No 24 "El Mensajero de Sueños: Mi Primer Empleo en un Banco"
Capítulo 24
El Mensajero de Sueños
Con la mirada perdida en el horizonte de la nostalgia, me sumerjo en divagaciones que arrugan mi piel y mi corazón. Setenta y cinco era el año, y yo aún era un traficante de sueños, un iluso, romántico, ingenuo de profesión. Nadie me buscaba para grandes hazañas ni para cambiar el mundo —¡no!—, mi destino era más modesto: servía apenas para donar sangre y empujar carros.
Mis sueños, esos gigantes que habitaban mi mente, eran cometas desbocados. Los perseguía con la misma pasión con la que un niño corre tras una mariposa, sabiendo que el vuelo es más hermoso que la captura. ¿Quién iba a decir que aquel joven en el filo de sus veintitrés calendarios, mal asimilados y vividos a la guachapanga y el descachalandre, se vería envuelto en un giro inesperado? Los astros, sin embargo, comenzaban a alinearse en mi favor con la terquedad de constelaciones que han esperado demasiado.
Tras haber participado en la campaña del Dr. Álvaro Gómez, candidato presidencial del año anterior, las puertas de una institución financiera finalmente se abrieron. Conseguí un trabajo formal gracias a los buenos oficios de don Román Arenas, jefe de campaña y amigo personal de Jaime Obando, quien trabajaba para La Banque Nationale de Paris. ¡Adiós a los trabajos de mala muerte, bienvenidas las prestaciones y la estabilidad! «¡Pobre iluso, ensillando los caballos sin traerlos!», me decía para mis adentros, sabiendo que la esperanza es siempre una apuesta contra la cordura.
Pero antes de estrenar el empleo soñado, la vida me ofreció un interludio nocturno que pondría a prueba mi paciencia bohemia y me enseñaría que los sueños, a veces, vuelan primero en juguete antes de convertirse en realidad.
Para el período decembrino del setenta y cuatro, un vecino y amigo de farras me consiguió un trabajo temporal en la industria de juguetes Búfalo, donde él trabajaba de supervisor durante el día. Un lugar mágico para los niños —pensaba yo, consolándome—, pero un verdadero suplicio para mi alma, pues el horario era nocturno. ¡Incluidos los sábados! Salía de casa con el corazón apesadumbrado, mientras mis amigos disfrutaban de la rumba decembrina. Cruzar el barrio en la noche, con la música y las risas resonando en cada esquina, era una tortura para mi temperamento fiestero y bohemio. La ciudad celebraba sin mí, y yo caminaba hacia la oscuridad como quien se dirige a su propio entierro prematuro, arrastrando los pies al ritmo de cumbias ajenas.
La fábrica, ubicada en Itagüí por la autopista sur, era un lugar retirado, solitario y lúgubre. Para llegar, tenía que atravesar un largo trayecto oscuro, un verdadero valle de las sombras que me llenaba de escalofríos. El camino se estiraba como una amenaza cada noche, y las sombras jugaban a perseguirme con la malicia de fantasmas aburridos. En medio de aquel ambiente fantasmal, sin embargo, encontré un oasis de amistad en Rodrigo, el celador de la compañía Burns. Un tipo bonachón y conversador, con quien compartía historias y risas para amenizar las largas noches de insomnio forzado. Hablábamos de todo y de nada: de fútbol, de mujeres, de la vida misma que se nos escurría entre turnos nocturnos.
La vida, en su irónico juego de coincidencias —ese tejido invisible que une destinos aparentemente dispares—, nos reunió posteriormente en el banco donde comencé a trabajar, donde Rodrigo también se desempeñó como celador por largo tiempo. Años después, cuando nos cruzábamos en los pasillos del banco, nos mirábamos con esa complicidad de quienes han compartido las madrugadas más absurdas, y sonreíamos sin necesidad de palabras.
El otro celador nocturno era un personaje único: Benhur. Un hombre incansable que trabajaba toda la semana sin descanso, acumulando funciones como si fuera un superhéroe de suburbio con facturas que pagar. Era celador, operario, conductor, y hasta hacía las vueltas a las secretarias de día. Un hombre de buen corazón, aunque con poco tiempo para hacer milagros. En la noche, Benhur se transformaba en un justiciero de pacotilla. Con más cara de cazador que de guardia, con cachucha y una escopeta de dos cañones, paseaba con dos perros inmensos por las zonas más alejadas de la fábrica. Juraba que esa escopeta de dos cañones era para «acabarles a los ladrones esta vida y la otra». Nunca supe si era fanfarronada o amenaza seria, pero a los ladrones parecía bastarles la imagen: ninguno se atrevió a desafiar a Benhur y su artillería nocturna.
