No 23 “Los años setenta: "Caminos Entrelazados: Un Relato de Sueños y Desafíos"

Capítulo 23

Sinfonía agridulce de juventud, amor y emprendimiento


I. La década que llegó con tambores

Los setenta irrumpieron en mi vida como una melodía que no pedí escuchar, discordante y urgente, mezcla de agitación y melancolía que marcaría mi destino de formas que entonces no podía ni imaginar. El eco de aquel primer amor se desvaneció como la última nota de una canción olvidada, dejando en su lugar un vacío que se extendía vasto y hambriento, exigiendo ser llenado con lo que fuera que encontrara en mi camino.

Lo llené, sí, con fragmentos de noches interminables. Con el tintineo metálico de copas que chocaban en la penumbra de bares donde nadie preguntaba tu nombre. Con el roce de labios desconocidos que prometían olvido y entregaban solo más vacío. La música pulsaba en mis venas como un segundo corazón, un ritmo frenético que ahogaba el silencio de todo lo que había perdido y no sabía cómo recuperar.

Las mujeres pasaban por mi vida como sombras efímeras en un muro al atardecer. Dejaban tras de sí el aroma de perfumes mezclados y promesas susurradas al amanecer, palabras que se evaporaban con la primera luz del día. Cada rostro nuevo era un espejo roto que reflejaba pedazos de lo que una vez fui, de lo que anhelaba ser, de lo que temía nunca llegar a conocer.

El alcohol se deslizaba por mi garganta como un río de olvido que nunca llegaba a su destino prometido. Cada sorbo era una pequeña muerte, un intento fallido de ahogar el dolor que flotaba, obstinado, en la superficie de mi consciencia. Bebía para olvidar pero recordaba más vívidamente. Bebía para sentir menos y terminaba sintiendo todo con una intensidad que me desgarraba.

Mi sonrisa se convirtió en máscara de porcelana, fina capa que ocultaba las grietas de mi alma. La llevaba como escudo contra miradas compasivas y preguntas incómodas. Era el disfraz perfecto para el carnaval de mi desconsuelo, y lo porté con una habilidad que me aterraba cuando me sorprendía frente al espejo en esos amaneceres turbios.

Los sueños, esos frágiles castillos construidos con arena y anhelo, se desmoronaban bajo las olas implacables de la realidad. Pero en cada amanecer, con los ojos ardiendo y el corazón pesado como piedra en el pecho, reconstruía sus torres. El sufrimiento era un compañero constante, un susurro en mi oído que me recordaba que aún estaba vivo, que todavía podía sentir, y que eso, por terrible que fuera, significaba algo.

Decidí entonces, en algún momento de lucidez entre la niebla, que el dolor no sería mi verdugo sino mi mentor. Cada decepción, cada ilusión rota como cristal en el suelo, se convirtió en un peldaño en una escalera invisible. No sabía hacia dónde me llevaría, pero seguí ascendiendo, impulsado por una fuerza que no comprendía del todo pero que me negaba a cuestionar.

En medio de este torbellino de inquietudes, mi frágil mundo se tambaleaba sobre cimientos que siempre habían sido inestables. El estruendoso fracaso en mis estudios resonaba como eco amargo en mi interior, recordatorio constante de mis limitaciones y de la incertidumbre que se cernía sobre mi futuro como nube oscura que no terminaba de descargar su tormenta.

Sin embargo, en medio de la oscuridad, un rayo de luz inesperada iluminó brevemente mi camino. La llegada de un amor efímero pero intenso irrumpió en mi vida como tormenta de verano, llenándola de pasión y emoción que consumía todo a su paso. Fue un fuego artificial que se extinguió en un santiamén, pero dejó en mí una huella imborrable, un sabor agridulce que aún hoy, cuando cierro los ojos, puedo saborear en el fondo de mi memoria.

Creí haber encontrado la eternidad en esos ojos, pero el tiempo, implacable maestro, me mostró su naturaleza efímera. La vida, como río travieso que no conoce misericordia, me arrastró lejos de esa orilla segura hacia aguas turbulentas y desconocidas. Aprendí entonces que algunos amores son como cometas: iluminan el cielo nocturno con su belleza fugaz, pero no están destinados a quedarse.

