9. Sacrificio y Supervivencia - El Costo de un Futuro Incierto

CAPÍTULO 9

Sacrificio y Supervivencia: El Costo de un Futuro Incierto

Los días se deslizaban hacia el olvido en la Vereda Pedernales, en una de las casas de la hacienda Dinamarca, envueltos en esa neblina particular de la incertidumbre —densa, casi táctil— donde las horas se descomponían en minutos, y estos en efímeros segundos que nadie reclamaba. La noticia del adiós de Don Delio, aunque anticipada con esa clarividencia amarga que otorga la experiencia, se erigió como un hito sombrío en nuestro devenir. Gilberto, en un esfuerzo que rozaba lo sobrehumano, procuraba sostener la hacienda contra la corriente del destino, sabedor de que libraba una batalla cuyo final ya estaba escrito en algún libro invisible que todos leíamos sin querer admitirlo. Los rumores sobre la inminente sucesión —esa repartición de la tierra entre herederos que siempre parece más un desmembramiento que una herencia— ya circulaban como pájaros de mal agüero tras su fallecimiento.

En el corazón de nuestra familia, las vicisitudes resonaban con un eco que se amplificaba en el silencio. Judith, primogénita de la primera unión de mi padre, era el pilar sobre el cual se sostenía Otilia, nuestra madre. Su dedicación trascendía el simple acto de alimentar; era una forma de amor traducida en cucharadas de sopa y tortillas calientes para los trabajadores que quedaban, esos hombres que miraban el horizonte como quien mira un pozo seco. Sin embargo, el destino —ese contador de historias que nunca consulta nuestras preferencias— la arrancó de nuestro lado cuando encontró, sin buscarlo realmente, al hombre que cambiaría su vida. Seducida por promesas de un futuro diferente, decidió iniciar una nueva existencia en San Carlos. Su partida nos dejó un vacío que tenía forma de presencia ausente, como esas sillas vacías en la mesa que pesan más que las ocupadas.

Mis hermanas mayores, Leticia y Rocío, en esa edad donde la adolescencia es una puerta que se abre hacia lo desconocido, trataban de tejer de nuevo el tapiz familiar deshilachado. Leticia, con esa sabiduría prematura de quien comprende que la vida no espera, asumió su papel sin aspavientos ni quejas. Rocío, en cambio, se perdía en el laberinto de su propia rebelión, desoyendo el llamado de la responsabilidad con la terquedad de quien aún cree que el mundo puede moldearse según su voluntad. Buscaba refugio en la cima de los árboles, donde el viento le susurraba secretos que solo ella escuchaba, o en el silencio de su propio universo interior.

Un día, mi madre la encontró vencida —no por la voluntad de un tabaco, sino por esa curiosidad ingenua que empuja a los jóvenes a experimentar con lo prohibido, a tocar el fuego solo para saber si realmente quema. Ante este desafío, Otilia, con la firmeza de quien ha enfrentado tempestades sin naufragar, optó por una resolución drástica: enviar a Rocío a un convento en Medellín, esperando que el rigor y la disciplina moldearan su espíritu indómito. Qué ironía tan amarga: enviamos a nuestros hijos a que otros los eduquen cuando nosotros mismos no sabemos ya cómo hacerlo, como si la distancia pudiera resolver lo que la cercanía ha complicado.

Mi hermano menor, Francisco, y yo, aún en los albores de nuestra juventud —esa edad en que los sueños todavía tienen el poder de sostener el peso del día—, fuimos obligados a abandonar los senderos escolares para abrazar el yugo de nuestro hogar desgastado. Esta decisión, lejos de ser un simple cambio de circunstancias, marcó profundamente nuestras vidas, dejando una cicatriz que el tiempo nunca logró borrar del todo. Las tareas se acumulaban como piedras en los bolsillos de un hombre que se ahoga: despulpar el café con una máquina que desafiaba nuestra fortaleza y experiencia, cuidar las escasas vacas lecheras que nos quedaban —eco lánguido de una abundancia ya marchita—, cargar bultos que pesaban más por lo que representaban que por su peso real.

Nuestro padre, Don Juan, reducido a la sombra de sí mismo por una enfermedad tan implacable como el tiempo mismo, se había convertido en testigo mudo de su propio ocaso. Cada día era una pincelada más en el cuadro de su desesperanza, un autorretrato que se pintaba solo, sin que él pudiera sostener ya el pincel. Lo veíamos sentado en el corredor, la mirada perdida en algún punto del horizonte donde quizá aún persistía el recuerdo del hombre que había sido, y pensábamos —aunque nunca lo dijéramos— que hay formas de morir que no requieren dejar de respirar.


Dejar las aulas fue un golpe del cual nunca me recuperé por completo. Las consecuencias de esa decisión forzada me acompañaron el resto de mi vida como una sombra fiel, recordándome constantemente lo que se pierde cuando se desperdician esos momentos preciosos de aprendizaje. A veces, en mitad de una conversación o frente a un libro que llegaba a mis manos demasiado tarde, sentía el peso fantasmal de todas las lecciones que nunca aprendí, de todas las palabras que nunca conocí a tiempo.

La educación —me doy cuenta ahora, con esa lucidez cruel que otorga la distancia— no es simplemente un derecho o un privilegio: es el andamiaje invisible que sostiene todo lo demás. Sin ella, muchas puertas permanecen cerradas, y otras que logramos abrir rechinan con un sonido que delata nuestra falta de preparación. El camino se hace cuesta arriba cuando te falta el mapa que otros recibieron de niños.

Reflexionando sobre esto, comprendo la importancia de valorar cada oportunidad de educación que se nos brinda. Hay niños y jóvenes que, por diversas razones, desaprovechan el tiempo en las aulas sin darse cuenta de que están renunciando a una herramienta poderosa para moldear su futuro. La educación abre mentes como se abren ventanas en una habitación oscura; cada momento perdido es una oportunidad que no vuelve, que se evapora como el rocío bajo el sol de la mañana. Este recuerdo amargo de mi juventud se convierte así en un mensaje para las nuevas generaciones: aprovechen cada instante de aprendizaje, pues una vez que se va, sus ecos resuenan por siempre en lo que pudo haber sido y no fue, en todas esas versiones de nosotros mismos que quedaron atrapadas en un futuro que nunca sucedió.


El tiempo, indiferente a nuestra lucha como solo el tiempo puede serlo, continuaba su marcha implacable. Don Juan, atrapado en el torbellino de sus pensamientos —ese remolino interior donde se ahogan los hombres derrotados—, solo podía meditar sobre lo perdido. Sus reiterativos viajes al pueblo, en busca de alivio en los brebajes del boticario, eran odiseas en miniatura, expediciones en busca de un faro de esperanza en un mar de incertidumbre. Volvía siempre con frascos de líquidos oscuros que prometían milagros y entregaban, en el mejor de los casos, unas horas de olvido.

En ese entorno donde la línea entre perseverar y rendirse se desvanecía como la tinta bajo la lluvia, cada día se convertía en un testimonio de desesperanza, una oda involuntaria al inquebrantable espíritu humano frente a la inmensidad de su propia fragilidad. Seguíamos adelante no porque tuviéramos esperanza, sino porque no sabíamos hacer otra cosa. Y quizá eso, en su modestia brutal, era la única forma de heroísmo que nos quedaba.

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Comentarios

  1. Este libro es de una gran riqueza sin lugar a dudas. La superación va más allá de cualquier título logrado en los años mozos. Te felicito!

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