Yo, por mi parte, trabajaba como planillero, llevando la cuenta de la producción de una quincena de operadores que moldeaban las partes de los juguetes. Era un trabajo monótono, un ejercicio de paciencia y números que se repetían hasta el amanecer. Entre la gran variedad de piezas plásticas que emergían de los moldes calientes —muñecas, carritos, soldaditos—, uno me llamaba la atención de manera especial: un hermoso avioncito, una réplica exacta de un avión de Avianca. Rojo, blanco y azul, con las alas perfectamente proporcionadas y ese aire de dignidad que tienen las cosas hechas con esmero.
Ese avioncito era un símbolo de mi sueño recurrente, el sueño de volar. Contemplarlo cada noche me llenaba de esperanza y nostalgia, una mezcla extraña que se parecía al dolor pero sabía a promesa. Anhelaba poseerlo, no solo como un juguete, sino como un amuleto de buena suerte, como un talismán de mi anhelo de algún día surcar los cielos. Lo miraba con la misma reverencia con la que un creyente mira una estampa sagrada, preguntándome si algún día yo también despegaría hacia destinos impensables.
(Quién iba a decirme entonces que años más tarde terminaría sumergido en la lengua de Molière en Quebec, Canadá, viviendo el día a día en un idioma que aún no sospechaba, cruzando océanos como si nada, como si ese avioncito de juguete hubiera sido un oráculo de plástico que susurraba profecías en las madrugadas de Itagüí).
En medio de juguetes y sueños de volar, transcurrían mis noches en la fábrica Búfalo. Un lugar que, a pesar de su lúgubre ambiente y sus horarios infernales, me brindó experiencias y me enseñó valiosas lecciones sobre la amistad, la perseverancia y la importancia de perseguir nuestros sueños sin soltarlos, aunque se escapen como cometas. Y quién sabe, tal vez algún día ese avioncito de Avianca dejaría de ser solo un sueño y se convertiría en una realidad. Un símbolo de que, incluso en medio de las dificultades y las noches interminables, los sueños pueden tomar vuelo y llevarnos a lugares inimaginables.
Permítanme continuar este relato, queridos amigos, aclarando la garganta y adoptando un tono entre socarrón y nostálgico, pues los recuerdos de aquella mañana del dos de enero de mil novecientos setenta y cinco aún permanecen frescos en mi memoria como si hubiese sido ayer. ¡Año nuevo, vida nueva! Esas fueron las palabras que me repetí en un intento de convencerme de que iniciaría esta nueva etapa con el pie derecho, aunque el pie en cuestión estuviera calzado con zapatos heredados de un muerto.
El empleo en La Banque Nationale de Paris me abriría las puertas a un mundo de oportunidades, o al menos eso me decía el optimismo desesperado de quien no tiene más opciones. Pero en ese momento, lo único que ocupaba mi mente era el estreno de mi bocadillo, ese atuendo que me hacía parecer con cara de retrato hablado, una mezcla extraña entre oficinista y sospechoso de crimen no resuelto.
Jamás en mi vida había vestido un saco o corbata, esos atuendos que eran parte del código vestimentario indispensable en aquella institución bancaria. No hace falta decir que mi bolsillo no daba ni para comprarme uno en el almacén agachase, mucho menos un traje elegante de esos que usan los verdaderos bacanes. Pero ahí es donde la inventiva e imaginación desbordante de mi madre Otilia entraba en acción como un vendaval creativo, como una fuerza de la naturaleza que no acepta derrotas ni imposibles.
Imagínense a doña Otilia, cual Coco Chanel de la moda proletaria, transformando cualquier saco con olor a viejo en una prenda digna de un ejecutivo, o al menos de alguien que pretende serlo. Tomó algunas prendas viejas de mis hermanos y con la maestría de una madre que hace milagros con hilo y aguja, logró armar un conjunto a mi medida. Bueno, a mi medida podría ser un eufemismo diplomático, pues mis hermanos eran de complexión más robusta mientras que yo no era más que un flaco desgarbado, un espárrago con pretensiones de ser árbol.
¿Un saco? Bastaba con tomar uno de mis hermanos y arreglar las mangas, doblarlas aquí, ajustarlas allá. ¿Una corbata? Alguna que ya estaba mona de lo vieja hacía el oficio, con su brillo gastado y sus manchas discretas que hablaban de décadas de ceremonias y duelos. ¡Voilà! Ahí estaba yo, listo para enfrentar al mundo bancario con mi traje artesanal de alta costura made in casa, una obra maestra del reciclaje antes de que el reciclaje fuera tendencia.