En la penumbra de bares y clubes nocturnos busqué refugio del peso de mis propios pensamientos. Cuerpos se entrelazaban en la pista de baile, sombras efímeras buscando conexión en la oscuridad, y yo entre ellos, buscando también, sin saber exactamente qué. Cada noche era un lienzo en blanco pintado con trazos audaces de experiencias intensas. Reía con la boca llena de promesas rotas, bailaba con el peso de los sueños abandonados sobre mis hombros.

La felicidad se convirtió en espejismo, siempre al alcance de la mano, siempre escurriéndose entre mis dedos como arena fina. En medio del caos, sin embargo, encontré destellos de humanidad que me redimían momentáneamente. Ojos que reflejaban mi propia soledad, sonrisas que ocultaban historias tan complejas como la mía. En esos momentos fugaces de conexión descubrí que la verdadera riqueza de la vida yace en la capacidad de compartir, aunque sea por un instante, el peso de nuestra existencia.

El sufrimiento, ese compañero constante que nunca pedí pero que se negaba a abandonarme, me enseñó sus lecciones silenciosas. Cada caída era una oportunidad para levantarme de formas que no conocía antes. Cada decepción plantaba una semilla de fortaleza que tardaría años en germinar. Aprendí a dejar que el viento se llevara mis penas, transformándolas en polvo de estrellas en el horizonte nocturno.

Hubo mil cosas que no elegí, que me llegaron de pronto y me transformaron la vida. Cosas buenas y malas que no buscaba, caminos por los que me perdí sin mapa ni brújula, personas que vinieron y se fueron como mareas, una vida que no esperaba ni había imaginado en mis planes de juventud. Y elegí, al menos, cómo vivirla. Elegí los sueños para decorarla, la esperanza para sostenerla cuando todo parecía derrumbarse, y la valentía para afrontarla cuando el miedo me susurraba que me rindiera.

En este laberinto de noches interminables y días borrosos, busqué un faro en la tormenta que me guiara hacia alguna salida. Quizás, pensé en esos momentos de claridad entre la niebla, la verdadera libertad no estaba en escapar del sufrimiento sino en atravesarlo, en dejar que me transformara como el fuego transforma el metal, haciéndolo más fuerte en el proceso.

Y así, con cada paso tambaleante, con cada sonrisa forzada que se convertía gradualmente en algo más genuino, con cada sueño reconstruido de sus cenizas, avancé. No hacia la felicidad, pues esa palabra había perdido su significado simple, sino hacia algo más profundo, más verdadero. Hacia una versión de mí mismo que pudiera mirar al pasado sin pestañear, que pudiera abrazar tanto la luz como la oscuridad de su propia historia sin negarse ninguna de las dos.


II. Los hermanos y sus destinos divergentes

A pesar de las turbulencias emocionales y académicas que consumían mis días, la década de los setenta trajo consigo una leve mejoría en la economía familiar, como primera luz del amanecer después de una noche particularmente oscura. Mis hermanos Gilberto y Manuel, hombres emprendedores por naturaleza y necesidad, decidieron dar un giro a su vida y montar su propio negocio: un taller de reparación de buses en Santamaría, Itagüí, que bautizaron con el nombre simple pero directo de Taller Salazar Hnos. — Enderezada, ajuste y pintura.

Gilberto, poseedor de un carisma innato para los negocios que yo nunca logré cultivar, era el alma y pilar del taller. Su don de gentes y su conocimiento profundo del gremio de transportistas lo convirtieron en figura reconocida en Itagüí, especialmente entre los choferes de buses que veían en él no solo un mecánico sino un amigo. Don Bernardo Marulanda, acaudalado propietario de una veintena de buses, se convirtió en su cliente habitual, asegurando un flujo constante de trabajo que parecía garantizar el éxito del negocio.

Mientras Gilberto brillaba como empresario, cosechando éxitos y ganando popularidad que se extendía por las calles de Itagüí como aceite sobre agua, su vida personal tomaba un ritmo vertiginoso. Sus amistades se multiplicaban y con ello las invitaciones a eventos sociales, la vida nocturna, las mujeres y todo lo que conllevaba este nuevo estilo de vida que parecía no tener límites ni consecuencias.

