitos más inesperados, y de que mis talentos y gustos merecen ser explorados y celebrados.
Entre este torbellino de recuerdos, me cuesta ubicar el momento exacto en que cada uno de los compañeros ingresó al banco. En todo caso, cada uno, a su manera y con su talento, se fue integrando. Al estrujar mis memorias, algunas anécdotas surgen como destellos de luz en la penumbra del pasado —fragmentos de conversaciones, risas contenidas, gestos que en su momento parecieron insignificantes pero que ahora brillan con la pátina del tiempo—.
Una de las primeras historias que se supieron fue sobre Elkin Restrepo, uno de los primeros empleados contratados por allá en 1972, más por su experiencia en la Caja Agraria que por sus estudios formales. En el departamento de cuentas corrientes, Elkin era el hombre orquesta, haciendo de todo un poco. Exageraba diciendo que le tocaba hasta repartir tintos. Como es lógico, en esos días pocos clientes se acercaban al banco, y eso inquietaba a nuestro amigo Elkin, quien solía comentar en su ingenuidad:
—¿Tan poca clientela? ¿Con qué nos van a pagar?
Por otro lado, teníamos a Edgardo Echeverri, un personaje que se vanagloriaba de haber comenzado antes que el propio banco. Edgardo no tenía estudios formales, pero su malicia indígena se le daba silvestre, como diríamos por aquí. Trabajaba como mesero en el prestigioso Club Campestre El Rodeo, conocido por su campo de golf en Medellín.
Resulta que, antes de que el banco abriera en Medellín, había que recibir a los altos miembros del Banco en la ciudad. Don Luis Carlos Saldarriaga, nuestro gerente, tenía la responsabilidad de recibir a la plana mayor del banco, más encartado que una gallina criando patos. Ese día llegaron Christian Domeq, Mr. Vandebeck, Mr. Tremossa y el señor Carreño de Bogotá. La responsabilidad de don Luis Carlos era asegurar el alojamiento para estos distinguidos visitantes, cosa que no tenía resuelta.
Esa tarde, mientras Edgardo el mesero atendía amablemente a la comitiva, don Luis Carlos, en un arrebato de desesperación, le preguntó:
—¿Usted, por casualidad, no tiene dónde alojar a estos amigos por tres noches?
Edgardo, con su típica sonrisa astuta, respondió:
—Espere, señor, déjeme consultar.
Regresó al poco tiempo y dijo:
—Qué pena, señor, pero todo está copado.
Don Luis Carlos, visiblemente preocupado, insistió:
—¿No se puede hacer nada?
Edgardo, mostrando un atisbo de picardía en sus ojos, replicó:
—Bueno, yo podría asignarles los cuartos a sus amigos, pero con un inconveniente para mí: que me van a despedir de mi trabajo.
Sin perder un segundo, don Luis Carlos respondió:
—No se preocupe, yo le ofrezco trabajo. Tome mi tarjeta y venga el lunes a la entrevista.
Y así fue como Edgardo consiguió su trabajo en el banco, saltándose todas las competencias y comenzando a trabajar ocho días antes que todo el mundo en el almacén. Su malicia indígena y su ingenio natural le abrieron las puertas a una nueva oportunidad, demostrando que a veces la suerte se conjuga con el talento de maneras inesperadas —y que en este mundo, como en cualquier otro, saber leer el momento es tan importante como tener credenciales—.
Otra de las anécdotas que recuerdo con humor fue mi primera «gran metida de pata» en el banco. Recién entrado a mi puesto de mensajero, aún «zanahorio y buñuelo» y lleno de buena voluntad, me ocurrió algo que, aunque embarazoso, se convirtió en una lección inolvidable.
Resulta que Luz Mery Montoya, «La Mona», me encargó que fuera a la farmacia de la misma cuadra a comprar un removedor de uñas. Yo, con la mejor disposición del mundo, me dirigí a la farmacia y cumplí con el recado sin pensarlo dos veces.
