No 17 "Nostalgia y Desafíos: Mis años en el Liceo Enrique Vélez Escobar"

Capítulo 17

Nostalgia y Desafíos: Mis años en el Liceo Enrique Vélez Escobar


En el año sesenta y cinco, cuando atravesé el umbral del cuarto grado de primaria, se abrió ante mí un capítulo que —sin saberlo entonces— se teñiría con los colores más vivos de la nostalgia y la gratitud. Dos años anteriores habían sido un sendero pedregoso de adaptación, pero la llegada de mi quinto año escolar trajo consigo uno de esos encuentros que funcionan como faros luminosos en la oscuridad del tiempo, esos que uno contempla décadas después con la certeza de que algo esencial se modificó en el paisaje interior.

El protagonista de esta escena era mi profesor Dairo Giraldo Vélez, un ser cuya singularidad resultaba tan cautivadora como su genio pedagógico. Su figura delgada, tez morena, nariz chata y aquellos lentes redondos que parecían magnificar su mirada conferían a su presencia una especie de encanto misterioso, casi de criatura nocturna y sabia. Nosotros, sus alumnos, en secreto le dimos cariñosamente el apodo de «el murcielaguito» —un guiño cómplice a su singularidad, jamás cruel, siempre tierno—, porque había algo en él que evocaba esa inteligencia silenciosa de los animales que ven en la penumbra lo que otros no alcanzan a distinguir.

Fue uno de esos seres que dejaron una huella imborrable en nuestro corazón y en nuestro aprendizaje. Bajo su dirección, el dibujo se convirtió en mi refugio creativo, en esa ventana secreta donde mi mente encontraba una forma de respirar distinta. Su dedicación, buen humor y pasión por enseñar, así como su habilidad para extraer lo mejor de cada uno de nosotros —incluso de aquellos que parecían no tener nada que ofrecer—, nos marcó profundamente y nos acompañará siempre. Porque nunca olvidamos a quienes pusieron magia en nuestra vida cuando más la necesitábamos, y él fue uno de ellos.

En un acto de confianza y responsabilidad que entonces me pareció monumental, fui designado, junto con otro compañero, para encargarnos de la tienda escolar. Nuestra tarea consistía en atender a los demás alumnos por un pequeño ventanal durante el recreo, ofreciendo refrescos, golosinas, bizcochos negros, rollos y otras chucherías que hacían las delicias de nuestros compañeros. Era un puesto menor, quizá, pero a mí me otorgaba una perspectiva privilegiada sobre el microcosmos escolar: veía quiénes llegaban ansiosos, quiénes compartían sus monedas, quiénes guardaban silencio mientras escogían.

Entre las botellas de refrescos, había una en particular que se ganó mi devoción: «la Kolcana». Esta bebida, popular en ese tiempo, ocultaba bajo su corcho un mensaje de recompensa que rezaba «kolcana paga» —una promesa de gratificación instantánea que despertaba la emoción de los jóvenes compradores, como si el azar nos debiera algo—. Mi puesto de vendedor en la tienda me permitía acumular una colección de dichas tapas contramarcadas, un tesoro modesto que luego intercambiaba por más refrescos o compartía con mis amigos, estableciendo una economía infantil de favores y lealtades.

Fue un año maravilloso bajo la tutela del «murcielaguito». Recuerdo cómo descubrí mi pasión por el dibujo y las artes; cómo la historia y la geografía se convirtieron en territorios fascinantes bajo su estímulo constante; cómo las ciencias naturales dejaron de ser nombres incomprensibles para transformarse en explicaciones del mundo que habitábamos. En todos mis dibujos sacaba siempre la máxima calificación: «5!» —«cinco admirado», es de anotar que esa calificación ni siquiera existía oficialmente; Dairo la había inventado para mí, como si las escalas convencionales resultaran insuficientes para medir el entusiasmo—. Sus enseñanzas no se limitaron al aula, sino que se extendieron a la vida misma, enseñándonos a descubrir la belleza en los detalles más simples y a aprovechar cada oportunidad que la existencia nos brinda, aunque entonces no comprendiéramos del todo esa lección.

Así, entre los pasillos de la escuela y los recreos llenos de risas y aprendizaje, el año sesenta y cinco se grabó en mi memoria como un capítulo de crecimiento, descubrimiento y agradecimiento hacia aquellos que, como el «murcielaguito», iluminan nuestros caminos con su sabiduría y cariño. Y aunque los años siguientes traerían desafíos más arduos, aquel tiempo permaneció como un refugio al que siempre podía regresar cuando la vida se volvía opaca.