Tal era su fama que incluso cuando se paraba en la avenida Guayabal a tomar transporte, cualquier vehículo que pasaba lo recogía sin cobrarle, gesto de admiración y reconocimiento a su figura pública. Era el tipo de popularidad que yo observaba con una mezcla de admiración y envidia, preguntándome si algún día yo también tendría ese magnetismo que hacía que las cosas simplemente funcionaran.

En contraste con la agitada vida social de Gilberto, Manuel, de carácter más reservado y apacible, se encargaba de la logística y la seguridad del taller. Su presencia constante, su dedicación silenciosa y su trabajo metódico eran pilares fundamentales para el funcionamiento del negocio, aunque raramente recibiera el reconocimiento que merecía. Los domingos, sin embargo, Manuel se despojaba de su rol de celador para disfrutar de la compañía de sus amigos en las partidas de billar en Rancho Grande, lugar que frecuentaba en sus momentos de desahogo donde compartía risas y anécdotas, recordando con nostalgia la vida simple y tranquila que había dejado atrás.

La vida en el Taller Salazar Hnos. era un microcosmos vibrante, un reflejo de la época y de las circunstancias que rodeaban a mi familia. Entre el ruido de las herramientas que repiqueteaban como percusión metálica, el olor a pintura fresca que se colaba por cada rincón, y el trajín de los buses que entraban y salían como ríos de metal y grasa, se tejía una historia de trabajo, esfuerzo y superación, una sinfonía agridulce que marcó un capítulo importante en la historia de nuestras vidas.

Mientras yo me sumergía en los deleites efímeros y las noches de desenfreno, Gilberto transitaba por un sendero similar, empapado de fiesta y celebración. Su éxito empresarial lo elevó a alturas de fama y fortuna que yo solo podía imaginar desde mi posición de espectador. Sin embargo, como suele suceder en esta vida implacable, las malas decisiones cobran su precio con intereses acumulados.

Las recurrentes ausencias de Gilberto dejaban el peso de la responsabilidad sobre los hombros de Manuel, quien aunque carecía del carisma y la habilidad de trato con los clientes que poseía su hermano, se veía obligado a hacerse cargo de las demandas del taller. Los viernes, tras liquidar los pagos correspondientes a los trabajadores, Gilberto desaparecía como humo, y no volvía a su labor hasta el inicio de la semana siguiente, si acaso. Los compromisos se multiplicaban como deudas impagas, pero él brillaba por su ausencia.

La clientela comenzaba a impacientarse ante los retrasos en la entrega de los trabajos. Las deudas se acumulaban como nubes de tormenta en el horizonte. La mala gestión pasaba factura con la precisión de un reloj que nunca se detiene.

Después de un par de años de funcionamiento, el taller necesitaba desesperadamente una inyección de capital para evitar el inminente naufragio. En un intento por salvar la situación, Manuel tomó una decisión drástica que todos supimos, desde el momento en que la anunció, sería un error monumental: puso en venta el terreno que había adquirido en Itagüí, fruto de su incansable labor durante su tiempo en Superbus.

Conscientes del comportamiento de Gilberto y su afán por mantener su estilo de vida hedonista, sabíamos que las cosas no cambiarían para mejor. Gilberto seguía atrapado en el mundo de las falsas promesas del placer mundano, incapaz de apartarse de sus hábitos de fiesta y excesos que lo consumían como fuego lento. El terreno, verdadera joya tanto por su ubicación privilegiada como por su extensión, se vendió casi de inmediato a un precio irrisorio que hizo llorar a más de uno en la familia.

A pesar del sacrificio de Manuel y la venta de su fuente de seguridad futura, el taller apenas logró un respiro con la inyección de capital. Las decisiones erróneas seguían acechando como sombras en cada esquina, y el futuro del negocio seguía siendo incierto como niebla sobre el río.