En cuanto a los zapatos, eran una burda imitación de piel de cocodrilo heredados de mi difunto hermano Alfonso, muerto años antes, zapatos que esperaron largo rato en el fondo de un closet oscuro para poder usarlos, como si hubieran estado esperando pacientemente su turno para caminar de nuevo. Como me quedaban grandes —Alfonso tenía pies de gigante—, y el paso del tiempo los había resecado hasta dejarlos duros como piedras, tuve que rellenarlos con periódicos, empaparlos en alcohol y ponerme varias capas de medias para ajustarlos. Tocaba darles una segunda amansada, domesticar ese cuero rebelde que se resistía a aceptar un nuevo dueño.
Al salir de mi casa y caminar ese buen trecho rumbo al trabajo, no podía evitar sentirme observado y juzgado por cada conocido gocetas que cruzaba a mi paso, al ver en un santiamén tan extraña metamorfosis. ¿Cuándo yo me había convertido en un bacán de vereda? Algunos incluso me saludaban con un «¡Hola doctor!» entre risas mal disimuladas, ese tipo de risas que pretenden ser cumplidos pero que en realidad son burlas disfrazadas de admiración.
En mi fuero interno, pasaba por toda la gama de emociones. La emoción de dar mis primeros pasos laborales en un lugar prestigioso, donde la gente usaba camisas planchadas y hablaba en voz baja. La inseguridad de sentirme como un cómico clon con esas ropas prestadas donde era evidente que el muerto era más grande. El orgullo de no rendirme ante la adversidad, de caminar erguido a pesar de los zapatos llenos de periódicos. En fin, un cúmulo de sentimientos encontrados que solo pueden experimentarse en esas etapas tempranas cuando la vida nos pone a prueba sin pedirnos permiso.
A medida que reflexiono sobre aquel primer día, me doy cuenta de que fue el punto de partida de una serie de experiencias que me moldearon y me llevaron a donde estoy hoy. Porque aunque pueda parecer cómico a primera vista —y lo era, no voy a negarlo—, aquellos momentos de incertidumbre y superación fueron fundamentales en mi camino hacia donde más tarde me llevaría el destino.
Y así, con mi traje de reciclaje y mis zapatos de cocodrilo heredados de Alfonso, me lancé de lleno a este nuevo capítulo de mi vida, listo para enfrentar cualquier desafío que se presentara en mi camino. Porque al final del día, lo que importa no es tanto cómo empezamos, sino cómo decidimos seguir adelante y superar las adversidades que se nos presentan. Y yo, flaco desgarbado con zapatos de muerto y traje prestado, estaba listo para demostrar que hasta los soñadores ridículos pueden llegar lejos si no dejan de caminar.
¡Llegué! Calle Colombia por Sucre, La Banque Nationale de Paris inscrito en sus paredes en mármol negro, diagonal al edificio Furatena, ese templo del comercio que miraba con indiferencia a los transeúntes. El celador de turno, un señor de uniforme impecable que parecía haber nacido con ese traje puesto, me dio la bienvenida con una mezcla de cortesía y desconfianza. El banco con sus gigantescas puertas de vidrio y su aire de formalidad me recibió como a un náufrago que toca tierra firme después de meses en el mar, mareado por las olas pero agradecido de encontrar suelo sólido bajo los pies.
Gloria Orozco, la secretaria de la administración, una bella mujer en plena flor de su juventud con sonrisa amable y ojos que parecían decir «bienvenido al mundo adulto», me recibió y tomó algunos datos suplementarios para mi hoja de vida. Luego procedió a la presentación de los demás compañeros, y así comenzó el desfile de nombres y rostros, una procesión interminable de personas que tendría que aprender a diferenciar en medio del caos.
Don Darío Osorio, el jefe de personal, me recibió con amabilidad, con sus lentes que le daban un aire de seminarista manso, como si en lugar de contratar empleados estuviera reclutando feligreses. Rosa Inés Arboleda y Luz Mery Duque, en el conmutador, conectando voces y destinos con la eficiencia de operadoras telefónicas de película antigua. Omar Castaño, jefe de cartera, un hombre serio que hablaba de números como si fueran poesía. Elkin Restrepo, subjefe, siempre un paso detrás de Omar, como una sombra eficiente. Carlos Arturo González y Carlos Uribe, auxiliares, cuyos nombres se confundían en mi cabeza por compartir el mismo nombre de pila.
Sus nombres se entrelazaron en mi mente como hilos de un tapiz que apenas comenzaba a descifrar. Pocos podía retener en el momento, pero el tiempo los iría grabando uno a uno en mi memoria, como inscripciones en piedra que se vuelven más profundas con cada día que pasa.
En el tercer piso, oficina principal, don Luis Carlos Saldarriaga del Valle, a quien cariñosamente llamaban Don Lucas, un señor ya entrado en años, de trato amable y voz pausada que hablaba como si tuviera todo el tiempo del mundo. A la entrada estaba Nelly Hernández, su secretaria —Nelita, como la llamaba Don Lucas con ese diminutivo que contenía décadas de afecto—, había dedicado la mayor parte de su vida a su lado, una lealtad que se respiraba en el aire cada vez que él pronunciaba su nombre. Entre ellos había una complicidad que solo dan los años compartidos, esa conexión silenciosa de quienes han vivido juntos las mismas batallas de oficina.