Al regresar al banco, justo en la entrada, me topé con Darío Osorio, el jefe de personal y de la administración. Con su característico aire de autoridad, me miró inquisitivamente y preguntó:
—¿Qué es eso que lleva ahí, joven?
Yo, inocente y sin malicia, le respondí con total honestidad:
—Es un removedor que me pidió comprar Luz Mery.
Don Darío no dijo nada en ese momento, solo me lanzó una mirada que no supe interpretar. Seguí mi camino y entregué el encargo a Luz Mery, pensando que había cumplido con mi deber.
Sin embargo, poco más tarde, la administración sacó una circular dirigida a todos los empleados. En ella se prohibía a los mensajeros hacer vueltas personales durante el horario laboral. Al leerla, sentí cómo se me caía la cara de vergüenza. ¡Había «metido los guayos» sin querer!
No pude evitar reírme de la situación más tarde, cuando me di cuenta de la magnitud de mi inocente error. Yo solo quería ayudar, y terminé causando una nueva regulación en el banco. Desde entonces, aprendí a ser más cauteloso y a no aceptar encargos personales sin pensarlo dos veces.
Esa anécdota, aunque embarazosa en su momento, se convirtió en una de esas historias que contamos con humor y cariño, recordándonos que todos cometemos errores y que, al final, son esos momentos los que nos enseñan y nos hacen crecer. Estas historias y anécdotas, llenas de humor y humanidad, son las que realmente dan vida a nuestros recuerdos del banco. Cada uno de nosotros aportó algo único a esa gran familia, y juntos construimos un mosaico de momentos inolvidables —un mosaico que ahora, visto desde la distancia, brilla con la luz cálida de lo que ya no volverá pero que tampoco se puede olvidar—.
Notas:
Sacol: Sustancia muy volátil, usada para pegar la suela de los zapatos, con la cual se drogan los niños de la calle o gamines.
Gamin: Niño de la calle. Esta palabra en francés no tiene la connotación que tiene en Colombia. En francés significa niño normal y corriente
========================================================================= --------------------------------------------------------- <<CAPITULOS DEL LIBRO >> —-------------------------------------------------------
- 0 - ROLOGO Pinceladas de Recuerdos
- 22 -Una Melodía de Anhelos y Desencuentros
26 -Del Humor al Recuerdo: Historias del Banco y Sus Personajes
- 29.-Cuando el Banco se Convierte en tu Segundo Hogar
- 30.-Historias de Amigos y Aventuras: Galería de personajes bancarios
- 31.-Raspando la «olla anecdótica
- 32.-El Pulso de una Ciudad: Medellín entre la Nostalgia y el Temor
- 33.-Semillas al viento: La odisea de la familia Salazar Suárez
- 34. -Medellín en los 80: Memorias de una Ciudad en Dualidad
- 35.-Maleta de Sueños: Crónica de un Viaje sin Retorno
- 36.-Quemando las naves del destino
- 37.-Aromas de esperanza: Renacimiento en el barrio griego de Montreal
- 38.-La Huella del Exilio: Entre el Frío y la Esperanza
- 39.-Danza de Recuerdos: Espejismos en la nieve
- 40.-Un Alma Suspendida entre Dos Mundos
- 41.-Entre Sombras y Lluvia: Memorias de un Alma Errante
- 42.-El Laberinto del Renacimiento: Un Viaje del Alma
- 43.-El Refugio de la Esperanza: La eternidad de un instante
- 44.-Entre risas y lágrimas: El dulce misterio de vivir
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Sin palabras. Excelente. Recuerdo a casi todos los ex- compañeros
ResponderBorrarMe gusta tu historia, especialmente, el matiz que le pones. Es amena, graciosa y crea espectativa. ~Beatriz
ResponderBorrarQue rico todas esas anécdotas. Cuenten más me encantan
ResponderBorrarAbelardo , que gran poeta y también pintor. Nunca imaginé tanto potencial artístico, un talento muy escondido. Felicitaciones por todo lo que haces. ~Luz Mery Montoya~
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