Después de resolver temporalmente la crisis financiera del taller, Gilberto continuó con su estilo de vida desenfrenado, como todos esperábamos. La tranquilidad fue efímera como siempre lo es. Poco tiempo después, el taller se vio envuelto en un escándalo cuando incumplieron con un cliente importante. Este cliente, influyente político de Itagüí con conexiones que se extendían por toda la región, había adelantado dinero con la promesa de recibir un trabajo que nunca se completó.

La mala suerte jugó en su contra, y la situación escaló cuando el político decidió denunciarlos. Como resultado, tanto Gilberto como Manuel fueron detenidos y llevados a las antiguas dependencias del DAS. Posteriormente los trasladaron a la cárcel de Yarumito en Itagüí. Para Gilberto, esta situación fue como un juego, una experiencia que tomó con ligereza y humor que rayaba en lo irresponsable, mientras que Manuel se hundía en la desesperación, consciente de las implicaciones reales de su situación.

En medio de la adversidad, Gonzalo demostró una vez más su genialidad y su capacidad para mover las piezas correctas en el tablero. En aquel entonces trabajaba como mensajero para el Dr. Ramón Abel Castaño, abogado importante y fundador de la Escuela de Minas. Gonzalo, con su habilidad innata para tejer influencias y navegar el mundo de las conexiones sociales, habló con el doctor y logró que interviniera en el caso. Gracias a sus gestiones, después de ocho largos días que se sintieron como años, mis hermanos recuperaron la libertad.

A pesar de la angustia y la incertidumbre que rodearon esos días oscuros, el regreso de Gilberto y Manuel a casa fue un rayo de esperanza en medio de la tormenta. Sin embargo, las cicatrices de esa experiencia dejaron una marca profunda en la familia que nunca terminaría de sanar completamente. Gilberto, aunque liberado, enfrentaba ahora las consecuencias de sus acciones. La reputación del taller se vio dañada de formas que ninguna cantidad de trabajo honesto podría reparar fácilmente, y las deudas seguían acumulándose como agua en un bote sin fondo.

Para Manuel, la situación fue aún más difícil de digerir. Había sacrificado su seguridad financiera al vender su terreno para salvar el taller, y ahora se encontraba en un estado de desesperación y desesperanza que pesaba sobre él como manto de plomo. La confianza en Gilberto se había desvanecido como humo en el viento, y las relaciones familiares se tensaron hasta el punto de ruptura.

Mientras tanto, Gonzalo emergió como verdadero héroe, utilizando sus habilidades y contactos para rescatar a sus hermanos de la injusticia. Su astucia y determinación demostraron una vez más su valía, consolidando su posición como el pilar de la familia en tiempos de crisis, el único en quien todos podíamos confiar cuando todo lo demás se derrumbaba.


III. El viaje de Gonzalo: salto hacia la incertidumbre

En 1972, la historia familiar dio un giro inesperado con la audaz decisión de mi hermano mayor, Gonzalo, de embarcarse en un viaje migratorio hacia Montreal, Canadá. Montreal, ciudad isla cautivadora conocida por su vibrante vida cultural, su imponente arquitectura que mezclaba lo antiguo con lo moderno, y su encantador metro subterráneo adornado con coloridas obras de arte, se convertía en el destino de sus sueños más ambiciosos.

Era una época en la que la emigración se percibía como la llave hacia un futuro mejor, una búsqueda incansable de oportunidades y fortuna, especialmente en países como Estados Unidos que prometían calles pavimentadas con oro. Sin embargo, Gonzalo, junto a un amigo de la familia, Manuel González, optaron por esta ciudad canadiense. Se embarcaron en un viaje sin retorno el 2 de septiembre de 1972, con la incertidumbre familiar y el sacrificio como compañeros inseparables de equipaje.

Gonzalo, hombre de temple inquebrantable forjado en la adversidad, era una figura singular en nuestra familia. A pesar de no haber pasado por una escuela ni tener estudios formales, poseía una inteligencia natural y una capacidad de autoaprendizaje que lo convertían en líder nato. Era él quien tomaba las grandes decisiones familiares, guiando con sabiduría y determinación el rumbo de nuestra frágil y pequeña embarcación en los momentos más difíciles y decisivos. Las únicas letras que aprendió fueron de una matrona de campo, pero eso le bastó para forjar una mente despierta y ávida de conocimiento que absorbía todo como esponja.