Carlos Jaramillo, mensajero de administración, larguirucho también con cara de cura pero con alma de fiestero, se convirtió en uno de mis primeros buenos amigos, de excelente buen humor y risa contagiosa que resonaba por los pasillos como campanas de alegría. Con él aprendería que en los bancos, como en la vida, el humor es tan necesario como el oxígeno.
También formaban parte del equipo los dos egresados de EAFIT, Eleazar Holguín y Juan Gonzalo Ríos, analistas financieros que hablaban en un lenguaje cifrado de flujos de caja y proyecciones, como sacerdotes de una religión matemática que solo ellos comprendían del todo. Ah, y no puedo olvidar al subgerente Christian Domecq, hombre elegante al que le gustaba la pipa, siempre con ese aroma a tabaco fino que lo precedía como una firma olfativa, y su inseparable secretaria Emilse Uribe, Doña Emi, quien debía hacer el papel de traductora en francés cuando las circunstancias lo ameritaban, navegando entre dos idiomas con la gracia de quien camina sobre puentes invisibles.
Descendimos al segundo piso, donde se encontraba el Departamento Extranjero. Este era el más numeroso en empleados y estaba lleno de personalidades diversas, un verdadero zoológico humano donde cada especie ocupaba su nicho particular. Gustavo Hincapié, el jefe del departamento, se decía que en sus años mozos había jugado fútbol profesional en el Once Caldas de Manizales. Su pasión por el deporte se reflejaba en su energía y liderazgo, en esa manera de moverse que aún conservaba algo de atleta, aunque los años y la oficina le hubieran robado la velocidad.
Alberto Carreño, alto empleado —nunca supe su cargo exacto, era uno de esos misterios burocráticos que nadie se molesta en aclarar—, un hombre muy serio que jamás vi sonreír, venía directamente de Bogotá con ese aire capitalino de quien considera que el resto del país vive en una película de García Márquez, entre mariposas amarillas y coroneles que esperan cartas que nunca llegan.
Hernando Gutiérrez, el subjefe, era todo lo contrario: amable y un poco locochón, con esa locura controlada de quien ha aprendido a no tomarse demasiado en serio. Se decía que formaba parte del equipo de fútbol del banco, y su entusiasmo por el deporte se manifestaba en su personalidad, en esa energía que nunca parecía agotarse. Guillermo Orozco, el eterno negociante, siempre buscando algún trato ventajoso, alguna oportunidad de hacer un peso extra. Jaime Llano, un señor bigotón de Envigado, desempeñaba el rol de auxiliar con la seriedad de quien considera que cada cheque es un asunto de Estado.
Luz Mery Montoya, conocida como La Mona para diferenciarla de Luz Mery Duque, la trigueña, era parte fundamental del equipo, con su risa franca y su manera de resolver problemas con eficiencia silenciosa. Edilma López y María Elena Vásquez, secretarias que tecleaban con la velocidad de metralletas, llenando formularios y archivando documentos con la precisión de cirujanas. Jaime Faciolince, el mensajero, se movía con agilidad por los pasillos. Su rostro siempre mostraba una sonrisa, y su amistad era fácil de ganar; le encantaba el fútbol y podía hablar de él durante horas sin aburrirse jamás. Carlos González, otro auxiliar, contribuía al engranaje del departamento. Su trabajo silencioso pero efectivo no pasaba desapercibido para quienes sabían observar.
En medio del primer y segundo piso, quedaba el mezzanine, un espacio lúgubre sin ventanas, lleno de archivos de toda índole, donde se microfilmaban y guardaban los documentos. Un lugar que parecía existir fuera del tiempo, en una dimensión paralela donde el polvo y el silencio reinaban sin competencia. Allí trabajaba otro que sería buen amigo, Omar Gutiérrez, quien trabajaba en solitario como un monje medieval custodiando pergaminos en lugar de rezos, rodeado de pilas de papel que contenían la historia secreta de miles de transacciones.
Finalmente, llegamos a mi destino, donde sería mi lugar de trabajo: el Departamento de Cuentas Corrientes. Su timonel era otro hombre con el fútbol en la sangre, Bernardo Rivera, quien sería mi primer jefe. Conversar con él sobre cualquier tema y sobre todo del deporte era un placer, era como tener un tío sabio que siempre tenía tiempo para escucharte. A su lado, Federico Sierra, el subjefe, complementaba el liderazgo con su estilo más discreto pero igualmente efectivo.
