No 19 "El Año que me Moldeó: Revelaciones y Desafíos en 1972"


Capítulo 19

El Año que me Moldeó: Revelaciones y Desafíos en 1972

Las inquietudes de 1972 ardían en mí con esa fiebre peculiar de los dieciocho años, cuando el futuro se presenta como un territorio sin mapas y el corazón —ese órgano tan poco confiable— late al compás de sueños que aún no saben su nombre. Yo anhelaba concluir el bachillerato, sí, pero más que eso: ansiaba escapar, huir de Colombia, de su violencia cotidiana que se colaba en las conversaciones familiares como el agua por las rendijas de una casa mal construida.

La incertidumbre laboral me rondaba como esos perros flacos que merodean las esquinas al anochecer. No poseía preparación suficiente —o eso creía entonces—, y la imposibilidad de continuar mis estudios en medio del caos político me empujaba a construir castillos en países que solo conocía por mapas descoloridos y fotografías de revistas: Australia, Canadá, Suiza. Nombres que pronunciaba en voz baja, como conjuros, imaginando sus paisajes vastos, su paz ordenada, sus idiomas extraños que aprendería hasta soñar en ellos.

Australia me prometía cielos inmensos y un estilo de vida que parecía filmado en cámara lenta. Canadá, con su mezcla de culturas y esos bosques que se extendían hasta donde la vista no alcanza, me ofrecía la posibilidad de reinventarme en una sociedad que, según decían, respetaba a los extranjeros. Suiza... ah, Suiza era el sueño imposible: montañas blancas, relojes de precisión milimétrica, una neutralidad que se antojaba casi mágica en un mundo convulsionado.

Quería echar raíces allí, donde fuera, en cualquier tierra que no temblara bajo mis pies. Imaginaba hijos futuros creciendo sin miedo, con educación de primera, con calles seguras. Estaba dispuesto a cualquier sacrificio: aprender idiomas hasta que mi lengua se domesticara en fonemas ajenos, adaptarme a costumbres que contradijesen todo lo que había conocido. La determinación era mi único capital, mi única moneda de intercambio con el destino.


Evelio —a quien todos llamábamos "el Teacher" por esa manía suya de explicarlo todo, incluso lo inexplicable— era mi compañero en esas disertaciones que se extendían hasta que las estrellas parpadeaban en el cielo de Cristo Rey como ojos cansados. Construíamos proyectos descomunales en aquellos atardeceres teñidos de naranja y magenta, cuando el día agonizaba lentamente y nosotros, sentados en la tienda del vecino, creíamos que el mundo entero cabía en nuestras palabras.

Nuestras conversaciones fluían como ríos desbordados: filosofía mezclada con planes terrenales, especulaciones sobre el futuro entretejidas con chismes de colegio. El tiempo se diluía en esas charlas. A veces, al regresar a casa pasada la medianoche, mi madre me miraba con ese reproche silencioso de las madres que no entienden por qué sus hijos pierden horas hablando de nada y de todo.

Pero aquel año que prometía ser el umbral hacia una nueva vida se convirtió, sin aviso previo, en una pesadilla con horario de oficina. Los sueños que habíamos tejido con tanto esmero comenzaron a deshilacharse, hilo por hilo, como esos suéteres viejos que mi madre guardaba en baúles con olor a naftalina. La realidad —esa maestra sin vocación pedagógica— nos mostró que el camino hacia cualquier parte estaba sembrado de trampas invisibles.

Sin embargo, incluso cuando la desilusión amenazaba con tragarnos enteros, Evelio permanecía imperturbable, con ese optimismo campesino que parecía inmune a las evidencias. Él era mi faro, aunque yo nunca se lo dije porque los jóvenes no confesamos esas cosas. Aprendimos —si es que se aprende algo a los dieciocho años— que los sueños no son destinos fijos sino viajes que se emprenden sin garantías de llegada.

A medida que 1972 avanzaba con su lentitud insoportable, las largas disertaciones dieron paso a estrategias más concretas para navegar el océano turbio de la vida real. Y aunque nuestros caminos eventualmente se bifurcaron —como se bifurcan siempre los caminos de los amigos de juventud—, la esencia de aquellos días permaneció intacta en algún rincón de mi memoria que ni el tiempo ni la distancia lograron erosionar.


El Último Baile de la Incertidumbre: La Conjura del Profe Albeiro

Los preparativos para la graduación se tejieron con esa mezcla extraña de anticipación y terror que caracteriza los finales importantes. El Club Covadonga —el mejor de Itagüí en aquella época, según decían quienes podían comparar— se vestiría de gala para nosotros. Los Selenicos, ese conjunto de baile que marcaba el ritmo de moda, prometían hacer bailar hasta a los más tímidos. Todo estaba dispuesto con una certeza que ahora me parece conmovedora por ingenua.