El eco de aquel año resonó en mi vida con una melodía de aprendizaje y camaradería que perdura hasta hoy. La figura del «murcielaguito» se convirtió en un faro en medio de las tormentas, un ejemplo de cómo un maestro puede ser mucho más que un transmisor de conocimientos: puede ser también un guía en el arte de vivir con pasión y propósito, aunque el mundo insista en que educar es solo llenar cabezas de información.

Recuerdo con cariño cómo cada día en el aula era una aventura, una oportunidad para explorar nuevas ideas y descubrir talentos ocultos. Bajo su dirección, el dibujo se convirtió en mi refugio creativo, la historia en mi ventana al pasado y la geografía en un mapa de posibilidades por explorar. Pero más allá de las materias escolares, el «murcielaguito» nos enseñó lecciones de vida que perduran. Nos mostró la importancia de la responsabilidad y el compromiso, nos inspiró a ser mejores versiones de nosotros mismos y nos recordó que cada desafío es una oportunidad para crecer y aprender, aunque en el momento pareciera simplemente un obstáculo molesto.

Los recreos en la tienda escolar fueron momentos de alegría compartida y complicidad. La emoción de descubrir una tapa premiada en una botella de «la Kolcana» se convertía en una pequeña victoria que celebrábamos juntos, como si hubiéramos vencido al destino en su propio juego. Y así, entre risas y refrescos, forjamos lazos de amistad que perduran en el tiempo, esos vínculos extraños que la infancia teje sin esfuerzo y que la adultez nunca logra replicar del todo.

El año sesenta y cinco se convirtió en un hito en mi historia personal, un año en el que descubrí mi pasión por el arte, la historia y la exploración del mundo que me rodea. Y todo esto fue posible gracias a la guía y el ejemplo de un maestro excepcional como el «murcielaguito». Hoy, al recordar aquellos días llenos de aprendizaje y camaradería, no puedo evitar sentir un profundo agradecimiento por las lecciones impartidas y los recuerdos compartidos. El «murcielaguito» sigue siendo una inspiración para mí, recordándome que la verdadera magia de la enseñanza radica en el impacto que deja en las vidas de sus alumnos, no en las notas ni en los diplomas.


Su papel se convirtió en un pilar fundamental en nuestra preparación para la secundaria. Su dedicación y sabiduría no solo nos brindaron conocimientos académicos, sino también herramientas valiosas para enfrentar los desafíos que se avecinaban —esas advertencias que los niños escuchan sin comprender del todo, pero que quedan grabadas como instrucciones cifradas para el futuro—.

Recuerdo con claridad cómo nos desveló los secretos de los profesores y sus métodos de evaluación, preparándonos de manera estratégica para cada examen y tarea. Sus consejos, llenos de sabiduría y experiencia, se convirtieron en faros que iluminaban nuestro camino en los grados venideros. Era como si nos entregara un mapa de un territorio que aún no habíamos pisado.

Mi aprecio por este profesor se incrementó aún más cuando llegó el momento de matricularme en el bachillerato en el Liceo Enrique Vélez Escobar. Los alumnos que ocupaban los cinco primeros puestos estaban exentos de presentar el examen de admisión para comenzar el bachillerato, y para mi sorpresa —y secreta alegría—, ocupé el quinto lugar. Aunque desconozco si fue por simpatía, casualidad o mérito genuino, este logro me recordó momentos bellos y me llenó de una confianza frágil que necesitaría en los años siguientes.


En mil novecientos sesenta y siete, el Enrique Vélez Escobar se convirtió en mi nuevo colegio. Esta institución, fundada en 1963 y originalmente ubicada en el barrio San Pío X de Itagüí, era mucho más que un lugar de aprendizaje; era un reflejo de la tranquilidad y la serenidad que emanan de la vida campestre, un oasis educativo en medio de un mundo que ya comenzaba a acelerarse. El colegio quedaba ubicado en una finca llamada «La Navarra», donde se impartían las clases en un entorno acogedor y pintoresco. Los aires rurales y la gran casona evocaron en mí los recuerdos de la Hacienda Dinamarca de San Carlos, el lugar donde crecí y di mis primeros pasos —ese paraíso perdido que todos llevamos dentro, aunque sepamos que nunca fue tan perfecto como lo recordamos—.