Por último, un personaje bien particular, Edgardo Echeverri, quien se ocupaba de la digitación, que en ese tiempo se hacía mediante tarjetas perforadas, trabajo siempre nocturno que lo convertía en una criatura crepuscular que apenas veíamos, un vampiro de los datos que emergía cuando el resto del mundo dormía.
La secretaria Beatriz Giraldo, con su fuerte acento costeño que convertía cada frase en una pequeña fiesta tropical, en una celebración involuntaria del Caribe. El Gran Pablito, el cajero principal, era un hombre humilde y eficiente, con manos que contaban billetes con la velocidad de quien ha nacido para esa tarea específica. Y Alberto Quintero, recién llegado de la Caja Agraria, se sumaba al equipo trayendo consigo el aire del campo y las historias de préstamos a campesinos.
Por último, Arturo Giraldo, quien me entrenó en mi nuevo puesto de mensajero, manejaba las remesas —o sea los cheques de otras plazas—. Su paciencia y conocimiento me guiaron en mis primeros pasos en este mundo bancario, enseñándome con la generosidad de quien recuerda haber sido también alguna vez el nuevo.
Así comenzó mi travesía en el banco, entre rostros, nombres y la promesa de estabilidad. Aquel día, las puertas se abrieron para mí, y entré con la certeza de que estaba construyendo algo más grande que un simple trabajo: estaba forjando mi camino, ladrillo a ladrillo, sueño a sueño. Era un día de expectativas y nervios. Mi rostro, como una novela gráfica, reflejaba la mezcla de emociones que me embargaba: miedo, esperanza, vergüenza, orgullo, todo revuelto en un cóctel emocional que me mareaba.
Mi mente venía repleta de sueños y expectativas, pero también de dudas razonables. Las primeras gotas de lluvia me abrazaron al terminar mi primera vuelta como mensajero, como si el cielo mismo celebrara mi llegada con un ritual de purificación, lavándome del polvo del camino y bendiciéndome con agua que sabía a promesa.
Mi primer pago, mínimo inicial, un cheque de seiscientos pesos —cuyo desprendible de pago permaneció entre mis archivos nostálgicos durante años, y que ya amarillento quedó perdido en algún lugar de mi largo trasegar, víctima de una mudanza o simplemente del olvido—, dicho salario modesto pero significativo marcaba el comienzo de una nueva etapa. La amable y bella sonrisa de Gloria Orozco que me dio la bienvenida al banco quedó grabada en mi mente: sus ojos parecían decir «Bienvenido al mundo de los sueños estables, construidos a punta de insomnios y madrugadas».
A medida que los días pasaban, me fui familiarizando con mis responsabilidades y con las caras de mis compañeros, aunque a veces me preguntaba si alguno de ellos había sido reclutado en un casting de personajes pintorescos diseñado específicamente para hacer mi vida más interesante. Poco tiempo después, se integraron nuevos rostros al equipo, como si el banco fuera un organismo vivo que constantemente se renovara.
Carmen Alicia Álvarez entró a operar el conmutador de llamadas, con su voz profesional que podía transformarse en melodía cuando hablaba con clientes importantes. Beatriz Cano se convirtió en la secretaria de cuentas corrientes, eficiente y callada como un gato que observa sin juzgar. Beatriz Giraldo, por su parte, pasó a manejar el listado para el pago de los cheques, puesto conocido como Visador, un cargo que requería ojos de halcón y paciencia de santo.
Mi propio trabajo, aunque sencillo, era el lubricante que mantenía funcionando esta maquinaria bancaria. Como el humilde mensajero, me encontraba siempre en movimiento, entregando documentos con la rapidez de un relámpago y la discreción de un espía en una película de James Bond, aunque mucho menos glamoroso y con zapatos de muerto en lugar de gadgets sofisticados.
Bernardo Rivera, el veterano del banco, nos recordaba con su sabiduría de quien ha visto pasar generaciones: «Los mensajeros son los futuros funcionarios del banco; todos comenzamos por ahí». Su sapiencia nos daba esperanza, y, en mi caso, me daba un respiro después de cada carrera por los pasillos. Era su manera de decirnos que éramos importantes, que incluso los trabajos más humildes tienen su dignidad y su propósito.
Tenía que empezar mi jornada un poco más temprano que los demás, como si fuera un ave madrugadora condenada a cantar antes del amanecer. Mi primera misión del día: recoger los listados en el data center de cómputos. Este lugar era tan secreto y lleno de tecnología que solo le faltaba tener un guardia con un sombrero de aluminio para evitar invasiones alienígenas. Las máquinas zumbaban con ese ronroneo electrónico que en esa época parecía música del futuro.
Edgardo, nuestro caballero de las tarjetas perforadas, siempre las llevaba puntualmente hacia la madrugada, como si llevara un reloj biológico suizo integrado que lo despertaba sin necesidad de alarmas. Lo imaginaba llegando en la oscuridad, solo con las máquinas por compañía, perforando cartones con la paciencia de un artesano medieval.