A su lado emprendía la aventura Manuel González, amigo inseparable de la familia desde que llegamos a Itagüí, tal vez uno de los primeros amigos que hicimos en esa tierra que se convertiría en nuestro hogar. Manuel, de carácter más reservado y precavido, aportaba a la dupla un equilibrio perfecto. Aunque ambos compartían el anhelo del sueño americano, Manuel podía ser más cauto en su aventura. Sus maletas estaban ligeras de equipaje pero repletas de sueños por conquistar. A diferencia de Gonzalo, quien arriesgaba todo por un futuro mejor, Manuel tenía menos que perder: su familia no dependía de su éxito de la misma manera aplastante.

La decisión de Gonzalo de emigrar a Montreal no estuvo exenta de dudas y temores que nos carcomían a todos. ¿Cómo afrontará las dificultades de la vida en un país extranjero sin educación formal ni conocimiento del idioma?, nos preguntábamos en esas noches de insomnio antes de su partida. La incertidumbre de toda la familia era palpable en el aire que respirábamos, pero también la esperanza de un futuro promisorio.

Para financiar el viaje, la familia se vio obligada a hipotecar nuestra humilde casa, decisión que reflejaba la confianza depositada en los hombros de Gonzalo. Los temores eran latentes, pues él partía sin estudios formales y con un conocimiento nulo del inglés y el francés, los idiomas del país que lo acogería como extraño en tierra extraña.

Desde mis más tempranos años, mi mente era un pájaro enjaulado que anhelaba volar hacia horizontes que solo existían en mi imaginación. Mis sueños dorados se tejían con hilos de anhelos por descubrir nuevos horizontes, abandonar el nido que me vio nacer y emprender el vuelo migratorio, tal como lo hizo mi hermano Gonzalo al viajar a Montreal. Sin embargo, aquellos sueños de una vida floreciente en una ciudad donde las cuatro estaciones danzaban con esplendor, eran capullos frágiles que podían marchitarse ante los vientos implacables de la realidad.

Mis sueños caían rápidamente al pozo de la incertidumbre, siempre por la misma razón que me perseguía como sombra: la situación económica y la falta de competencias académicas. Caminaba solo, con la esperanza como única compañera, mientras observaba con admiración y anhelo el viaje de mi hermano. La incertidumbre era mi sombra constante, pero también el motor que me impulsaba a no desfallecer.

En esos días en que el camino se bifurcaba en una encrucijada de incertidumbres, cuando el alma se rendía ante la melancolía y la soledad de no saber qué sendero tomar, pensaba en Gonzalo. En los sueños edificados con anhelos que se desmoronaban al soplo de los vientos de la dura realidad. La claridad de una dicha plena se filtraba en mi vida en instantes solo creados por la ilusión, para caer después en la tiniebla más densa, en el vacío sin fin, en un abismo de desolación sin fondo donde se perdían las esperanzas.

Sabíamos que el camino no sería fácil para Gonzalo, pero confiábamos en su determinación inquebrantable para enfrentar los embates y dificultades que todo migrante experimenta. Las noticias de él eran escasas como lluvia en desierto, pero cada carta o llamada telefónica era un tesoro invaluable que me inspiraba y me recordaba que el esfuerzo y la perseverancia podían abrir puertas insospechadas.

La partida de Gonzalo no solo marcó un giro en su propia vida, sino que también sacudió los cimientos de nuestra familia, reorganizando responsabilidades y las dinámicas del trabajo en el hogar de formas que no anticipamos. Si bien la emigración suele emprenderse con la ilusión de mejorar las condiciones económicas y sacar a la familia adelante, también conlleva profundas transformaciones en la estructura y el significado mismo del núcleo familiar. Las remesas que Gonzalo enviaba desde Canadá posiblemente aliviaron nuestra situación económica, pero a su vez generaron nuevos roles y necesidades de cuidado y apoyo que debían suplirse a través de la red familiar.