Confiábamos en que los profesores, conscientes de que nos encontrábamos en el umbral de una nueva etapa, mostrarían benevolencia hacia aquellos de nosotros cuyas calificaciones siempre danzaban peligrosamente cerca del abismo. La esperanza es el opio de los estudiantes reprobados, y nosotros nos habíamos vuelto adictos.

Pero en el horizonte —siempre hay un pero en los relatos de juventud truncada— se cernía la sombra del profe Albeiro. Nuestro profesor de Filosofía y Psicología era un hombre cuyos problemas personales lo habían convertido en una caja de sorpresas desagradables. Su vida, que sospechábamos turbulenta por los chismes que circulaban en los pasillos, se manifestaba en un comportamiento errático que nos mantenía en estado de alerta constante.

Llegaba tarde, aparecía ocasionalmente ebrio, desafiaba al rector con frases que se volvieron legendarias: "¡Hoy no habrá clase, aunque el rector se empute!". Las anécdotas sobre él tejían una leyenda que oscilaba entre lo cómico y lo patético. Nosotros, con esa crueldad inconsciente de los adolescentes, nos reíamos de sus excentricidades sin imaginar que se convertiría en el arquitecto de nuestra ruina.

Y así, con la rabia acumulada de todo un año —o quizás de toda una vida frustrada—, el profe Albeiro urdió su venganza. El día del examen final nos presentó con temas enrevesados, preguntas sobre conceptos que jamás habíamos tocado en clase, acertijos filosóficos extraídos de algún rincón oscuro de su resentimiento. Las miradas de desconcierto se cruzaban en el aula como señales de humo entre náufragos. El silencio era un grito colectivo de incredulidad.

En mi caso —y en el de muchos otros—, la situación era matemáticamente precaria: para reprobar el año se necesitaban tres materias y media perdidas. La "media" era precisamente Filosofía. Yo, que siempre había estado colgado en Física, Química y Cálculo —esas ciencias exactas que se me antojaban tan inexactas—, veía cómo el abismo se abría ante mí con sus fauces hambrientas.

A pesar de todo, la celebración se llevó a cabo. Bailamos bajo la luz intermitente de las esferas de colores, reímos hasta el amanecer aferrándonos a la esperanza de que los profesores serían generosos. La música de Los Selenicos llenaba el Club Covadonga, pero en cada nota resonaba la pregunta sin respuesta: ¿habríamos superado la última prueba?

La noche se desvanecía, y con ella, la certeza de nuestro futuro. Solo quedaba la dulce melancolía de un último baile en la penumbra de lo desconocido, esa sensación de estar suspendidos entre dos vidas: la que dejábamos atrás y la que aún no había comenzado.


El Despertar en la Tormenta: El Legado de una Lucha Inconclusa

La espera por los resultados se sintió como esas eternidades que caben en un segundo cuando estás al borde de un precipicio. Cuando finalmente llegaron, el impacto fue devastador con esa precisión de los desastres bien planificados: un año reprobado. La noticia cayó sobre nosotros como un mazazo, desencadenando un torbellino que se tradujo en revuelo y conatos de disturbios dentro del colegio.

De los aproximadamente treinta y cinco alumnos, la mayoría compartimos el amargo destino de haber reprobado. La frustración era una bestia suelta en los pasillos, alimentándose de nuestros sueños desvanecidos, engordando con nuestra rabia impotente.

Evelio, el eterno optimista, también había tropezado en la trampa de Filosofía. Pero su camino no estaba tan embarrado como el mío; las otras asignaturas las había superado con esa facilidad irritante de quien nació con el don del estudio. La injusticia de la situación era palpable, un recordatorio amargo de que el esfuerzo y la dedicación no siempre bastan para sortear los obstáculos que la vida —o un profesor resentido— decide colocar en tu camino.

El conflicto tuvo consecuencias inesperadas: tanto el profesor Albeiro como el rector, don Gustavo Vélez, abandonaron sus cargos, arrastrados por la marea de descontento. Era una pequeña victoria pírrica, como ganar una batalla después de haber perdido la guerra.

Algunos alumnos se organizaron para presentar un recurso colectivo ante la secretaría de educación. El resultado de esa gesta permaneció envuelto en el misterio para mí. Opté por el aislamiento, por cerrar esa puerta sin mirar atrás, enfocándome en lo único tangible: conseguir trabajo. La idea de seguir una carrera universitaria se desvaneció como el humo, no solo por el tropiezo académico sino también por las limitaciones económicas que hacían imposible ese sueño tanto a corto como a largo plazo.

En aquellos días de lucha y desilusión aprendí lecciones que ningún libro de texto podría haberme enseñado. Comprendí que la vida, en su complejidad caótica, a veces nos pone a prueba de maneras que parecen diseñadas específicamente para quebrarnos. Aprendí sobre la resiliencia —esa palabra que ahora se usa tanto pero que entonces solo vivíamos sin nombrarla—, sobre la capacidad de levantarse después de caer, sobre el valor de la amistad en los momentos oscuros.