Mi tarea en la mañana consistía en separar y clasificar los listados en tres categorías: el detalle de movimientos de los clientes del día anterior, los saldos de los clientes al día y, por último, los temidos sobregiros, que debía entregar a alguno de los jefes con la misma delicadeza con la que uno manejaría una bomba de tiempo o una carta de despido. Nadie quería ver su nombre en la lista de sobregiros; era como aparecer en la lista negra de Santa Claus.
Todo esto debía hacerse con la puntualidad de un cirujano en medio de una operación a corazón abierto, ya que a las diez de la mañana, sin falta, debía llevar los cheques devueltos —o devoluciones, en el lenguaje técnico bancario— al Banco de la República, una misión que me hacía sentir como un cartero en una película de aventuras, sorteando tráfico y semáforos con la urgencia de quien lleva mensajes de vida o muerte.
Este sistema minucioso aseguraba que todas las operaciones del banco se desarrollaran sin contratiempos, o al menos sin demasiados. La precisión y la responsabilidad eran clave, palabras sagradas en el templo del dinero. Y aunque mi tarea podría parecer sencilla —solo era llevar papeles de un lado a otro, después de todo—, sabía que era una pieza esencial en el engranaje de aquel gran mecanismo bancario. Sin mensajeros, el banco sería como un cuerpo sin sistema circulatorio: todos los órganos funcionando pero sin manera de comunicarse entre sí.
Otra operación puntual e importante que debía hacerse de lunes a viernes era el canje, que, como su nombre lo indica, era el intercambio de los cheques recibidos por los veintinueve bancos existentes en la época. Este evento se llevaba a cabo en el Banco de la República, en un gran salón donde cada banco tenía su espacio reservado para depositar los cheques, como puestos en un mercado financiero.
En aquellos tiempos, el canje era casi una ceremonia diaria y una oportunidad para socializar, era una mezcla de mercado persa y reunión de compadres donde se intercambiaban no solo cheques sino también chistes, quejas y rumores. Allí estaba don Octavio Sierra, el papá de Albeiro, quien más tarde sería cajero por largo tiempo en nuestro banco. Don Octavio era una institución en sí mismo, un hombre que conocía el sistema bancario como la palma de su mano.
En el centro del canje nos reuníamos veintinueve canjistas, todos apurados y con una algarabía digna de una plaza de mercado en día de feria. Había mucha camaradería, carreras de último minuto y taleguiadas —puro argot bancario para describir el caos cuando uno no podía cuadrar rápido sus números y se quedaba rezagado mientras los demás ya habían terminado—. Una taleguiada no era solo un error matemático, era una vergüenza pública, un motivo de bromas que podían durar semanas.
Don Octavio, el jefe de compensación, como también se llamaba el canje, con su semblante severo pero amable, era una especie de guardián del orden en medio del caos, como un director de orquesta que coordina músicos desesperados. No esperen que se detuviera a esperar a nadie; con él, la puntualidad era ley grabada en piedra. Llegar tarde al canje con don Octavio era como llegar tarde a misa con el Papa: simplemente no se hacía.
Luego llegó don Carlos Arbeláez, un señor de buen talante y aún mejor humor. Don Carlos era la versión bancaria de Santa Claus: amable, paciente y siempre dispuesto a dar una mano a los taleguiadores rezagados, especialmente los lunes por la noche o los viernes, que eran días críticos donde los errores se multiplicaban como panes y peces en el milagro bíblico. Con don Carlos, incluso las taleguiadas más desastrosas tenían solución.
Y en medio de este frenesí, allí estaba yo, tratando de mantener el tipo y aprender de los veteranos, sabiendo que, a pesar del caos, cada día era una lección sobre la importancia de la precisión, la rapidez y, sobre todo, la paciencia en el mundo bancario. El canje era mi escuela de supervivencia, mi bautismo de fuego donde aprendí que el pánico no resuelve problemas pero el humor sí puede aliviarlos.
En medio de este caos organizado, cada empleado tenía su propio estilo. Algunos eran meticulosos y ordenados, con pilas de documentos perfectamente alineadas, como si estuvieran construyendo catedrales de papel. Otros eran más desordenados, con papeles esparcidos por todas partes como si su escritorio hubiera sido azotado por un huracán categoría cinco. Sin importar su método, todos compartían un objetivo común: asegurarse de que los números cuadraran al final del día, porque un centavo de diferencia podía significar horas de búsqueda desesperada.