En mi corazón ardía la llama de la esperanza, alimentada por el ejemplo de mi hermano y por el anhelo de un futuro en el que pudiera alcanzar mis sueños en una ciudad como Montreal, que combinaba la belleza natural con la riqueza cultural. La distancia me separaba de Gonzalo, pero nos unía un lazo invisible, un vínculo de amor y apoyo mutuo que nos impulsaba a seguir adelante incluso cuando el camino parecía imposible.

El viaje de Gonzalo a Montreal es símbolo de la valentía, la esperanza y el sacrificio que enfrentan muchos inmigrantes en busca de un futuro mejor. Su historia nos invita a reflexionar sobre las decisiones difíciles que debemos tomar en la vida, los desafíos que debemos superar y la fuerza que podemos encontrar en el amor y el apoyo familiar. También nos plantea la cuestión de las desigualdades educativas y sociales que impulsan a las personas a emigrar, y el coraje que se necesita para comenzar de nuevo en un país desconocido.


IV. Un giro inesperado: política y promesas

A mediados del año 73, entre mis andanzas sin rumbo fijo, fui contactado por un vecino militar retirado, Don Román Arenas, quien en esos momentos prestaba su casa para la campaña electoral del Dr. Álvaro Gómez Hurtado, candidato a la presidencia. Sin nada que perder y sin inclinaciones políticas que me ataran a ningún color, me uní a la campaña más por curiosidad que por convicción.

Hacíamos reuniones frecuentes que siempre terminaban con algunas copas y nuevos amigos, lo cual me caía bien para mi sistema de vida que giraba alrededor de la socialización y el escape. Además, flotaba en el aire la promesa futura de conseguir un trabajo ayudado por los políticos que apoyábamos, espejismo que brillaba con fuerza suficiente para mantenerme interesado.

En nuestro caso, el Dr. Oscar Peña Alzate, quien fungió como presidente de Ingersoll Apollo —industria muy reconocida y antigua en Cristo Rey—, fue una figura clave. También crucé amistad con su hijo, Carlos Mario Alzate, jefe de la campaña en el sector. Me entusiasmaba cada vez más al ver que algunos de los que participábamos iban consiguiendo buenos trabajos en las empresas más cotizadas del momento: Fabricato, Polímeros, Coltejer. Estos nombres resonaban como campanas de catedral, anunciando posibilidades que antes parecían inalcanzables.

Eran un sueño tangible, la posibilidad de tener un empleo allí algún día. En aquella época, Medellín vivía una transformación profunda que todos podíamos sentir en el aire. La industria textil, otrora símbolo del progreso antioqueño que llenaba de orgullo a toda la región, comenzaba a mostrar signos de declive que solo los más atentos podían percibir.

Coltejer, la emblemática compañía fundada en 1907 y considerada la primera planta industrial moderna de textiles en Colombia, enfrentaba desafíos sin precedentes. A pesar de su crecimiento exponencial durante gran parte del siglo veinte, con la adquisición de nuevas fábricas y la construcción de su icónico edificio de treinta y cinco pisos en 1972 —que se alzaba como monumento a la industria—, Coltejer no lograría adaptarse a los cambios tecnológicos y a la apertura económica que vendría en los años noventa.

La falta de inversión en innovación y la incapacidad para competir con los productos importados sellarían su destino, pero eso lo sabríamos solo años después. En aquel entonces, la crisis aún no era evidente para ojos como los míos. Coltejer seguía siendo un referente de la industria nacional, y la posibilidad de trabajar allí representaba el sueño de muchos jóvenes como yo, ansiosos por forjarnos un futuro prometedor en el mundo laboral que parecía tan esquivo.

El milagro parecía hacerse realidad para mí. Conseguir un empleo formal, con prestaciones y demás beneficios que antes solo imaginaba, se materializaba ante mis ojos. Don Román Arenas me llevó y me presentó al Sr. Jaime Obando Aljure, quien tenía un puesto importante en un recién fundado banco francés en Medellín, La Banque Nationale de Paris.