Aunque el futuro que había imaginado se desmoronó ante mis ojos, el proceso de reconstruirme se convirtió en mi propia graduación: una ceremonia silenciosa y personal en la que me otorgué el diploma de la experiencia vivida. La lucha inconclusa contra las injusticias del profe Albeiro y la administración del colegio se transformó en el legado de una generación que aprendió a enfrentar la tormenta con la cabeza en alto, aunque las rodillas temblaran.

Y así, con el corazón dolido pero con la mirada fija en el horizonte —porque ¿qué otra cosa podíamos hacer?—, comencé a caminar hacia el futuro. Cada paso era un acto de desafío contra las circunstancias, una afirmación de mi voluntad de seguir adelante sin importar los obstáculos que la vida decidiera poner en mi camino.


Entre la Resiliencia y la Esperanza: El Año de la Transformación

El año 1972 se grabó en mi memoria con esa nitidez extraña que tienen los años difíciles, donde las sombras del fracaso académico y el derrumbe de las aspiraciones se entrelazaron con destellos de fortaleza que surgían precisamente de las circunstancias más adversas.

Gracias a la intervención de nuestro hermano Gonzalo, Francisco y yo encontramos trabajo de medio tiempo como mensajeros en la misma oficina de abogados. Nos turnábamos en el horario con la precisión de un reloj: mi hermano trabajaba por la mañana para el Dr. Ramón Abel Castaño, mientras que yo lo hacía por la tarde para el Dr. Horacio Yepes. La oficina, ubicada en el corazón del centro, en el edificio de la bolsa de valores, se convirtió en nuestro campo de batalla cotidiano.

El sueldo era modesto —tan modesto que a veces me preguntaba si no sería más apropiado llamarlo limosna—, pero nos permitía cubrir los gastos de transporte y disfrutar de algún pequeño lujo: una colombiana con pan que sabía a gloria después de caminar media ciudad llevando documentos de un juzgado a otro.

A lo largo de ese año, tanto Evelio como yo asumimos el rol de profesores nocturnos, un requisito indispensable para nuestra graduación. Mi escenario fue el liceo donde estudiaba, mientras que Evelio impartió clases en la Escuela Costa Rica del barrio Cristo Rey. Fue allí donde conoció a Dalila, la mujer que se convertiría en su compañera de vida y madre de sus tres hijos.

Durante ese tiempo consolidé el sobrenombre de "Teacher" para Evelio, un apodo que nació tanto de su rol educativo conmigo como de su labor docente. Ese remoquete lo acompañaría por el resto de su vida, un testimonio de su pasión por enseñar y su compromiso inquebrantable con la educación.

Pero el ritmo frenético de mis ocupaciones comenzó a cobrar su precio. Mis días empezaban a las cinco de la mañana y se extendían hasta las once de la noche: colegio, trabajo como mensajero, clases nocturnas. La exigencia física y mental era abrumadora, como si estuviera viviendo tres vidas simultáneas en un solo cuerpo que protestaba con dolores y mareos.

Durante las clases de educación física llegué a desmayarme, un claro indicio de que mi organismo había decidido declararse en huelga. Fue Evelio, con su característica sabiduría campesina, quien señaló lo obvio: necesitaba mejorar mi alimentación. Aunque las circunstancias económicas hacían que esto fuera más fácil de decir que de hacer, su consejo era un recordatorio de que la salud es un tesoro que debemos cuidar, especialmente cuando las demandas de la vida nos empujan al límite de nuestras capacidades.

En aquel 1972 —marcado por la dualidad de la esperanza y la desesperación— se forjó algo en mí que aún hoy perdura. En el fragor de las adversidades descubrí la inestimable sabiduría del arte de la metamorfosis, la imperiosa necesidad del autocuidado y, sobre todo, el inmenso valor de la amistad. Evelio y yo, unidos por las vicisitudes y las revelaciones, forjamos un lazo que el tiempo no logró deshacer. A pesar de los embates del destino, aquel año se transfiguró en un legado de fortaleza.


Retazos de Juventud: Forjando un Destino Compartido

La amistad con Evelio es uno de esos recuerdos que permanecen inalterables, como una fotografía que resiste el paso del tiempo sin descolorarse. Llegó a nuestras vidas en el año 70, un joven de San Rafael, Antioquia, con la tranquilidad de los campos en su mirada y la sabiduría de los libros en su manera de hablar.

Doña Lilia Hoyos, su hermana, le abrió las puertas de su hogar y su corazón, brindándole refugio en la ciudad. "Tocayo", su hermano, había trazado el camino antes que él, pero su historia tomó un rumbo distinto, desvaneciéndose en el misterio de la vida como tantas historias que se pierden sin dejar rastro.