Los lunes y los viernes eran especialmente críticos. Después de un puente festivo, ni hablar. Tres días de trabajo acumulados en uno solo, una montaña de cheques que parecía crecer mientras la mirabas. Los lunes, porque todo el mundo llegaba medio dormido y con guayabo terciario del fin de semana y necesitaba más café que sangre en las venas para funcionar. Los viernes, porque todos querían terminar rápido y empezar el fin de semana lo antes posible para irse a celebrar, olvidar el banco y recordar que tenían vida fuera de esas paredes.
En esos días, las taleguiadas eran más frecuentes, y don Carlos Arbeláez tenía que desplegar toda su paciencia y buen humor para mantener la calma entre los taleguiadores tradicionales, siempre los bancos grandes que llegaban tarde con su arrogancia de elefantes que no se disculpan por pisar hormigas.
A pesar del estrés, había un extraño sentido de camaradería entre todos. Los chistes y anécdotas se compartían mientras intentábamos cuadrar las cuentas. Era como si el estrés de la situación nos uniera y nos hiciera más fuertes, como soldados en una trinchera compartiendo cigarrillos antes de la batalla. Don Octavio, con su firmeza amable, y don Carlos, con su paciencia infinita, eran los árbitros que mantenían el orden en medio del desorden, los padres sustitutos de una familia disfuncional pero funcional.
Con el tiempo, fui conociendo más de cerca a mis compañeros y sus peculiares hábitos. Había algunos que tenían la habilidad casi mágica de encontrar errores en los cheques a la velocidad de la luz. Decíamos que tenían visión de rayos X, como si pudieran ver a través del papel hasta la intención misma de quien había escrito el cheque. Otros tenían memoria fotográfica para los números, podían recordar el saldo de un cliente de hace tres meses sin consultar ningún archivo. Cada uno tenía su superpoder particular, su talento específico que lo hacía indispensable.
En aquellos días, el banco era una mezcla de tradición y modernidad, un híbrido extraño entre el pasado y el futuro. Las computadoras no habían hecho su entrada triunfal todavía; se dependía mucho del papel y la tinta, del trabajo manual y la memoria humana. Eso significaba que había montañas de documentos para archivar, revisar y cuadrar, pirámides de papel que amenazaban con colapsar en cualquier momento.
Las tardes se llenaban del sonido de las máquinas de escribir y el inconfundible clic-clac de los sellos de goma, una sinfonía mecánica que era la banda sonora de nuestras vidas. Ese sonido se convertía en música de fondo, en el ritmo sobre el cual transcurrían nuestros días, tan familiar que dejábamos de escucharlo, como quien vive junto a una cascada y olvida el ruido del agua.
La hora del almuerzo era un respiro bienvenido, una tregua en medio de la batalla diaria. Algunos salíamos a comer a las cafeterías vecinas, donde las dueñas nos conocían por nombre y ya sabían qué íbamos a pedir antes de que abriéramos la boca. Otros pedían domicilios, y a menudo esa hora se convertía en un escenario para las anécdotas del día, el momento en que los chismes circulaban con más velocidad que los cheques.
Carlos Jaramillo, el mensajero de administración, el primer amigo que hice en ese lugar, solía unirse a nosotros y compartir sus historias. Siempre tenía una anécdota divertida o un chisme jugoso del vecindario, algún drama de telenovela protagonizado por gente real. Era increíble cómo su presencia hacía que todos nos olvidáramos momentáneamente del estrés del trabajo, cómo sus risas podían transformar una cafetería mediocre en el mejor restaurante del mundo.
Los viernes por la tarde, cuando el sol comenzaba a inclinarse hacia el horizonte como un borracho que busca su cama, se respiraba una atmósfera diferente. Los comentarios eran más relajados, las corbatas se aflojaban un poco, y la charla giraba en torno a los planes para el fin de semana. Algunos salían en grupo a tomar algo, una cerveza que sabía a libertad. Mientras otros preferían el refugio de sus hogares, el silencio de sus casas después del bullicio del banco.
Los lunes por la mañana, el café era el protagonista absoluto, el combustible que nos mantenía funcionando. Intentando despejar las telarañas del fin de semana, tratando de recordar cómo se hacía este trabajo que hacíamos cinco días a la semana pero que los lunes parecía completamente nuevo.
Una de las tradiciones más esperadas eran las despedidas de fin de año. Era un evento que reunía a todos en el gran salón del banco, transformando ese espacio formal en un lugar de celebración. Había una sensación de festividad en el aire, una especie de fiesta de oficina donde se compartían risas y buenos deseos, donde por una noche los jefes dejaban de ser jefes y los empleados dejaban de ser empleados, todos éramos simplemente personas celebrando haber sobrevivido otro año.
Se hacía una gran despedida con todos los jefes, con licor que aflojaba lenguas y bajaba jerarquías, baile y mucha alegría que duraba hasta la madrugada. Los clientes enviaban regalos —botellas de whisky, canastas navideñas, jamones— y todos salíamos con algún aguinaldo, un pequeño extra que nos permitía comprar regalos para nuestras familias o simplemente pagar deudas acumuladas. Esas fiestas eran el momento en que el banco dejaba de ser una institución fría y se convertía en una comunidad, en una familia disfuncional pero familia al fin.