Fue un giro inesperado en mi vida, una oportunidad que parecía sacada de mis sueños más ambiciosos, de esos que construía en las noches de insomnio. Después de tantos años de incertidumbre, de castillos construidos en la arena solo para verlos derrumbarse una y otra vez, por fin tenía la posibilidad de forjarme un futuro estable y prometedor.

Pero mientras caminaba hacia esa entrevista que podría cambiar mi vida, las preguntas me asaltaban como aves de presa. ¿Estaría preparado para este desafío? ¿Podría adaptarme a la disciplina y las exigencias de un trabajo en una institución financiera internacional? Mis días de desenfreno y amoríos fugaces parecían quedar atrás, pero ¿sería capaz de dejar atrás por completo esa vida que conocía tan bien?

En el silencio de la noche, antes de aquel día decisivo, los recuerdos flotaban como pétalos en un estanque oscuro. Gonzalo, faro en la distancia, su luz atravesando el tiempo y el espacio, guiando mis pasos inciertos. El amor, ese primer amor que ardía como llama violenta consumiendo todo a su paso, ya era solo ceniza que el viento dispersaba.

Ahora, en la quietud del amanecer que precedía a mi nueva vida, contemplaba el camino recorrido. Las cicatrices en mi alma eran mapas de un viaje inesperado, cada una contando una historia de pérdida y redescubrimiento. Los sueños que una vez acaricié se habían transformado, como mariposas emergiendo de sus crisálidas, en nuevas formas de esperanza más modestas pero también más reales.

El destino, ese titiritero caprichoso que nunca consulta nuestros deseos, había tejido una trama diferente a la que imaginé. Pero en cada hilo, en cada nudo, comenzaba a reconocer la belleza de lo imprevisto. Seguía aquí, respirando, sintiendo, viviendo. En este eterno baile con el universo, cada paso era una afirmación de mi existencia, cada latido un himno a la persistencia del ser.

Mientras caminaba hacia mi nueva vida laboral en La Banque Nationale de Paris, estas preguntas rondaban mi mente, sembrando inquietudes y expectativas. ¿Sería este el inicio de una nueva etapa de estabilidad y crecimiento personal, o simplemente un espejismo más en mi camino lleno de altibajos?

El futuro se presentaba incierto pero también lleno de posibilidades que antes no me atrevía a considerar. Y aunque los recuerdos del pasado aún proyectaban su sombra sobre mí, decidí aferrarme a la esperanza de que esta vez las cosas serían diferentes. Que esta vez lograría alcanzar esos sueños que tantas veces se habían desvanecido como castillos de arena bajo la marea.

Solo el tiempo diría si estaba preparado para los desafíos que se avecinaban, tanto en mi vida personal como en el panorama económico y social de Medellín que comenzaba a cambiar de formas que ninguno de nosotros podía predecir. Pero una cosa era segura: estaba dispuesto a luchar por ese futuro, a enfrentar lo que viniera con la misma determinación que me había llevado hasta aquí.

Y así, entre las sombras del pasado y los destellos del presente, continuaba mi viaje. El horizonte se extendía, vasto e inexplorado, prometiendo nuevos amaneceres, nuevas historias por escribir. Con el corazón abierto y el espíritu inquebrantable, me adentraba en lo desconocido, listo para abrazar lo que el futuro tuviera reservado, fuera lo que fuera.

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Comentarios

  1. Hola Abelardo. Espero Estes Estes muy bien.Gracias por enviarme ese Nuevo capítulo, pues pensé Las historias tan entretenidas se habían terminado, de donde sacas tanto léxico. Yo no
    sería capaz de escribir mi biografía.
    Felicitaciones y un saludo🌰🌰🍞🍞🌰🍞🌰Luz Estela

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  2. Devolvernos en nuestra historia y revivir esos episodios, nos recuerda que 'hemos vivido' y uno se llena de nostalgia, de recuerdos, de sinsabores, pero también de alegrías por estar vivos, por poder tener presente todos esos episodios que nos recuerdan que tenemos un plan en este planeta, que aún hay sueños, tareas por cumplir y que la nostalgia es parte de la vida. Te felicito y me dejaste una lágrima, un recuerdo y una sonrisa. ~Luis Fernando

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