Evelio, con su sonrisa fácil y su aire pueblerino —que algunos confundían con ingenuidad pero que escondía una inteligencia afilada—, se convirtió en un personaje central en el barrio de Cristo Rey. Fui el primero en estrechar su mano y en llamarlo amigo, un privilegio que valoro más ahora que entonces.

Nuestra amistad se cimentó sobre la base de la edad compartida y los sueños paralelos: ambos habíamos nacido en 1952, él en mayo y yo en marzo, apenas dos meses de diferencia que parecían irrelevantes ante todo lo que teníamos en común. Le hablé de mi colegio con ese entusiasmo contagioso de quien quiere compartir un descubrimiento, y gracias a sus sobresalientes calificaciones no tardó en ser aceptado. Juntos cursamos el quinto y sexto grado, compartiendo aulas, aspiraciones y esa complicidad que solo surge entre amigos verdaderos.

Evelio no solo se ganó mi amistad sino también la de muchos profesores, con quienes mantenía debates que trascendían el aula y se prolongaban en los pasillos, en el patio, en cualquier lugar donde hubiera alguien dispuesto a discutir ideas. Recuerdo especialmente al "Curita", un sacerdote que nos enseñaba religión y con quien Evelio se enfrascaba en disertaciones que desafiaban dogmas y abrían mentes, para gran escándalo de algunos compañeros más conservadores.

Juntos, impulsados por un espíritu crítico —que algunos llamaban revolucionario y otros simplemente impertinente—, fundamos "La Piedra", un periódico estudiantil que se convirtió en la voz de nuestras inquietudes. Las autoridades del colegio lo toleraban con esa paciencia resignada de quien sabe que prohibir algo solo lo hace más atractivo.

Más tarde, Evelio me confesaría que aquel "Curita" —cuyo nombre se me escapa como se escapan tantos nombres del pasado— había optado por el camino de la insurrección, una senda que contrastaba violentamente con su sotana. La noticia me sorprendió menos de lo que debería; había algo en sus sermones que siempre sonaba más a manifiesto político que a doctrina religiosa.

Una tarde, después de un partido de fútbol en el que habíamos jugado como si nos fuera la vida en ello, Evelio sufrió un susto que nos heló la sangre. Una ducha fría tras el esfuerzo físico le provocó un malestar súbito. Allí estaba yo, a dos puertas de su casa, presenciando la angustia de doña Lilia y las convulsiones de mi amigo, que en medio del dolor agradecía a su hermana por todo lo que había hecho por él.

La espera por la ambulancia se hizo eterna, esos minutos que se estiran hasta parecer horas cuando alguien que quieres está sufriendo. Afortunadamente, el incidente no pasó a mayores —los médicos hablaron de un shock térmico, nada grave— y pronto retomamos nuestras charlas filosóficas en la tienda del vecino, aunque doña Lilia nos miraba con más preocupación desde ese día.

Tras el bachillerato, Evelio se inscribió en un curso de mecanografía en la escuela Remington de comercio, una decisión pragmática que le abrió las puertas a un empleo en un juzgado de la gobernación. Allí, entre documentos legales y diligencias burocráticas, comenzó a forjar su futuro en el derecho, estudiando en la Universidad Autónoma y dando inicio a una carrera que lo llevaría a alturas que entonces apenas podíamos imaginar.

Nuestros caminos, aunque divergentes en lo profesional, siempre estarían unidos por los recuerdos y las lecciones compartidas en aquellos años formativos, cuando éramos jóvenes y creíamos que el mundo entero cabía en nuestras conversaciones interminables.


Vagando en la Penumbra

En la penumbra de la noche oscura
mi alma vaga, solitaria y errante,
buscando la luz con premura
en un camino incierto y desafiante.

La sombra de la duda me persigue
como un espectro que nubla mi destino,
mi rostro taciturno se dirige
hacia un futuro que aún no adivino.

Mis sueños, cual hojas al viento van,
danzando en un baile de esperanza,
mientras mis pensamientos al vuelo están
buscando la paz en lontananza.

En la cima del sosiego anhelado
mi corazón anhela encontrar reposo,
mas en el laberinto del tiempo, atrapado,
me pierdo en un viaje silencioso.

Sin rumbo fijo, mi alma deambula
en busca de un sentido a mi existencia,
la luz eterna mi ser estimula
a seguir adelante con persistencia.

En la penumbra, mi ser se debate
entre la incertidumbre y la esperanza,
mas la fe en mi interior no se abate,
pues sé que al final, la luz me alcanza.

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Comentarios

  1. Siempre me asombra tu capacidad narrativa. Especialmente, los detalles descriptivos y pintorescos. 
    Qué belleza!!!

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