Y así, cada día en el banco era una lección de vida, una clase en la universidad de la realidad. Aprendí a ser rápido y preciso, a mantener la calma bajo presión cuando todo parecía desmoronarse, y, sobre todo, a apreciar la importancia de la colaboración y el buen humor en medio de cualquier situación. Cada taleguiada era un recordatorio de que, aunque a veces las cosas parecieran imposibles, siempre había una manera de salir adelante con un poco de ayuda y una sonrisa, con paciencia y la voluntad de no rendirse.
A medida que avanzaba en mi carrera bancaria —si es que se puede llamar carrera a empezar como mensajero—, comencé a entender que, más allá de los números y los balances, más allá de los cheques y los sobregiros, lo más importante eran las personas. Aprendí de los mejores, reí con los más divertidos y enfrenté los desafíos con el apoyo de un equipo que, aunque variopinto y a veces absurdo, era increíblemente unido cuando importaba.
Cada día en el banco era una nueva oportunidad para aprender, crecer y, por supuesto, disfrutar de la compañía de personas extraordinarias que hacían de un trabajo ordinario algo memorable. Desde don Octavio con su severidad justa hasta don Carlos con su paciencia infinita, desde Bernardo Rivera con su filosofía sobre los mensajeros hasta Carlos Jaramillo con sus chistes interminables, cada uno dejó su marca en mi memoria.
Y así, con cada taleguiada y cada canje cuadrado, con cada carrera por los pasillos y cada café compartido, fui construyendo mi camino en el mundo bancario, siempre recordando que, en el fondo, todos éramos un poco soñadores, ilusionados e ingeniosos, buscando hacer nuestro trabajo lo mejor posible y, de vez en cuando, disfrutar de la fiesta de una buena risa que nos recordara que seguíamos vivos.
El avioncito de Avianca que tanto había admirado en la fábrica Búfalo seguía volando en mi imaginación, recordándome cada día que los sueños, por modestos que sean nuestros comienzos, por ridículos que parezcamos con nuestros trajes prestados y zapatos de muerto, siempre encuentran la forma de despegar cuando menos lo esperamos. Y cuando finalmente despegan, cuando finalmente nos encontramos en el aire con el viento en la cara, nos damos cuenta de que el viaje valió cada paso, cada tropiezo, cada momento de vergüenza y cada pequeña victoria.
Porque al final, lo que importa no es haber llegado perfectos, sino haber llegado. Y yo, aquel flaco desgarbado que comenzó como mensajero con seiscientos pesos de sueldo y sueños que pesaban más que su propio cuerpo, había llegado. El vuelo apenas comenzaba.
--------------------------------------------------------- <<CAPITULOS DEL LIBRO >> —-------------------------------------------------------
- 0 - ROLOGO Pinceladas de Recuerdos
- 22 -Una Melodía de Anhelos y Desencuentros
26 -Del Humor al Recuerdo: Historias del Banco y Sus Personajes
- 29.-Cuando el Banco se Convierte en tu Segundo Hogar
- 30.-Historias de Amigos y Aventuras: Galería de personajes bancarios
- 31.-Raspando la «olla anecdótica
- 32.-El Pulso de una Ciudad: Medellín entre la Nostalgia y el Temor
- 33.-Semillas al viento: La odisea de la familia Salazar Suárez
- 34. -Medellín en los 80: Memorias de una Ciudad en Dualidad
- 35.-Maleta de Sueños: Crónica de un Viaje sin Retorno
- 36.-Quemando las naves del destino
- 37.-Aromas de esperanza: Renacimiento en el barrio griego de Montreal
- 38.-La Huella del Exilio: Entre el Frío y la Esperanza
- 39.-Danza de Recuerdos: Espejismos en la nieve
- 40.-Un Alma Suspendida entre Dos Mundos
- 41.-Entre Sombras y Lluvia: Memorias de un Alma Errante
- 42.-El Laberinto del Renacimiento: Un Viaje del Alma
- 43.-El Refugio de la Esperanza: La eternidad de un instante
- 44.-Entre risas y lágrimas: El dulce misterio de vivir
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Además de buena memoria, tienes muy buen humor. 👍👍👍 ~B.C.
ResponderBorrar👏👏👏 Excelente! ~J.H.
ResponderBorrarSuper, que rico leer todas estas anécdotas, recuerdo todas estas maravillosas personas, grandes amig@s de los cuales todavía conservamos una linda amistad. Felicitaciones
ResponderBorrarBuenas noches, hoy me deleite con estos escritos tan maravillosos, felicitaciones Abelardo
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