Era una casona antigua con un aura señorial que nos transportaba a épocas pasadas, como si el tiempo se moviera más lento entre sus muros de adobe y sus corredores amplios. Allí, una huerta nos brindaba la oportunidad de conectar con la tierra a través de una materia que se llamaba «prácticas agrícolas» —donde aprendíamos que la paciencia tiene raíces profundas—, mientras que una piscina de cemento se convertía en nuestro refugio del sol abrasador. La cancha de fútbol, aunque improvisada y poco adaptada, nos regalaba momentos de diversión y camaradería, esos instantes donde las jerarquías sociales se disolvían temporalmente en el sudor y la competencia.

El Enrique Vélez Escobar en la Finca La Navarra era un remanso de paz en medio del bullicio del aprendizaje. Sus amplias y modestas instalaciones no limitaban nuestra experiencia; al contrario, nos acogían con calidez y nos brindaban un espacio para explorar, aprender y crecer juntos, lejos de las pretensiones arquitectónicas de los colegios urbanos.

Mi paso efímero por La Navarra fue breve pero impactante. Los días se deslizaban entre el ir y venir de conocimientos, rodeados de la atmósfera tranquila y acogedora que solo un entorno rural podía ofrecer. Fue en ese tiempo, en medio del trajín del segundo año de bachillerato, cuando el destino decidió llevarnos al Barrio Santa María, dejando atrás aquel refugio de aprendizaje como quien abandona una casa de la infancia.

Sin embargo, aunque los días en La Navarra fueron fugaces, su influencia perdura como un tesoro en mi memoria. Entre los recuerdos más entrañables de aquel tiempo, destaca el primer recreo —un momento casi mágico donde la bondad del colegio se manifestaba en forma de un gran pocillo de café humeante, acompañado de pan fresco y queso amarillo—. Cada sorbo de aquella bebida caliente y cada bocado de aquel delicioso pan con queso no solo alimentaban nuestro cuerpo, sino que también reconfortaban nuestro espíritu y nos recordaban el cuidado y la atención que recibíamos en aquel lugar. Era un gesto simple, pero en esa simplicidad residía una generosidad que pocos colegios ofrecían.

A través del aroma y el sabor de aquel café, se tejían lazos de gratitud hacia una institución que no solo nos brindaba conocimientos, sino también gestos de generosidad y afecto. Esos pequeños detalles, como el café en el recreo, se convirtieron en símbolos de la bondad y el cuidado que caracterizaban nuestra experiencia en La Navarra. Y aunque la vida nos llevó a otros lugares, ese sabor permaneció como una marca indeleble en la memoria.


En mil novecientos setenta y dos, viví una crisis académica que marcó un quiebre en mi trayectoria escolar en el Enrique Vélez Escobar. Ese año, el profesor Albeiro, a cargo de filosofía y psicología, desencadenó una situación devastadora al reprobar a la mayoría de nosotros, los alumnos —incluyéndome a mí, que ya había enfrentado dificultades en física y geometría—. Esta debacle no solo significó la pérdida del año escolar, sino que también provocó la salida del rector, un evento que cambió el rumbo de la institución y dejó en todos nosotros una sensación de injusticia difícil de digerir.

La frustración por esta experiencia la conservé como un lastre durante un largo tiempo, como una piedra pesada que cargaba sin saber cómo desprenderme de ella. La graduación se convirtió en un momento amargo, marcado por esa decepción y el fracaso que parecía definirme. Era como si el mundo me dijera que no era suficiente, que mis esfuerzos carecían de valor. Sin embargo, con determinación —esa obstinación silenciosa que a veces es lo único que nos queda—, logré superar esta situación al retomar mis estudios en la modalidad nocturna mientras ya estaba inmerso en el mundo laboral.

Este episodio fue un punto de inflexión que me enseñó la importancia de la perseverancia y la capacidad de sobreponerse a los desafíos para alcanzar mis metas. Aprendí que el fracaso no es el final, sino apenas un desvío en el camino, una lección disfrazada de derrota. Y aunque el recuerdo de aquel año perdido aún me produce una punzada de melancolía, también me recuerda que la verdadera medida de una persona no está en cuántas veces cae, sino en cuántas veces se levanta.

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